martes, 3 de junio de 2008

LA NUEVA DIPLOMACIA DE CHINA HACIA LAS DICTADURAS


Stephanie Kleine-Ahlbrandt y Andrew Small

A China se le acusa con frecuencia de apoyar a una serie de déspotas, proliferadores nucleares y regímenes genocidas, protegiéndolos de las presiones internacionales y revirtiendo el avance en lo referente a los derechos humanos y los principios humanitarios. Sin embargo, durante los últimos dos años, Beijing ha estado cambiando silenciosamente su política hacia los Estados parias. En octubre de 2006, denunció firmemente las pruebas nucleares de Corea del Norte y tomó el liderazgo, junto con Estados Unidos, en el diseño de una amplia resolución en la Organización de las Naciones Unidas (ONU) que imponía sanciones en contra de Pyongyang. En el último año, ha votado a favor de imponer, y después endurecer, sanciones contra Irán; ha apoyado el despliegue de una fuerza combinada de Naciones Unidas y la Unión Africana (ONU-UA) en Darfur; y ha condenado la brutal represión gubernamental en Birmania (país al que la junta militar en el poder renombró como Myanmar, en 1989). Hoy, China está dispuesta a condicionar su protección diplomática hacia estos países parias, para forzarlos a que se conviertan en Estados aceptables para la comunidad internacional. Y está apoyando -- incluso, en algunos casos, ayudando a crear -- procesos que marquen el camino hacia la legitimidad para esos Estados, tales como las Conversaciones de las Seis Partes sobre Corea del Norte, minimizando así el riesgo de que se tomen medidas coercitivas contra ellos.

El cálculo cambiante de China en lo que respecta a sus intereses económicos y políticos ha impulsado, en parte, este giro. Con el aumento de sus inversiones en Estados parias durante la década pasada, China ha tenido que diseñar una estrategia más sofisticada para proteger tanto a sus recursos como a sus ciudadanos en el extranjero. Ya no considera como la estrategia más efectiva brindar apoyo incondicional y sin reservas a regímenes impopulares, y en algunos casos frágiles. Una motivación aún más importante proviene de las altas expectativas de Occidente en lo que respecta al papel global de China. Frente al 17º Congreso del Partido el pasado octubre, los Juegos Olímpicos de Beijing de 2008 y las elecciones presidenciales en Taiwán también este año, los funcionarios chinos habrían preferido pensar en evitar los problemas en casa más que en el desarrollo de una nueva política exterior. Sin embargo, las crisis nucleares en Corea del Norte e Irán, así como la indignación internacional por los acontecimientos en Darfur y Birmania, los han obligado a reflexionar sobre eso: Beijing no tiene más opción que preocuparse por su imagen internacional. Los temores de China a una reacción violenta y al daño potencial en sus relaciones estratégicas y económicas con Estados Unidos y Europa han impulsado a Beijing a esforzarse mucho por demostrar que es una potencia responsable.

Las relaciones de Beijing con Estados parias varían enormemente, pero el gobierno comienza a manejarlas de manera más consistente. Sería prematuro llamarle a esto una nueva doctrina de política exterior china, pero sí está surgiendo una nueva práctica en este ámbito. El cambio también trae consigo una oportunidad para tener mayor cooperación con Estados Unidos. La influencia de China sobre algunos regímenes problemáticos, así como la aparente disposición del alto liderazgo de Beijing para ejercerla, ya ha creado la posibilidad de lograr avances en una gran cantidad de asuntos que estaban estancados, tales como la proliferación nuclear en Irán y la represión política en Birmania. Además, el debate en Beijing ha pasado de discutir cómo defender el principio de no intervención a considerar las condiciones en las que la intervención se justifica.

Sin embargo, hay limitaciones importantes. China no ha experimentado un cambio significativo en sus valores. Sus intereses económicos siguen siendo una prioridad, y aún no comparte la posición de Washington sobre los derechos humanos o la democracia. Sin duda, Estados Unidos tiene su propio historial de apoyo a las autocracias que le son afines, pero estos regímenes nunca se han hecho ilusiones con respecto de las preferencias reales de Estados Unidos o sobre su vulnerabilidad ante los cambios basados en cálculos de Realpolitik. Con China, no obstante, han podido establecer relaciones libres de tensiones o de molestias en asuntos tales como la democracia. Por ejemplo, aun cuando China presiona a los Estados parias para que reformen (limitadamente) sus políticas y economías, sostiene, desde su propia experiencia, que las reformas y la apertura económica no necesariamente tienen que conducir a la democracia. El respeto por la soberanía del Estado sigue siendo el fundamento principal de muchas de las alianzas clave de China, las cuales fomenta no sólo porque son importantes económicamente, sino también porque son una protección ante una posible ruptura en sus relaciones con Occidente.

Por lo tanto, el reto para Estados Unidos y sus aliados será sacar el mejor provecho del cambio en la percepción de China sobre sus intereses, y al mismo tiempo percatarse de que las políticas más amplias de China hacia los regímenes autoritarios no se alinean con las suyas. Aparentemente, Beijing no se convertirá en un socio consistente para Occidente cuando se trate de lidiar con las dictaduras, pero se está convirtiendo cada vez más en una parte importante de la solución de muchos casos problemáticos.

Matrimonios de fortuna

Poco después de haber tomado el poder, en 1949, el Partido Comunista de China (PCCh) instituyó una política exterior con el fin de promover la "coexistencia pacífica" que se basaba en cinco principios, incluidos la no interferencia en asuntos internos de otros Estados y el respeto a su integridad territorial y su soberanía. Sin embargo, en la práctica, estos principios frecuentemente se subordinaban a las consideraciones de la Guerra Fría y, también, posteriormente, en la década de los sesenta y setenta, al apoyo de Mao Zedong a las insurgencias revolucionarias. Mientras que Corea del Norte era un Estado cliente de China, en Birmania, Beijing apoyó la insurgencia del Partido Comunista de Birmania en contra del régimen militar que tomó el poder en 1962 (y cuyo sucesor gobierna en la actualidad). El apoyo de China a los movimientos revolucionarios en África y en el Medio Oriente colocó a Beijing del lado de Robert Mugabe, en Zimbabue. Sin embargo, en Irán, los principios no le impidieron ponerse del lado del sah* en contra del Partido Tudeh, alineado con los soviéticos y la principal fuerza de oposición, por temor a que Moscú pudiera extender su influencia en el Golfo Pérsico.

Después de 1978, Deng Xiaoping puso a la política china sobre nuevas bases. Su política de "reforma y apertura" subordinó los elementos revolucionarios y antiimperialistas de la política exterior de China al imperativo dominante del desarrollo económico. Beijing suspendió su apoyo a las insurgencias maoístas en todo el mundo, y la orientación general de su diplomacia dejó de ser ideológica. Después de la represión de la Plaza de Tiananmen en 1989 y el colapso de la Unión Soviética en 1991, China temía la llegada de un orden global dominado por Estados Unidos, y, por eso, profundizó sus relaciones con Estados parias. Al final, en aquellos días, China misma había dado un viraje hacia el estatus de Estado paria. Sin embargo, las preocupaciones de los formuladores de políticas públicas de Occidente sobre las relaciones de China se restringían, en gran medida, a la proliferación nuclear y a la venta de armas. El interés de China en el crecimiento económico y, cada vez más, en rehabilitar su reputación internacional evitaron que se enfrentara abiertamente con Occidente. Rara vez utilizó su posición en el Consejo de Seguridad de la ONU para proteger a los Estados parias de la presión internacional. Terminó por ceder en los asuntos relacionados con la proliferación. A diferencia de la situación actual, sus paquetes de apoyo económico y político no eran rival para la cooperación al desarrollo de Occidente. La política exterior de China de la década de los noventa básicamente siguió la llamada estrategia de 24 caracteres de Deng: "Observar con calma; asegurar nuestra posición; afrontar los problemas de forma serena; esconder nuestras capacidades y esperar la llegada de nuestro momento; ser capaces de mantener un perfil bajo; y nunca reclamar el liderazgo".

