domingo, 24 de febrero de 2008

EL PODER POLITICO DE CHINA EN ASIA DESDE EL 1500 HASTA EL 1850


R. Bin Wong


Entre el siglo XVI y principios del XIX, el este de Asia (el Extremo Oriente según la óptica europea) fue una parte del mundo extensa y densamente poblada con un orden político bastante diferente al de Europa. Analizando muchos de los aspectos de este orden político podemos detectar algunos de los mecanismos que explican cómo entró a formar parte del orden mundial dominado por Europa durante la segunda mitad del siglo XIX.


De manera concreta somos capaces de comprender cómo asumieron en principio las autoridades chinas las peticiones por parte de Europa de un incremento de los intercambios comerciales y de los permisos de residencia en China. China se hallaba en el centro del orden político de Asia oriental.


Su importancia demográfica y territorial hacía poco probable que las relaciones entre el Estado chino y sus vecinos se parecieran a las de los primeros gobernantes de la Europa moderna. Los europeos rivalizaban entre sí por territorios entablando guerras y estableciendo alianzas mediante matrimonios.


Pero China no dominaba a otros regímenes de Asia oriental por el simple argumento de su tamaño. Más bien existían nítidos mecanismos que caracterizaban las relaciones del imperio con cada uno de sus vecinos. Desde un punto de vista colectivo, las relaciones de China con los gobiernos en el sureste, noreste y el interior de Asia constituían un sistema de relaciones políticas muy distintas de las relaciones existentes entre los europeos. El enfoque oficial chino respecto de las relaciones exteriores estaba fuertemente influido por los planteamientos oficiales de orden interno. Por consiguiente, para poder comprender la concepción de las autoridades chinas relativa a las relaciones con terceras partes, resulta importante analizar la forma de gobierno de sus propios asuntos internos.


Orden político chino


En el siglo XVI China ya poseía una ideología política y unas instituciones basadas en principios y prácticas elaboradas a lo largo de casi dos milenios. En la capital, en torno al emperador, había un conjunto de ministerios y organismos administrativos pertenecientes al gobierno central. El peso de la administración interior recaía en más de 1.300 magistrados de distrito que formaban el nivel básico de una burocracia de integración vertical que abarcaba todo el imperio. Como responsables del mantenimiento del orden local, de la recaudación de impuestos y del fomento del bienestar popular, los magistrados de distrito contaban con un reducido equipo de secretarios y funcionarios profesionales y, en ocasiones, con un magistrado auxiliar. Los funcionarios se apoyaban también en las minorías locales (acaudalados terratenientes, comerciantes y varones que habían superado las pruebas de la administración pública pero que no estaban a sueldo del gobierno) para abastecer y gestionar graneros y escuelas, así como para financiar las obras de restauración de templos, carreteras y puentes.


A través de estas y otras actividades, las minorías locales extendieron el radio de influencia del Estado. En general, este tipo de personas era más numeroso en las zonas más ricas y, por consiguiente, la inversión de esfuerzos y recursos oficiales era especialmente importante en las zonas más periféricas. Las costumbres locales chinas se caracterizaban por una enorme diversidad, por ejemplo, de dialectos, costumbres culinarias y cultos de deidades particulares. Pero la construcción del orden social interno dependía del fomento y la aceptación de ciertas prácticas sociales generalizadas que, tanto los funcionarios como las minorías, pudieran identificar como específicamente chinas.


Cabe citar como ejemplo las relaciones de parentesco chinas, los rituales nupciales y funerarios y las tecnologías agrícolas. El grado de coherencia cultural diseñado y a menudo alcanzado dentro de China contrasta fuertemente con las condiciones reinantes en la Europa de principios de la era moderna. En Europa existía un vacío entre la refinada cultura compartida por las minorías, que traspasaba las fronteras políticas, y las innumerables culturas populares locales arraigadas en pequeños territorios. Este vacío no desapareció de manera sistemática hasta el siglo XIX, momento en el que se formaron culturas nacionales diferenciadas mediante una combinación de proyectos de Estado y de minorías para definir un carácter nacional y el arraigo popular de costumbres y prácticas características de cada una de ellas.


A finales de la China imperial, la cultura de minorías se hallaba vinculada más íntimamente con la cultura popular y este vínculo se veía reforzado por el Estado. Más allá de aquellas regiones en las que se podían construir instituciones chinas de orden local, los funcionarios utilizaban un repertorio diferente de estrategias para promover la estabilidad política y las relaciones económicas ventajosas.


China y el Sureste asiático


La expansión de China hacia el sur llegó hasta el océano pero no consiguió anexionar la región que actualmente conocemos como el Sureste asiático. La influencia china fue máxima en Vietnam, cuya zona septentrional constituyó una dependencia china entre el siglo I y el X. El gobierno vietnamita nombrado posteriormente se integró en el sistema tributario, a través del cual, el emperador vietnamita y otros gobernantes del Sureste asiático efectuaban ofrendas rituales de objetos exóticos y valiosos al gobierno chino.


Estos tributos simbolizaban su acatamiento de la superioridad china. Este sistema de relaciones diplomáticas no consiguió mantener al ejército chino totalmente fuera de la región. Los ejércitos chinos combatieron contra Birmania entre 1766 y 1770 y también intervinieron en Vietnam entre 1788 y 1790, cuando las rebeliones internas del país pusieron en peligro a la familia gobernante. En general, sin embargo, el reconocimiento ritual de superioridad e inferioridad a través del sistema tributario preservó la estabilidad sin conflictos militares a pesar de la desigualdad de poder en el Sureste asiático.


Los métodos chinos de aceptación de los vecinos más débiles fueron emulados por los vietnamitas en relación con algunos de sus vecinos inmediatos. Cuando los vietnamitas ayudaron a expulsar a las fuerzas siamesas de Camboya en 1813, se confirieron a sí mismos y a Camboya los mismos rangos jerárquicos que China se aplicaba a sí misma y a Vietnam, respectivamente. Entre los siglos XVII y XVIII, el Sureste asiático continental constaba de cuatro reinos principales.


Los reinos birmano, siamés y camboyano estaban más influenciados por las ideas budistas del Sureste asiático que por las teorías confucianas chinas. Las influencias islámicas también llegaron hasta la región. Pero a diferencia de lo ocurrido en el sur de Asia, donde el islam adoptó el carácter de un imperio conquistador, el islam penetró en el Sureste asiático de forma pacífica, difundido por comerciantes y misioneros. Las áreas de mayor influencia islámica fueron las próximas a la península y al archipiélago, donde las ciudades-estado formaban parte de un mundo asiático de comercio marítimo en lo que actualmente es Malaysia e Indonesia.


