lunes, 6 de abril de 2009

EL DECENIO PERDIDO DE JAPÓN (1992-2003): ¿QUÉ ENSEÑANZAS PARA LA CRISIS ACTUAL?


Pablo Bustelo

Según dijo el sub-gobernador saliente del Banco de Inglaterra John Gieve a mediados de febrero pasado: “¿Acaso nos enfrentamos a una depresión de 10 años como la de Japón? Es un riesgo que nosotros y otras autoridades nos tomamos muy en serio”.

Revisar, por tanto, el largo estancamiento económico de Japón durante la mayor parte de los años 90 y principios de los 2000 puede ofrecer indicaciones útiles en el actual contexto de crisis financiera global, por ejemplo sobre la previsible duración de la misma o sobre la forma más apropiada de luchar contra ella.

Este análisis presenta, en primer lugar, un breve estudio del decenio perdido en Japón, que transcurrió entre 1992 y 2003. En segundo lugar, enumera las principales similitudes y diferencias entre el estancamiento japonés de ese período y la crisis actual. Finalmente, señala cuáles son algunas de las enseñanzas de cabe extraer de la experiencia japonesa.

El decenio perdido en Japón (1992-2003)

Entre 1973 y 1991 el crecimiento anual medio del PIB de Japón fue del 3,8%. Entre 1992 y 2003 bajó sustancialmente, hasta el 1,1%. ¿Qué ocurrió para que la otrora pujante economía japonesa entrase una fase de estancamiento (y de casi depresión) en los años 90?

En 1990 y 1991 estallaron las burbujas bursátil e inmobiliaria que se habían creado en los años 80, como consecuencia de la desregulación financiera y de una política monetaria muy expansiva. Las razones del estallido fueron unos precios insosteniblemente elevados y el incremento de los tipos de interés desde mediados de 1989, para hacer frente a las presiones inflacionistas. En 1990 el índice Nikkei se redujo un 50% en apenas nueve meses. Los precios del suelo empezaron a caer en 1991 y se redujeron a la mitad en nueve años; en 2003 habían vuelto al nivel de 1980.

La explosión de la burbuja de activos tuvo dos consecuencias principales. Por un lado, puesto que el sistema bancario tenía buena parte de su capital en acciones y propiedad inmobiliaria y una proporción importante de sus préstamos garantizados con esos activos, los bancos redujeron sustancialmente los préstamos, para mantener el coeficiente de capital (capital sobre préstamos) y para hacer frente al incremento de la morosidad. Por otra parte, el efecto riqueza provocó un estancamiento e incluso, en algunos años, una caída del consumo privado en relación al PIB. Entre 1995 y 2003 el consumo privado creció a una tasa anual de apenas el 1%, es decir, un ritmo menor que el del PIB y sustancialmente inferior al registrado en otros países de la OCDE. El retraimiento del consumo generó tensiones deflacionarias: el deflactor del PIB se redujo durante todos los años transcurridos entre 1995 y 2003, mientras que la variación del IPC entró en territorio negativo entre 1999 y 2003.

Además del estallido de la burbuja de activos, cabe destacar otras causas –secundarias– de la crisis: la apreciación del yen durante buena parte de los años 90, que afectó negativamente a los exportadores; la saturación del mercado interno de bienes de consumo; la creciente debilidad de la demanda externa de productos japoneses, principalmente por la competencia de otros países asiáticos; y la escasez y el envejecimiento de la mano de obra, por las tendencias demográficas.

Se fue gestando una grave crisis bancaria como consecuencia del incremento de los préstamos de dudoso cobro y de las pérdidas de las instituciones financieras. Esa crisis, sumada a la cada vez mayor aversión al riesgo por parte de los bancos, desembocó en una muy importante compresión del crédito, pese a las medidas expansivas de las autoridades monetarias. Como es bien conocido, Japón entró en lo que Keynes llamó una “trampa de la liquidez”, situación en la que la política monetaria expansiva no tiene eficacia ninguna porque los agentes prefieren tener liquidez a prestar o tomar prestado, sea cual sea el tipo de interés. La crisis bancaria finalmente estalló en 1997, con la quiebra de Yamaichi Securities y del Hokkaido Takusyoku Bank.

Las respuestas de política económica se centraron en medidas fiscales y monetarias muy expansivas. Entre 1992 y 1999 se lanzaron nueve programas de estímulo fiscal por valor de 130 billones de yenes (25% del PIB anual), lo que hizo que el saldo presupuestario pasara de +2,9% del PIB en 1990 a -6,8% en 2000, una variación de casi 10 puntos del PIB. La deuda pública aumentó del 65% del PIB en 1990 al 151% en 2002. Es de reseñar que las primeras medidas se tomaron en agosto de 1992, casi tres años después del comienzo del estallido de la burbuja. En cuanto a la política monetaria, se fueron bajando los tipos de interés hasta alcanzar prácticamente cero en 1999, medida que se mantuvo hasta 2000 y se repitió de nuevo entre 2001 y 2003. A partir de 2001, se aplicó también una política de facilitación cuantitativa (quantitative easing), consistente en aumentar los depósitos del Banco de Japón en los bancos comerciales y en incrementar la compra de bonos de deuda por el banco central. Pese a esas medidas, los bancos siguieron siendo reacios a prestar, por su bajo grado de capital y su alta proporción de préstamos dudosos. La variación de los préstamos bancarios fue nula en la segunda mitad de los años 90 y abiertamente negativa en la primera parte de los años 2000. En suma, las políticas expansivas de demanda fueron ineficaces para luchar contra el estancamiento y la deflación, aunque seguramente impidieron una recesión más aguda.

En cuanto a la crisis bancaria de 1997, inicialmente se abordó con masivas inyecciones de dinero público (1,8 billones de yenes en 1998-99), con el mantenimiento de un sistema de empresas y bancos "zombis" para evitar la plena declaración de los préstamos incobrables y con la constitución de varios fondos, parcialmente privados, para adquirir los activos deteriorados de los bancos. Sólo a partir de 2002 el gobierno tomó medidas enérgicas para luchar contra la crisis bancaria: el Plan Takenaka (por Takenaka Heizo, secretario de Estado de Servicios Financieros entre 2002 y 2005) consistió en una auditoría completa de los bancos (y en obligarles a cancelar los préstamos incobrables), la nacionalización del Resona Bank y la quiebra o fusión de los bancos más débiles. Ese plan consiguió lo que no habían podido hacer las medidas parciales anteriores: reducir el riesgo de quiebras repentinas y desvelar la verdadera situación de los balances bancarios, esto es, recuperar la confianza de los inversores en el sistema financiero.

