martes, 10 de marzo de 2009

HILLARY CLINTON LE HABLA A CHINA DE IGUAL A IGUAL


Xulio Ríos

La visita de Hillary Clinton a China ha expresado a las claras el reconocimiento de la nueva Administración estadounidense a la significación global de Beijing, la tercera economía mundial. Por otra parte, ha servido igualmente para despejar el horizonte y disipar las pocas dudas que pudieran restar a propósito de la actitud a adoptar por Washington en las relaciones bilaterales, calmando la ansiedad de las autoridades chinas, siempre más temerosa de las administraciones demócratas, por cuanto, al menos en sus primeros momentos, siempre han manifestado una mayor beligerancia respecto a temas que en Zhonanghai son materia sensible, ya se trate de Taiwán, Tibet o los derechos humanos.

Pero Hillary Clinton no podía decirlo ni más alto ni más claro: los derechos humanos no pueden ensombrecer otras cuestiones de mayor importancia. Un beneplácito que las autoridades chinas agradecerán especialmente en un año como este, con tantas fechas complicadas en el almanaque y la amenaza permanente de disturbios sociales como consecuencia de los efectos internos de la crisis.

China aspira a reeditar una nueva bipolaridad de facto con Estados Unidos que solemnice su ascenso en la escala global.

Beijing, defensora del libre comercio

En las últimas semanas, “Beijing ha reiterado una vez más la necesidad de poner fin a las limitaciones que aún lastran el comercio bilateral, especialmente en productos de alta tecnologíalas” autoridades chinas han cuestionado con meridiana claridad las invitaciones al proteccionismo que se incluyen en los paquetes de estímulo aprobados por la Casa Blanca para responder a la crisis, y rechazado abiertamente las acusaciones de manipulación de su moneda, el yuan, formuladas por el secretario del Tesoro, Timothy Geithner, en enero pasado, quien pasó, en cuestión de días, de acusar a felicitar a Beijing por su respuesta ante la crisis. China, convertida ahora, más que nunca, en defensora a ultranza del libre comercio, ha alertado sobre las graves consecuencias de estas medidas en economías tan interdependientes, recordando, además, la importancia que tiene para Washington ganarse su confianza, matizando que, por el momento, no está en entredicho, pero que no la sacrificará a la defensa de sus propios intereses. Aún manteniendo su política de compra de bonos del Tesoro, los economistas chinos barajan ya diferentes medidas para salvaguardar el valor de sus reservas de divisas ante un comportamiento irresponsable de las autoridades estadounidenses. “Garantizada la continuidad de la administración Bush y tomando nota del mutuo deseo de profundizarla, China aspira a una nueva bipolaridad de facto que solemnice su ascenso en la escala global”Además, Beijing ha reiterado una vez más la necesidad de poner fin a las limitaciones que aún lastran el comercio bilateral, especialmente en productos de alta tecnología, variable que, una vez liberalizada, podría ayudar a corregir el déficit comercial estadounidense.

Hillary Clinton se reunió con el presidente Hu Jintao, con el primer ministro Wen Jiabao y con el ministro de asuntos exteriores, Yang Jiechi. Todo han sido buenos deseos y buenas palabras. La responsabilidad de ambas economías en la crisis del clima ha estado en la agenda, pero sin allegar compromisos tangibles que plasmen un cambio de rumbo apreciable. Por otra parte, en materia de seguridad, el largo inventario de problemas (desde Irán a Corea del Norte) y la nueva diplomacia que sugieren desde Washington abre oportunidades para que la influencia de China se haga sentir un poco más. Ambas partes han acordado la reanudación de los contactos militares paralizados desde octubre del pasado año.

Cumbres presididas por Biden y Jiabao

No obstante, la cuestión de fondo de mayor enjundia se refiere al formato futuro del diálogo bilateral y sus contenidos. Garantizada la continuidad de la orientación aplicada por la administración Bush y tomando buena nota del mutuo deseo de profundizarla y mejorarla, China aspira a reeditar una nueva bipolaridad de facto que solemnice su ascenso en la escala global. Hasta ahora, los diálogos estratégicos sino-estadounidenses han tenido un claro sesgo sectorial (económico, fundamentalmente) o regional (a propósito de América Latina, por ejemplo), limitando a cumbres ocasionales el diálogo al máximo nivel. Lo que ahora se plantea es un formato de cumbres de carácter integral y periódico presididas por Joe Biden y Wen Jiabao, en las que se abordarán todos los asuntos de la agenda bilateral y global.

La visita de Hillary Clinton no ha despejado cuánto está en disposición de aceptar la Administración estadounidense, a quien, a priori, solo le interesa un impulso que pueda contribuir a estabilizar las relaciones bilaterales y garantizar el apoyo de China a su liderazgo y reformas, pero no a evidenciar cualquier clase de limitación a su hegemonía global. Ambas partes han remitido al encuentro que Hu Jintao y Barack Obama mantendrán en abril en Londres, en el marco de la reunión del G-20.

Será entonces cuando podremos comprobar si la primera evidencia palpable de las consecuencias políticas de la crisis se resume en una foto que podría empezar a ser habitual. Ese diálogo, cada vez más de igual a igual, significaría que a China no se le podrían dictar recomendaciones, no ya por que su voluntad política las rechazaría de plano, como hemos podido comprobar en numerosas ocasiones, sino porque el peso de su significación global ha adquirido tal magnitud que vuelve iluso cualquier intento de darle lecciones de comportamiento.

Mientras H. Clinton regresaba a Washington, en Beijing se hacía recuento paralelo de los resultados de las misiones que han llevado en las últimas semanas a altos dirigentes del Partido, del gobierno y del Estado a los cuatro puntos cardinales del planeta. El activismo diplomático chino presagia un salto cualitativo en su estrategia global.