Todo esto empezó a cambiar a finales de los años noventa con la extraordinaria expansión económica de China y su correspondiente necesidad de energía y de recursos naturales. China comenzó a aprovechar sus largas relaciones de amistad con regímenes parias y la mínima competencia con las empresas occidentales (cuyas actividades estaban limitadas por sus gobiernos, las sanciones multilaterales o las presiones internas) en esos países. China se convirtió en uno de los inversionistas y socios comerciales más importantes de los Estados díscolos (rogue states). Ante la insistencia de algunos gobiernos autoritarios, ansiosos de tener a Beijing como patrocinador, China envió a sus empresas estatales para hacer enormes inversiones, endulzando los acuerdos con préstamos y ayuda militar significativos. En 1996, con la salida de las compañías petroleras occidentales de Sudán, entonces patrocinador del terrorismo, las empresas chinas adquirieron una mayoría del 40% de las acciones de la empresa Greater Nile Petroleum Operating Company. (Sus intereses en el sector petrolero en Sudán han aumentado desde entonces, lo que incluye también inversiones sustanciales en Darfur y, en años recientes, han adquirido hasta las dos terceras partes de las exportaciones petroleras de ese país). Tales actividades se han intensificado después de que Beijing anunciara una nueva estrategia de "salida" en 2001 que promovía la inversión china en el mundo en desarrollo. En 2004, Irán -- que ya era uno de los principales abastecedores de petróleo crudo de China -- acordó vender a una compañía china 20 000 millones de dólares en gas natural al año durante veinticinco años, lo que representaba entonces la compra de gas natural más grande del mundo. Ese mismo año, el descubrimiento de un nuevo yacimiento de gas cerca de la costa de Arakan, en Birmania, detonó los febriles esfuerzos de China para negociar los derechos de exploración. Para 2007, China se había convertido en el socio comercial más importante de Irán, Corea del Norte y Sudán, y el segundo más importante de Birmania y Zimbabue.

A su vez, todas estas inversiones cambiaron la percepción de China de su propio interés nacional. En septiembre de 2004, Beijing amenazó con vetar las resoluciones de la ONU que impusieran sanciones a Sudán. Además, a medida que la crisis nuclear iraní empezó a escalar en el verano de 2004, China sugirió que sería inapropiado que el Consejo de Seguridad discutiera el tema. Para completar el cuadro, China (junto con Rusia) invitó a Irán como observador a la Organización de Cooperación de Shanghái, la cual promueve la cooperación militar y de seguridad entre seis Estados asiáticos.

Para finales de 2004 y principios de 2005, el apoyo de China a los regímenes parias había dado un giro defensivo e, incluso, ideológico. Beijing empezó a preocuparse cada vez más por la propagación de "revoluciones de color" en toda la región del Cáucaso y por lo que veía en la cada vez más agresiva agenda de democratización del gobierno de Bush. Al inicio del segundo período presidencial de George W. Bush -- a medida que Washington criticaba el crecimiento militar de China, presionaba a los aliados de Estados Unidos para que restringieran la transferencia de armamento a Beijing, estrechaba sus relaciones con India y Japón, y modernizaba sus fuerzas armadas en el Pacífico occidental -- a Beijing le preocupaba que la política de Estados Unidos hacia China se acercara más a la contención.

Durante este período, China defendió abiertamente a los gobiernos autoritarios que estaban bajo la presión de Occidente. Los líderes de Corea del Norte, que habían visto cómo se enfriaban sus relaciones con China durante el gobierno de Jiang Zemin, recibieron de repente la acogida del presidente Hu Jintao. En 2005, dos semanas después de que las tropas del gobierno uzbeko mataran a docenas de manifestantes en Andijan, el gobierno chino recibió al presidente Islam Karimov con 21 salvas de artillería y elogió la forma en que manejó la insurrección. En julio de ese año, en el punto álgido de la condena internacional sobre la operación del gobierno de Zimbabue llamada "Sacar la basura" (Operation Drive Out Trash) -- una campaña para demoler las casas de cientos de miles de zimbabuenses que vivían en bastiones de la oposición -- el presidente Mugabe disfrutó de una visita oficial de una semana a China. Mientras tanto, los diplomáticos chinos en Nueva York trataron de bloquear la discusión en el Consejo de Seguridad sobre un informe de la ONU que condenaba la crisis zimbabuense. Aproximadamente al mismo tiempo, China condujo sus primeros ejercicios militares conjuntos con Rusia y apoyó una declaración de la Organización de Cooperación de Shanghái que exigía un calendario para el cierre de las bases militares estadounidenses en Asia Central.

Un participante interesado y responsable

Estados Unidos decidió lidiar de frente con estos problemas en septiembre de 2005, cuando el subsecretario de Estado Robert Zoellick le pidió a China que asumiera el papel de "participante responsable" (responsible stakeholder) en el sistema internacional. Zoellick advirtió a Beijing que sus lazos con Estados "problemáticos" tendrían "repercusiones en todo el mundo" y que debía elegir si quería "estar en contra nuestra y, quizás, también en contra de otros en el sistema internacional". No obstante, si China adoptaba un papel global constructivo, dijo Zoellick, Estados Unidos vería con buenos ojos su ascenso, aunque con límites en sus relaciones con Beijing dadas las "incertidumbres sobre la manera en que China utilizaría su poder". El mensaje, que llegó en medio de un acalorado debate en Beijing sobre el concepto de "ascenso pacífico" de China, fue muy tranquilizador. Beijing se dio cuenta de que sus temores sobre una cascada de revoluciones democráticas instigadas por Estados Unidos en toda Eurasia estaban fuera de lugar, en especial por la cada vez más débil posición de Estados Unidos en Iraq. Al pedirle a China que se convirtiera en un "participante responsable", Washington solamente le estaba pidiendo que cooperara en la formulación de políticas hacia un pequeño grupo de países problemáticos: Estados con el potencial de tener armamento nuclear, como Corea del Norte e Irán, y países que eran blanco de una enorme indignación internacional, como Sudán. Después de la visita del presidente Hu a Washington, en abril de 2006, Beijing llegó a otra conclusión: con Estados Unidos cada vez más enredado en el conflicto de Medio Oriente, necesitaría cada vez más la ayuda de China. Beijing pudo haber visto este cambio como una carga, pero era innegable que también brindaba la oportunidad de asegurar una posición más cooperativa de Estados Unidos en prioridades clave para China, incluyendo el tema de Taiwán. Por lo menos, los funcionarios chinos creyeron que trabajar con Estados Unidos de esta manera reduciría las probabilidades de un enfrentamiento y permitiría a China centrarse en los problemas nacionales.

Pero la incursión inicial de China en una nueva "diplomacia hacia las dictaduras" sucumbió, principalmente en lo relativo a Corea del Norte. El gobierno chino había ayudado a convocar las Conversaciones de las Seis Partes en Beijing, en 2003, pero durante algún tiempo prefirió desempeñar el papel de anfitrión más que de intermediario. Asumió un papel activo en la redacción de la declaración conjunta de septiembre de 2005, en la que Corea del Norte aceptó abandonar todas sus armas nucleares, así como los programas de armas nucleares. Pero entonces China no estaba dispuesta a presionar a Pyongyang para asegurarse de que respetaría el acuerdo o a tratar de convencer a Washington de que ablandara su posición cada vez más dura. Por un lado, Beijing apoyaba las sanciones financieras bilaterales de Estados Unidos: el Banco de China congeló las cuentas bancarias norcoreanas. Por otro, continuó defendiendo a Pyongyang aun después de que realizara una prueba balística en julio de 2006. Este enfoque fue el peor de ambos mundos: debilitó la confianza de Pyongyang en Beijing y no logró persuadir a los diplomáticos estadounidenses de que China hablaba en serio en lo referente a la contención de las ambiciones nucleares de Corea del Norte.

Finalmente, la situación llegó a su límite en octubre de 2006, cuando, durante la plenaria anual del Comité Central del Partido Comunista de China, se le informó a Hu, con sólo 20 minutos de anticipación, que Corea del Norte estaba a punto de realizar una prueba nuclear. Beijing denunció de inmediato el comportamiento de Pyongyang y lo calificó de "desvergonzado". Cooperó enseguida con Estados Unidos para imponer extensas sanciones de la ONU y envió a un funcionario chino para advertir al líder norcoreano Kim Jong Il sobre las consecuencias de pruebas posteriores. Los analistas chinos que entrevistamos en Beijing después de la prueba del misil de julio de 2006 y de la prueba nuclear de octubre de 2006 dijeron que creían que los líderes habían aprendido la lección. Así lo afirmó uno de los analistas: "Solíamos tratar estos asuntos como un problema entre Corea del Norte y Estados Unidos. Debimos haber tratado este problema como si fuese nuestro".