A diferencia de los vietnamitas, los pequeños países del Sureste asiático que optaron por presentar sus tributos a China no adoptaron las instituciones burocráticas o la ideología chinas. El pago de sus tributos a veces guardaba mayor relación con su participación en el comercio marítimo asiático, ya que las autoridades chinas a menudo autorizaban a que el pago de tributos fuera acompañado de transacciones comerciales adicionales.


El reino siamés a veces pagaba tributo a China, lo mismo que el de Birmania y el reino de Laos de Nanchao. Otros gobernantes de pequeños territorios en lo que actualmente son Malaysia, Laos, Camboya y Myanmar (Birmania) pagaban sus tributos al reino siamés. Las relaciones jerárquicas definidas por las relaciones tributarias eran características de la diplomacia de Asia oriental aún en los casos en que China no estuviese implicada directamente. El gobierno chino procuraba regular de manera estricta el comercio exterior que tenía lugar en las fronteras marítimas del imperio, ya que deseaba garantizar el orden político local. Parte de los intercambios se efectuaban dentro del sistema tributario, mientras que otros se realizaban al margen del mismo.


En 1760, el gobierno instauró un sistema que limitaba el comercio exterior a los agentes autorizados en el único puerto de Cantón. Como contraste al estricto control gubernamental sobre los comerciantes extranjeros que deseaban actuar en las fronteras de China, los funcionarios apenas dedicaban esfuerzo alguno a regular el número incomparablemente superior de mercaderes que se trasladaban al Sureste asiático y efectuaban intercambios comerciales minoristas y mayoristas mucho más importantes. El Estado chino no intentó beneficiarse de las actividades comerciales en la forma en que lo hicieron los estados europeos cuando sus comerciantes entraron a formar parte de este sistema asiático de comercio marítimo. El éxito europeo dependía en gran medida del cumplimiento de la reglamentación asiática del comercio. Los europeos llegaron a esta economía comercial vibrante como foráneos y fueron incapaces de replantear dicha economía hasta la segunda mitad del siglo XIX, cuando hicieron frente de modo eficaz al planteamiento chino de las relaciones exteriores.


China y el Noreste asiático


La posición de Japón y Corea en el seno del sistema tributario de China era muy diferente de las de los países del Sureste asiático. Los registros chinos revelan que Japón reconoció a China mediante ofrenda de tributos ya en tiempos de la dinastía Han (202 a.C.–220 d.C.). En el siglo VIII, los japoneses utilizaron los caracteres chinos como punto de partida para su lenguaje escrito y adoptaron el código legal chino para elaborar el suyo propio.


Hacia comienzos del siglo XV, época en la que los gobernantes japoneses fomentaron las relaciones tributarias, los dos países ya poseían una dilatada historia en la que Japón normalmente era considerado como inferior. En estos años, el gobierno central de Japón vivía una situación de debilidad interna y apenas era capaz de controlar el comercio japonés con Corea. Corea, que al igual que Japón y Vietnam, estaba muy influenciado por las ideas políticas y las instituciones chinas, negoció con los gobernantes de la zona más próxima de Japón que proporcionaba refugio a los comerciantes marítimos y a los piratas.


La piratería japonesa constituía de forma periódica un gran problema para Corea, pero tales dificultades quedaron eclipsadas por la invasión de Corea dirigida por el general japonés Toyotomi Hideyoshi en 1592. Una vez finalizada la reunificación militar de Japón, en la que se erigió como el jefe más poderoso, Hideyoshi esperaba conquistar Corea y China. Los jefes coreanos pidieron ayuda a los chinos, a quienes pagaban tributos a cambio de ayuda contra los japoneses. Los chinos accedieron y Hideyoshi murió en 1598 sin lograr su objetivo. El régimen Tokugawa, fundado en 1600, evitaba, por lo general, establecer relaciones diplomáticas con China. El gobierno japonés se mostraba reacio a ser aleccionado por los coreanos de una manera que situaba manifiestamente a Japón por debajo de China.


Por su parte, los coreanos no estaban dispuestos a reconocer a los japoneses en forma alguna que implicase una consideración de igualdad de los japoneses con los chinos. Las distintas maniobras diplomáticas se tradujeron en una formulación suficientemente ambigua como para permitir a ambos bandos continuar sus relaciones. Más extrema, en cierto sentido, fue la situación de las islas Ryūkyū, cuyo gobierno optó por enviar misiones para pagar tributo tanto a China como a Japón.


En el siglo XVIII, los japoneses establecieron militarmente un control más directo sobre la parte septentrional de las islas Ryūkyū y continuaron permitiendo a las islas conservar su relación tributaria con China a fin de facilitar el comercio que también beneficiaba a los japoneses. Para entender de forma más amplia las relaciones internacionales de Asia oriental, resulta ilustrativo el ejemplo de las Ryūkyū por cuanto describe cómo China y Japón eran capaces de compartir ciertos elementos comunes en sus diferentes órdenes de influencia sin conflicto alguno.


En contraste con las relaciones normalmente pacíficas que China mantenía con sus vecinos en el sureste y el noreste de Asia, cabe destacar las relaciones en ocasiones tensas con el interior de Asia, una región formada por el actual Estado de Mongolia, las regiones autónomas chinas de Mongolia Interior y de Xinjiang, la provincias china de Qinghai, Tíbet y Dongbei Pingyuan (Manchuria).


China y el interior de Asia


El Imperio chino había mantenido una relación compleja con los grupos establecidos a lo largo de sus fronteras del norte y el nordeste desde los inicios del imperio. En aquellas épocas la seguridad del Imperio gobernado por la dinastía Han se veía amenazada periódicamente por las tribus del norte. A lo largo de los siguientes siglos se formaron muchas alianzas de tribus turco-mongoles con el propósito de rivalizar entre sí y desafiar a las tropas chinas. A veces estas alianzas ocupaban partes del norte de China y en otras ocasiones lograban afianzar su control sobre un territorio más amplio. El pueblo más famoso fue el mongol, cuya conquista de China en el siglo XIII vino a culminar sus logros en un amplio territorio que se extendía por el oeste hasta Hungría y Polonia. La última dinastía de China fue la establecida por los manchúes, un pueblo seminómada que invadió China por el nordeste. Bajo la dinastía Qing (1644-1911), el control imperial de los territorios se fue ampliando hasta incluir grandes zonas del interior de Asia.


