Augusto Soto
La visita oficial del ex presidente Putin a Tokio, el 21 y el 22 de noviembre de 2005, se produjo cinco años después de su última visita a Japón y en el marco de la celebración de los 150 años del establecimiento de relaciones bilaterales.
Como es sabido, un escollo a unos vínculos fluidos en las últimas décadas ha sido la soberanía de las septentrionales islas Etorofu, Shikotan, Kunashiri y Habomai, arrebatadas a Japón por las tropas soviéticas a fines de la Segunda Guerra Mundial. Son lo que Japón denomina aún “Territorios del Norte”, que Rusia conoce como “Kuriles del Sur”. Tras la última cumbre, la posibilidad de un acuerdo territorial ha vuelto a ser pospuesta, de igual modo que la perspectiva de la firma de un tratado de paz, probabilidades ambas que parecían entreverse hace sólo un año.
En noviembre de 2004 el Kremlin recordó que aún existía la voluntad manifestada por Moscú, en 1956, y ratificada entonces por el Soviet Supremo, de devolver dos de las cuatro islas, Habomai y Shikotan. El ministro de Exteriores, Sergei Lavrov, pareció sugerir un renovado diálogo, añadiendo que nunca se habían discutido los detalles. El presidente Putin, pese a decir que el Kremlin veía las cosas de la misma manera que en 1956, afirmaba crípticamente que ambos países aún no habían discutido suficientemente la cuestión. Sus declaraciones se interpretaron entonces como un intento por sondear a la opinión pública rusa tras el acuerdo de delimitación fronteriza alcanzado con China un mes antes, en octubre de 2004, por el que Moscú y Pekín sellaron los asuntos territoriales pendientes con una fórmula de cesión de espacios simétricos. Como se preveía, el primer ministro japonés respondió en público que Tokio demandaba la reintegración total de las Kuriles.
Ahora, tras el encuentro de noviembre de 2005, se confirma oficialmente que Japón tendrá que seguir esperando a su solución ideal de retrocesión territorial, quizá indefinidamente, porque Rusia quiere avanzar por otra senda. En efecto, durante la cumbre de julio del G-8 en Gleneagles, Escocia, previa a la que Rusia presidió en 2006, un confiado Putin anunció que su agenda otorgaría prioridad a la seguridad energética. Y respecto de la relación ruso-japonesa desde una perspectiva muy sutil, que no había sido su signo distintivo en sus relaciones en Oriente, expresó que en relación a los territorios en disputa el asunto se circunscribía a firmar un tratado de paz y que para lograrlo algún día había que trabajar de manera conjunta. A su vez, para alcanzar un acuerdo era necesario reunirse y entenderse para generar la confianza mutua que derivaba de la cooperación. Se trata de una sencilla y astuta fórmula, que apela a la necesaria confianza tantas veces citada en Oriente y al componente económico de la relación.
Así, en los últimos meses, Moscú, para impotencia de Japón, descartó tanto la declaración de Tokio de 1993, que establecía la relevancia de llegar a un “pronto” tratado de paz y a la solución del problema territorial -lo que se entendía en el Gaimusho (Ministerio de Asuntos Exteriores) entonces como la entrega de por lo menos dos de las islas-, así como otra fórmula japonesa barajada en 1998, que consistía en la entrega de la soberanía de las islas a Japón sin un traspaso inmediato, en una fórmula mixta de cesión de las cuatro o de las dos más septentrionales con el traspaso íntegro de las dos meridionales. Básicamente, hasta hoy Moscú se ha mantenido en su deseo de firmar un tratado de paz antes de entregar cualquier territorio, mientras que Tokio lo firmaría tras el reintegro de todas las islas o de dos de ellas.
Hoy, Rusia, un país que se ha convertido en tercermundista, pero que cuenta con las materias primas que necesita el titán comercial y tecnológico japonés, tiene unas nuevas cartas que jugar ante Tokio como parte de su estrategia regional asiática.