La experiencia con Corea del Norte dejó a los funcionarios chinos con sentimientos encontrados: confiaban más en su poder diplomático, pero dudaban de la disposición de Pyongyang para desarmarse y lamentaban haber desperdiciado gran parte de su influencia. Sobre todo, aprendieron que actuar con indecisión puede ser más dañino que actuar con determinación. Tal parece que, progresivamente darse cuenta de eso, sirvió de base para la política de China hacia Irán desde principios del verano de 2006, aun cuando Beijing apenas comenzaba a cuestionar su acercamiento con Corea del Norte. En julio de 2006, China decidió apoyar de manera activa el esfuerzo multilateral para enfrentar a Irán con respecto a sus ambiciones nucleares: votó a favor de la Resolución 1696 del Consejo de Seguridad de la ONU, que exigía la suspensión de las actividades iraníes de enriquecimiento de uranio y amenazaba con imponer sanciones en caso de incumplimiento. Desde entonces, ha apoyado resoluciones para imponer y después endurecer sanciones a Irán, y ha apoyado también una declaración condenatoria extraordinaria del Grupo de Acción Financiera, el cuerpo internacional que fija los estándares sobre lavado de dinero y temas financieros relacionados con acciones contraterroristas. También mandó a su canciller, así como a un enviado especial, a Teherán con el fin de exhortar al gobierno iraní a que dejara de enriquecer uranio.

Fue más notable aún el rediseño chino de su enfoque hacia Sudán. Mientras que China veía a Corea del Norte y a Irán como dos países que planteaban problemas tradicionales para la seguridad internacional, había insistido durante largo tiempo en que las masacres en Darfur eran un asunto interno. En abril de 2006, se había abstenido de votar sobre una medida del Consejo de Seguridad de la ONU que imponía sanciones dirigidas a cuatro funcionarios del gobierno sudanés. Sin embargo, para el verano de 2006, los riesgos para los intereses chinos en el terreno habían aumentado significativamente. Un acuerdo de paz firmado en mayo se había venido abajo, y los combates en Darfur habían escalado hasta extenderse al vecino Chad, en cuyo naciente sector petrolero había prometido invertir Beijing hacía poco. En medio de las cada vez mayores exigencias públicas para detener el genocidio en Darfur, que se hablara de una intervención militar por parte de Occidente exacerbó los temores de China sobre la inestabilidad en la zona. Como resultado, en septiembre, China urgió al gobierno sudanés a aceptar un plan diseñado por el entonces Secretario General de la ONU, Kofi Annan, el cual creaba las condiciones necesarias para el despliegue de 20 000 tropas como parte de una fuerza híbrida ONU-UA para el mantenimiento de la paz en Darfur. En una reunión especial del Consejo de Seguridad de la ONU, en noviembre de 2006, el embajador de China ante la ONU, Wang Guangya, intervino de manera puntual para asegurar la aceptación del plan por parte del gobierno sudanés. Después, Hu discutió el tema con el presidente sudanés Omar al-Bashir en la cumbre sino-africana que se realizó posteriormente, en ese mismo mes, y de nuevo durante su propio viaje a Jartum, a principios de 2007. Al describir esta última visita, Wang declaró: "Generalmente, China no envía mensajes, pero esta vez sí lo hizo".

Los preparativos ya estaban en marcha para la visita a Sudán del ministro adjunto de Relaciones Exteriores chino, Zhai Jun, cuando comenzó, a principios de abril, la campaña no gubernamental a favor de un boicot a la llamada Olimpiada del Genocidio en Beijing. Poco tiempo después, Zhai visitó los campos de refugiados en Darfur, un acontecimiento insólito para un funcionario chino de alto rango. En una semana, Jartum había aceptado el despliegue en Darfur de más de 3 000 tropas de la ONU, que incluían 275 ingenieros militares chinos. Con la presión todavía en aumento, China nombró en mayo a Liu Guijin, un ex embajador chino en Sudáfrica y Zimbabue, como su primer enviado especial para asuntos africanos. Y, el 31 de julio de 2007 -- el último día de su presidencia en el Consejo de Seguridad -- , China apoyó el establecimiento de una fuerza ONU-UA de 20 000 soldados. A pesar de que la propuesta se había diluido considerablemente, sí hacía un llamado al cese de los bombardeos aéreos por parte de las fuerzas del gobierno sudanés y ordenado la protección del personal de ayuda y los civiles. En privado, Beijing exigió que el gobierno sudanés implementara la resolución. Al día siguiente, Jartum emitió una declaración en la que prometía hacerlo. El subsecretario de Estado de Estados Unidos, John Negroponte, dijo que China había "desempeñado un papel clave en la negociación del acuerdo".

El reciente manejo de Beijing de la situación en Sudán demuestra que está aprendiendo las limitaciones de la no intervención, sin importar qué tanto ese principio siga siendo parte de su retórica oficial. Es probable que el concepto haya sido útil cuando China era relativamente débil y trataba de protegerse de la intervención extranjera. Pero China ha empezado a considerar la no intervención como algo cada vez menos útil a medida que aprende sobre los peligros de confiar tácitamente sus intereses empresariales a gobiernos represivos. Ésta es la razón por la que Beijing también ha reducido recientemente su apoyo al gobierno de Mugabe, incluso en ausencia de una fuerte presión internacional para hacerlo. Los funcionarios chinos se han quejado de que la situación económica en Zimbabue -- donde la inflación es de 8 000% -- es "la peor" en el mundo y que los acuerdos chinos con el gobierno zimbabuense sobre plantas de energía, vías férreas y minas de carbón son un "dolor de cabeza". Los proyectos de miles de millones de dólares que se anunciaron con bombo y platillo se han desplomado. Harare ha declarado una moratoria en el pago de los préstamos chinos. Hu no visitó Zimbabue durante un viaje realizado en febrero de 2007, en el cual visitó casi todos los países vecinos. Después de haber apoyado públicamente la brutal operación de Mugabe para "limpiar" las áreas pobres en 2005, Beijing mantuvo un frío silencio durante otra represión violenta de la oposición el año pasado e intensificó sus esfuerzos para cultivar lazos con los posibles sucesores de Mugabe. En septiembre pasado, el enviado chino Liu dijo que, debido al deterioro de la situación, China reduciría sustancialmente la ayuda para el desarrollo que da a Zimbabue y se limitaría únicamente a brindarle ayuda humanitaria.

El apoyo en rápido crecimiento de Beijing a las operaciones para el mantenimiento de la paz de la ONU es otro ejemplo del giro que China ha dado, de la no intervención a una política exterior más pragmática. China es ahora el segundo proveedor de personal para las misiones de la ONU entre los miembros permanentes del Consejo de Seguridad (después de Francia, con apenas 139 soldados menos), y ha empezado a considerar el despliegue de tropas de combate chinas bajo la égida de la ONU por primera vez. Este acto alimenta la estrategia general de diplomacia pública de China y permite que supervise y estabilice a países y regiones donde sus intereses económicos están en riesgo, particularmente en África. En la actualidad, Beijing contribuye con siete de las nueve misiones de la ONU en el continente africano.

Los chicos del barrio

Una prueba más contundente de la posición cambiante de China es, sin embargo, su comportamiento en su propia región, donde las preocupaciones por promover unas fronteras estables y evitar el cerco por parte de los aliados de Estados Unidos tienen un peso mayor en los cálculos de Beijing. Al igual que Corea del Norte y Sudán, Birmania es tanto un cliente estratégicamente importante como una vergüenza para China. No obstante, Beijing tiene intereses más profundos en Birmania, un vecino, aliado cercano y hogar de un millón de connacionales chinos. Además de preocuparse por viejos problemas como el tráfico de drogas y el crimen transfronterizo, así como la expansión potencial de las insurgencias étnicas de Birmania, Beijing espera utilizar los puertos birmanos y nuevas vías de transporte hacia la India para desarrollar las provincias del suroeste chino que son pobres y no tienen salida al mar. En un esfuerzo por facilitar el envío de abastecimientos petroleros provenientes de África y de Medio Oriente, evitando la ruta que pasa por el cuello de botella del Estrecho de Malaca, China también está planeando la construcción de un oleoducto y de un gasoducto desde el occidente de Birmania hasta Yunnan y Sichuan.