Tras la resolución tardía de la crisis bancaria y coincidiendo con un aumento de las exportaciones a EEUU y China, la economía japonesa empezó a mostrar signos de recuperación en 2003. El PIB, tras crecer el 0,2% en 2001 y el 0,3% en 2002, aumentó el 1,4% en 2003, el 2,7% en 2004 y se incrementó una media del 2% en 2005-2007.

Similitudes y diferencias con la crisis actual

Cabe hacer un análisis comparativo entre la crisis japonesa y la crisis actual prestando atención a sus causas desencadenantes, a su proceso de desarrollo y a sus respuestas de política económica.

En cuanto a las causas, el boom de crédito se produjo en ambos casos a causa de la desregulación financiera y de una política monetaria muy expansiva. En la crisis actual también ha actuado el reciclaje del ahorro de los países asiáticos. En los dos casos el auge crediticio desembocó en una doble burbuja de activos: bursátil e inmobiliaria. Es de señalar que en Japón la burbuja bursátil fue mayor y la inmobiliaria fue menor que las producidas recientemente en EEUU o el Reino Unido. Otra diferencia es que el boom de crédito tuvo efectos estrictamente bancarios en Japón mientras que se ha manifestado ahora, dada la creciente sofisticación de los productos y comportamientos financieros, en aspectos como la titulización de activos o el apalancamiento de los fondos de cobertura (hedge funds) y de la banca de inversión. También se produjo una explosión de la burbuja de activos en los dos casos, aunque en EEUU tal estallido ha sido más lento en la bolsa y más rápido en los precios del suelo que en Japón. Baste señalar que el índice Nikkei cayó un 50% en menos de un año (1990) mientras que el Dow Jones ha empleado dos años (de 2007 a 2009) en pasar de 14.000 a 7.000 puntos. También que en Japón el precio del suelo se redujo a la mitad entre 1991 y 2000 mientras que en EEUU no parece que vaya a caer más del 30% o 40% entre 2006 y su nivel más bajo, que, según los analistas, se producirá en 2009 o 2010.

En cuanto al desarrollo de la crisis, se trató de una crisis bancaria “normal” en Japón, mientras que en EEUU ha afectado ciertamente al sector, organizado y regulado, de banca comercial pero también al sector nuevo de banca de inversión y fondos de inversión. El porcentaje de préstamos de dudoso cobro en la banca comercial es más o menos similar (en torno al 35% o 40% del PIB en ambos casos en el momento álgido de la crisis). También es similar el proceso que ha conducido a la sequía crediticia: la reducción del capital bancario, la elevada morosidad y la creciente aversión al riesgo, en lugar de la falta de liquidez. Sin embargo, es muy distinto el contexto macroeconómico de Japón en los años 90, con una alta tasa de ahorro privado, superávit por cuenta corriente y situación de acreedor neto, y en EEUU en los años recientes, con muy baja tasa de ahorro familiar, alto déficit corriente y situación de deudor neto. Algunos analistas no descartan, por esas razones, que se pueda producir incluso una crisis de balanza de pagos, o al menos una caída desordenada del dólar, en EEUU, riesgo que nunca existió en Japón. Otra diferencia importante es que en Japón la mayor parte de la deuda privada era empresarial mientras que en EEUU es responsabilidad de los hogares y de las entidades financieras, lo que complica mucho su tratamiento.

Finalmente, en lo que atañe al tratamiento de la crisis, en ambos casos ha habido una política fiscal muy expansiva, con un riesgo considerable para la ya elevada deuda pública, aunque con el importante matiz de que Japón tardó dos años, hasta 1992, en empezar a aumentar el gasto público (y dio parcialmente marcha atrás en 1997, al aumentar los impuestos, lo que resultó ser una equivocación), mientras que EEUU lo hizo en 2007-2008 y en mayor escala. En cuanto a la política monetaria, ha sido más expansiva en EEUU que en Japón, cuyas autoridades empezaron a bajar los tipos en 1992 y no llegaron a tipos prácticamente nulos hasta 1999. La Reserva Federal, como es sabido, comenzó a reducir los tipos en 2007 y llegó a tipos virtualmente nulos a finales de 2008. Con todo, hay, al menos hasta ahora, una similitud importante: el saneamiento y la recapitalización del sector bancario se postergaron en Japón hasta 1998-1999 y se están postergando también en EEUU, seguramente por la resistencia de la opinión pública a utilizar fondos públicos masivos para sanear entidades privadas y por la resistencia de los banqueros a cualquier tipo de nacionalización. Una diferencia adicional y de gran importancia es el contexto en el que se están produciendo las medidas de política económica: en Japón, la caída de la inversión empresarial se compensó parcialmente con un aumento, aunque moderado, del consumo privado mientras que en EEUU la caída del consumo de las familias no parece que pueda verse contrarrestado con un crecimiento de la inversión privada; además, Japón pudo beneficiarse del tirón de la economía mundial, y en particular del crecimiento de sus exportaciones a EEUU y China, para finalmente salir de la crisis en 2003, mientras que el entorno exterior es mucho menos propicio en la actualidad.

Enseñanzas para la crisis actual

La experiencia de Japón en 1992-2003 ofrece, por tanto, algunas enseñanzas de interés para las perspectivas y el tratamiento de la crisis actual. Tales lecciones son diversas, pero las más importantes pueden resumirse en las cuatro siguientes:

La crisis actual podría ser bastante larga, a tenor de que una crisis parecida duró nada menos que 12 años en Japón. En EEUU algunos analistas ya descartan una recuperación rápida, en forma de V, y se inclinan por una evolución de la crisis en forma de U o incluso de L, en la que, en el mejor de los casos, no habría colapso abierto sino un crecimiento muy bajo, casi depresivo.

La experiencia de Japón sugiere que los estímulos fiscal y monetario pueden perfectamente ser insuficientes si no se resuelve la crisis bancaria, esto es, que las políticas expansivas de demanda son condiciones necesarias, pero no suficientes, para la recuperación. Y eso suponiendo que esas políticas se mantengan durante el tiempo necesario y no se desmantelen prematuramente. Por ejemplo, algunos economistas han mostrado preocupación ante el anuncio de la Administración Obama de que pretende rebajar el déficit presupuestario sustancialmente tan pronto como en 2010.