La primera es el reforzamiento del poder central del presidente Putin -con culto a la personalidad incluido-, quien perfectamente podría continuar en él durante el resto de la década, permitiéndose una visión internacional de medio plazo reforzada por su señalado intervencionismo en el sector energético. No es el caso de Japón, más cambiante en la cumbre de poder, pese a la longevidad política de Koizumi como primer ministro.
La segunda deriva de los altísimos precios del petróleo y de otras materias primas rusas, que han concedido al Kremlin un tiempo de respiro en el que se sostiene para evaluar opciones de más largo plazo ante el mercado más poblado y falto de energía que es China, y ante la segunda economía del mundo, igualmente necesitada de proveedores fiables, que es Japón.
Moscú es también perfectamente consciente de que el aprovisionamiento de Japón en Oriente Medio, de donde proceden más de las tres cuartas partes del petróleo que importa, es el más impredecible del último medio siglo. En los últimos años la diversificación de fuentes de energía niponas es notable, pero insuficiente para desembarazarse de su principal dependencia.
Otra razón para la determinación rusa es su buena posición política en Asia que en general no tuvo en tiempos de la URSS y, especialmente, los extraordinarios vínculos que Moscú ha alcanzado con Pekín, cuyas relaciones políticas con Japón son las peores en décadas.
De la soberanía a la energía
Japón se enfrenta a delicadas alternativas y previsiblemente tendrá que buscar un nuevo acomodo con Rusia. En el terreno energético, en los últimos años se ha venido librando un “gran juego” internacional de influencias, de gran trascendencia para el aprovisionamiento de Japón desde Siberia. Hasta ahora el balance ha disgustado mucho en Tokio y le obliga a redefinir sus estrategias.
El año pasado, funcionarios rusos dijeron que darían prioridad al oleoducto siberiano hacia el mercado japonés, desde las inmediaciones del lago Baikal, en Taichet, hasta el puerto de Najodka en el Pacífico, y de allí al archipiélago nipón, aplazando el que debería llegar a China. Se argumentó que la oferta china no era de magnitud equiparable a la japonesa porque se circunscribía a una gran inversión concentrada en hacer posible sólo el oleoducto, mientras que la oferta nipona contenía adicionalmente un plan de desarrollo multisectorial para un Extremo Oriente ruso empobrecido y falto de inversiones.
Finalmente parecía que uno de los principales empeños de la política exterior nipona del último tiempo, que había desencadenado hacía tres años una purga interna en la sección para Rusia del Ministerio de Asuntos Exteriores de Japón, daba sus frutos. Pero no fue así y nuevamente ha sido un fracaso.
En la cumbre de julio de 2005 del G-8, Putin, además de posponer el tema de la soberanía de las Kuriles, dejó a las elocuentes cifras hablar por sí mismas. Anunció que su prioridad serían los envíos por ferrocarril hacia China desde la terminal del oleoducto de Skovorodino. Este proyecto, asignado a la empresa estatal Transneft, permitirá transportar 20 millones de toneladas anuales o 385.000 barriles al día de petróleo. El primer tramo hasta Skovorodino, actualmente en construcción, se prevé que concluya en 2008. A su vez, anunció que 10 millones de toneladas adicionales serán enviadas por ferrocarril a la nueva terminal petrolera en las vecindades del puerto de Najodka.
Putin explicó que Rusia construiría un oleoducto que transportaría 50 millones de toneladas para alcanzar el Océano Pacífico, en la vecindad de Najodka, frente al archipiélago nipón. Así, sólo con cifras, el líder ruso anunció que se decantaba por China y relegaba a Japón, que había propuesto cofinanciar el oleoducto hacia Najodka y esperaba recibir la capacidad prevista de 80 millones de toneladas anuales.
Durante la visita a Tokio, Putin ha asegurado en un discurso dirigido a empresarios japoneses que el Kremlin apoya la construcción de un oleoducto transiberiano hasta las costas del Pacífico que incluya a Japón y a la región de Asia Pacífico. Pero ya se conocen los volúmenes y no hay plazos concretos fiables, de momento sólo estimaciones que no bajan de los tres años.