ELECCIONES EN ISRAEL: SÓLO PERDEDORES


Samuel Hadas

Un sistema electoral disfuncional

Israel es una vibrante democracia, la única en Oriente Próximo. Pero de las últimas elecciones a la Knesset, el parlamento israelí, como de las anteriores, no ha surgido partido alguno con una mayoría que posibilite la estabilidad política a un país que vive una situación convulsiva y delicada y cuyo gobierno tendrá que lidiar con complejos desafíos, cruciales para el futuro del país: el de decidir de qué manera actuar ante el peligro del imparable programa nuclear iraní, cómo gestionar el proceso de paz con los palestinos y la insostenible ocupación de los territorios palestinos, cómo poner fin a la lluvia de cohetes y misiles de Gaza y afrontar la amenaza representada por las organizaciones islamistas fundamentalistas radicales Hezbolá y Hamás. Temas todos ellos que dividen profundamente a los israelíes.

Más de 30 partidos se presentaron a las elecciones. “Solamente” 12 están representados en la presente legislatura, ninguno de los cuales ha obtenido siquiera un cuarto de sus 120 escaños, lo que hará que el gobierno que se integre corra seguramente el mismo destino de los últimos que le precedieron, que fueron incapaces de completar la legislatura, lo que obligó a convocar elecciones anticipadas. ¿Cómo se explica que en menos de 10 años Israel haya tenido cinco gobiernos? “Tenemos una democracia perfecta, plena de imperfecciones”, define un politólogo israelí el defectuoso sistema electoral de Israel, un país cuya inestabilidad política es estructuralmente inherente a su sistema político, en vigencia desde el establecimiento del Estado, un problemático sistema que constituye uno de los ejemplos más extremos de representación proporcional. “Es el sistema electoral, estúpido”, escribe un politólogo israelí. El sistema electoral ha posibilitado la fragmentación política e impedido el funcionamiento de gobiernos estables. Entre los partidos en liza debemos destacar los confesionales y étnicos, así como partidos que representan estrechos intereses sectoriales y que, al haberse constituido en la mayoría de los casos en fiel de la balanza política, tienen una fuerza desproporcionada a su dimensión, habiéndose especializado en un chantaje político por el que el país debe pagar un alto precio político y económico. En sus 60 años de vida Israel tuvo ya tres decenas de gobiernos. En los últimos 11 años los israelíes concurrieron a las urnas seis veces. Además, hasta el día de hoy Israel carece de una Constitución por falta de consenso entre las distintas fuerzas políticas sobre cuestiones de principio críticas. Todos los intentos de modificar el sistema electoral fracasaron.

El sistema político está dominado por el multipartidismo, con algunos partidos dominantes y coaliciones de gobierno hasta hace unos años más o menos estables. Dos grandes partidos, de centro-izquierda y centro-derecha, constituyeron hasta hace pocos años el eje principal de la política israelí, sobre todo porque no se limitaron a delinear una alternativa política sino que actuaron en prácticamente todas las esferas de la vida de la sociedad, en la que tuvieron no poca hegemonía, acumulando bienes económicos y creando instituciones sociales, educativas y culturales diversas. En las primeras décadas de vida del Estado constituyeron el fundamento de la construcción de la sociedad. Pero su poder se ha erosionado como consecuencia de los grandes cambios que se han producido en la sociedad israelí. Han surgido nuevas fuerzas, algunas motivadas por estrechas ideologías o intereses sectoriales, así como partidos que representan colectivos de religiosos y de inmigrantes, a cuenta de los grandes partidos. El chantaje y el desorbitado precio que debe pagarse por las exigencias de partidos sectoriales ha contribuido al descrédito del estamento político.

El declive de las grandes fuerzas políticas se aceleró con la adopción de una ley electoral que separó las elecciones al parlamento de las elecciones a la jefatura del gobierno. Hasta 1996, el sistema político era exclusivamente parlamentario y el gobierno se constituía sobre la base del voto de apoyo de la mayoría de la Knesset. El sistema político que se adoptó entonces fue un híbrido entre un régimen parlamentario de modelo europeo y un régimen cuasi-presidencial. Aquí se demostró que lo mejor es enemigo de lo bueno. Si la política partidaria era hasta entonces la esencia del sistema político israelí, el centro de decisión pasó, en la práctica, a una persona. Esto sucedió mientras que los grandes partidos, como quedó dicho, estaban perdiendo poder en favor de los pequeños partidos. Al seguir siendo algunos de éstos fiel de la balanza política, estaban en mejores condiciones que antes para chantajear constantemente al primer ministro de turno (la intención de quienes propusieron el cambio del sistema electoral era precisamente la de reducir la capacidad de chantaje de los pequeños partidos, en el supuesto que aminoraría su posición de fiel de la balanza política al perder su capacidad de decidir qué partido integraría el gobierno o quién lo encabezaría).

Pero ese sistema electoral hizo de la política un regateo ininterrumpido. El resultado fue contradictorio: más poder para el jefe de gobierno a expensas de la Knesset, pero paradójicamente lo expuso más que antes a la extorsión de los partidos bisagra. El resultado: en pocos años se retornó al sistema tradicional. El declive de los partidos políticos y el cambio del sistema electoral, así como la revolución en los medios de comunicación (el impacto de la televisión en la cultura política de Israel es sumamente importante), han afectado profundamente a la democracia israelí y podrían traer consigo nuevos cambios en la vida política del país en un futuro no muy lejano.

“¡No es la economía, estúpido!”