No cabe descartar que la solución a la crisis bancaria se haga con medidas tardías e insuficientes, como ocurrió en Japón, mediante la inyección de fondos, el mantenimiento de bancos y empresas “zombis” y la creación de algunas instituciones para hacerse cargo de los activos deteriorados. En otros términos, si no se toman medidas decididas pronto, en la línea cuando menos del Plan Takenaka de 2002 y quizá contemplando nacionalizaciones o “tomas de capital” más amplias que las de Japón, no habrá manera de acabar con la parálisis crediticia. La razón es que sin medidas enérgicas no será posible eliminar (o reducir al máximo) el riesgo de quiebras repentinas de entidades financieras, así como desvelar los auténticos problemas del sector, lo que es imprescindible para que vuelva a fluir la inversión privada hacia los bancos. Algunos economistas estadounidenses, como, por ejemplo, el Premio Nobel Paul Krugman, abogan, como es sabido, por la nacionalización temporal o “puesta bajo tutela” momentánea de los grandes bancos. Ésa, por cierto, fue la solución adoptada por Suecia para hacer frente a su crisis financiera de principios de los años 90, aunque no hay que olvidar que el sistema bancario sueco estaba entonces mucho más concentrado que el estadounidense actual, lo que simplificaba bastante las cosas.

Si la crisis se prolonga y se mantienen las tendencias deflacionistas, hay un riesgo cierto de que la deflación sea más persistente de lo que se suele suponer hasta ahora. En tal caso, habría que recurrir no sólo a la facilitación cuantitativa, como ha hecho recientemente el Banco de Inglaterra e hizo Japón desde 2001, sino quizá también a fijar, a diferencia de lo que hizo Tokio, un objetivo explícito de inflación. Es sabido que el FMI prevé, en las economías avanzadas, una caída del IPC del 1,1% en 2009 y del 0,8% en 2010, de manera que no es posible descartar a estas alturas una fase de deflación duradera.

Conclusiones

Muchos economistas se han asomado a crisis anteriores para buscar precedentes a la crisis financiera actual: la Gran Depresión de los años 30, las crisis financieras en economías emergentes de los años 90, etc. Con todo, la crisis con la que guarda más similitudes la situación actual es la que dio lugar al largo decenio perdido en Japón (1992-2003). En efecto, en ambos casos se han registrado un estallido de una burbuja especulativa, una crisis bancaria, una parálisis crediticia, graves tendencias deflacionarias, grandes estímulos fiscal y monetario y un saneamiento bancario aplazado o postergado, entre otros aspectos.

El análisis esbozado en páginas anteriores permite llegar a algunas conclusiones: (1) la recesión actual podría ser larga, aunque quizá no muy profunda, como ocurrió en Japón; (2) los estímulos fiscal (un presupuesto expansivo) y monetario (unos tipos de interés muy bajos o incluso nulos) pueden ser insuficientes para sacar a la economía de la recesión; esto es, deben completarse con medidas encaminadas a resolver decididamente la crisis bancaria y la parálisis crediticia; (3) no cabe descartar, porque es políticamente más sencillo, que las autoridades hagan frente a los problemas bancarios y a la sequía crediticia con medidas parciales, como las aplicadas en Japón hasta 1998 (inyección de dinero público, creación de bancos “malos” y de empresas “zombis”, constitución de fondos para adquirir, de manera restringida, parte de los activos deteriorados en poder de los bancos), cuando lo necesario puede ser una amplia toma de capital, en diverso grado, dependiendo de las circunstancias, del sector bancario por el Estado; y (4) si se acentúan las tendencias deflacionistas y persiste la caída de precios, quizá sea necesario ir más allá de la facilitación cuantitativa (compra de activos bancarios a cambio de efectivo, como ha hecho el Banco de Inglaterra recientemente) y, a diferencia de lo que practicaron los japoneses, hacer que los bancos centrales se fijen un objetivo explícito de inflación para modificar las expectativas de caída de precios, que aplazan el consumo, la inversión y las exportaciones. Baste recordar que el IPC en Japón cayó durante cuatro años seguidos (1999-2003), pese a los tipos de interés nulos y a una política fiscal muy expansiva. Se trata de un escenario en el que las economías occidentales no querrían verse inmersas.

LA CUESTIÓN DEL TÍBET EN UNA NUEVA ENCRUCIJADA


Augusto Soto

El 10 de marzo se cumplieron cinco décadas del levantamiento que condujo al exilio al Dalai Lama. Es la fecha que Pekín entiende como un hito en la reforma democrática que acabó con una teocracia, reforma que preservó con grandes medidas de seguridad para evitar la revuelta de hace un año, la mayor desde 1959. Sin embargo, Pekín sabe que la tensa normalidad no refleja una merma de las aspiraciones de una masa de tibetanos por mayores grados de autonomía cultural y de gestión. Además, la falta de resultados de los variados contactos entre los delegados del Dalai Lama y Pekín en los últimos 30 años causa mucha intranquilidad entre los tibetanos de la diáspora. China sabe que la causa tibetana tiene menos resonancia mundial que hace dos décadas y que a la vez debe evitar la radicalización del exilio. Un aspecto será la sucesión del Dalai Lama, tema de futuro que se comenta a alto nivel en Pekín en estos días posteriores al aniversario.

Un aniversario tenso

La celebración del 50 aniversario del levantamiento tibetano y de la huida a la India del Dalai Lama y sus seguidores satisfizo a Pekín. El 10 de marzo las conmemoraciones fueron lo opuesto a la clara rebelión del año pasado en las mismas fechas en la Región Autónoma del Tíbet y en poblados tibetanos repartidos por tres provincias vecinas. Esta vez, la consigna fue evitar que la soberanía china y el peso social de la comunidad china, como ocurrió hace un año, fuesen evidentemente cuestionados en un levantamiento violento y semi-pacífico como no ocurría desde 1959.

Según las informaciones disponibles en las semanas anteriores al aniversario que recoge The New York Times, una parte de la población tibetana decidió no celebrar la festividad del Losar (el año nuevo tibetano) para recordar a las víctimas del levantamiento de 2008. El caso más dramático fue el de un monje tibetano que se prendió fuego en un mercado de la vecina provincia de Sichuán y que recibió cobertura informativa internacional. Otros informes mencionaron un indeterminado número de monjes que protestaron repartidos por la misma provincia y en la contigua de Qinghai, un día antes del aniversario, y donde un coche policial fue atacado con explosivos caseros, aunque sin producirse víctimas.