Más allá de las Kuriles
La astuta fórmula esgrimida por Putin en Gleneagles –trabajar en proyectos conjuntos para lograr el conocimiento y la confianza mutuas necesaria para ulteriores acuerdos– es de sentido común y puede ser entendida por los empresarios nipones. Un problema es que éstos desconfían de hacer negocios en ambientes donde no hay garantías jurídicas reconocidas por el Estado. Y aquí es pertinente recordar la ausencia de un tratado de paz. A la vez, Rusia insiste en que las Kuriles no son el principal problema de Japón.
Boris Makarenko, subdirector del Centro de Tecnologías Políticas de Moscú, insiste en ver el aspecto económico como el más significativo de la última visita de Putin a Tokio, adonde llegó acompañado de un centenar de hombres de negocios. Ante un gran auditorio de empresarios japoneses recalcó que la inversión nipona en Rusia representaba sólo un 1% de la inversión extranjera total. Es una cifra irrisoria, especialmente si se considera que en 2003 las exportaciones rusas a Japón casi se doblaron y que el comercio bilateral se incrementó significativamente en más de un 40%, aumento que alcanzó casi el 50% en el último año.
No es usual que dos países de semejante significación internacional, que son vecinos y que tienen un gran potencial complementario –situación difícil de encontrar en otras relaciones bilaterales–, tengan unos intercambios que apenas superan los 10.000 millones de dólares. La cifra es cerca de veinte veces menor que el volumen de relación comercial que Japón tiene con China.
Durante la cumbre bilateral ambas partes firmaron doce documentos que abarcan la cooperación económica y tecnológica. Todo apunta a que los vínculos avanzarán más rápidamente de lo que ha ocurrido hasta ahora pese a las islas Kuriles. Además de los aspectos de aprovisionamiento energético que no acaban de delimitarse con precisión, Putin y Koizumi acordaron simplificar los trámites burocráticos de expedición de visados y la promoción del turismo. Aunque hace unos meses el Diario del Pueblo de Pekín ponía el acento en que, según algunas encuestas, entre los rusos del Extremo Oriente un 70% tenía una buena opinión de los japoneses, contra un porcentaje similar de japoneses que tenía una opinión contraria de los rusos por el tema de las Kuriles, se trata más bien de un comentario intencionado que refleja la importancia que el turismo nipón podría tener para revigorizar el sector servicios en la costa rusa del Pacífico.
Relevante es el acuerdo para que Japón cofinancie el desguace de cinco submarinos nucleares, iniciativa que evidentemente va más allá de los ejercicios de salvamento conjuntos por flotillas de ambos países a los que Tokio ya había contribuido con fondos y personal en la década pasada. En cuanto a la cooperación antiterrorista y a los ejercicios de prevención de desastres naturales, que también se ha acordado impulsar, son aspectos que comparten muchos países hoy por hoy, y no marcan la diferencia en la relación bilateral. Igualmente, Japón ha respaldado a Rusia para su ingreso a la Organización Mundial de Comercio (OMC), algo que, de todas formas ocurriría tarde o temprano debido al tipo de producción de ambas partes y al mayor entendimiento deseable entre dos países que integran el G-8. No es, con todo, un signo evidente que facilite o sea un precedente clave para la resolución futura del conflicto de las Kuriles.
Y pese a que en la cumbre ruso-japonesa se descartó anunciar el establecimiento de proyectos económicos conjuntos en las islas de la discordia, son significativas las palabras del ministro de Exteriores nipón, Taro Aso, formuladas dos días antes en Corea del Sur durante la cumbre de APEC. El alto funcionario deslizó una inusual opinión al declarar que ambas partes se encontraban en un callejón sin salida si continuaban apegados a sus posturas soberanistas. Posteriormente se encargó de aclarar que no había tratado la idea con su homólogo ruso, pero es obvio que el asunto ya se ha mencionado en el diálogo entre bambalinas.