Sin embargo, la paciencia de China con la junta militar birmana ha empezado a agotarse recientemente. Durante varios años, Beijing motivó a la junta para que llevara a cabo reformas económicas y políticas al estilo chino, con el fin de ayudar al régimen a consolidarse en el poder, asegurar la estabilidad y volver a ganar la aceptación internacional. Apoyó al ex primer ministro Khin Nyunt, a quien consideró como un reformista al estilo de Deng, sólo para verlo derrocado en 2004. La confianza de China en la capacidad o en la disposición de la junta para llevar a cabo las reformas se desvaneció a medida que el régimen birmano se endurecía todavía más. Sin embargo, Beijing pasó de ofrecer apoyo a ejercer presión sobre el régimen, una vez que tal apoyo fue puesto en evidencia en el Consejo de Seguridad de la ONU. A mediados de 2006, Estados Unidos circuló una resolución en el Consejo de Seguridad que exigía la liberación de prisioneros políticos, condenando las prácticas birmanas en lo referente a los derechos humanos, y haciendo un llamado al establecimiento de un proceso político que llevara a una genuina transición democrática. China logró impedir dos veces que la resolución se discutiera, y cuando Estados Unidos y el Reino Unido finalmente la sometieron a votación en enero pasado, China y Rusia la vetaron. Fue la primera vez que Beijing vetó un asunto no relacionado con Taiwán desde 1973. Sin embargo, al mismo tiempo, Beijing exhortó al régimen a que "escuchara el llamado de su propio pueblo ( . . . ) y agilizara los procesos de diálogo y reforma".

Poco después, Beijing le dejó saber a la junta que la protección de China dependía de que tuviera una mayor disposición para seguir adelante con las reformas políticas y para tomar una posición menos desafiante ante la ONU y otras instituciones internacionales. El consejero del Estado chino Tang Jiaxuan fue enviado a Birmania en febrero pasado para transmitir este mensaje directamente al líder birmano, el general Than Shwe. Entonces, el gobierno birmano firmó un nuevo acuerdo con la Organización Internacional del Trabajo (OIT) a la que había amenazado con expulsar del país. Pocos meses después de la visita a Beijing del primer ministro birmano en funciones, Thein Sein, la junta anunció inesperadamente la reanudación de la convención nacional que había estado suspendida durante mucho tiempo, la cual se suponía abriría el camino para una nueva constitución y la celebración de elecciones. Incluso, mientras China presionaba al régimen para que incorporara las exigencias de los grupos étnicos minoritarios del país, comenzó a gestionar las relaciones por su propia cuenta, por ejemplo, reuniendo en Kunming a los líderes de varios grupos étnicos armados de Birmania y ejerciendo presión sobre ellos para que consideraran el desarme. Los funcionarios chinos también intensificaron sus esfuerzos para acercarse a la oposición democrática, invitando a sus representantes a reuniones en China. Y en julio, patrocinaron las conversaciones entre los gobiernos estadounidense y birmano en Beijing.

No obstante, cuando la convención nacional birmana fracasó en su esfuerzo por establecer un acuerdo político creíble, y estallaron las protestas masivas en Birmania el otoño pasado tras una escalada en los precios del combustible, Beijing se vio en la obligación de adaptar su estrategia. Así, aun cuando estaba evitando que se aprobaran sanciones multilaterales en contra de Birmania dentro de la ONU, apoyó una declaración del Consejo de Seguridad de ese organismo en la que deploraba firmemente el uso de la fuerza por parte de la junta militar contra los manifestantes pacíficos, aceptó (de manera poco característica) la aprobación de una resolución condenatoria en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU y presionó al gobierno birmano para que recibiera al enviado especial de la ONU Ibrahim Gambari y le brindara acceso para visitar a los generales de alto rango, así como a la líder de la oposición, Aung San Suu Kyi. Mientras se llevaban a cabo las manifestaciones de protesta, el gobierno chino urgió a la junta a que actuara con moderación, pero dejó en claro que su prioridad era prevenir otra revolución de color. Por muy preocupado que pudiera estar con respecto a su reputación internacional, Beijing en realidad no quiere ni puede pedirle al régimen birmano que "se suicide", como afirmó un analista chino. Más aún, con los oleoductos todavía por construirse y un ferviente interés por parte de la India en tener acceso a los recursos birmanos, la junta militar todavía goza de un poder económico considerable: tres días después de que China vetara la resolución punitiva del Consejo de Seguridad el pasado enero, el gobierno birmano concedió a una compañía china un jugoso contrato de exploración de petróleo y gas, a pesar de que un competidor indio había ofrecido más dinero.

En última instancia, los líderes chinos actuaron, en gran parte, en respuesta a la amenaza a la seguridad energética de China y a la pérdida potencial de un gobierno vecino cercanamente aliado ante lo que ellos vieron como un movimiento democrático proestadounidense. En lugar de aislar a la junta militar birmana cuando se encontraba contra la pared, Beijing decidió actuar como su protectora para después utilizar el capital político obtenido de esa forma y ejercer presión sobre ella una vez que la situación se calmara. Si el cambio político va a llegar a un país que realmente tenga importancia estratégica para China -- Birmania más que Zimbabue -- Beijing quiere definir el momento y la forma en que esto suceda.

Asuntos de dinero

Como lo sugieren las relaciones de China con Birmania, la nueva forma en que Beijing lidia con los Estados parias es inherentemente limitada. Para empezar, el cambio en la diplomacia de China no refleja un cambio fundamental en sus valores, sino una nueva percepción de sus intereses nacionales. Sus principales motivaciones siguen siendo la seguridad energética y el crecimiento económico, y los líderes chinos todavía se atienen a la estrategia de 24 caracteres de Deng. Beijing no está subordinando sus objetivos económicos a otras metas; simplemente está diseñando medios más sofisticados para alcanzarlos. Así, no es de sorprender que China haya evitado apoyar castigos severos en contra de Teherán y Jartum o que, a pesar de que haya removido a Sudán de su lista de países que gozan de un estatus comercial preferencial, pocos analistas en Beijing crean que esta maniobra restringirá sustancialmente las actividades de China en aquel país. La decisión de Hu de enfriar las relaciones con Zimbabue el año pasado fue un cálculo económico: cualquier inversión posterior en ese lugar redituaría muy poco mientras la crisis económica continuase, además de que Zimbabue ya estaba declarándose en moratoria frente a su deuda con China. Y cuando se trata de países en la periferia china, tales como Corea del Norte, Birmania o los Estados de Asia Central, la posibilidad de que haya cambios de régimen desencadena profundas inquietudes en Beijing con respecto a quedar rodeada de nuevas democracias -- las intenciones estratégicas reales de Estados Unidos detrás de su aprobación de la democratización en todo el mundo -- .

Además, el giro diplomático no está respaldado en Beijing por el consenso que sería necesario para llevar a cabo un cambio integral en la forma que tiene China para tratar con los Estados parias. Las maniobras de Beijing han sido graduales, con sus máximos líderes debatiendo en detalle los méritos de cada decisión que toman. La vieja guardia de China todavía se opone a presionar a Sudán o a imponer sanciones a Irán, por ejemplo, en nombre de la solidaridad con el mundo en desarrollo. Los de línea dura quieren apoyar a los regímenes parias con el fin de contrarrestar el poder de Estados Unidos. Muchas empresas chinas de armamento y de energía -- y sus poderosos simpatizantes en el gobierno -- se oponen con frecuencia a una política exterior china más responsable o tratan de esquivar las costosas restricciones que ésta conlleva. Y sin una sociedad civil abierta, una prensa libre o un Poder Judicial independiente, es cada vez más difícil hacer responsable de sus actos al gobierno, a las fuerzas armadas o a las compañías de China.

El liderazgo central ha hecho esfuerzos por alinear intereses empresariales chinos clave con su nueva diplomacia. Cabe recalcar que, en agosto de 2006, convocó al Politburó, a los ministros de gobierno, a los embajadores chinos, a los gobernadores provinciales, a los secretarios del partido, a funcionarios de las empresas estatales y a funcionarios de alto nivel del Ejército Popular de Liberación a la Conferencia Central del Trabajo sobre Asuntos Internacionales, la reunión más grande de política exterior en la historia reciente de China. Los participantes discutieron sobre cómo el comportamiento de las empresas chinas en el extranjero podía poner en riesgo la imagen del país, la necesidad de establecer una gran estrategia más coherente y cómo fortalecer el poder blando de China.