En marzo de 2009 las fuerzas de seguridad del Estado estuvieron preparadas y en alerta, pero en marzo de 2008 utilizaron sólo parcialmente la represión en las horas iniciales de las protestas. Entonces dieron algunas muestras de descoordinada ubicuidad. Por ejemplo, en el uso de los teléfonos móviles con los que se vigila a los monjes en algunos monasterios remotos de importancia, según comprobó el diario alemán Süddeutsche Zeitung.

Este año se adoptaron históricas medidas de seguridad. En el flanco interno se concentró una policía militarizada, un sistema de infiltración ciudadana (más perfeccionada por las más de 1.000 detenciones practicadas el año pasado, según Amnistía Internacional) y por las medidas punitivas y propagandísticas subsiguientes. También se posicionó visiblemente el Ejército Popular de Liberación en el centro de la capital, Lhasa (que a diferencia del año pasado desplegó los tanques con antelación), además de en otras ciudades de la Región Autónoma y en las aldeas tibetanas más conflictivas en otras tres provincias. En el flanco externo se prestó más atención que nunca a la protección fronteriza con Nepal, la India, Myanmar y Bután, según detalló a los medios chinos Fu Hongyu, comisario político del Departamento de Control Fronterizo del Ministerio de Seguridad Pública.

Por otro lado, la explicación oficial y la propaganda previa a este 10 de marzo que acompañó al despliegue fue similar a la ofrecida hace 20 años durante otro levantamiento tibetano. E incluso similar a la explicación tras la supresión del movimiento de Tiananmen ese mismo año. El presidente Hu Jintao llamó a erigir una sólida “Gran Muralla de estabilidad para combatir el separatismo”. Hu conoce en primera persona la cuestión del Tíbet porque ejerció allí como autoridad máxima en una época de intermitentes manifestaciones que concluyeron con el gran levantamiento de 1989, que aplacó utilizando métodos policiales y militares.

De cara a la población local, el líder comunista tibetano pro Pekín, Legqog, presidente del Comité Permanente de la Asamblea Popular de la Región Autónoma del Tíbet y parlamentarios tibetanos en sus atuendos típicos coincidieron con el presidente Hu Jintao en la denuncia de lo que califican como minorías separatistas coordinadas desde el exterior. Se refieren principalmente a Dharamsala, al otro lado del Himalaya, donde vive la mayor y más influyente comunidad de tibetanos del exilio, guiados por el Dalai Lama. Recuérdese que en enero el Consejo de Estado había vuelto a identificar al Tíbet como una de las grandes preocupaciones de seguridad de China en el Libro Blanco de la Defensa. Finalmente, el 10 de marzo el Nóbel de la Paz pronunció las palabras más duras que se recuerden al calificar la situación en el Tíbet como “un infierno en la tierra”.

Así es que lo más llamativo es que una vez rebajada la tensión, el 13 de marzo, el primer ministro Wen Jiabao declarase que Pekín estaba abierto al diálogo siempre que el líder tibetano renunciase a lo que calificó como separatismo. Probablemente, el liderato chino sabe que las pocas acciones de descontento de este pasado marzo esconden un malestar mayor (y relacionado con las heridas no cicatrizadas del levantamiento de hace un año). Según el balance oficial, en esa revuelta murieron 18 civiles y policías y se registraron pérdidas materiales millonarias. Por el contrario, de acuerdo con el exilio en Dharamsala, en marzo de 2008 murieron 219 personas, en su gran mayoría civiles, y cerca de 6.000 personas habrían sufrido alguna forma de detención o restricción de movimientos y cerca de 1.000 continuarían desaparecidas. El signo más reciente de inquietud lo plantea el ataque de un centenar de monjes a una comisaría que incendiaron, a 12 días de concluido el aniversario, para protestar por la detención de un religioso en la provincia de Qinghai.

Así que tras el 50 aniversario sigue presente el tema de la convivencia chino-tibetana como si no hubiesen pasado los 30 años desde que Deng Xiaoping invitó a un hermano mayor del Dalai Lama a Pekín para conversar, proclamando que se podía discutir y resolver todo, excepto tocar el tema de la independencia respecto de China.

Las asimetrías de la no negociación y un nuevo desafío

Hasta ahora el diálogo ha existido, pero no ha habido una verdadera negociación. Conviene recordar que el uso del primer concepto en la relación sino-tibetana en tiempos modernos lo inauguró en la década de los años 50 el mismísimo Dalai Lama al reunirse en Pekín con Mao Zedong. Desde su huida, que marca el inicio del conflicto del Tíbet para parte importante de la opinión occidental, no ha vuelto a conversar directamente con los líderes chinos, sino sólo indirectamente a través de emisarios. Pero para Pekín no hay un “conflicto” sino la “cuestión” del Tíbet.

En el más reciente encuentro sino-tibetano y más reciente referencia del asunto, el pasado noviembre, el viceministro ejecutivo del Departamento del Frente Unido del Trabajo del Partido Comunista y jefe de la parte china, Zhu Weiqun, se refirió a “contactos” y “conversaciones” (no a negociaciones). Es cierto que en sus traducciones al inglés los medios de comunicación chinos difunden a veces la palabra negociación, pero el sentido es el del idioma chino. En él hay más acepciones que implican distintos grados de cercanía dentro del concepto negociación. Pero Zhu no las ha utilizado, según una lectura atenta de la versión en chino del encuentro publicada por la agencia oficial Xinhua.

Por otro lado, la relación se da con el Gobierno tibetano en el exilio, evidentemente una organización con menos poder que cuando Lhasa fue gobernada por los altiplánicos bajo protectorado chino durante dos siglos (intervención sólo interrumpida entre 1911 y 1949). Así, el enorme Estado chino hereda una visión asimétrica hacia el pueblo del altiplano. Además, en lo formal, Pekín trata con representantes de un líder autoexiliado. Y así, al hablar con sus representantes en las nueve rondas de conversaciones, además de en varios contactos exploratorios, casi todos celebrados en Pekín y en Lhasa (uno en Berna), lo ha hecho (con un par de excepciones de alto nivel) a un nivel intermedio alto.

A la vez, en las conversaciones las autoridades comunistas esgrimen implícitamente una cuota de la legitimidad espiritual tibetana. Es una posición que practican con las “iglesias patrióticas”, equivalencia organizativa local de distintas religiones extranjeras con culto en China. En el caso tibetano, la perspectiva de autoridad la refuerzan con el argumento de que el budismo tiene su centro histórico en China.