En las elecciones quedó demostrado nuevamente que la principal preocupación de los israelíes sigue siendo la seguridad. “¡No es la economía, estúpido!”, advierte un analista político en vísperas de las elecciones. Es indudable que la guerra de Gaza influyó en los resultados de la contienda electoral. La guerra, y también los largos años en que decenas de miles de israelíes primero, y centenares de miles después, debieron soportar una inacabable lluvia de cohetes y morteros disparados desde Gaza, una región palestina bajo la égida de Hamás, una fanática organización islamista fundamentalista que se niega a reconocer al Estado de Israel, influyeron sobre el estado de ánimo de los israelíes y tuvieron consecuencias sumamente negativas para los partidos del gobierno, acusados por sus críticos de “ineptitud para afrontar los problemas de seguridad”.

Uno de los resultados de la guerra, que, como toda guerra, ha desarrollado sentimientos nacionalistas acendrados, ha sido el que aquellos que no son plenamente conscientes de las necesidades reales del futuro del país se han dejado seducir por quienes cultivaron una imágen de “duros”, por quienes exigen “una política de fuerza” y que critican al gobierno “por no haber sabido conducir la guerra interrumpiéndola antes de tiempo, no permitiendo al ejército vencer y demoler a Hamás”. La guerra de Gaza decantó el electorado hacia los partidos de la derecha, que alcanzaron 65 escaños frente a los 55 de los partidos de centro-izquierda y los partidos árabes. Sobre todo, porque a cambio de los territorios desocupados por Israel en Gaza, Israel solo recibió una escalada del terrorismo. Un terrorismo apoyado por un régimen, el de Teherán, que llama un día sí y otro también a “borrar a Israel del mapa”. Un dato ilustrativo es que hasta el último momento cerca del 20% de los israelíes se había mostrado indeciso sobre su voto y que en las zonas fronterizas que sufrieron el acoso de los cohetes de Hamás, los votantes se decantaron masivamente hacia la derecha y los ultranacionalistas. Los israelíes votaron por la seguridad.

Asimismo, quedó demostrado nuevamente en estas elecciones que en la sociedad israelí cunde el cinismo y la irritación hacia su estamento político. Una tendencia cada vez más generalizada entre los israelíes es la frustración por sus gobernantes, lo que se manifestó en el bajo porcentaje de votantes en las últimas dos elecciones generales, poco más del 60%, así como en el voto por partidos de “protesta”. Pero otro fenómeno preocupante, que no es nuevo en las democracias occidentales, ha sido que, en su frustración, muchos, sobre todo en la generación joven, buscaron un líder “fuerte”. Y esta vez lo encontraron en el jefe del partido Israel Beitenu (“Israel Nuestra Casa”), el ultranacionalista Avigdor Liberman, cuya campaña electoral se basó en inspirar miedo y se caracterizó por sus ataques contra los árabes ciudadanos de Israel (el 20% de la población del país), a quienes exigió elegir entre “lealtad al Estado o la pérdida de la ciudadanía”. Solamente la Corte Suprema de Justicia impidió que prosperase su propuesta de excluir de la Knesset a dos de los tres partidos árabes, que ya había sido aprobada por la Comisión Electoral. Liberman también utilizó en su campaña el sentimiento de frustración hacia los políticos. La base natural de su partido son los inmigrantes de la ex Unión Soviética, pero su mensaje caló también entre los jóvenes, sobre todo aquellos que participaron por vez primera en elecciones en Israel, que se dejaron deslumbrar por eslóganes demagógicos. Los resultados de las elecciones han hecho de Liberman el kingmaker de la política israelí.

Los dos partidos que ganaron más votos, el centrista Kadima, encabezado por la ministra de Asuntos Exteriores, Tzipi Livni, y el de derecha Likud, liderado por Benjamin Netanyahu, –además, por una diferencia mínima, 28 y 27 diputados respectivamente– apenas rozan un cuarto del total de los 120 diputados a la Knesset.

Los resultados de las elecciones del 10 de febrero, una clara victoria para la derecha y un debacle de la izquierda, han sido consecuencia del papel predominante del conflicto palestino-israelí en la sociedad israelí y en la orientación de la política del Estado. Los israelíes votaron por la derecha no porque rechazan la paz y la visión de dos Estados para los dos pueblos (apoyados consistentemente por el 70% de la población, que aspira a desconectar sus vidas de las de los palestinos), sino por desilusión, por la incapacidad de la izquierda –que supo conducir los destinos del Estado durante décadas– de llevar a buen término el proceso de paz cuando estaba en sus manos hacerlo. Muchos han dejado de creer en la viabilidad del proceso de paz. Las dificultades de la izquierda devienen del hecho de que el electorado israelí ya no responde a programas y grandes ideas. Ser adalid de la causa de la paz o de las causas sociales atrae menos que, por ejemplo, ofrecer un jefe de gobierno cuya personalidad inspira “seguridad”.

Entre la desilusión y el escepticismo

Desde que se dieron a conocer los resultados electorales, los israelíes se debaten entre la desilusión y el escepticismo y siguen expectantes las negociaciones para la integración del nuevo gobierno. Pero sin gran optimismo, por cuanto la alternativa es hoy entre una mala solución y otra peor. Del regateo político saldrá un gobierno de derecha, con una mayoría de unos pocos escaños (alrededor de 65), atado de pies y manos a los partidos ultranacionalistas que, no cabe la menor duda, intentarán congelar el proceso de paz impidiendo nuevas retiradas israelíes y el desmantelamiento de los asentamientos ilegales en los territorios, lo que colocará al próximo gobierno en vía de colisión con la Administración del presidente Barack Obama y con la UE (que ha congelado temporalmente la prevista promoción de sus relaciones con Israel). Una nueva y peligrosa espiral de violencia será inevitable. La alternativa sería la integración de un gobierno de “unidad” nacional, similar a gobiernos que ya existieron en el pasado y que, como aquellos, más que de unidad nacional, será seguramente un gobierno de paralización nacional. Un gobierno que podría ganar legitimidad internacional pero que, a la larga, no podrá evitar una confrontación con EEUU y Europa. Habrá negociaciones con los palestinos, pero desembocarán rápidamente en su estancamiento.