Pero estos esfuerzos han tenido un efecto poco discernible en la venta de armas por parte de China o en las actividades de las compañías energéticas chinas en Estados parias. Aunque no cabe la menor duda de que el historial de China ha mejorado con respecto a las tecnologías nucleares y de misiles sensibles durante la última década, Birmania, Corea del Norte, Irán, Sudán y Zimbabue continúan recibiendo armas pequeñas y ligeras, así como tecnologías de armas de uso dual y convencional, provenientes de los actores económicos y militares en China. Por ejemplo, China ha sido el proveedor de armamento más importante de Sudán desde 2004; en 2006, un panel de expertos de la ONU concluyó que "los casquillos que se recogieron en varios lugares de Darfur sugieren que la mayoría de las municiones que usan actualmente las partes en conflicto en Darfur está fabricada en Sudán o en China". La compañía energética china CNOOC negoció una inversión de 16 000 millones de dólares en yacimientos de gas natural en Irán, en una coyuntura crítica de las negociaciones sobre el programa nuclear en Teherán. En repetidas ocasiones, Washington ha pedido a Beijing que frene dichas actividades económicas en Irán y ha castigado a las empresas chinas que intentan transferir tecnologías que podrían apoyar los programas de misiles de Irán. Pero aun cuando los culpables están identificados, el sistema poco transparente de China hace difícil determinar si estas actividades las promueven compañías que operan fuera del control del gobierno central, elementos corruptos dentro de los servicios militares y de inteligencia chinos o quienes toman las decisiones en Beijing.

Pros y contras

Evidentemente, China continuará estableciendo su propia agenda, pero Estados Unidos y otros países interesados pueden desempeñar un papel destacado en la formulación de sus cálculos. Si otros países quieren que China se convierta en una parte importante de la solución en los Estados parias, tendrán que comenzar por desarrollar tanto una perspectiva realista de cuándo y cómo China estará dispuesta a ayudar, como un sentido claro de cómo sus intereses coinciden (o no) con los de China.

Esto significará, en parte, reconocer que la cooperación con Beijing algunas veces tendrá un costo. Es posible que requiera, por ejemplo, que se permita que sigan existiendo regímenes objetables o abstenerse de usar medidas coercitivas en contra de ellos. La capacidad de China para asumir un mayor papel como intermediario entre los regímenes parias y la comunidad internacional significa que puede definir los criterios últimos en las negociaciones. En muchas instancias, China preferirá presionar gradualmente a estos países, haciendo lo mínimo necesario para evitar una inestabilidad aguda o el oprobio internacional sostenido.

Es también probable que Occidente se encuentre luchando con esos asuntos en nuevos lugares: los cálculos económicos que han llevado a China a su posición influyente en muchos Estados parias ya están replicándose en otros países. China está invirtiendo cantidades cada vez más grandes en países ricos en recursos naturales, pero con gobiernos autocráticos e historiales de inestabilidad: ha inyectado 3 000 millones de dólares en Angola desde 2004 y, el pasado septiembre, autorizó un préstamo de 5 000 millones de dólares a la República Democrática del Congo. También está haciendo nuevas inversiones de envergadura en los sectores energéticos de Chad, Guinea Ecuatorial y Turkmenistán, entre otros.

Sin embargo, incluso la limitada reforma política y económica que China generalmente promueve es preferible al statu quo, y podría contener las semillas para llevar a cabo un cambio significativo en el futuro. En un caso como el de Birmania, donde Estados Unidos y Europa tienen una influencia diplomatica y económica limitada, China es un actor indispensable. Sus relaciones militares, económicas y políticas con estos países son cualitativamente diferentes a las de Occidente y le confieren una influencia única, así como una mejor perspectiva sobre las intenciones de sus líderes. Con respecto a Estados como Corea del Norte y Sudán, donde algunas de las opciones de Occidente -- como la intervención militar -- son altamente indeseables, la relación privilegiada de China con estos regímenes ha sido crucial para que haya avances. Y en los casos en los que los intereses de Estados Unidos y China coinciden -- como en el caso de la proliferación nuclear -- la cooperación sería provechosa tanto para Washington como para Beijing. Este último fue importante, por ejemplo, para acordar (finalmente) un plan de desnuclearización con Pyongyang el pasado febrero. De nuevo, sin embargo, ser realistas será esencial para sacar el mejor provecho de la influencia de Beijing. Con respecto a Irán, por ejemplo, China en buena medida ha decidido esconderse detrás de Rusia en la vía diplomática. Una pregunta crucial será el grado al que China estará dispuesta a cooperar con los esfuerzos para ejercer más presión económica sobre el gobierno iraní.

Una vía importante para persuadir a China de que coopere será la de mitigar sus temores sobre las consecuencias del cambio en los Estados parias. Sea formalmente o por medio de canales secundarios, Washington debería sostener conversaciones puntuales con Beijing para aminorar sus preocupaciones sobre un posible colapso del Estado, el levantamiento político u otras crisis importantes en Birmania, Corea del Norte y Sudán. El esfuerzo de acercamiento no deberá restringirse únicamente a los jugadores oficiales: los grupos opositores y las organizaciones de la sociedad civil de los Estados parias deberán buscar el diálogo con Beijing, tanto para tranquilizarlo sobre las implicaciones de las transiciones políticas como para conseguir su ayuda para facilitarlas. Las reuniones con los grupos opositores birmanos y los funcionarios del gobierno del sur de Sudán han desempeñado un papel importante en ayudar a moderar la posición del gobierno chino con respecto a Birmania y a Sudán.

Obviamente, estos movimientos requerirán del firme apoyo de Hu y del resto del alto mando chino. De todas las partes involucradas, el Ministerio de Relaciones Exteriores chino es, por lo general, quien más apoya la evolución de la diplomacia hacia las dictaduras, pero casi nunca puede imponer su posición sobre la del Ministerio de Comercio o la de los militares. Para lograr un avance real en el tema de los Estados parias, Estados Unidos y sus aliados necesitan maximizar el efecto de sus llamados a una mayor cooperación, y hacerlos llegar a los niveles políticos más altos en Beijing. Más aún, sus peticiones necesitarán ser tan específicas como sea posible. A pesar de que hay mucho pensamiento creativo en Beijing acerca del papel global de China, el liderazgo chino sigue renuente a tomar la iniciativa, asignando la responsabilidad a otros cuando se trata de sugerir nuevas acciones.

Esta estrategia ya ha rendido frutos. El presidente Bush puso en el primer lugar de la agenda los casos de Corea del Norte, Irán y Sudán durante la primera visita presidencial de Hu a Washington, en abril de 2006, y los mantuvo en la agenda sino-estadounidense en las llamadas telefónicas y las reuniones bilaterales posteriores. Los mecanismos para sostener discusiones estructuradas establecidos desde 2005 -- conversaciones sobre asuntos estratégicos a nivel de subsecretarios de Estado, sobre asuntos regionales a nivel de secretarios adjuntos y sobre Irán entre los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad más Alemania (los 5-P+1), así como las visitas frecuentes de enviados especiales de Estados Unidos sobre los temas de Sudán y Corea del Norte a Beijing -- han permitido que Washington (y otros países occidentales) expresen sus preocupaciones sobre la política de China hacia los Estados parias y han dejado que Beijing participe más en la toma de decisiones conjuntas sobre estos países. Durante el proceso, Estados Unidos y China han desarrollado una mayor práctica en la cooperación estratégica. Es difícil imaginar cómo el grado actual de coordinación sino-estadounidense en Sudán hubiera podido alcanzarse sin la experiencia de Corea del Norte, o la cooperación en Birmania sin ambos precedentes. Como lo afirmó el secretario de Estado adjunto, Christopher Hill, las Conversaciones de las Seis Partes sobre el programa nuclear de Corea del Norte han "logrado más en lo que toca al acercamiento de Estados Unidos y China que cualquier otro proceso del que yo tenga conocimiento".