En este punto se podría dar una importante convergencia de intereses que podría ir más allá de meras conversaciones en un futuro no lejano. Hasta donde se sabe, las partes no tratan del futuro sucesor del Dalai Lama. Éste, a lo largo del último año fue hospitalizado varias veces en distintos chequeos médicos, incluida una vez para la extirpación de un cálculo biliar. Es conocido que Pekín siempre ha recelado del líder tibetano y de sus contactos internacionales, pero en el último año surgen evidencias a ambos lados del Himalaya sobre la importancia de la sucesión.

Es cierto que su designación es propia de los criterios de la reencarnación y culturalmente pertenece a los tibetanos. Así, en principio, Pekín ha de avenirse a una fórmula que le es extraña. Pero no del todo. Tiene experiencia en la intervención de este proceso decisorio en los dos escalones siguientes al del Dalai Lama. Además, en las últimas décadas el régimen ha contado sucesivamente con dos Panchen Lama (segundo escalón en la jerarquía tibetana). El actual Panchen, que vive en China y escogido por Pekín en 1995, hoy de 19 años, acaba de participar en una muestra oficial que rememora la llegada de la autoridad comunista al altiplano. No es una figura aceptable para el exilio.

Según distintos observadores, la trayectoria del Karmapa Lama (tercer escalón en la jerarquía) reuniría las condiciones para operar de puente futuro entre Pekín y el exilio tibetano. Durante el último año, y con especial hincapié en este último mes, se le ha mencionado como un buen candidato para reemplazar al Dalai Lama cuando llegue la hora. Curiosamente, este lama se fugó de Lhasa en 2000 a la edad de 14 años y ha pasado estos años en Dharamsala. Así, entre sus virtudes se cuenta su conocimiento de ambas comunidades. Y además de tibetano habla chino y se desenvuelve en inglés. Se menciona que podría conspirar contra su candidatura el pertenecer a otra secta que la del Dalai Lama, que es mayoritaria, lo cual no quita que pudiera actuar como regente durante unos años. A la vez, es importante mencionar que el 18 de marzo, en una visita a Washington, el parlamentario tibetano pro Pekín, Shingtsa Tenzinchodrak, no ha excluido su nombre. Es la primera mención explícita del asunto por un funcionario de ese nivel y en ese lugar.

Quien sea el elegido, lo único que se sabe es que será un líder joven e inexperto. Y quizá Pekín se tiente por continuar repitiendo conversaciones en las que prácticamente una de las partes, la tibetana, no ha logrado nada significativo desde que se reiniciaron contactos en 1979.

La causa tibetana con pocos apoyos internacionales

La utilización de la palabra “infierno” en el Tíbet por el Dalai Lama, citada más arriba, es aceptar que sus esfuerzos han fracasado y que la aspiración ideal se ha diluido. Desde que aceptó la “vía intermedia” en la década de los años 80 (esto es, proponer mayor autonomía cultural y religiosa dentro del Estado chino), abandonando la aspiración de independencia de las décadas previas, a veces ha dado a entender cosas distintas. Además, si bien ha aceptado que Tíbet forma parte de China, se ha negado a decir que históricamente también, como demanda Pekín.

En su discurso de aceptación del Nóbel de la Paz, en 1989, el Dalai Lama se refirió al “extendido deseo de los tibetanos de restaurar la independencia de su amado país”. Fue un discurso eufórico contagiado por el arrinconamiento de Pekín por una suma de factores irrepetibles. En primer lugar, por las revueltas de Lhasa, por la represión de Tiananmen y por la caída del Muro de Berlín en los meses anteriores de ese año. Pero desde entonces la percepción de acorralamiento de China se ha esfumado y ha aumentado su poder en la escena internacional de forma inversamente proporcional al del movimiento tibetano.

El auge mundial de China pesa. El ingreso de China en la OMC, en 2001, acabó con la prueba de la anual discusión en el Congreso norteamericano de la cláusula de Nación Más Favorecida, ligada a la consideración del tema de los derechos humanos y a la situación en el Tíbet. El 11-S desvió la atención internacional a las amenazas a la seguridad, y la crisis financiera ha apartado gran parte de la atención, por otra parte necesaria, hacia medidas globales que incluyen a China. Pekín acepta cada vez peor escuchar el tema de parte de países extranjeros (EEUU) o de bloques (la UE o países de la UE). El ejemplo más reciente es la suspensión, hasta ahora indefinida, de la Cumbre China-UE por el trato oficial que se le dispensó al Dalai Lama en Europa el pasado diciembre.

El Reino Unido dio la espalda a los tibetanos en noviembre pasado al reconocer por primera vez la soberanía de China sobre el Tíbet casi en los momentos en que concluían las conversaciones entre los representantes del Dalai Lama y el Gobierno chino. No pasó desapercibido a distintos observadores que pocos días antes, Londres, con una de las economías más afectadas por la crisis, pidiese al gigante asiático que incrementara su apoyo al Fondo Monetario Internacional.

El otro gran desplome de apoyo político lo había dado la India en 2003 al reconocer explícitamente al Tíbet por primera vez como parte de China. Hasta ese momento había mantenido una ambigüedad interpretativa. Últimamente, puesto que Nueva Delhi está empeñada en mejorar sensiblemente su relación con China, ha presionado al exilio tibetano para moderar al mínimo la actividad contraria a Pekín en su suelo. Esto es particularmente sensible a partir de la última reunión de los tibetanos del exilio en Dharamsala el pasado noviembre (la primera reunión de este tipo). Allí emergieron los temas de la unidad y de la fragmentación, de la continuidad en seguir diálogos sin resultados o iniciar una mayor presión sobre China. Prevaleció la unidad en torno de la figura del Dalai Lama, pero emergió una corriente menor que anunció que en un futuro podría adoptar posturas radicales. Sin embargo, la India, con los grandes problemas de seguridad que enfrenta y que son internacionalmente conocidos, no se puede permitir convertirse en santuario de resistencias diversas.

En otro plano, el espectacular acercamiento bilateral entre Pekín y Taipei registrado en el último año también incide en las horas bajas de la causa internacional del Dalai Lama. Son bien conocidas sus dos exitosas visitas a la isla, pero es improbable que lo vuelva a hacer bajo el Gobierno de Ma Ying-jeou.