Los funcionarios imperiales intentaron pacificar sus fronteras del norte y del noroeste con tres planteamientos relacionados entre sí: (1) constituyendo alianzas con determinados grupos contra los enemigos comunes; (2) intentando someter a los grupos potencialmente peligrosos aplicando medidas militares; y (3) incluyendo a muchos de estos grupos en el sistema tributario del imperio. A principios de la dinastía Ming (1368-1644) reinaba una gran inquietud por la posibilidad de que los mongoles estuvieran de nuevo movilizando una gran fuerza invasora.


La dinastía conjugó los esfuerzos de alistar un número considerable de efectivos militares junto con una estrategia encaminada a persuadir a los mongoles a participar en relaciones tributarias. En décadas posteriores, dentro de los intentos chinos por limitar los contactos sociales y regular los vínculos económicos, la corte Ming y los grupos mongoles siguieron dedicando esfuerzos a los aspectos comerciales y de tributación. Los manchúes derrocaron a la dinastía Ming en 1644 y crearon la Corte de Asuntos Coloniales para gestionar las relaciones tributarias con los grupos del interior asiático, algunos de cuyos jefes eran mongoles. Algunos grupos mongoles actuaban como aliados de los manchúes en su conquista de China, mientras que otros mongoles eran rivales en cuanto a la ocupación de territorios del interior de Asia.


Una combinación de fuerza militar y capacidad de persuasión moral regía los intereses de los grupos del interior de Asia a la hora de mantener unas relaciones pacíficas y rentables con el imperio Qing. Además de las relaciones fiscales que vinculaban a la corona con los distintos grupos mongoles, la dinastía Qing también trabó relaciones más sólidas con Tíbet. El Dalai Lama en Tíbet creó, con el apoyo de la dinastía Qing, una aristocracia burocratizada, reforzando su poder sobre los nobles tibetanos.


Los dirigentes políticos tibetanos aceptaron una subordinación nominal al Imperio de los Qing a cambio de un grado considerable de autonomía. La fe del emperador manchú en el budismo tibetano reforzó sus habilidades para comunicarse de manera eficaz con los grupos mongoles que compartían la misma religión. En el siglo XIX, el gobierno Qing hubo de hacer frente al auge del kanato de Kokand como potencia regional en la frontera noroccidental. Cuando el jefe de Kokand aumentó el control militar sobre diferentes rutas comerciales terrestres entre China, Rusia y el Oriente Próximo, decidió enviar misiones de pago de tributos a Pekín para que su Estado fuera reconocido como tributario. Además, intentó aumentar los ingresos de su administración aplicando impuestos a los comerciantes en localidades que normalmente se hallaban bajo control Qing.


El emperador aceptó recibir una caravana anual de tributos y además otras tres condiciones: (1) reconocer a Kokand el derecho a nombrar un representante político en Kashgar y agentes comerciales en otros varios mercados; (2) otorgar a estos agentes autoridad judicial y policial sobre los comerciantes extranjeros; y (3) permitir a estos agentes recaudar aranceles aduaneros sobre los bienes importados por los extranjeros. Estos pactos realizados con Kokand entre 1831 y 1835 son equivalentes a las concesiones efectuadas por la dinastía Qing entre 1842 y 1844 a las potencias europeas que amenazaban la costa marítima de China.


Las negociaciones con extranjeros a lo largo de la frontera del norte dieron origen a políticas y estrategias que más tarde servirían de modelo a China en posteriores negociaciones con los europeos. Los chinos firmaron tratados con los europeos garantizándoles el derecho a someterse a sus propias leyes y disfrutar de privilegios superiores a los concedidos a sus equivalentes diplomáticos. Los eruditos han considerado estos acuerdos chino-europeos como signos de que los chinos recibían un trato diplomático de inferioridad.

Lo que resulta menos evidente para muchos observadores es el hecho de que las relaciones chinas con los occidentales también surgiesen inicialmente de las prácticas diplomáticas chinas que habían sido históricamente básicas para las relaciones políticas de Asia oriental. Las implicaciones son importantes. En primer lugar, los diplomáticos chinos no vislumbraron en un principio la importancia que la presencia de los europeos llegaría a adquirir en China.


Creyeron que se trataría de un reducido número de extranjeros, agrupados en una localidad comercial del territorio fronterizo, que podían aislarse de manera eficaz de la población china colindante por el simple hecho de mantener una administración autónoma independiente. Esta medida no sólo mantendría separados a los chinos de la minoría extranjera, sino que además ahorraría a los funcionarios chinos la enojosa tarea y el gasto de controlar directamente a la población extranjera.


En segundo lugar, la flexibilidad del sistema tributario jerárquico se refleja en la capacidad de los gobernantes del norte para constituirse en una potencia militar considerable dentro de sus propias estructuras. Los funcionarios chinos fueron capaces de ampliar su sistema tributario para dar cabida a la nueva clase de extranjeros que llegaban por la costa meridional. En tercer lugar, desde la posición de preeminencia del orden político de Asia oriental, resulta razonable considerar la ampliación territorial de los Qing como un refinamiento de un conjunto de prácticas diplomáticas chinas que se remontan a varios siglos antes del gobierno manchú.


Además, la China creada por la dinastía Qing sobrevivió bastante tiempo a la caída de los manchúes. Algunas de las zonas que en determinados momentos formaron parte del sistema tributario de China, especialmente Tíbet y Xinjiang, han sido incorporadas más íntimamente al Estado territorial chino del siglo XX. En cuarto lugar, otros estados en Asia oriental utilizaron el esquema de las relaciones tributarias con los gobernantes de países vecinos. En algunos casos, como Japón y las islas Ryūkyū, también procedieron a integrar zonas con las que en tiempos pasados habían mantenido algún tipo de relación tributaria.


Por último, a medida que las relaciones de China basadas en los tributos fueron desafiadas cada vez más por las potencias europeas durante la segunda mitad del siglo XIX, fueron surgiendo nuevas jerarquías de relaciones políticas. El colonialismo occidental y el japonés no eran menos jerárquicos que las relaciones políticas de Asia oriental precedentes, pero poseían un carácter agresivo, y a menudo opresivo, mayor.