En cualquier caso, una mala elección. Los analistas coinciden en señalar que lo más probable es que el gobierno que surja de las negociaciones no complete su mandato. Para el profesor Amnon Rubinstein, ex ministro de Justicia y uno de los más destacados expertos en Derecho Constitucional, ya comenzó la cuenta regresiva de las próximas elecciones. El cotidiano Yediot Haharonot va más lejos y titula uno de sus artículos de opinión “Un gobierno imposible, las próximas elecciones en puerta”.

En teoría, la formación del nuevo gobierno debió encomendarse a Tzipi Livni, al haber conquistado el mayor número de votos. Livni ganó la batalla pero perdió la guerra: el bloque de la derecha cuenta con una mayoría que ha bloqueado esta posibilidad. De ahí que el presidente de Israel, Shimon Peres, se viera obligado a encomendar la formación del nuevo gobierno a Netanyahu. Como era de esperar, éste ha propuesto a los líderes del partido Kadima, la ministra de Exteriores Tzipi Livni y al líder del partido Laborista Ehud Barack integrarse en su gobierno. Netanyahu tiene un mes para integrar la coalición gubernamental. En caso de que este período sea insuficiente, se le concederán otros 14 días. Si fracasa, el presidente deberá designar otro candidato, que dispondrá de 28 días. Si también éste fracasa, el presidente invitará a un tercer candidato, al que se le darán solamente 14 días. Otro fracaso y se convocan nuevas elecciones.

Netanyahu tiene asegurado el apoyo de los partidos ultranacionalistas y religiosos ortodoxos, que suman 65 diputados. Pero Netanyahu necesita del apoyo de un partido moderado como Kadima para mejorar su imagen en la opinión pública israelí, liberarse de la presión de sus socios de la extrema derecha y de los religiosos ortodoxos y, sobre todo, para legitimar internacionalmente su gobierno. No olvida que fueron sus propios socios de la derecha quienes, siendo primer ministro, derribaron su gobierno cuando firmó el acuerdo de Wye Plantation con los palestinos, presionado por la Administración del presidente Bill Clinton, e intenta formar un gobierno de unidad nacional apelando a los retos que deberá afrontar el futuro gobierno. Netanyahu teme que la heterogeneidad de la derecha que le apoya pueda derribar su gobierno en cualquier votación crucial. Por ejemplo, si uno de los partidos laicos, en este caso Israel Beitenu, propone, como se prevé, leyes que minen el control de los partidos religiosos en temas civiles, éstos le crearían una insoluble crisis política.

Por el momento parecen insuperables las divergencias de fondo, sobre todo acerca de un acuerdo con los palestinos. Livni rechazó su ofrecimiento por falta de acuerdo en una cuestión fundamental: la negativa de Netanyahu de aceptar explícitamente una solución al conflicto palestino-israelí basada en el concepto de dos Estados soberanos para dos pueblos. De no ser implementada esta solución en un futuro previsible, la alternativa será un Estado binacional en el que en pocos años la demografía hará que los árabes se constituyan en la mayoría.

¿Puede hoy Netanyahu, que en su momento se opuso a los acuerdos de Oslo, aceptar este principio? En su discurso político, rechaza consistentemente la visión de dos Estados para dos pueblos y propone en su lugar una solución “económica”. Debe recordarse aquí que la plataforma del Likud de Netanyahu establece que “las comunidades judías en Judea y Samaria (Cisjordania) constituyen la materialización de los valores sionistas. La colonización de la tierra es una clara expresión del inobjetable derecho del pueblo judío a la Tierra de Israel y constituye un importante valor en la defensa de los intereses vitales del Estado de Israel. El Likud continuará reforzando y desarrollando estas comunidades y evitará su desalojo”. Por supuesto, no cabe esperar que los palestinos, el mundo árabe, la UE y la nueva Administración en EEUU crean que Israel tenga la intención real de llegar a la paz mientras continúe la expansión de asentamientos en los territorios palestinos. ¿Ignora acaso Netanyahu que los palestinos rechazarán categóricamente cualquier solución que no pase por la soberanía? No lo ignora, pero rechaza declarar su apoyo a un principio que le costaría su potencial coalición con sus “aliados naturales” de la ultraderecha, perdiendo incluso el apoyo de los diputados de extrema derecha de su propio partido.

Los grandes perdedores

Lo que es evidente es que una coalición del Likud con los partidos ortodoxos religiosos y de derecha ultranacionalista, sin una visión política, no permitirá al candidato a primer ministro ejercer su liderazgo. Jeff Barak, ex editor jefe del Jerusalem Post, escribe que no es función del centro-izquierda salvar a la derecha de sí misma. Las elecciones otorgaron a la derecha un mandato para gobernar, por lo que debe dársele la oportunidad de hacerlo, pese a los desastrosos efectos que indudablemente traerá al país. Es de desear –agrega– que su ya comprobada incapacidad de entender que la realidad es más fuerte que la ideología y de aceptar que el compromiso es una función de gobierno necesaria, asegure un rápido fin al segundo término de Netanyahu como primer ministro.

El pesimismo ha sido la nota predominante en el mundo árabe, incluso en aquellos países que apoyan el proceso de paz palestino-israelí, aunque no faltaron quienes destacaron un paralelismo: el de dos extremismos, el árabe y el israelí, como factores que obstruyen el proceso de paz. La UE, por su parte, no oculta su preocupación por la falta de compromiso de Netanyahu de perseguir una paz genuina.