Por último, ha de recordarse que el Tíbet fue excluido del orden del día del Consejo de Derechos Humanos de la ONU pocos días después del levantamiento y represión de hace un año. Con incidentes similares o menores en el altiplano en el futuro, cuesta imaginar un cambio de actitud en el mayor foro mundial.

Conclusiones

Tras el 50 aniversario hay signos que indican que el descontento no desaparece, como lo demuestra el asalto a una comisaría por un centenar de monjes en la provincia de Qinghai apenas 12 días después de concluida la conmemoración. En verdad, no hay mucho de nuevo en el incidente y lo preocupante es la recurrente repetición de estos choques basados en malos entendidos durante los últimos años.

Por otra parte, en estas fechas no se han vuelto a oír las inusuales descalificaciones personales del Dalai Lama hechas hace un año por el secretario en el Tíbet del Partido Comunista, Zhang Qingli. Parece deseable que Pekín tenga al frente en el Tíbet y en las tres provincias vecinas con población tibetana a funcionarios y portavoces en la línea propensa al diálogo que muestra en el resto de China el primer ministro Wen Jiabao.

El aspecto que sigue preocupando a una masa relevante de altiplánicos (y mencionada por algunos líderes tibetanos hace más de 20 años) es la amenaza al modo de vida en el campo, que incluye el nomadismo, el cultivo de productos típicos y la difusión de saberes ancestrales, que las modernizaciones chinas entienden como retraso y que combaten con políticas de asentamientos y de urbanización acelerados. Son precisamente las características implícitas que las demandas de mayor autonomía cultural del exilio aspiran a salvar dentro del Estado chino. También persiste la no solucionada relación interétnica en Lhasa, que es más compleja porque una parte de los autóctonos urbanizados también se ha beneficiado materialmente con las modernizaciones.

Por otro lado, recientes indicios apuntan a que, periclitada la misión del Dalai Lama tras décadas de infructuosos contactos con China, Pekín parece sopesar la alternativa futura del Karmapa Lama para sucederle, opción compleja, aunque con muchos adherentes en el exilio.

¿PODRÁ OBAMA CON OSAMA? BREVES COMENTARIOS A LA NUEVA ESTRATEGIA CONTRATERRORISTA DE EEUU EN AFGANISTÁN Y PAKISTÁN


Fernando Reinares

Si había alguna posibilidad de revertir las condiciones que a lo largo de los últimos años han favorecido la reconstitución organizativa y el reforzamiento operativo de al-Qaeda, era preciso un renovado liderazgo estadounidense en la lucha contra esa estructura terrorista. Y ese renovado liderazgo, hecho realidad tras la elección del presidente Barack Obama, requería a su vez de una adecuada redefinición tanto de los objetivos a conseguir como de los medios con que alcanzarlos. Es el propósito de la nueva estrategia para Afganistán y Pakistán delineada por el mandatario norteamericano y hecha pública el pasado 27 de marzo en Washington, en una alocución dirigida expresamente al pueblo norteamericano pero indudablemente también a otras audiencias del mundo.

Esa redefinición de los objetivos reclamaba dejar atrás, de una vez por todas, la falaz idea de que aquella estructura terrorista, núcleo originario y referencia permanente para la urdimbre del terrorismo global en su conjunto, ya no existe. De lo que se trata es pues, clara y textualmente, de “desbaratar, desmantelar y derrotar a al-Qaeda en Pakistán y Afganistán, y de prevenir que vuelva a alguno de estos países en el futuro”. La redefinición de los medios obligaba, por su parte, a un enfoque más realista y pragmático. Pero esta redefinición de los medios no tenía por qué derivarse de un posicionamiento que a menudo es similar o cercano al desistimiento, como el hecho suyo por muchos de quienes desde hace tiempo vienen abogando por negociar con los talibán. Esa no es la fuente de la que bebe la nueva estrategia de EEUU.

Sobre la redefinición de los objetivos

Al-Qaeda sigue existiendo. Ni se ha transformado en una ideología ni se ha disuelto en un movimiento que ha dado lugar a un fenómeno amorfo de terrorismo internacional. Permanece como una estructura terrorista en sí misma, aunque transformada a lo largo de los últimos ocho años. Afortunadamente, el presidente Obama y sus asesores en materia de seguridad parecen tenerlo bien claro, tal y como queda de manifiesto en su alocución del 27 de marzo. Es cierto que los riesgos y amenazas del terrorismo global no se limitan a la propia al-Qaeda. Emanan también de sus extensiones territoriales, de los grupos y las organizaciones afines, e incluso de las células independientes sólo inspiradas por la propaganda que a través de Internet diseminan los dirigentes de aquella estructura terrorista.

Como es obvio, no todos estos componentes de la urdimbre del terrorismo global se encuentran entre Afganistán y Pakistán. Pero no es menos cierto que al-Qaeda continúa desde allí empeñada en perpetrar nuevos atentados espectaculares, altamente letales e incluso no convencionales en las sociedades occidentales, como los que han podido ya ser impedidos a uno y otro lado del Atlántico. Recuérdese, por ejemplo, la tentativa de hacer estallar una serie de aeronaves en vuelo desde aeropuertos británicos a otros estadounidenses, frustrada en agosto de 2006. Al tiempo, al-Qaeda promueve y facilita campañas terroristas en países cuyas poblaciones son mayoritariamente musulmanas, sin olvidar la ejecución de actos de terrorismo en otras naciones africanas o asiáticas donde los seguidores del islam constituyen minorías muy significativas.

El núcleo dirigente de al-Qaeda, así como la mayoría de los varios centenares de miembros propios de que aún dispone, especial pero no únicamente de origen árabe, se encuentran ubicados en las denominadas zonas tribales de Pakistán, adyacentes con Afganistán. En concreto, aunque no exclusivamente, en las denominadas agencias o demarcaciones de Waziristán del Norte y Waziristán del Sur. Es en este espacio geográfico, difícilmente accesible por razones a la vez orográficas y socioculturales, donde la gran parte de los líderes de aquella estructura terrorista y de sus integrantes se hallan desde inicios de 2002 bajo la protección de los neotalibán paquistaníes, del mismo modo que entre 1996 y finales de 2001 lo estuvieron bajo los talibán afganos.