La desaparición del colonialismo ha ido acompañada por la resurrección de China como figura central en las relaciones políticas de Asia oriental. China desempeñó un papel fundamental en el orden político de Asia oriental en siglos anteriores y ahora ha vuelto a convertirse en la figura más importante en las relaciones internacionales de la región. La estructura y el contenido del orden regional contemporáneo en Asia oriental ya no se adapta a un sistema tributario chino. Sin embargo, la comprensión de las múltiples relaciones que China y otros países forjaron en el seno de dicho contexto general nos proporciona una posición ventajosa a la hora de analizar la continua complejidad y variedad del actual orden político en Asia oriental.

LA ESTRATEGIA RUSA EN EURASIA


Carlos Alvarez


La necesidad de viabilidad económica en el fragmentado espacio de la Rusia post-soviética y de sus antiguas repúblicas, junto con la inseguridad en el Cáucaso, las incertidumbres en Asia central y la dinámica económica en Asia oriental, han llevado a Vladimir Putin a lanzar un plan de control territorial y una política más activa en los espacios que conforman la Eurasia rusa y las potencias colindantes.
El desafío es complejo porque exige estrategias diversas ante situaciones distintas. Recomponer la presencia rusa en Eurasia ha sido una tendencia visible desde el ascenso al poder de Putin, hace siete años, tras la fragmentación de la autoridad fáctica y territorial del período de Yeltsin.


El núcleo y los límites de la “cadena de mando” del Kremlin
Además, los atentados terroristas en Beslán, en el Cáucaso, en septiembre del 2004 (que distintos analistas locales han definido como el 11-S ruso) provocaron una enorme indignación nacional. En el marco de ese acontecimiento, el Kremlin ha anunciado una reforma del sistema de las 89 regiones administrativas de la Federación Rusa, es decir, de las administraciones territoriales modeladas en época de la URSS en función de una comunidad cultural o étnica dominante.
Finalmente, el 17 de diciembre de 2005 el Parlamento ha aprobado la ley para convertir a los gobernadores, hasta ahora elegidos por sufragio universal, en funcionarios administrativos designados por el presidente. La nueva normativa implica también que los Parlamentos locales, en puntos tan distantes como Kaliningrado, Yakutia o Tatarstán, podrán ser disueltos si colisionan más de tres veces con el presidente, medida, por otra parte, absolutamente consistente con la necesidad de una “única cadena de mando”, según ha insistido Putin en los últimos meses.


Durante el duelo oficial por los sucesos de Beslán, Putin dijo que Rusia es el núcleo (yadro) que ha sobrevivido a la URSS. Arropado por muy altos índices de popularidad, apuntalados por la hegemonía mediática y por la bonanza económica lograda gracias a los precios favorables de las materias primas en los últimos tres años, Putin se ha propuesto un cambio para recobrar poder en la gran masa euroasiática.


La socióloga Olga Kryshtanovskaya y varios observadores internos y externos han señalado que el imperio soviético se ha desintegrado, pero que el imperio ruso sigue existiendo. El analista Pavel Felgenhauer, en un artículo en la revista Novaya Gazeta, analiza el núcleo al que se refiere Putin y ve la restauración potencial de una entidad demasiado parecida a la URSS. Aquí habría que argumentar que tal cosa exige el ejercicio íntegro de ese potencial, algo de lo que se puede dudar.


Hay un gran desafío, porque, de acometerse, se adoptaría en unos tiempos de globalización (globalisatsia) muy distintos a los de la fenecida URSS. Además, establecer una “única cadena de mando” no equivale a que ésta sea perdurable. Sin embargo, a fines de 2004 se constata una nítida línea de actuación en los cierres de canales de televisión independientes, en el control logrado de ambas cámaras del Parlamento y en la intromisión en la dirección de la industria de la energía. Además, se ha encarcelado o enviado al exilio a los magnates que han hecho sus fortunas a uno y otro lado de los Urales o desafiado al poder central.


En el flanco externo y en una asimetría distinta a lo que ocurre en el interior de Rusia, la Alianza Atlántica plantea un desafío complejo en el que el Kremlin, que es parte del Consejo Conjunto Permanente OTAN-Rusia, puede ver la inclusión de nuevos miembros desde dentro, aunque sin derecho a voto, lo que equivale en este punto a ser un mero testigo informado de una ampliación que llega hasta sus propias fronteras.
El año antepasado ingresaron siete nuevos miembros en la OTAN y diez en la UE, marcando límites externos literales y figurados al poder de Rusia. Pero no sólo se le cierra el área de su influencia inmediata de posguerra. Al finalizar el año, la división ciudadana en Ucrania es un desafío en su flanco occidental central, y, por cierto, surge la percepción de una nueva amenaza, esta vez sistémica, contraria al núcleo putiniano.
Y el peor escenario para el Kremlin sería una confederación rusa como la ya teóricamente planteada por el influyente estratega norteamericano, Zbigniew Brzezinski, a fines de la década pasada.

Pero conviene recordar que las visiones europeístas, por lo menos las de alcance estratégico, no han perdido influencia en Moscú. No podrían hacerlo. Al fin y al cabo, pese a las dificultades, las relaciones comerciales con Alemania son de primer orden y la multipolaridad es una noción compartida también con Francia y últimamente con España.


Pero en lo inmediato sólo al Sur y al Este de los Urales existen unos reposicionamientos estratégicos en los que Moscú puede influir, específicamente en el ámbito de la seguridad y en la recuperación de una comunidad de propósito con las antiguas repúblicas soviéticas, que para superar su encajonada situación geográfica siempre dependerán de Moscú. Rusia se percata de que ha de soldar los componentes disgregados de la ex-URSS y presentarse en Occidente como una continuidad en la fracturada Eurasia.


La seguridad caucásico-centroasiática
La masacre de Beslán, hace unos años, desencadenó el temor de ulteriores independencias. La primera, la de Chechenia, es ya innegociable para Moscú por la cercanía de los oleoductos y por la pérdida de profundidad estratégica hacia el Sur.


Por primera vez Rusia tiene en su retaguardia, en el Cáucaso y en Asia central, a una serie de Estados soberanos. Es cierto que el principal, Kazajstán, le es afín, y que sólo hay unos pocos más. Pero no controla los desafíos que tales Estados tienen por la porosidad fronteriza post-soviética, que ha hecho posible que llegaran influencias desde Oriente Medio. Más allá del influjo de alta cultura recibido entre los cerca de 20 millones de musulmanes que habitan en la ex-URSS y que durante décadas estuvieron desconectados de Oriente Medio, se sitúa, sin lugar a dudas, el minúsculo pero explosivo influjo independentista y terrorista que las autoridades rusas denominan, sin matices, wahabismo.