A todas luces, los grandes perdedores en estas elecciones han sido la sociedad israelí y el proceso de paz. Si Netanyahu llega a ser primer ministro, “dilación” será la palabra clave. Si no hay proceso de paz –escribe el analista del cotidiano israelí Haaretz, Amir Oren-, no habrá necesidad de decisiones difíciles que puedan colapsar su gobierno. Una de las consecuencias podría ser el colapso del delicado proceso, lo que podría conducir al país al ostracismo internacional. Además, debe esperarse que los grupos radicales palestinos aprovechen la situación para seguir incitando a la violencia (apenas finalizada la guerra de Gaza, reanudaron los cotidianos lanzamientos de cohetes y misiles desde este territorio palestino), saboteando cualquier intento de reconducir el proceso de paz mientras que sus homólogos, los colonos israelíes en los territorios ocupados, cerrados a toda concesión a los palestinos, seguirán implementando su política de hechos consumados y creando nuevos obstáculos en el camino a la paz. Así, los extremistas de ambas partes ganan y se retroalimentan en su objetivo común: demoler el proceso de paz. El tiempo no juega a favor de nadie. ¿Serán los extremistas o los moderados quienes finalmente dicten las políticas de los israelíes y los palestinos?

Conclusión

Estamos ante un confuso e inconcluso enredo postelectoral que no invita al optimismo, aunque no faltan en esta situación optimistas como el ex embajador de EEUU en Israel, Martin Indyk, que considera que “por más oscuro que se vea el panorama, cosa que sucede con frecuencia, mientras un presidente de EEUU intervenga, algo sucede en Oriente Medio. Y no siempre para mal”. Queda aún por ver, por supuesto, si el presidente Barack Obama cumplirá el compromiso de que buscará agresivamente una solución al conflicto palestino-israelí así como la obligación asumida por su Administración de apoyar la creación de un Estado palestino. Cosa que solamente logrará si lidera una acción consensuada con la UE, para lo que deberá reconstruir la alianza transatlántica, así como con los países árabes moderados, para lo que deberá reparar el enorme daño causado por su predecesor en esta parte del mundo. Obama deberá convencer al futuro gobierno israelí de la necesidad de conducir negociaciones con la Autoridad Nacional Palestina para la creación del Estado palestino y congelar la expansión de los asentamientos en Cisjordania y al gobierno palestino de combatir el terrorismo fundamentalista islámico e integrar instituciones de gobierno sólidas y transparentes. La ecuación deberá ser: soberanía para los palestinos y seguridad para los israelíes.

BOTSWANA Y ZIMBABWE: UNA HISTORIA DE DOS PAÍSES


Marian L. Tupy

“Antes veíamos a Botswana como nuestro primo pobre, pero ahora hacemos todas nuestras compras ahí”, dijo David Coltart, un miembro opositor del parlamento zimbabuo cuando lo conocí hace algunos meses. A los Coltart les va relativamente bien. David tienen una exitosa carrera en leyes y un salario parlamentario que le permite ir a hacer compras en Botswana —inclusive para comprar productos básicos. Muchos de sus compatriotas no tienen esa opción.

Zimbabwe tiene una tasa de desempleo del 80% y de acuerdo al Fondo Monetario Internacional, una tasa de inflación que excede 150.000%. Desde 1994, el promedio de expectativa de vida para las mujeres de Zimbabwe ha caído de 57 a 34 años; entre los hombres esta se ha desplomado desde 54 a 37 años. Algunos 3.500 zimbabuos mueren a la semana debido al HIV, la pobreza y la desnutrición. Medio millón de zimbabuos han muerto desde el año 2000, mientras que 3 millones aproximadamente han escapado a Sudáfrica.

Un país que era llamado la “joya” y la “canasta de pan” de África, es ahora la pesadilla de Orwell. Con la economía en las ruinas y la libertad política erosionada, los medios de comunicación estatales de Zimbabwe luchan en contra una conspiración internacional fantasma ejecutada por poderes Occidentales y conducida por un George Bush “mentiroso”, un Tony Blair “gay”, un Colin Powell “Tío Tom” y “la muchacha descendiente de esclavos negros que obedece a la voz de su amo blanco”, Condoleezza Rice.

Visité Zimbabwe dos veces durante la década de los 90. En ese entonces, el país estaba en medio de una crisis económica causada por un crecimiento lento y un excesivo gasto del gobierno. El Fondo Monetario Internacional intervino con un “programa de ajuste económico estructural” que valía cientos de millones de dólares. En realidad dio pocos frutos. Aún así yo estaba impresionado de ver el grado de retroceso económico de Zimbabwe cuando volví este último noviembre.

Crucé la frontera entre Zimbabwe y Botswana en la unión de Kazangula, a penas a unas millas de las magníficas Cataratas Victoria. Mientras los otros turistas subieron al hermoso Hotel Elephant Hills que ofrecía una grandiosa vista de las cataratas —ahora se encontraba casi completamente vacío— yo permanecí abajo en la ciudad para ver con mis propios ojos el resultado de 27 años de Robert Mugabe en el poder.

La ciudad de las Cataratas de Victoria, que alguna vez fue encantadora y solía llenarse de turistas de todo el mundo, se veía empobrecida y vacía. Cerca de la mitad de las tiendas estaban desocupadas o cerradas. El centro comercial principal parecía más una bodega. Este ofrecía pocos productos extendidos sobre las perchas —un intento obvio de enmascarar la inmensa escasez de bienes de consumo. Un grupo de turistas mochileros, sobre todo jóvenes de Canadá y Australia, divagó alrededor del lugar en búsqueda vana de alimento. Tal como ellos, yo no pude encontrar carne o pan.

Pocos zimbabuos ordinarios se atrevían a hablarme acerca de sus problemas. Los que lo hicieron miraban por encima de sus hombros, preocupados de que alguien de la omnipresente Organización Central de Inteligencia de Mugabe esté escuchando. Ellos tienen razón para tener miedo porque Zimbabwe hoy en día es un estado policíaco donde grupos armados que simpatizan con el gobierno acosan, golpean y matan a los miembros de la oposición con completa impunidad.