Al-Qaeda se encuentra implicada con los neotalibán paquistaníes, al igual que con los talibán afganos, a quienes aquellos están unidos por fuertes ligámenes étnicos y fidelidades de índole consuetudinaria, en actividades insurgentes y terroristas a ambos lados de la porosa frontera que en teoría divide dos jurisdicciones estatales, cuyas respectivas autoridades, sin embargo, carecen de presencia efectiva en el territorio o de capacidades propias para ejercer control sobre el mismo. Mientras que los talibán afganos se benefician de la dirección estratégica y el respaldo logístico de al-Qaeda, los neotalibán paquistaníes permiten además que la estructura terrorista liderada por Osama bin Laden y Ayman al Zawahiri disponga de unas instalaciones suficientes para el adoctrinamiento y la capacitación terrorista de individuos reclutados tanto en países del mundo islámico como en el seno de comunidades musulmanas fuera del mismo, incluyendo las existentes en algunos países europeos. En otras palabras, el epicentro del actual terrorismo global se localiza en las remotas zonas tribales al oeste y noroeste de Pakistán, desde donde se instigan y planifican atentados que luego se ejecutan en ese mismo país y en Afganistán.

Barack Obama apunta por consiguiente en la dirección correcta. En conjunto, ese escenario surasiático e Irak son los ámbitos operativos preferentes del terrorismo relacionado con al-Qaeda. Basten algunos datos recientes. Durante enero y febrero de 2009 se registraron, respectivamente, entre 170 y 180 atentados terroristas al mes en Irak, gran parte de los cuales fueron perpetrados por la extensión territorial de al-Qaeda en dicho país y algunos de sus grupos afines; entre 140 y 160, asimismo respectivamente, en Pakistán, cometidos dentro y fuera de las zonas tribales por organizaciones armadas neotalibán y grupos asociados; y 50 y 60, respectivamente también, en Afganistán, atribuibles casi en su totalidad a los talibán y a al-Qaeda. En esos tres países, dicho sea de paso, la mayoría de las víctimas del terrorismo pertenecen a las poblaciones locales, evidencia que es preciso retener para evitar equívocos respecto a la presencia extranjera en los mismos. Tiene razón Barack Obama cuando insiste, en el mensaje con el que delinea la nueva estrategia contraterrorista en Afganistán y Pakistán, en que son las gentes de ambos países “las que han sufrido más a manos de los extremistas violentos”.

Pero Pakistán y Afganistán conforman igualmente el escenario desde donde se instigan y planifican también atentados que luego pretenden ser cometidos en países occidentales o de otras regiones geopolíticas, bien sea por elementos de la propia al-Qaeda o por los de algunas de las entidades asociadas con dicha estructura terrorista. Baste rememorar que en septiembre de 2007 fueron detenidos en Alemania una serie de individuos que preparaban atentados en dicha nación y estaban vinculados con la Unión de Yihad Islámica, una escisión del Movimiento Islámico de Uzbekistán que tiene sus bases precisamente en Waziristán. O que en enero de 2008 fue desarticulada en Barcelona una trama que, según todo indica, planeaba actos de terrorismo suicida en esa y otras ciudades europeas, a la cual se relaciona con Therik e Taliban Pakistan, una coalición que aglutina a una treintena de grupos armados de neotalibán paquistaníes.

Acerca de la redefinición de los medios

Respecto a los medios con que hacer frente a al-Qaeda y hacerlo en su propio santuario, sin olvidar a los grupos y organizaciones afiliadas que comparten ese mismo espacio geográfico, el plan presentado el pasado viernes por Barack Obama se distancia de una serie de disposiciones contenidas en la Estrategia Nacional para Combatir el Terrorismo aprobada en febrero de 2003 y revisada en septiembre de 2006. La lucha contra al-Qaeda se plantea ahora en términos más precisos y menos ambiciosos que los de acabar con cualquier tipo de extremismo violento en el mundo. El marco de referencia no se formula ya en términos bélicos, aunque los medios militares siguen siendo fundamentales y de hecho se van a incrementar sustancialmente en suelo afgano. La noción de “guerra contra el terror” queda pues ausente del discurso. Pero no así el convencimiento de que una renovada acción contrainsurgente que implique una eficaz intervención contraterrorista requiere adecuados medios militares.

En su alocución del 27 de marzo, el presidente Obama, tras sostener, en términos sin duda muy críticos con la Administración precedente, que a Afganistán se le han negado los recursos necesarios debido a la guerra en Irak, anunció el envío de 17.000 soldados y marines más, que se añadirán al actual contingente estadounidense desplegado en el país y que combatirán a los talibán preferentemente en las provincias situadas al sur y el este del mismo. Al tiempo se enviarán unos 4.000 soldados adicionales con la misión de entrenar a unas fuerzas afganas de seguridad que deberían, según los propios números manejados por el presidente, suponer un ejército de uno 134.000 efectivos y una policía de otros 82.000, aproximadamente. Ello sin contabilizar la eventual asistencia militar que se desea proporcionar a Pakistán para erradicar a los terroristas.

Por otra parte, el previo énfasis idealista en fomentar democracias que inhiban el terrorismo es reemplazado ahora por otro que, junto a la voluntad de reforzar instituciones locales de gobierno y administración, cuya legitimidad y eficacia se encuentra muy erosionada por una corrupción generalizada, subraya la necesidad de invertir mucho más en ayuda al desarrollo socioeconómico: “nuestros esfuerzos fracasarán en Afganistán y Pakistán si no invertimos en su futuro”, dijo Barack Obama. La cuestión, claro está, es la de si habrá suficientes recursos, especialmente en el contexto de la actual crisis económica, para que finalmente se incrementen de manera sensible los estándares y condiciones de vida de la población, especialmente en el caso afgano, donde el narcotráfico constituye un factor adicional que complica la situación y está siendo aprovechando por los talibán en beneficio propio, para ejercer control social y recuperar legitimación social, pero también en el paquistaní.

Igualmente, en el mensaje del actual presidente de EEUU sobre la nueva estrategia contra al-Qaeda en Afganistán y Pakistán se aprecia el tránsito de un enfoque anterior –el que caracterizó a la Administración de George W. Bush– preferentemente unilateral a otro que combina partenariados bilaterales con actores significados en el entorno de Afganistán y Pakistán, o con ascendencia sobre las autoridades de estos países, con arreglos multilaterales. En palabras de Barack Obama referidas al conjunto de facetas listadas en el plan al que dedicó sus palabras del 27 de marzo, “ninguno de los pasos que he mencionado será fácil, y ninguno debería ser dado por América sola”, por lo que afirmó que su Administración está comprometida con el fortalecimiento de las organizaciones internacionales y de la acción colectiva, en alusión a los Estados pertenecientes a la OTAN, por lo que se refiere a su implicación militar y civil en Afganistán, y a Naciones Unidas, en términos de coordinación de la ayuda internacional y el reforzamiento de las todavía muy precarias instituciones de dicho país.