Nuevamente, la mejor defensa es la actuación. Pero otros la han adoptado en sentido inverso, y al parecer, más allá de la mera independencia. El entorno del líder independentista checheno Basayev ha proclamado en años anteriores unas irrealizables utopías, como la consecución de un califato entre el río Volga y los Urales meridionales, e incluso en el Asia central, hasta la frontera con China. Hay un internacionalismo islamista que afecta a Moscú en un amplio arco geográfico.
No hay que olvidar que el movimiento Hizb-ut-Tahrir ha tenido lazos históricos en Oriente Próximo y que el Movimiento Islámico de Uzbekistán se ha desplazado activamente por el Valle de Fergana, abarcando actividades en al menos tres países centroasiáticos.

Y la mejor información de que dispone Rusia en la zona proviene del Centro Antiterrorista en Tashkent, establecido en enero de 2004, compartido con los miembros de la Organización de Cooperación de Shanghai (OCS). También dispone de las bases militares en Kant, Kirguistán, y de la división motorizada 201 en Tayikistán, a la que desde el pasado octubre se suma la cesión del observatorio local de Okno.
Es un misterio si, por añadidura, el Servicio Federal de Seguridad (FSB), heredero del KGB, posee una doctrina distinta a la de sus homólogos norteamericanos en la zona, tradicionalmente preparados sólo para enfrentarse a agentes de Estados identificables, no de transnacionales mal comprendidos. Como tampoco queda claro si unas fuerzas armadas desmoralizadas, mal pagadas y desmotivadas, conviviendo a medio camino entre el ejército profesional y el bandidaje, son el puño efectivo para aplastar todas las amenazas que ve el Kremlin.
En cualquier caso, tras la masacre de Beslán diversas autoridades rusas han anunciado una nueva doctrina por la que Moscú se reserva el derecho de una acción militar preventiva antiterrorista en cualquier lugar del mundo ante amenazas calificadas de externas, internas y transfronterizas, con el único límite de no utilizar armas nucleares.

Una buena noticia para Rusia es que no ha fructificado la temida balcanización en Kazajstán, su mayor y más cercano aliado en la zona. Precisamente allí, el pasado junio, Putin destacó en la Universidad Euroasiática de Astana las raíces culturales e incluso étnicas compartidas por Rusia con los países que conforman las dos instituciones estratégicas revalorizadas por el Kremlin a lo largo de este año. La primera es la Comunidad Económica Euroasiática (CEE), compuesta por Bielorrusia, Kazajstán, Kirguistán, Rusia y Tayikistán, que ya ha cumplido tres años y cuyos objetivos son declaradamente similares a los de la Comunidad Económica Europea.
Actualmente, se ha fijado como objetivo para 2008 alcanzar un sistema fronterizo común que exigirá un pasaporte a los nacionales de los Estados vecinos. La otra es la más pomposa Organización del Tratado de Seguridad Colectiva de la CEI, reformulada en 2002 y compuesta por Armenia, Bielorrusia, Kazajstán, Kirguistán, Rusia y Tayikistán.

El más reciente éxito político en la región ha sido la admisión de Rusia en la Organización para la Cooperación Centroasiática, en octubre de 2004, en Dushanbe, Tayikistán. Hasta entonces en la organización participaban Kirguistán, Kazajstán, Tayikistán y Uzbekistán. El ingreso de Rusia en la Organización ha venido acompañado de significativos y bienvenidos anuncios de inversiones de Moscú en esa zona.


En el terreno político y cultural se advierte, por último, el visible empeño del Kremlin, desplegado a lo largo de este año, por lograr el estatus de observador en la Organización de la Conferencia Islámica. Por último, en los varios planos en que se mueve Moscú en el área, la visita del Dalai Lama a la República de Kalmikia, hace pocas semanas, es un gesto de apertura hacia la única población budista que habita un territorio en Europa. Es un gesto que muestra la gran apertura rusa hacia Asia oriental y su madura relación lograda con China.


La dinámica en Asia oriental
Putin está convencido de que el país debe ser también una potencia en el Pacífico. Si no se intenta una acción económica decidida allí, se devaluaría y acaso fragmentaría aún más la aislada Siberia oriental.


En octubre pasado Rusia ha sellado el acuerdo que concluye definitivamente con las disputas limítrofes sino-rusas, a lo largo de 4.300 kilómetros, y se ha comprometido a proporcionar ayuda técnica e inversiones para el desarrollo de ocho provincias chinas incluidas en el Plan Oeste chino. Por añadidura, en la última década el establishment militar industrial ruso se ha sostenido gracias a China. El más reciente acuerdo se ha logrado gracias al Pacto de Amistad firmado en 2001, y a la institucionalización de la OCS, en enero de 2004, que en su género es la mayor institución multilateral a la que pertenece Moscú. Pero tiene su sede en Pekín.


Juegan en contra de Rusia las proyecciones sobre la relación entre población y territorio con su vecino oriental inmediato. De aquí a 2050 Rusia pasará de 145 a 104 millones de habitantes (frente a un incremento de la población de China de 1.300 a 1.600 millones), lo que se traduciría en una quincena de millones de habitantes para Siberia desde la treintena de millones actual.
Y los polos económicos de desarrollo transfronterizo, como la región oriental de Po Granichnoie en Sa Baikalsk, por lado ruso, pero de mayor calado aún en Alashankou, atraerán una mucho mayor presencia de trabajadores, inversores y turistas chinos. Probablemente los chinos lleguen en un futuro muy próximo a convertirse en el colectivo transfronterizo más dinámico de la Federación Rusa, tras los rusos y los tártaros.


El tema de las Kuriles a todas luces impide la inversión japonesa en el Lejano Oriente ruso. Este año se ha reabierto la vía para su solución concreta al relanzar el Kremlin una oferta antigua con mayores perspectivas de negociación real. El tema aún es sensible para el futuro de la relacion diplomatica ruso-japonesa. Las posiciones se pueden acercar, según se desprende de lo que está en juego y de las credenciales nacionalistas de ambos líderes.
Una vía de solución podría ser la de una mayor integración económica regional, como es la que por otro conducto está abiertamente planteada por una oferta japonesa a Rusia. Se trata de construir un oleoducto desde las inmediaciones del lago Baikal hasta el puerto de Najodka, en el Pacífico, y de allí al archipiélago nipón. La oferta contiene adicionalmente un plan de desarrollo multisectorial para el empobrecido Extremo Oriente ruso.
Si la oferta prosperase, Tokio podría hacer un gesto de mayor apertura hacia la zona como consecuencia de una teórica pero no infundada incertidumbre sobre el aprovisionamiento de hidrocarburos desde Oriente Medio. Se trataría de reforzar a Siberia como horizonte económico de prospección y explotación para Japón y también para Corea del Sur.