Sin embargo, al mismo tiempo que Washington busca la cooperación de China, debería también estar dispuesto a presionar a ese país cuando tenga una actitud demasiado laxa hacia los regímenes díscolos. Beijing tiende a evitar el enfrentamiento y no quiere perder el control sobre tales asuntos ante estructuras de toma de decisiones en las cuales no está representada. En algunas circunstancias, la presión será más eficaz cuando se aplique indirecta o implícitamente. Es considerablemente más fácil convencer a China de que actúe en contra de los Estados parias cuando sus vecinos y las organizaciones regionales pertinentes ya los estén condenando: entre más amplias sean las críticas contra un régimen, será mayor la presión sobre Beijing para que se una y será menor su preocupación de que, si lo hace, estaría capitulando ante las demandas de Estados Unidos o de Europa. La firme posición de la UA en Sudán (le negó a Jartum la presidencia de la organización en 2007) y la cada vez mayor exasperación de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ANSEA) con Birmania (la ANSEA hizo una fuerte denuncia sobre los actos de represión del régimen el otoño pasado) fueron factores críticos para que China decidiera cambiar su política hacia ambos países. Por el contrario, la incapacidad de la UA y de la Comunidad para el Desarrollo del África Meridional para condenar a Mugabe el año pasado redujo los incentivos de Beijing para involucrarse. Con el fin de explicar la posición de Beijing, el enviado especial Liu dijo: "Sabemos que los países africanos, incluso Sudáfrica, no quieren internacionalizar el tema de Zimbabue".

Los cambios en la política de China hacia los Estados parias han sido experimentales, tentativos y graduales, y parece ser que seguirán siéndolo en el futuro cercano. Pero la fortaleza de la posición de China con respecto a muchos Estados parias es una realidad -- y también una oportunidad -- . A pesar de que no hay muchas razones para creer que China se está dirigiendo hacia una total alineación con la política occidental, es probable que esté preparada para distanciarse de las peores autocracias y Estados díscolos. Aun cuando es probable que la lista de Beijing de esos Estados se mantenga con apenas unos cuantos nombres, seguramente incluirá un número de Estados que representan importantes problemas humanitarios y de seguridad para Estados Unidos. En sólo dos años, China ha pasado de un obstruccionismo pleno y una insistencia defensiva en la solidaridad con el mundo en desarrollo, a un intento por equilibrar sus necesidades materiales con sus responsabilidades reconocidas como gran potencia que es. Por esta razón, cuando Washington y sus aliados formulen sus políticas hacia los Estados parias, deberán asumir que China, aunque en algunos aspectos es un obstáculo, ahora es un socio decisivo.

EL ASCENSO DE CHINA Y EL FUTURO DE OCCIDENTE


G. John Ikenberry

El ascenso de China será, sin duda, uno de los más grandes dramas del siglo XXI. El extraordinario crecimiento económico de China y su activa diplomacia ya están transformando a Asia del Este, y las próximas décadas serán testigo de incrementos todavía mayores en el poder y la influencia chinos. Pero cómo se desarrollará este drama sigue siendo una pregunta sin respuesta. ¿China acabará con el orden internacional actual o formará parte de él? Y, en todo caso, ¿qué puede hacer Estados Unidos para mantener su posición mientras China sigue ascendiendo?

Algunos observadores consideran que la era estadounidense está llegando a su fin, ya que el orden mundial orientado hacia Occidente está siendo reemplazado por un orden dominado cada vez más por Oriente. El historiador Niall Ferguson ha escrito que el sangriento siglo XX fue testigo del "declive de Occidente" y de una "reorientación del mundo" hacia el Oriente. Los realistas van más allá y señalan que, conforme China se vuelve más poderosa y la posición de Estados Unidos se erosiona, es probable que ocurran dos cosas: China tratará de utilizar su creciente influencia para reconfigurar las reglas y las instituciones del sistema internacional de manera que sirvan mejor a sus intereses, y otros Estados del sistema -- especialmente el hegemón en declive -- empezarán a considerar a China como una amenaza cada vez mayor para su seguridad. Según ellos, esto resultará en tensión, desconfianza y conflicto, todos rasgos típicos de una transición de poder. De acuerdo con esta visión, el drama del ascenso chino estará caracterizado por una China cada día más poderosa y un Estados Unidos en declive, enfrascados en una batalla épica por las reglas y el liderazgo del sistema internacional. Y a medida que el país más grande del mundo emerge, no desde dentro sino desde fuera del orden internacional establecido después de la Segunda Guerra Mundial, es un drama que concluirá con el gran ascenso de China y el comienzo de un orden mundial centrado en Asia.

Sin embargo, este curso de los acontecimientos no es inevitable. El ascenso de China no tiene por qué desencadenar una transición hegemónica violenta. La transición del poder de Estados Unidos a China puede ser muy diferente a las del pasado, porque China tiene frente a sí un orden internacional que es esencialmente muy distinto a aquellos que tuvieron que enfrentar las potencias emergentes del pasado. China no sólo tiene frente a sí a Estados Unidos, sino a todo un sistema centrado en Occidente, con raíces políticas amplias y profundas que es abierto, está integrado y se basa en reglas. La revolución nuclear, mientras tanto, ha hecho poco probable la guerra entre grandes potencias, eliminando así la principal herramienta que las potencias emergentes han utilizado para subvertir los sistemas internacionales defendidos por Estados hegemónicos en declive. En pocas palabras, es más fácil unirse al orden occidental actual que intentar destruirlo.

Este orden inusualmente duradero y expansivo es, en sí mismo, producto del liderazgo visionario de Estados Unidos. Después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos no sólo se estableció como la principal potencia mundial. Fue un líder en la creación de instituciones universales que no sólo estaban abiertas a la membresía global, sino que también crearon vínculos más estrechos entre democracias y sociedades de mercado. Construyó un orden que facilitó la participación y la integración de las grandes potencias establecidas así como de los países recientemente independizados. (Con frecuencia se olvida que este orden de la posguerra se diseñó, en gran parte, para reintegrar a los Estados derrotados del Eje y a los atribulados Estados aliados en un sistema internacional unificado). Hoy, China puede conseguir pleno acceso a este sistema y prosperar dentro de él. Si lo hace, China ascenderá, pero el orden occidental se mantendrá, siempre y cuando se gestione adecuadamente.

Al enfrentarse con una China en ascenso, Estados Unidos debe recordar que su liderazgo en el orden occidental le permite configurar el ambiente en el que China tomará decisiones estratégicas de gran importancia. Si quiere preservar su liderazgo, Washington debe trabajar para fortalecer las reglas y las instituciones que sostienen dicho orden, permitiendo que sea aún más fácil unirse a él y mucho más difícil destruirlo. La gran estrategia de Estados Unidos debe construirse alrededor de la divisa "el camino hacia el Oriente pasa por Occidente". Debe plantar las raíces de este orden tan profundamente como sea posible, dando a China más incentivos para que se integre que para que se oponga, e incrementando las oportunidades para que el sistema sobreviva, aun después de que disminuya el poder relativo de Estados Unidos.

Inevitablemente, llegará a su fin el "momento unipolar" de Estados Unidos. Si la lucha definitoria del siglo XXI es entre Estados Unidos y China, esta última tendrá ventaja. Si la lucha es entre China y un sistema occidental renovado, el triunfo será de Occidente.

Las ansiedades de la transición

China está claramente en camino de convertirse en una potencia global formidable. El tamaño de su economía se ha cuadruplicado desde que se instauraron las reformas de mercado, a fines de la década de los setenta, y, según algunos cálculos, se duplicará otra vez en el curso de la próxima década. China se ha convertido en uno de los más grandes centros manufactureros del mundo y consume aproximadamente una tercera parte del suministro mundial de hierro, acero y carbón. Ha acumulado grandes reservas de divisas con un valor que, a finales de 2006, era superior a un billón de dólares. El gasto militar de China ha aumentado a una tasa ajustada para la inflación de más de 18% anual, y su diplomacia se ha extendido no sólo en Asia, sino también en África, América Latina y el Medio Oriente. De hecho, mientras que la Unión Soviética rivalizaba con Estados Unidos exclusivamente como un competidor militar, China está surgiendo como un rival tanto económico como militar, lo que presagia un profundo cambio en la distribución de poder en el mundo.