Estos son algunos de los aspectos que denotan cambios respecto a la Estrategia Nacional Contra el Terrorismo heredada de la precedente Presidencia republicana, en un plan que, dicho sea de paso, también refleja continuidades. Así, por ejemplo, Barack Obama, tras apelar a que las autoridades paquistaníes demuestren su compromiso en la erradicación de al-Qaeda y sus aliados dentro de sus fronteras, concluía: “E insistiremos en que se actúe, de uno u otro modo, cuando tengamos inteligencia sobre blancos terroristas de alto nivel” (énfasis añadido). Es una advertencia relacionada por una parte con la inacción en determinados momentos del pasado contra líderes o figuras prominentes de al-Qaeda detectadas en suelo paquistaní y, por otra, con la decisión de seguir utilizando aeronaves no tripuladas cuando se den esas circunstancias. A pesar de que con frecuencia son operaciones que ocasionan numerosas víctimas circunstantes, a veces yerran en el blanco y casi siempre ponen en serios aprietos al Gobierno paquistaní ante sus propios ciudadanos.

Pero ya en el importante discurso sobre política contraterrorista que el actual presidente de EEUU pronunció antes de ser elegido, concretamente en agosto de 2007 y en la sede del Woodrow Wilson Center de Washington, había advertido clara y concisamente, refiriéndose a los dirigentes e integrantes de al-Qaeda que se encuentran en las zonas tribales de Pakistán, que “hay terroristas escondidos en esas montañas que mataron 3.000 americanos. Están planeando golpear de nuevo. Fue un terrible error dejar de actuar cuando tuvimos ocasión de eliminar líderes de al-Qaeda reunidos en 2005”. En ese mismo discurso, recordó que no dudaría en “utilizar la fuerza militar para eliminar terroristas que suponen una amenaza directa para América”, lo que a su vez implicaba disponer de las capacidades necesarias que “aseguren que nuestros militares sean más sigilosos, ágiles y letales en su habilidad para capturar o matar terroristas” (de nuevo, el énfasis ha sido añadido).

Conclusiones

Llama la atención que, pese a lo mucho que se especula en tal sentido, entre las medidas anunciadas por el presidente estadounidense en su alocución del 27 de marzo sobre la nueva estrategia contra al-Qaeda en Afganistán y Pakistán no figure, al menos explícitamente, la de entablar negociaciones como tales con los talibán en tanto que tales. Únicamente dijo que, además de un núcleo irreductible de talibán a los que combatir por la fuerza, hay entre los afganos quienes “han tomado las armas debido a la coacción o simplemente por un precio”. Es muy dudoso que esto sea así y que el margen de divisiones internas entre los talibán sea lo suficientemente ancho, pero a esos, según Barack Obama, cabría ofrecerles “la opción de elegir un curso diferente”, en el marco de un eventual proceso de reconciliación que se pudiera desarrollar en las distintas provincias, trabajando con líderes locales, las autoridades afganas y socios internacionales.

Sin embargo, el vicepresidente Joe Biden se había mostrado públicamente favorable a la idea de negociar con los talibán durante una visita a Bruselas a inicios de ese mismo mes, defendiéndola ante los aliados de la OTAN y la UE. La secretaria de Estado, Hillary Clinton, expresó poco después, en La Haya, su apoyo al Gobierno afgano en la tentativa de separar a al-Qaeda y los talibán “de quienes se les han unido no por convencimiento sino por desesperación”. En mi opinión, hay que felicitarse de que el plan de Barack Obama se haya formulado con especial prudencia a este respecto. Cautela seguramente informada por una valoración de las cosas más razonada de la que se venía haciendo desde una suerte de desistimiento que quizá no tomaba suficientemente en consideración la variable de un cambio en el liderazgo estadounidense y de una redefinición tanto de los objetivos como de los medios a la hora de combatir a al-Qaeda y su urdimbre del terrorismo global. El presidente ha sido bien informado de que, respecto a eventuales procesos de reinserción y posibles alianzas de reconciliación que impliquen a insurgentes desafectos de sus líderes y organizaciones, Afganistán no es exactamente Irak. Además, conviene no olvidar que los acuerdos suscritos en los últimos años por las autoridades paquistaníes con los neotalibán de las zonas tribales no sólo han fracasado sino que resultaron abiertamente contraproducentes.

No sabemos si el plan de Barack Obama podrá movilizar las voluntades y los esfuerzos imprescindibles para hacer frente con éxito a la capacidad de adaptación y resistencia que ha demostrado al-Qaeda, la estructura terrorista liderada por Osama bin Laden. Pero, desde luego, se presenta como una oportunidad irrepetible que tenemos, individual y colectivamente, antes de aceptar como inevitable la derrota frente a la urdimbre del terrorismo global en Afganistán y de optar por una negociación con los neotalibán para tratar de impedir la fatal deriva de una potencia nuclear como es Pakistán. País este último, por cierto, con cuyos gobernantes es preciso un efectivo entendimiento que, a la luz de los antecedentes, del comportamiento de una parte de su entramado estatal competente en asuntos de seguridad y del modo en que evoluciona la conflictividad interna, no va a ser fácil de lograr ni con una política de incentivos como la que sugiere el presidente estadounidense.

Es esta una oportunidad de la que todavía disponemos, individual y colectivamente, antes de resignarnos, en suma, a que al-Qaeda mantenga de manera indefinida su actual santuario y a que los retos que ello implica tanto para la estabilidad internacional como para la seguridad nacional de los países afectados, que son muchos, tanto en el mundo occidental como en el islámico –al igual que en otros ámbitos– se perpetúen también indefinidamente. Y en este marco, que enfatiza una mejora sustancial de las condiciones y los estándares de vida de las poblaciones locales en que es necesaria la intervención como componente básico de la nueva estrategia contra al-Qaeda, se debe repensar la contribución europea en general, haciéndola más decidida y más coherente. España tiene además una excelente ocasión, en el contexto de la propuesta anunciada por el presidente estadounidense Barack Obama, para afirmar el lugar y la imagen que nos corresponde en iniciativas mundiales clave de prevención y lucha contra el terrorismo global.