Como complemento material, desde otro flanco, en mayo de este año la Comisión Económica y Social para Asia y el Pacífico (CESPAP), de Naciones Unidas, ha anunciado el lanzamiento del Plan de las Autopistas Asiáticas, que incluye a una treintena de países continentales y extracontinentales euroasiáticos y que considera a Rusia y al Asia central ex-soviética como la vía intermedia medular.


En otra esfera, en tanto mediador, no como parte, el peso diplomático del Kremlin en la península coreana es muy relativo. En las conversaciones a seis bandas ha estado presente, pero sin ser el semimediador en que se ha convertido China en los últimos dos años. En cuanto al Pacífico, la flota de ese océano se ha quedado como protectora de la línea costera en los mares de Japón y Ojotsk, y nada tiene que ver con la que durante la Guerra Fría debía contener a la séptima flota norteamericana.


Por último, la participación de Putin en la última cumbre de APEC, y los acuerdos y preacuerdos comerciales alcanzados con varios países de la región, amplían su compromiso con el Pacífico. Pero las asignaturas críticas del Kremlin se encuentran primero en Eurasia.


Conclusiones


Rusia está anclada en la historia de su geoestrategia para afrontar desafíos que muy marginalmente entran en esa tradición.


A fines de 2007 queda un punto de tensión en Eurasia porque la overtura estratégica de Putin demanda acciones que puede acometer un Estado fuerte y centralizado pero que son complejas de mantener sin otros actores variados de una sociedad civil, hoy a la defensiva.


En la Eurasia actual Rusia carece del tiempo para recomponer su espacio post-soviético, que en época de la guerra fría sí tuvo para estructurase como Unión Soviética. En los últimos dos siglos ninguna de las demás potencias ha conocido este renovado desafío porque se han formado con tiempo y espacio secuencial, como, por ejemplo, la República Popular China, EEUU y la UE.

Rusia forma parte de las potencias del futuro en la famosa proyección de Goldman Sachs sobre los BRIC, difundida hace un año. Pero antes parecen inevitables más problemas estructurales que últimamente son poco visibles por la bonanza económica como producto de los buenos precios circunstanciales de sus materias primas.


Por último, cabe destacar que, si para recomponer sus lazos con los Estados centroasiáticos, los códigos rusos de actuación son ya comprensibles para sus interlocutores, falta mucho más para que se relacionen con éxito con la sociedad abierta de Europa y su apéndice atlantista, con el fundamentalismo islámico y el independentismo, así como con el ascenso económico chino.

RELIGION Y COMERCIO


Richard Foltz


Desde hace muchos siglos, la mayoría de las religiones del mundo han seguido un patrón similar de crecimiento y difusión desde el oeste hacia el este a lo largo de la ruta comercial transasiática conocida como la Ruta de la Seda. El budismo, el cristianismo, el maniqueísmo (fe antiguamente muy expandida que desapareció en el siglo XVI) y el islam fueron transmitidos principalmente a través de los viajes de mercaderes y misioneros que se unían a sus caravanas. A medida que aparecían nuevas comunidades religiosas por toda Asia, su permanencia dependía en gran parte del apoyo de estos comerciantes. Así, la relación entre las tradiciones religiosas y los comerciantes era de dependencia; desde el punto de vista histórico, la propia idea de religión mundial está indisolublemente unida a la actividad comercial de larga distancia.


Desde el 1000 a.C hasta el 200 d.C.


La Ruta de la Seda discurría por el extremo sur de la estepa central de Eurasia, en el punto de unión de las secas llanuras y las montañas, allí donde las corrientes de escorrentía proporcionan un suministro de agua fiable. En esta zona ecológica de transición algunos emigrantes se asentaron y fundaron ciudades-oasis donde los viajeros pudiesen descansar, reabastecerse y comerciar.


La Ruta de la Seda debe su nombre al comercio de seda china, producto muy apreciado en la Roma imperial, en dirección este-oeste. A su vez, los comerciantes llevaban a China oro, plata y lana.


Un fragmento de seda descubierto en una tumba egipcia fechada aproximadamente en el año 1000 a.C. es una de las primeras evidencias de este tráfico, aunque algunos investigadores opinan que la actividad de la ruta había comenzado algunos siglos antes. Los persas de la estepa probablemente jugaron un papel importante en el transporte de productos a través de distancias tan amplias. También es posible que los antiguos israelitas, antepasados de los judíos, comerciaran a través de la Ruta de la Seda.


La tradición judía afirma que los mercaderes israelitas ya comerciaban con China en el siglo X a.C., durante el reinado del rey David, aunque este dato no ha podido ser confirmado. Sin embargo, sí es seguro que en el año 722 a.C. los israelitas vivían en el mundo oriental persa, porque sus conquistadores asirios les habían trasladado en cautiverio hasta allí. Los patrones de la actividad comercial judía posterior sugieren que los israelitas trasladados al área persa probablemente se dedicaron al comercio.


En la edad antigua, las religiones carecían de una actividad proselitista de carácter misionero. Las tradiciones religiosas típicas eran consideradas como atributos culturales específicos, no como verdades universales que debían ser adoptadas por todos los pueblos.


Así, por ejemplo, las religiones de los persas e israelitas se difundieron ampliamente por el mundo antiguo, pero los pueblos con los cuales comerciaban percibían su influencia religiosa más como ideas extranjeras interesantes que como una verdad espiritual última de la que dependía la salvación. Los beneficios de un enfoque religioso particular probablemente eran considerados como propiedad inalienable de la cultura que lo poseía.


Por ejemplo, aunque los chinos creían claramente que los sacerdotes persas tenían especiales habilidades de adivinación, la idea de convertirse a una religión persa hubiera sido impensable para los chinos porque la espiritualidad del sacerdote no implicaba ninguna doctrina que afirmase su exclusividad con un único dios. Y sin embargo los chinos utilizaron a los sacerdotes persas hasta el periodo mongol, que comenzó en el siglo XIII d.C. Cuando el rey persa Ciro II el Grande liberó a los judíos cautivos en Babilonia en el 559 a.C., muchos de éstos decidieron quedarse a residir dentro del Imperio persa.