Las transiciones de poder son un problema recurrente en las relaciones internacionales. Tal como lo han descrito expertos como Paul Kennedy y Robert Gilpin, la política mundial ha estado marcada por una sucesión de Estados poderosos que surgen para organizar el sistema internacional. Un Estado poderoso puede crear y hacer cumplir las reglas y las instituciones de un orden global estable en el cual pueda alcanzar sus intereses y garantizar su seguridad. Pero nada dura para siempre: Los cambios de largo plazo en la distribución de poder hacen surgir nuevos Estados retadores, quienes detonan una lucha por las reglas del orden internacional. Los Estados emergentes quieren traducir el poder recientemente adquirido en una autoridad mayor dentro del sistema global, para reformular las reglas y las instituciones de acuerdo con sus propios intereses. Los Estados en declive, por su parte, temen perder el control y se preocupan por las implicaciones en materia de seguridad que pudiera tener su debilitada posición.

Estas coyunturas están llenas de peligros. Cuando un Estado ocupa una posición de liderazgo en el sistema internacional, ni él ni Estados más débiles tienen incentivos para cambiar el orden existente. Pero cuando crece el poder de un Estado retador y se debilita el poder del Estado líder, surge una rivalidad estratégica y, en consecuencia, el conflicto -- que incluso puede convertirse en guerra -- se vuelve probable. El peligro de las transiciones de poder puede ilustrarse de manera por demás dramática con el caso de Alemania a finales del siglo XIX. En 1870, el Reino Unido tenía una ventaja de 3 a 1 sobre Alemania en términos de poder económico y también una ventaja militar significativa. Para 1903, Alemania ya iba a la cabeza tanto en términos de poder económico como de poder militar. A medida que Alemania se unificó y creció, también lo hicieron sus insatisfacciones y sus exigencias, y conforme se hizo más poderosa, comenzó a figurar cada vez más como una amenaza para otras grandes potencias en Europa. Así comenzó la competencia por la seguridad. En los realineamientos estratégicos que siguieron, Francia, Rusia y el Reino Unido, otrora enemigos, se unieron para hacerle frente a una Alemania emergente. El resultado fue una guerra europea. Muchos observadores creen que está surgiendo esta misma dinámica en las relaciones sino-estadounidenses: "Si China continúa con su impresionante crecimiento económico durante las próximas décadas, Estados Unidos y China podrían enfrascarse en una intensa competencia por la seguridad, con mucho potencial para desembocar en una guerra", escribió John Mearsheimer, un experto de la tradición realista.

Pero no todas las transiciones de poder suscitan guerras o subvierten el orden anterior. En las primeras décadas del siglo XX, el Reino Unido cedió su autoridad a Estados Unidos sin gran conflicto o siquiera una ruptura de relaciones. Desde finales de la década de los cuarenta y hasta principios de la década de los noventa, la economía japonesa creció del equivalente a 5% del PIB estadounidense, a más de 60% del PIB de Estados Unidos, y, a pesar de todo, Japón jamás desafió el orden internacional existente.

Evidentemente, hay distintos tipos de transiciones de poder. Algunos Estados han visto crecer dramáticamente su poder económico y geopolítico, y aun así se han adaptado al orden existente; otros, al crecer, han buscado cambiarlo. Ciertas transiciones de poder han llevado al desmantelamiento del viejo orden y al establecimiento de una nueva jerarquía internacional; otras, en cambio, sólo han producido ajustes limitados en el sistema regional y global.

Una variedad de factores determina la manera como se desarrollan las transiciones de poder. La naturaleza del régimen del Estado que va en ascenso y su grado de insatisfacción con el viejo orden son aspectos críticos: a finales del siglo XIX, Estados Unidos, un país liberal separado de Europa por un océano, fue más capaz que Alemania de abrazar el orden internacional centrado en Gran Bretaña. Pero aún más decisivo es el carácter del orden internacional en sí mismo, ya que es la naturaleza del orden internacional la que define la elección de un Estado emergente entre desafiar el orden o integrarse a él.

Un orden abierto

El orden occidental de la segunda posguerra no tiene precedente en la historia. Cualquier orden internacional dominado por un Estado poderoso se basa en una mezcla de coerción y consentimiento; pero el orden establecido por Estados Unidos se distingue por haber sido más liberal que imperial, e inusualmente accesible, legítimo y duradero. Sus reglas y sus instituciones están arraigadas en, y son reforzadas por, las fuerzas globales y cambiantes de la democracia y el capitalismo. Es un orden expansivo, con una amplia y creciente gama de participantes y partes interesadas. Es capaz de generar un crecimiento económico y un poder enormes, mostrando al mismo tiempo moderación, todo lo cual hace que sea difícil de destruir y que sea fácil integrarse a él.

Fue una intención explícita de los artífices del orden occidental de la década de los cuarenta hacer que dicho orden fuera integrador y expansivo. Antes de que la Guerra Fría dividiera al mundo en bandos opuestos, Franklin Roosevelt buscó crear un único sistema mundial gestionado por grandes potencias cooperativas que reconstruiría la Europa devastada por la guerra, integraría a los Estados derrotados y establecería mecanismos para la cooperación en materia de seguridad y para el crecimiento económico expansivo. De hecho, fue Roosevelt quien insistió -- a pesar de la oposición de Winston Churchill -- en que China fuera incluida como miembro permanente en el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). El entonces embajador de Australia en Estados Unidos, después de su primer encuentro con Roosevelt durante la guerra, escribió en su diario: "Dijo [Roosevelt] que había tenido numerosas discusiones con Winston sobre China y que sentía que Winston tenía cuarenta años de retraso con respecto a China; comentó que le parecía muy peligroso que continuamente se refiriera a los chinos con los términos peyorativos de Chinks y Chinamen. Roosevelt quería mantener a China como amigo porque en un plazo de 40 ó 50 años fácilmente podría convertirse en un Estado muy poderoso militarmente".

Durante la siguiente mitad del siglo, Estados Unidos usó con buenos resultados el sistema de reglas e instituciones que había creado. Alemania Occidental estaba atada a sus vecinos democráticos de Europa occidental, por medio de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (y más tarde por la Comunidad Europea) y con Estados Unidos por medio del pacto atlántico de seguridad. Japón, por su parte, estaba vinculado firmemente con Estados Unidos mediante una alianza y lazos económicos cada vez más numerosos. En 1944, la reunión de Bretton Woods sentó las bases de las reglas monetarias y comerciales que facilitaron la apertura y el consiguiente florecimiento de la economía mundial: un logro sorprendente, dados los estragos de la guerra y los intereses en competencia de las grandes potencias. Otros acuerdos entre Estados Unidos, Europa occidental y Japón solidificaron el carácter abierto y multilateral de la economía mundial de la segunda posguerra. Después del comienzo de la Guerra Fría, el Plan Marshall en Europa y el pacto de seguridad de 1951 entre Estados Unidos y Japón favorecieron la integración de las potencias derrotadas del Eje en el orden occidental.

En los últimos días de la Guerra Fría, el sistema volvió a demostrar que era notoriamente exitoso. Durante la decadencia de la Unión Soviética, el orden occidental ofrecía un conjunto de normas e instituciones que dio a los líderes soviéticos tanto tranquilidad como formas de entrar, lo que, al final, sirvió para alentarlos a formar parte del sistema. Más aún, el liderazgo compartido del orden aseguraba poder integrar a la Unión Soviética. Mientras el gobierno de Reagan seguía una política de línea dura hacia Moscú, los europeos buscaban la distensión y la participación. Por cada "empujón" de línea dura, había un "jalón" moderador, lo que permitió a Mikhail Gorbachev poner en marcha reformas de alto riesgo. En vísperas de la reunificación alemana, el hecho de que una Alemania unida formara parte de las instituciones europeas y atlánticas -- en vez de convertirse en una gran potencia independiente -- ayudó a tranquilizar a Gorbachev y a que pensara que ni las intenciones alemanas ni las occidentales eran hostiles. Después de la Guerra Fría, el orden occidental gestionó, una vez más, la integración de una nueva oleada de países, esta vez provenientes del antiguo bloque comunista. Tres características particulares del orden occidental han sido determinantes para este grado de éxito y de longevidad.

En primer lugar, a diferencia de los sistemas imperiales del pasado, el orden occidental está construido en torno a reglas y normas de no discriminación y apertura de mercado, lo cual crea condiciones para la promoción de las metas económicas y políticas de los Estados emergentes en su seno. A lo largo de la historia, los órdenes internacionales han variado mucho en términos de si los beneficios materiales que se generan son acumulados de manera desproporcionada por el Estado líder o si se comparten ampliamente. En el sistema occidental, las barreras a la participación económica son bajas y los beneficios potenciales son altos. China ya descubrió que es posible obtener grandes rendimientos económicos si opera dentro de este sistema de libre mercado.