Qué distinto, pensé, era Zimbabwe de Botswana, esta última estando a salvo y cada vez más próspera. ¿Pero qué representan estas diferencias asombrosas entre dos vecinos? Resulta que gran parte de esta diferencia se deriva del grado de libertad que cada población disfruta.

Es la economía, ¡tonto!

Botswana, anteriormente el Protectorado de Bechuanaland, ganó la independencia de Gran Bretaña en 1966. Su nuevo presidente, Seretse Khama, un descendiente de la tribu Bamangwato, recibió su educación en la universidad sudafricana Fort Hare y Oxford’s Balliol College. En 1948, se casó con una mujer blanca, Ruth Williams, quien trabajaba en Lloyds de Londres. Su matrimonio fue una dinamita política. A este matrimonio se opuso la tribu tradicional de Bechuanaland y también el gobierno Sudafricano, el vecino del sur más poderoso de Botswana, cuya población blanca había elegido recientemente un régimen que quería aumentar la segregación racial entre negros y blancos. Temiendo una reacción negativa de Sudáfrica, el gobierno británico prohibió la presencia de los Khamas en el Protectorado por casi una década.

El prejuicio racial que la pareja encontró de ambos lados del espectro racial, demostró ser formativo. Cuando algunos regímenes en la post-independencia africana expulsaron a su población blanca, Khama y sus sucesores se esforzaron por encontrar la armonía racial. Como resultado de ello, Botswana se benefició en gran parte del capital humano y financiero de su comunidad blanca grande, la cual constituía 7% del total de la población. El hecho de que Ian Khama, el primogénito del fundador del país se haya convertido en el primer líder mitad blanco de una democracia africana es, sin duda, una señal de que en Botswana hay una relativa tolerancia de la diversidad racial.

Otra gran contribución que hizo el mayor de los Khama a la estabilidad y la prosperidad a largo plazo fue la de mantener la tradición de las reuniones públicas (o kgotlas). Esta era la manera en la que los africanos tomaban decisiones locales y esto sirvió para mantener a la tribu honesta y responsable. La humildad excepcional de los políticos de Botswana es precisamente una de las consecuencias positivas de esta “democracia desde abajo”.

Como Robert Guest de The Economist dijo en su libro The Shackled Continent (2004), “En los último 35 años, la economía de Botswana ha crecido más rápidamente que ninguna otra en el mundo. Y hasta ahora los ministros no se han premiado con mansiones ni helicópteros y hasta se ha visto al presidente haciendo sus compras”. De manera similar, un guardabosque con quien hablé en el Parque Nacional de Chobe recordaba esperar detrás de la Ministra de Educación mientras ella hacía la fila para obtener víveres. Uno de los gerentes de la tienda reconoció a la Ministra y le ofreció el primer puesto de la fila. Ella lo rechazó.

En muchos países africanos, aún en aquellos nominalmente democráticos, los líderes están tan lejos de ser destituidos del escrutinio público cotidiano que ellos se comportan con impunidad y de una manera vergonzosamente depredadora. Por supuesto la libertad de prensa en Botswana juega un papel vital en mantener a sus políticos honestos. Mi visita a Botswana, por ejemplo, coincidió con el último discurso sobre el “estado de la nación” del President Festus Mogae. Uno de los periódicos semanales de la nación de dicho país, Mbegi, publicó en una página entera una respuesta al presidente, escrita por el líder de la oposición, quien atacaba al gobierno por aplicar políticas “laissez faire”. Aunque no compartía con la esencia de sus argumentos, yo sólo estaba feliz de ver su libertad de expresión honrada, especialmente considerando que Botswana ha sido gobernado por el mismo partido político —el partido demócrata de Botswana— desde 1965.

Para mí esto representa probablemente la herencia más importante de la presidencia de Khama: un gobierno limitado y una de las economías más libres de África (En su Informe Anual 2007: Libertad Económica en el Mundo, el Instituto Fraser de Canadá situó a la economía de Botswana a la par de Bélgica y Portugal). Según Scout Beaulier, un economista del Beloit College, “Khama adoptó políticas a favor del mercado de gran envergadura. Su nuevo gobierno prometió impuestos más bajos y estables a la compañías mineras, libre comercio, aumento de libertades individuales y mantenimiento de las tasas de impuesto a las rentas marginales más bajas para disuadir la evasión y la corrupción”.

Pero ¿por qué Khama escogió apoyar el libre mercado y el gobierno limitado en momentos en que el marxismo parecía imparable en otros países africanos? Únicamente puedo suponer que sólo un líder profético como Khama estuvo consciente del fracaso del socialismo africano en 1966, año en que se independizó Botswana. Después de todo, en febrero de 1966 Kwame Krumah, el marxista que fue primer ministro y más tarde presidente de Ghana, fues destituido en un golpe de estado en medio de una depresión económica y represión política. Además, Khama, quien subió al poder pacíficamente, no dependía ni de la Unión Soviética ni de la China Maoísta para el apoyo militar, financiero o intelectual, mientras que muchos movimientos de liberación de África si. De hecho, Khama parece haber tenido consideraciones con el parlamento británico y el derecho consuetudinario.

La apertura económica fue muy beneficiosa para Botswana. Entre 1966 y el 2006, su tasa de crecimiento anual promedio per cápita (ajustada para la inflación y la paridad del poder adquisitivo) subió de $671 en 1966 a $10.813 en el 2005. Desafortunadamente, la tasa de crecimiento del PIB no hizo que suba la expectativa de vida, la cual, en un país devastado por el HIV, ha disminuido de 62 años en 1980 a 35 en el 2005.