En el este, ello significaba la unión con las comunidades de exiliados israelitas existentes. Al mismo tiempo, estos pueblos permanecieron en contacto con otros grupos hebreos desde Babilonia a Egipto, probablemente a través del comercio. Aquellos que vivían en el mundo persa llevaron diferentes aspectos de la cultura persa a los habitantes de otras regiones, y de esta forma muchas ideas religiosas persas fueron absorbidas por el judaísmo y, más tarde, por el cristianismo, el maniqueísmo y el islam.


Entre estas ideas se encontraba una visión escatológica (sobre el fin del mundo) y las creencias en un salvador mesiánico, la resurrección del cuerpo, el juicio final, un paraíso celestial, un infierno para los pecadores y una fuerza sobrenatural responsable del mal.


Hacia el siglo IV a.C., había arraigado en la India una nueva filosofía religiosa que, a diferencia de las religiones anteriores, afirmaba ofrecer un camino abierto y universal hacia la salvación. El budismo fue la primera religión proselitista del mundo y sus misioneros viajaron por todo el mundo comunicando su mensaje.


La difusión del budismo estaba directamente relacionada con el comercio de larga distancia. Para los misioneros, como para todos los demás viajeros, el único medio viable de afrontar los peligros y dificultades inherentes al viaje era unirse a las caravanas de mercaderes. En muchos casos los propios misioneros eran también mercaderes.


A medida que el budismo se extendió y la tradición de ascetas itinerantes dejó paso a la fundación de monasterios, los seguidores laicos que apoyaban económicamente estas instituciones eran a menudo viajantes de negocio. Una leyenda del budismo Theravada (una de las dos principales ramas del budismo) relata que dos mercaderes que viajaban desde Asia central encontraron al propio Buda durante un viaje a la India. Quedaron subyugados por sus enseñanzas y al volver a sus hogares fundaron en Bactra (Balj, en el actual norte de Afganistán) el primer templo budista de la Ruta de la Seda.


Aunque esta leyenda no ha podido ser confirmada mediante evidencia histórica, resulta creíble y en los siglos siguientes Bactra se convirtió en uno de los principales centros budistas. La Ruta de la Seda permitió el paso de influencias tanto del este como del oeste, y se ha sugerido que la otra rama principal del budismo, la Mahayana, que domina en China, Japón y Tíbet, surgió no en la India sino en Asia central, gracias a este constante tráfico de culturas e ideas.


Muchas de las principales características del budismo Mahayana muestran influencias persas, tales como la función soteriológica (salvación) de los bodhisattvas (personas que ayudan a los demás a alcanzar la salvación) y la asociación del Buda Amitabha con la luz divina. Las influencias griegas entraron en esta mezcla cultural con las conquistas en Asia central y en la India del rey de Macedonia, Alejandro Magno, hacia el 320 a.C. El arte representativo budista parece derivar de las tradiciones helenísticas, y numerosas historias griegas, incluida la abducción de Ganímedes y la historia del caballo de Troya, aparecerían más tarde bajo formas budistas indias.


Tras los ejércitos de Alejandro fueron los comerciantes y colonos griegos los que actuaron de conductos culturales entre la India, el Asia central y el Mediterráneo. Los principales transmisores del budismo a China fueron los pueblos persas de Partia, Bactriana y Transoxiana (Sogdiana), cuya ventajosa posición entre el este y el oeste les permitió actuar de intermediarios a lo largo de la Ruta de la Seda.


En particular los sogdianos establecieron comunidades a lo largo de las rutas comerciales desde Irán y la India hasta China, y para reforzar las relaciones con sus socios comerciales aprendían las lenguas locales y adoptaban las costumbres locales de los lugares a donde iban. Cuando trataban con budistas eran receptivos al proselitismo de sus socios y, una vez convertidos al budismo, adoptaban sus enseñanzas y hacían partícipes de la nueva religión a sus congéneres sogdianos y a otros socios de negocio más hacia el este.


Este patrón lo repitieron los mercaderes sogdianos en siglos posteriores con el cristianismo, el maniqueísmo y el islam. No parece que el budismo consiguiese muchos adeptos en la zona occidental del este de Irán, dado que no se han observado grandes influencias de religiones índicas sobre el mundo mediterráneo hacia el siglo I d.C.


Sin embargo, resulta interesante analizar los posibles paralelismos entre el budismo y la siguiente fe universal, el cristianismo, que también desarrolló un esfuerzo misionero sofisticado y concertado desde los mismos inicios de su andadura histórica. Las religiones de China no se transmitieron hacia occidente. Como era normal en las creencias tradicionales, la mayor parte de los taoístas y confucianos no realizaron proselitismo fuera de las fronteras de China dado que consideraban sus ideas como íntimamente ligadas a la cultura china.


La poderosa influencia de los chinos sobre otros pueblos del este de Asia se debió en gran parte a que su civilización era la más poderosa del este asiático.


Entre el 200 y 1400 d.C.


El cristianismo


Gran parte de los primeros cristianos eran judíos que difundieron el cristianismo a través de redes comerciales judías con base en la antigua Babilonia. Durante los primeros siglos de la era cristiana, las disputas doctrinales llevaron a los cristianos orientales a afirmar cada vez más su independencia frente al liderazgo del cristianismo mediterráneo.


A finales del siglo V d.C., la Iglesia oriental, con sede en la capital persa de Ctesifonte, en Mesopotamia, se escindió de la Iglesia de Roma. En el año 497, un sínodo de obispos orientales declaró el nestorianismo (una teología que confirmaba la diferencia entre la naturaleza humana y la naturaleza divina de Jesucristo) como su doctrina oficial. Fue esta rama nestoriana del cristianismo la que los comerciantes persas y sogdianos transmitieron hacia el este por la Ruta de la Seda.


A mediados del siglo VII se fundaron obispados nestorianos en Samarcanda (centro de Uzbekistán) y Kashgar (en la actual región autónoma uigur de Xinjiang, en China). En las estepas, los sacerdotes nestorianos persas que hacían milagros, considerados por los turcos como chamanes especialmente poderosos, bautizaron a gran cantidad de tribus nómadas turcas. En el 635, una misión nestoriana encabezada por persas llegó a la corte imperial china en Chang’an (actualmente Xi’an) llevando consigo escrituras cristianas. Estos textos, que rápidamente fueron traducidos al chino, indican que la mezcla de ideas y símbolos típica de la Ruta de la Seda estaba transformado el cristianismo oriental.