Es importante recordar que en 2003 Koizumi y Putin decidieron establecer el “Plan de Acción Japón-Rusia”, que ponía especial énfasis en la cooperación económica. En consonancia con este espíritu, pocos días antes de su llegada a Tokio, aprovechando su asistencia a la cumbre de APEC en Busan, Corea del Sur, el presidente ruso publicó un texto de clara intención económica, que reprodujeron los principales diarios japoneses, donde se resumen los principios que guían a su administración de cara a la región de Asia-Pacífico. Bajo la premisa de que esa región es un gran centro de gravedad de la economía y la política, que concentra dos tercios del PIB mundial, Rusia reafirma su potencial como tránsito euroasiático y constata el incremento de entre un 20% y un 30% del volumen comercial ruso-chino, para previsiblemente alcanzar a fines de este año los 25.000 millones de dólares. Más del doble que el comercio con Japón.
Un buen ejemplo del nuevo capítulo que pueden augurar unos vínculos más realistas es la decisión adoptada este año por Toyota de establecer una fábrica en San Petersburgo, convirtiéndose así en el primer fabricante de coches nipón en Rusia. Lo hace en la ciudad natal del presidente ruso, con un ingreso relativamente alto y famosa por ofrecer importantes exenciones fiscales. No se pueden descartar similares operaciones en el Extremo Oriente ruso, de momento más complejas por la disparidad de ingreso y densidad demográfica en relación con la Rusia europea, pero factibles en el medio plazo si Japón tuviese la cobertura de un tratado de paz, en no menor medida un requisito ritual para la autoestima japonesa.
Pero sí se han abierto ya perspectivas para la prospección y extracción de gas y petróleo en la enorme isla de Sajalín, contigua a las Kuriles e igualmente territorio ruso, a sólo cien kilómetros de las costas del archipiélago nipón. Allí están presentes empresas de China, aunque no como los feroces competidores que sí son en Siberia. Japón participa en Sajalín en dos grandes proyectos. En uno por valor de 15.000 millones de dólares, como parte de un consorcio internacional en el que compañías niponas han invertido un tercio del total para el transporte de petróleo y gas a Japón a través de China y Corea del Sur. El otro es por 10.000 millones de dólares, acordado en 2003, para producir gas licuado, con inversiones en las que participan compañías como Mitsubishi, Mitsui y Shell. Por añadidura, en julio del año pasado se firmó un acuerdo para generar y distribuir 4.000 megavatios de electricidad desde la isla de Sajalín hacia Japón, donde es dos tercios más caro producirla. Además, se ha oficializado el encargo para que empresas niponas provean con gas purificado a Rusia.
La suma de iniciativas demuestra que las relaciones bilaterales apuntan hacia un incremento, con una relativa diversificación, y que el tema de las Kuriles ha quedado pospuesto, no descartado, aunque solapado por las posibilidades de cooperación económicas, pese al desencanto por las decisiones rusas sobre las rutas de hidrocarburos transiberianas. Estas son las señales más notables de la última cumbre ruso-japonesa.
Conclusiones
Se previó que la cumbre del G-8 en San Petersburgo, en julio de 2006, sería también la oportunidad para una visita de Estado de Koizumi a Rusia. Se estimaba que el contencioso territorial no debería ser más un obstáculo para avanzar en el extraordinario potencial inexplorado que tiene la relación bilateral. Aún así, lo fue, y quedó pendiente un acuerdo de paz.
Por otro lado, si las relaciones bilaterales avanzan en la dirección deseada por Moscú, la orientación bien podría contribuir, por añadidura, al tipo de vínculos que el país tiene con otros países desarrollados. A saber, a concentrarse más en la venta de materias primas y a recibir unas manufacturas elaboradas o muy elaboradas, acrecentando la inercia de su propio potencial como sociedad manufacturera y del conocimiento, más allá de su propia industria armamentista, que goza de buena salud.
Ambos países deberían desarrollar conjuntamente las ventajas que han provocado admiración mutua desde hace décadas, como son la capacidad rusa de generar grandes ideas teóricas en las ciencias exactas y la capacidad japonesa de concebir sorprendentes tecnologías para el mundo práctico.
Por otra parte, una integración económica muy profunda podría conducir a la contraproducente situación de una Rusia tan satisfecha como para no hacer concesiones futuras en las Kuriles.