La tragedia de Robert Mugabe

Fue con escepticismo que Ian Smith —el último primer ministro blanco de Rhodesia, quien prometió mantener a los blancos en el poder por 1.000 años— accedió a reunirse con Robert Mugabe, el primer ministro electo de Zimbabwe. Después de todo, el líder marxista, ex líder guerrillero, había declarado que haría que Smith sea ahorcado públicamente en la plaza principal de la capital. En lugar de eso, Smith fue recibido con un “cálido apretón de manos y una sonrisa grande”. En sus propias palabras, Smith estaba “completamente desarmado”. Él volvió a casa rápidamente a admitirle a su esposa que quizás estaba equivocado con respecto a Mugabe. “Aquí está este tipo, y él estaba hablando como un hombre sofisticado, equilibrado y sensible. Pensé: Si él practica lo que predica, entonces estará bien”.

Era 1980 y Zimbabwe recién había ganado la independencia de Gran Bretaña. El gobierno de la minoría blanca se había acabado así como también se había terminado un conflicto entre blancos y negros que costó la vida de aproximadamente 30.000 personas. Las elecciones le dieron una mayoría parlamentaria a la Unión de los Pueblos Africanos de Zimbabwe o ZANU (por sus siglas en inglés) de Mugabe, pero Zimbabwe contaba con un sistema judicial independiente y una constitución que protegía los derechos de las minorías. También tenía una de las economías más grandes del continente. Zimbabwe parecía estar destinado a convertirse en una historia de éxito africano.

Las cosas resultaron muy distintas. En 1982, Mugabe contactó a su antiguo aliado Joshua Nkomo de la Unión Africana de Personas o ZAPU (por sus siglas en inglés). Mugabe soltó a sus fuerzas especiales —entrenadas por los norcoreanos— ante los seguidores de Nkomo en Metabeleland, matando a unas 20.000 personas en este episodio. Nkomo fue forzado a acordar una fusión de la ZAPU con el ZANU de Mugabe. A cambio, Nkomo recibió el título del vicepresidente de Zimbabwe en una gran ceremonia.

Vergonzosamente, el mundo occidental no solo ignoró la masacre de matabeles, sino que procedió a mandar a Mugabe cientos de millones de dólares en ayuda externa. Similarmente, la prensa occidental ignoró el ataque de Mugabe a las instituciones democráticas de Zimbabwe. Aparentemente el monopolio implacable del poder de Mugabe era incompatible con la representación simplista del líder zimbabuo que luchaba por la libertad africana.

La megalomanía de Mugabe creció conforme pasaba el tiempo. Omnipresente en las conferencias internacionales en las que dignatarios extranjeros continuaron tratándolo como a una celebridad, él se llegó a verse a sí mismo como un líder mundial importantísimo. Cuando Nelson Mandela, la voz moral del continente africano, ganó las elecciones para la presidencia de Sudáfrica en 1994, esto irritó a Mugabe. Él vio a Mandela como un novato y se rehusó rotundamente a rendirle honores.

Para demostrar su independencia y su fuerza, Mugabe ordenó a los militares zimbabuos intervenir en la guerra civil congoleña. Luego de la fuga de Mobuto Sese Seko de la República Democrática del Congo en 1997, el país derivó en un caos. El nuevo caudillo del Congo, Laurent Kabila, se había enfrentado con una rebelión interna que obtuvo reacciones militares de Namibia, Zimbabwe, Angola, y Chad apoyando a Kabila; y de Uganda, Ruanda, y Burundi apoyando a los rebeldes (Esto también atrajo una variedad de fuerzas mercenarias de alrededor del mundo). El conflicto, que resultó ser el más largo que África sufrió alguna vez, le costó a Zimbabwe 15 millones de dólares por mes y ocupó un tercio de las fuerzas armadas de Mugabe.

Como reconocimiento por la ayuda de Mugabe, Kabila premió al presidente zimbabuo y a sus generales con concesiones mineras en la parte sur del Congo (principalmente las provincias Kananga y Kasai). El jefe máximo de los militares zimbabuos, incluyendo al General Vitales Zvinavashe, comandante de las fuerzas armadas, hicieron pequeñas fortunas y desarrollaron un gusto por la riqueza que más tarde Mugabe encontraría tan difícil de satisfacer.

En casa, sin embargo, la guerra era escasamente popular, y la población de Zimbabwe, la cual cargaba con los costos de las fuerzas armadas, depositó todo su apoyo en el Movimiento por el Cambio Democrático (MDC, por sus siglas en inglés), liderado por un ex jefe sindical llamado Morgan Tsvangirai. Fue el movimiento de Tsvangirai que, en un referendo en 1999, derrotó los planes de Mugabe de modificar la constitución y extender su gobierno. Furioso por su derrota, Mugabe se descargó con los agricultores comerciales blancos, de quienes sospechaba que habían financiado al MDC.

Durante los años siguientes, casi 4.000 haciendas de propietarios blancos de todo el país fueron invadidas por escuadrones organizados por el estado. Algunos agricultores que se resistieron a perder sus tierras fueron asesinados, mientras que otros escaparon al extranjero. Mugabe declaró que dichas posesiones se las daría a las masas sin tierra. De hecho, las mejores tierras se las entregó a sus camaradas, que continuaron enriqueciéndose con tanto entusiasmo que Mugabe tuvo que suplicarles: “escojan una [hacienda] y dejen el resto para el gobierno”.

No obstante, los nuevos propietarios mostraron pocas habilidades para la agricultura. El sector agrícola pronto se derrumbó, y con esto la mayor parte del ingreso fiscal de Zimbabwe y sus reservas de moneda extranjera. Así mismo ocurrió con aquellas partes de la economía que procesaban los productos agrícolas y también con el sector bancario, el cual dependía de las haciendas como colateral para hacer préstamos. Para cumplir con sus obligaciones con acreedores domésticos y extranjeros, el gobierno ordenó al Banco de la Reserva de Zimbabwe (RBZ) imprimir más dinero, provocando así la primera hiperinflación del siglo XXI.