A las escrituras se les denominó sutras y a los santos cristianos budas. En el 781, la comunidad cristiana de Chang’an conmemoró sus primeros 150 años de existencia erigiendo una columna, que era el símbolo nestoriano. La inscripción de la columna describe las ideas cristianas en términos extraídos del budismo, confucianismo y taoísmo.


El maniqueísmo


A principios del siglo III, surgió otra religión proselitista universal en la zona cultural semítico-persa de Mesopotamia: el maniqueísmo. Su profeta, Mani, nacido de padres partos pertenecientes a una secta bautista judeocristiana, marchó a los 20 años en viaje a la India, donde también absorbió diferentes influencias.


Su religión procedía de tradiciones semíticas, persas e indias combinadas con una creencia en el gnosticismo (la salvación a través del conocimiento secreto). Postulaba un universo radicalmente dual en el que el bien y el mal se encontraban en constante lucha. Junto con ciertos conceptos budistas tales como la reencarnación, Mani adoptó la estructura social en cuatro partes del budismo, dividida entre monjes y laicos masculinos y femeninos.


Mani, que se denominaba a sí mismo apóstol de Jesucristo, gozó durante un breve periodo del apoyo del emperador persa de la dinastía Sasánida, Sapor I, y con su protección oficial lanzó un programa misionero de gran éxito. En poco tiempo sus enseñanzas alcanzaron una importante popularidad en las áreas mediterránea y persa, convirtiéndose en una grave amenaza para las demás opciones religiosas.


Su principal rival en la corte Sasánida era Kartir, el máximo sacerdote de la religión monoteísta persa de Zoroastro. Katir deseaba hacer del sistema religioso zoroastrista la religión estatal oficial. Los esfuerzos de Kartir triunfaron y Mani fue enviado a prisión, donde falleció en el año 276 a la edad de 60 años. A pesar de la persecución a que fueron sometidos sus seguidores por parte de los imperios de Roma y de los Sasánidas, el maniqueísmo siguió difundiéndose y ganando adeptos.


En el este, los mercaderes sogdianos jugaron una vez más un papel primordial en la transmisión de la religión por la Ruta de la Seda, a través de sus comunidades de comerciantes. Se estableció uno de los principales centros maniqueístas en la capital sogdiana de Samarcanda, fuera del alcance de los Sasánidas. Desde allí los misioneros maniqueos viajaron a China, donde presentaron su religión ante la corte imperial, a finales del siglo VII.


En el 763, los maniqueos sogdianos que vivían en la ciudad de Luoyang obtuvieron audiencia ante el rey de los turcos uigures, al que el emperador chino había invitado para que le ayudara a sofocar una rebelión. Los sogdianos volvieron con los uigures a su capital al norte de la cadena montañosa de Tian Shan y finalmente consiguieron convertir al rey a su fe. Bajo el patronazgo del rey turco, el maniqueísmo se convirtió en la religión oficial del reino uigur hasta 840, y varios siglos después esta religión todavía tenía gran número de adeptos turcos. La gran mayoría de los textos y pinturas maniqueas existentes actualmente procede de los monasterios del siglo X de la región de Turfan, en el oeste de China.


Los monasterios maniqueos, como los budistas, obtenían el grueso de su financiación de donaciones de seguidores laicos, especialmente comerciantes. En el oeste, los misioneros maniqueos presentaron su religión como una forma más auténtica del cristianismo. En el este, hicieron lo mismo y presentaron su fe disfrazada en gran medida como budista. Cuando el cristianismo se convirtió en la religión oficial del Imperio romano en el 313, los maniqueos fueron perseguidos como herejes.


La persecución fue tan fuerte que hacia el siglo VI el maniqueísmo pareció haberse extinguido en gran medida en Europa, aunque más tarde se observaría la influencia del maniqueísmo en los movimientos medievales de los cátaros en la Provenza (en la Francia actual) y de los bogomilos en los Balcanes. En el este, el maniqueísmo perduró hasta al menos el siglo XVI.


Todavía existe un templo maniqueo en la ciudad de Cao’an (Ts’ao-an), cerca de Quanzhou, en el sureste de China, aunque sus fieles creen actualmente que la estatua de Mani situada en el patio es una imagen de Buda.


El islam


A comienzos del siglo VII surgió el islam en el oeste de Arabia. El profeta Mahoma, su fundador, comenzó su carrera como viajante de negocios. Según su modelo, en el islam se concede un estatus más elevado a las profesiones comerciantes que en otras tradiciones culturales. Las conquistas árabes seguían rutas comerciales internacionales y, como resultado, la legislación islámica cada vez regulaba en mayor medida el mercado.


Hacia el 711 los árabes habían conquistado Transoxiana (en el sureste de Asia central) y los comerciantes sogdianos volvieron a percibir las ventajas de pertenecer a una cultura con contactos comerciales de gran alcance. Las misiones comerciales árabes llegaron a China pocos años después de la muerte de Mahoma, estableciendo conexiones mantenidas posteriormente por los musulmanes persas y sogdianos.


El mercader persa, durante mucho tiempo un símbolo del folclore chino, se convirtió en una imagen islámica, aunque los chinos no hacían diferencia entre los comerciantes musulmanes y los judíos. Durante la hegemonía de los mongoles en los siglos XIII y XIV, prosélitos de todas las creencias occidentales ocuparon diferentes puestos en China, aunque sus destinos estaban vinculados a sus patronos. Con la caída de la dinastía mongol Yuan en 1368, el periodo de paz que tanto había favorecido el comercio transasiático tocó a su fin.


Rotas sus conexiones con los centros culturales en Occidente, el zoroastrismo, el judaísmo, el maniqueísmo y el cristianismo fueron desapareciendo de la escena en el este de Asia. El islam quedó como fe minoritaria de turcos y musulmanes chinos del pueblo hui.


Sólo el budismo se había adaptado e integrado lo suficiente como para seguir siendo una fuerza viva dentro de la sociedad china. Seiscientos años después, el legado de la Ruta de la Seda puede encontrarse en forma de incisiones en algunas rocas, en antiguos templos budistas o tumbas de tierra.


La Ruta de la Seda también legó creencias espirituales que llegaron a convertirse en “religiones mundiales” transmitidas por las caravanas del comercio entre Oriente y Occidente, que llegarían a difundirse a través del tiempo y del espacio por todo el mundo.