La visita oficial del ex presidente Putin a Tokio, el 21 y el 22 de noviembre de 2005, se produjo cinco años después de su última visita a Japón y en el marco de la celebración de los 150 años del establecimiento de relaciones bilaterales.
Como es sabido, un escollo a unos vínculos fluidos en las últimas décadas ha sido la soberanía de las septentrionales islas Etorofu, Shikotan, Kunashiri y Habomai, arrebatadas a Japón por las tropas soviéticas a fines de la Segunda Guerra Mundial. Son lo que Japón denomina aún “Territorios del Norte”, que Rusia conoce como “Kuriles del Sur”. Tras la última cumbre, la posibilidad de un acuerdo territorial ha vuelto a ser pospuesta, de igual modo que la perspectiva de la firma de un tratado de paz, probabilidades ambas que parecían entreverse hace sólo un año.
En noviembre de 2004 el Kremlin recordó que aún existía la voluntad manifestada por Moscú, en 1956, y ratificada entonces por el Soviet Supremo, de devolver dos de las cuatro islas, Habomai y Shikotan. El ministro de Exteriores, Sergei Lavrov, pareció sugerir un renovado diálogo, añadiendo que nunca se habían discutido los detalles. El presidente Putin, pese a decir que el Kremlin veía las cosas de la misma manera que en 1956, afirmaba crípticamente que ambos países aún no habían discutido suficientemente la cuestión. Sus declaraciones se interpretaron entonces como un intento por sondear a la opinión pública rusa tras el acuerdo de delimitación fronteriza alcanzado con China un mes antes, en octubre de 2004, por el que Moscú y Pekín sellaron los asuntos territoriales pendientes con una fórmula de cesión de espacios simétricos. Como se preveía, el primer ministro japonés respondió en público que Tokio demandaba la reintegración total de las Kuriles.
Ahora, tras el encuentro de noviembre de 2005, se confirma oficialmente que Japón tendrá que seguir esperando a su solución ideal de retrocesión territorial, quizá indefinidamente, porque Rusia quiere avanzar por otra senda. En efecto, durante la cumbre de julio del G-8 en Gleneagles, Escocia, previa a la que Rusia presidió en 2006, un confiado Putin anunció que su agenda otorgaría prioridad a la seguridad energética. Y respecto de la relación ruso-japonesa desde una perspectiva muy sutil, que no había sido su signo distintivo en sus relaciones en Oriente, expresó que en relación a los territorios en disputa el asunto se circunscribía a firmar un tratado de paz y que para lograrlo algún día había que trabajar de manera conjunta. A su vez, para alcanzar un acuerdo era necesario reunirse y entenderse para generar la confianza mutua que derivaba de la cooperación. Se trata de una sencilla y astuta fórmula, que apela a la necesaria confianza tantas veces citada en Oriente y al componente económico de la relación.
Así, en los últimos meses, Moscú, para impotencia de Japón, descartó tanto la declaración de Tokio de 1993, que establecía la relevancia de llegar a un “pronto” tratado de paz y a la solución del problema territorial -lo que se entendía en el Gaimusho (Ministerio de Asuntos Exteriores) entonces como la entrega de por lo menos dos de las islas-, así como otra fórmula japonesa barajada en 1998, que consistía en la entrega de la soberanía de las islas a Japón sin un traspaso inmediato, en una fórmula mixta de cesión de las cuatro o de las dos más septentrionales con el traspaso íntegro de las dos meridionales. Básicamente, hasta hoy Moscú se ha mantenido en su deseo de firmar un tratado de paz antes de entregar cualquier territorio, mientras que Tokio lo firmaría tras el reintegro de todas las islas o de dos de ellas.
Hoy, Rusia, un país que se ha convertido en tercermundista, pero que cuenta con las materias primas que necesita el titán comercial y tecnológico japonés, tiene unas nuevas cartas que jugar ante Tokio como parte de su estrategia regional asiática.