Durante mi visita a Zimbabwe en noviembre de 2007, la tasa de cambio del mercado negro entre el dólar estadounidense y el dólar zimbabuo era 1 a 1,3 millones. Hacia abril de 2008, el tipo de cambio había elevado de un dólar estadounidense a 200 millones de dólares zimbabuos. En noviembre de 2007, el billete más grande valía 200.000 dólares zimbabuos. En abril de 2008, el RBZ comenzó a imprimir billetes de 250 millones de dólares zimbabuos. Sin embargo, hasta ese mes, la tasa de cambio oficial se mantenía en un dólar estadounidense a 30.000 dólares zimbabuos. Algunos miembros de la élite estatal se enriquecieron comprando moneda extranjera del RBZ en tasas de cambio oficiales y luego vendiendo en el mercado negro, metiéndose al bolsillo la diferencia.

El efecto dominó que el embargo de las haciendas creó se convirtió en un tsunami que, en unos años, arrasó con aproximadamente 60 años de mejoras económicas graduales. La respuesta de Mugabe a la economía decreciente era la de aumentar el patrocinio estatal y la intensidad del saqueo. Mugabe, el dictador que viste trajes de Savile-Row y Grace, su esposa que “compra hasta desmayarse”, le pagaron a una empresa serbia de construcción $12 millones por una casa de 25 dormitorios en un suburbio elegante de Harare con dos lagos artificiales y un pequeño ejército de guardaespaldas. Su gobierno ahora consiste de 45 ministros y vice-ministros —incluyendo al “ministro de la información y la publicidad"— a cada uno de los cuales se les otorga el derecho a una variedad de beneficios como SUVs y haciendas (que antes eran propiedad de blancos).

El gobierno continuó con un frenesí de compras en el 2006 y otro en el 2007, proporcionando unos cientos de vehículos importados a policías, comisarios asistentes, y tenientes de ejército (Asegurarse la lealtad del ejército y de la policía no es barato). Con la economía en las ruinas y la moneda prácticamente sin valor, Mugabe anunció un programa de “indigenización”: el gobierno confiscaría todas los paquetes de acciones mayoritarios en todas las empresas privadas cuyos dueños sean zimbabuos no negros. Al parecer, esas acciones se asignarían a zimbabuos negros. En realidad, seguramente serán distribuidas entre representantes gubernamentales y entre el personal del ejército y de la policía, cuyo apoyo era indispensable para el régimen de Mugabe.

En noviembre del 2007, dos meses después de que la medida de indigenización fue adoptada por el parlamento zimbabuo, Mugabe declaró su intención de confiscar el 25 por ciento de las acciones en todas las empresas de minería no gubernamentales. Era de esperarse que Zimbabwe caiga en el ranking de libertad económica. El Informe Anual 2007: Libertad Económica en el Mundo, por ejemplo, situó Zimbabwe en el último puesto de las 137 economías consideradas.

El 29 de marzo de 2008, Zimbabwe tuvo elecciones parlamentarias y presidenciales. Como la mayoría de la gente esperaba, las elecciones estaban arregladas a favor de Mugabe. El país no tiene libertad de prensa ni de expresión o asociación. Antes de las elecciones, los miembros de la oposición fueron perseguidos, golpeados, y, en algunos casos, torturados. Notablemente y a pesar de toda la intimidación, de las voletas extras que el gobierno imprimió antes de las elecciones y de las decenas de miles de muertos que “votaron” a favor de Mugabe y su ZANU-PF, el partido de oposición ganó.

Sin embargo, Mugabe se rehúsa a irse. Ignorando el rechazo público de sus políticas económicas y de la corrupción de sus altos funcionarios, Mugabe ha activado su aparato estatal represivo contra la oposición, conduciendo a muchos de sus líderes al exilio. Mientras escribo, la situación política y económica en Zimbabwe se está deteriorando todavía más y aún podría derivar en una violencia incontrolable.

Después de Mugabe

Al regresar a Botswana en noviembre pasado, los turistas a quienes acompañé en el viaje a las Cataratas de Victoria parecían contentos. Las tiendas en Zimbabwe pueden haber estado vacías, pero el país continuaba colmado de una belleza natural asombrosa. A diferencia de otros viajeros, me sentí aliviado de no ver más el estado policíaco que hacía imposible que las personas hablen libremente entre si: un estado donde el tomar una foto de un supermercado vacío podría llevarlo a uno a la cárcel. Me entristeció ver que otro país africano ha fallado en cumplir con su promesa y sigue sumido en la pobreza, pero también tuve esperanzas al pensar en Botswana: una democracia cada vez más próspera donde los ciudadanos disfrutan de seguridad y estabilidad política.

En su libro South Africa: The First Man, The Last Nation (2004), R.W. Johnson, antiguo profesor de la Universidad de Oxford, indica que los movimientos nacionales de liberación en África generalmente no dejan el poder por voluntad propia. Los hombres que ganan el poder por medio de las armas tienden a desarrollar una actitud de propietarios y a tratar a sus países como feudos privados. Mugabe representa una generación de líderes africanos que subieron al poder por medio de las armas. La mayoría de las veces los hombres así mueren en el poder o son destituidos a la fuerza.

A sus 84 años de edad, Mugabe es un hombre mayor y algunos creen que cada vez más senil. Él podría morir en el poder o ser destituido a la fuerza. Dentro de las comunidades de zimbabuos desplazados de sus hogares ya se rumoran planes de escape y exilios cómodos en Malasia o Namibia. Se rumora también de cuentas bancarias en el Lejano Oriente llenas de tesoros. De cualquier manera, Mugabe se habrá ido algún día. Cuando eso suceda, el nuevo líder de Zimbabwe debería mirar hacia la frontera oeste donde se encuentra Botswana. Ahí verá que la libertad y la prosperidad son posibles —inclusive en África.