La primera es el reforzamiento del poder central del presidente Putin -con culto a la personalidad incluido-, quien perfectamente podría continuar en él durante el resto de la década, permitiéndose una visión internacional de medio plazo reforzada por su señalado intervencionismo en el sector energético. No es el caso de Japón, más cambiante en la cumbre de poder, pese a la longevidad política de Koizumi como primer ministro.
La segunda deriva de los altísimos precios del petróleo y de otras materias primas rusas, que han concedido al Kremlin un tiempo de respiro en el que se sostiene para evaluar opciones de más largo plazo ante el mercado más poblado y falto de energía que es China, y ante la segunda economía del mundo, igualmente necesitada de proveedores fiables, que es Japón.
Moscú es también perfectamente consciente de que el aprovisionamiento de Japón en Oriente Medio, de donde proceden más de las tres cuartas partes del petróleo que importa, es el más impredecible del último medio siglo. En los últimos años la diversificación de fuentes de energía niponas es notable, pero insuficiente para desembarazarse de su principal dependencia.
Otra razón para la determinación rusa es su buena posición política en Asia que en general no tuvo en tiempos de la URSS y, especialmente, los extraordinarios vínculos que Moscú ha alcanzado con Pekín, cuyas relaciones políticas con Japón son las peores en décadas.
De la soberanía a la energía
Japón se enfrenta a delicadas alternativas y previsiblemente tendrá que buscar un nuevo acomodo con Rusia. En el terreno energético, en los últimos años se ha venido librando un “gran juego” internacional de influencias, de gran trascendencia para el aprovisionamiento de Japón desde Siberia. Hasta ahora el balance ha disgustado mucho en Tokio y le obliga a redefinir sus estrategias.
El año pasado, funcionarios rusos dijeron que darían prioridad al oleoducto siberiano hacia el mercado japonés, desde las inmediaciones del lago Baikal, en Taichet, hasta el puerto de Najodka en el Pacífico, y de allí al archipiélago nipón, aplazando el que debería llegar a China. Se argumentó que la oferta china no era de magnitud equiparable a la japonesa porque se circunscribía a una gran inversión concentrada en hacer posible sólo el oleoducto, mientras que la oferta nipona contenía adicionalmente un plan de desarrollo multisectorial para un Extremo Oriente ruso empobrecido y falto de inversiones.
Finalmente parecía que uno de los principales empeños de la política exterior nipona del último tiempo, que había desencadenado hacía tres años una purga interna en la sección para Rusia del Ministerio de Asuntos Exteriores de Japón, daba sus frutos. Pero no fue así y nuevamente ha sido un fracaso.
En la cumbre de julio de 2005 del G-8, Putin, además de posponer el tema de la soberanía de las Kuriles, dejó a las elocuentes cifras hablar por sí mismas. Anunció que su prioridad serían los envíos por ferrocarril hacia China desde la terminal del oleoducto de Skovorodino. Este proyecto, asignado a la empresa estatal Transneft, permitirá transportar 20 millones de toneladas anuales o 385.000 barriles al día de petróleo. El primer tramo hasta Skovorodino, actualmente en construcción, se prevé que concluya en 2008. A su vez, anunció que 10 millones de toneladas adicionales serán enviadas por ferrocarril a la nueva terminal petrolera en las vecindades del puerto de Najodka.
Putin explicó que Rusia construiría un oleoducto que transportaría 50 millones de toneladas para alcanzar el Océano Pacífico, en la vecindad de Najodka, frente al archipiélago nipón. Así, sólo con cifras, el líder ruso anunció que se decantaba por China y relegaba a Japón, que había propuesto cofinanciar el oleoducto hacia Najodka y esperaba recibir la capacidad prevista de 80 millones de toneladas anuales.
Durante la visita a Tokio, Putin ha asegurado en un discurso dirigido a empresarios japoneses que el Kremlin apoya la construcción de un oleoducto transiberiano hasta las costas del Pacífico que incluya a Japón y a la región de Asia Pacífico. Pero ya se conocen los volúmenes y no hay plazos concretos fiables, de momento sólo estimaciones que no bajan de los tres años.
Más allá de las Kuriles
La astuta fórmula esgrimida por Putin en Gleneagles –trabajar en proyectos conjuntos para lograr el conocimiento y la confianza mutuas necesaria para ulteriores acuerdos– es de sentido común y puede ser entendida por los empresarios nipones. Un problema es que éstos desconfían de hacer negocios en ambientes donde no hay garantías jurídicas reconocidas por el Estado. Y aquí es pertinente recordar la ausencia de un tratado de paz. A la vez, Rusia insiste en que las Kuriles no son el principal problema de Japón.
Boris Makarenko, subdirector del Centro de Tecnologías Políticas de Moscú, insiste en ver el aspecto económico como el más significativo de la última visita de Putin a Tokio, adonde llegó acompañado de un centenar de hombres de negocios. Ante un gran auditorio de empresarios japoneses recalcó que la inversión nipona en Rusia representaba sólo un 1% de la inversión extranjera total. Es una cifra irrisoria, especialmente si se considera que en 2003 las exportaciones rusas a Japón casi se doblaron y que el comercio bilateral se incrementó significativamente en más de un 40%, aumento que alcanzó casi el 50% en el último año.
No es usual que dos países de semejante significación internacional, que son vecinos y que tienen un gran potencial complementario –situación difícil de encontrar en otras relaciones bilaterales–, tengan unos intercambios que apenas superan los 10.000 millones de dólares. La cifra es cerca de veinte veces menor que el volumen de relación comercial que Japón tiene con China.
Durante la cumbre bilateral ambas partes firmaron doce documentos que abarcan la cooperación económica y tecnológica. Todo apunta a que los vínculos avanzarán más rápidamente de lo que ha ocurrido hasta ahora pese a las islas Kuriles. Además de los aspectos de aprovisionamiento energético que no acaban de delimitarse con precisión, Putin y Koizumi acordaron simplificar los trámites burocráticos de expedición de visados y la promoción del turismo. Aunque hace unos meses el Diario del Pueblo de Pekín ponía el acento en que, según algunas encuestas, entre los rusos del Extremo Oriente un 70% tenía una buena opinión de los japoneses, contra un porcentaje similar de japoneses que tenía una opinión contraria de los rusos por el tema de las Kuriles, se trata más bien de un comentario intencionado que refleja la importancia que el turismo nipón podría tener para revigorizar el sector servicios en la costa rusa del Pacífico.
Relevante es el acuerdo para que Japón cofinancie el desguace de cinco submarinos nucleares, iniciativa que evidentemente va más allá de los ejercicios de salvamento conjuntos por flotillas de ambos países a los que Tokio ya había contribuido con fondos y personal en la década pasada. En cuanto a la cooperación antiterrorista y a los ejercicios de prevención de desastres naturales, que también se ha acordado impulsar, son aspectos que comparten muchos países hoy por hoy, y no marcan la diferencia en la relación bilateral. Igualmente, Japón ha respaldado a Rusia para su ingreso a la Organización Mundial de Comercio (OMC), algo que, de todas formas ocurriría tarde o temprano debido al tipo de producción de ambas partes y al mayor entendimiento deseable entre dos países que integran el G-8. No es, con todo, un signo evidente que facilite o sea un precedente clave para la resolución futura del conflicto de las Kuriles.
Y pese a que en la cumbre ruso-japonesa se descartó anunciar el establecimiento de proyectos económicos conjuntos en las islas de la discordia, son significativas las palabras del ministro de Exteriores nipón, Taro Aso, formuladas dos días antes en Corea del Sur durante la cumbre de APEC. El alto funcionario deslizó una inusual opinión al declarar que ambas partes se encontraban en un callejón sin salida si continuaban apegados a sus posturas soberanistas. Posteriormente se encargó de aclarar que no había tratado la idea con su homólogo ruso, pero es obvio que el asunto ya se ha mencionado en el diálogo entre bambalinas.
Es importante recordar que en 2003 Koizumi y Putin decidieron establecer el “Plan de Acción Japón-Rusia”, que ponía especial énfasis en la cooperación económica. En consonancia con este espíritu, pocos días antes de su llegada a Tokio, aprovechando su asistencia a la cumbre de APEC en Busan, Corea del Sur, el presidente ruso publicó un texto de clara intención económica, que reprodujeron los principales diarios japoneses, donde se resumen los principios que guían a su administración de cara a la región de Asia-Pacífico. Bajo la premisa de que esa región es un gran centro de gravedad de la economía y la política, que concentra dos tercios del PIB mundial, Rusia reafirma su potencial como tránsito euroasiático y constata el incremento de entre un 20% y un 30% del volumen comercial ruso-chino, para previsiblemente alcanzar a fines de este año los 25.000 millones de dólares. Más del doble que el comercio con Japón.
Un buen ejemplo del nuevo capítulo que pueden augurar unos vínculos más realistas es la decisión adoptada este año por Toyota de establecer una fábrica en San Petersburgo, convirtiéndose así en el primer fabricante de coches nipón en Rusia. Lo hace en la ciudad natal del presidente ruso, con un ingreso relativamente alto y famosa por ofrecer importantes exenciones fiscales. No se pueden descartar similares operaciones en el Extremo Oriente ruso, de momento más complejas por la disparidad de ingreso y densidad demográfica en relación con la Rusia europea, pero factibles en el medio plazo si Japón tuviese la cobertura de un tratado de paz, en no menor medida un requisito ritual para la autoestima japonesa.
Pero sí se han abierto ya perspectivas para la prospección y extracción de gas y petróleo en la enorme isla de Sajalín, contigua a las Kuriles e igualmente territorio ruso, a sólo cien kilómetros de las costas del archipiélago nipón. Allí están presentes empresas de China, aunque no como los feroces competidores que sí son en Siberia. Japón participa en Sajalín en dos grandes proyectos. En uno por valor de 15.000 millones de dólares, como parte de un consorcio internacional en el que compañías niponas han invertido un tercio del total para el transporte de petróleo y gas a Japón a través de China y Corea del Sur. El otro es por 10.000 millones de dólares, acordado en 2003, para producir gas licuado, con inversiones en las que participan compañías como Mitsubishi, Mitsui y Shell. Por añadidura, en julio del año pasado se firmó un acuerdo para generar y distribuir 4.000 megavatios de electricidad desde la isla de Sajalín hacia Japón, donde es dos tercios más caro producirla. Además, se ha oficializado el encargo para que empresas niponas provean con gas purificado a Rusia.
La suma de iniciativas demuestra que las relaciones bilaterales apuntan hacia un incremento, con una relativa diversificación, y que el tema de las Kuriles ha quedado pospuesto, no descartado, aunque solapado por las posibilidades de cooperación económicas, pese al desencanto por las decisiones rusas sobre las rutas de hidrocarburos transiberianas. Estas son las señales más notables de la última cumbre ruso-japonesa.
Conclusiones
Se previó que la cumbre del G-8 en San Petersburgo, en julio de 2006, sería también la oportunidad para una visita de Estado de Koizumi a Rusia. Se estimaba que el contencioso territorial no debería ser más un obstáculo para avanzar en el extraordinario potencial inexplorado que tiene la relación bilateral. Aún así, lo fue, y quedó pendiente un acuerdo de paz.
Por otro lado, si las relaciones bilaterales avanzan en la dirección deseada por Moscú, la orientación bien podría contribuir, por añadidura, al tipo de vínculos que el país tiene con otros países desarrollados. A saber, a concentrarse más en la venta de materias primas y a recibir unas manufacturas elaboradas o muy elaboradas, acrecentando la inercia de su propio potencial como sociedad manufacturera y del conocimiento, más allá de su propia industria armamentista, que goza de buena salud.
Ambos países deberían desarrollar conjuntamente las ventajas que han provocado admiración mutua desde hace décadas, como son la capacidad rusa de generar grandes ideas teóricas en las ciencias exactas y la capacidad japonesa de concebir sorprendentes tecnologías para el mundo práctico.
Por otra parte, una integración económica muy profunda podría conducir a la contraproducente situación de una Rusia tan satisfecha como para no hacer concesiones futuras en las Kuriles.