En segundo lugar está el carácter de su liderazgo, el cual se basa en el establecimiento de coaliciones. Los órdenes anteriores habían tendido a estar dominados por un solo Estado. Quienes tienen intereses en juego en el orden occidental actual incluyen una coalición de potencias organizadas alrededor de Estados Unidos: una diferencia importante. Estos Estados líderes, en su mayoría democracias liberales avanzadas, no siempre están de acuerdo, pero están comprometidos con un proceso continuo de "toma y daca" sobre cuestiones de economía, política y seguridad. Generalmente, en las transiciones de poder toman parte dos países, un Estado emergente y un hegemón en declive, y el orden se colapsa tan pronto como cambia el equilibrio de poder. Pero en el orden actual, la conjunción mayor de Estados democráticos y capitalistas, con la consiguiente acumulación de poder geopolítico, cambia el equilibrio a favor del orden mismo.

En tercer lugar, el orden occidental de la segunda posguerra tiene un sistema de reglas e instituciones inusualmente denso, incluyente y con amplio apoyo. A pesar de sus carencias, es más abierto y está más basado en normas que cualquier otro orden anterior. La soberanía estatal y el Estado de derecho no son sólo normas consagradas en la Carta de las Naciones Unidas. Son parte de la profunda lógica operativa del sistema. A decir verdad, estas normas están evolucionando y el propio Estados Unidos ha sido históricamente ambivalente -- y ahora más que nunca -- con respecto a vincularse a las leyes e instituciones internacionales. Pero el sistema en su conjunto es denso en reglas e instituciones multilaterales: globales y regionales, económicas, políticas y de seguridad. Éstas representan uno de los grandes avances de la era de la segunda posguerra. Han sentado las bases para contar con niveles sin precedente de cooperación y autoridad compartida en el sistema global.

Los incentivos que estas características crean para que China se integre al orden internacional liberal se ven reforzadas por el cambio en la naturaleza del ambiente económico internacional, especialmente en lo que se refiere a la nueva interdependencia impulsada por la tecnología. Los dirigentes chinos más visionarios entienden que la globalización ha cambiado el juego y que China, por lo tanto, necesita socios fuertes y prósperos alrededor del mundo. Desde el punto de vista estadounidense, una economía china sana es vital para Estados Unidos y el resto del mundo. La tecnología y la revolución económica global han creado una lógica de las relaciones económicas que es diferente a la del pasado, lo que ha hecho que la lógica política e institucional del orden vigente sea todavía más poderosa.

Adaptarse al ascenso

Actualmente, el beneficio más importante de estas características es que otorgan al orden occidental una capacidad extraordinaria para dar cabida a potencias emergentes. Los nuevos integrantes del sistema tienen distintas maneras de adquirir estatus, autoridad y oportunidades para desempeñar un papel en el gobierno del orden. El hecho de que Estados Unidos, China y otras grandes potencias tengan armas nucleares también limita la capacidad de una potencia emergente para subvertir el orden existente. En la era de la disuasión nuclear, la guerra entre grandes potencias ya no es, afortunadamente, un mecanismo de cambio histórico. Los cambios promovidos por la guerra se han abolido como proceso histórico.

El sólido marco reglamentario e institucional del orden occidental ya ha comenzado a facilitar la integración de China. En un principio, China abrazó ciertas reglas e instituciones con propósitos defensivos: proteger su soberanía y sus intereses económicos, al tiempo que buscaba convencer a otros países de sus intenciones pacíficas, participando en asociaciones regionales y globales. Pero, como señala el especialista Marc Lanteigne: "Lo que separa a China de otros Estados, y sin duda de potencias mundiales anteriores, es que no solamente está 'creciendo' dentro de un ambiente de instituciones internacionales mucho más desarrollado que nunca antes, sino que, más importante aún, lo está haciendo a la vez que hace un uso activo de estas instituciones para promover que el país desarrolle su estatus como potencia mundial". En resumen, China está trabajando cada vez más dentro, y no fuera, del orden occidental.

China ya es un miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU, un legado de la determinación de Roosevelt de construir el órgano universal alrededor del liderazgo de diversas grandes potencias. Esto le concede a China la misma autoridad y las mismas ventajas del "excepcionalismo de gran potencia" que tiene el resto de los miembros permanentes. El sistema de comercio global existente también es valioso para China, y lo es cada vez más. Los intereses económicos chinos son bastante congruentes con el sistema económico global vigente -- un sistema abierto y laxamente institucionalizado al que China ha aceptado con entusiasmo y en el que ha prosperado -- . A fin de cuentas, el poder estatal hoy está basado en el crecimiento económico sostenido, y China es muy consciente de que ningún Estado importante puede modernizarse si no se integra al sistema capitalista global; si un país quiere ser una potencia mundial, no tiene más remedio que incorporarse a la Organización Mundial del Comercio (OMC). El camino hacia el poder global, en efecto, corre a través del orden occidental y de sus instituciones económicas multilaterales.

China no sólo necesita acceso continuo al sistema capitalista global; también quiere la protección que ofrecen las reglas e instituciones del sistema. Los principios del comercio multilateral de la OMC y sus mecanismos de solución de controversias, por ejemplo, ofrecen a China herramientas para defenderse de las amenazas de la discriminación y del proteccionismo a las que se enfrentan con frecuencia las potencias emergentes. La evolución de las políticas en China indica que los dirigentes chinos reconocen estas ventajas: en la medida que el creciente compromiso de Beijing con la liberalización económica ha aumentado la inversión extranjera y el comercio de los que ha disfrutado China, Beijing ha abrazado cada vez más las reglas del comercio global. Es posible que a medida que China defienda a la OMC, el apoyo de las economías occidentales más maduras hacia este organismo disminuya. Pero es más probable que tanto los países emergentes como aquellos en declive consideren valiosos los mecanismos cuasi legales que permiten dirimir o, al menos, diluir los conflictos.

Las instituciones económicas internacionales existentes también ofrecen oportunidades para que nuevas potencias asciendan a través de sus jerarquías. En el Fondo Monetario Internacional (FMI) y en el Banco Mundial, la gobernanza se basa en cuotas económicas, las cuales los países en crecimiento pueden traducir en una "voz institucional" mayor. A decir verdad, el proceso de ajuste ha sido lento. Estados Unidos y Europa aún controlan el FMI. Washington tiene 17% de los votos (aunque antes tenía 30%) -- una cantidad que le permite tener el control, ya que se necesita 85% de aprobación para actuar -- y la Unión Europea tiene una voz muy importante en el nombramiento de 10 de los 24 miembros de la junta directiva. Pero cada vez hay más presiones, especialmente la necesidad de recursos y de mantener su importancia, las cuales seguramente persuadirán a los Estados occidentales a admitir a China en el círculo interno de estas instituciones de gobernanza económica. Los accionistas existentes del FMI, por ejemplo, prevén dar un papel mayor a los países en vías de desarrollo en ascenso como una necesidad para renovar la institución y que pueda salir de su estado actual de crisis de misión. En la reunión del FMI en Singapur, en septiembre de 2006, acordaron reformas que darán a China, México, Corea del Sur y Turquía una mayor voz.

En la medida que China se despoje de su estatus de país en vías de desarrollo (y, por lo tanto, de cliente de estas instituciones), será cada vez más capaz de actuar como donante y como parte interesada. El liderazgo en estas organizaciones no solamente es un reflejo del tamaño económico de un país (Estados Unidos ha conservado su cuota de voto en el FMI, a pesar de que su peso económico ha decaído); no obstante, el avance gradual dentro de ellas generará importantes oportunidades para China.

Transferencia del poder y cambio pacífico

Desde esta perspectiva, el ascenso de China no tiene por qué llevar a una lucha explosiva con Estados Unidos sobre las reglas y el liderazgo globales. El orden occidental tiene el potencial de transformar la transición de poder que se avecina en un cambio pacífico en términos favorables para Estados Unidos. Pero esto sólo sucederá si Estados Unidos se da a la tarea de fortalecer el orden existente. Actualmente, con Washington preocupado por el terrorismo y la guerra en el Medio Oriente, la reconstrucción de las reglas e instituciones occidentales puede parecer para algunos un asunto sólo de marginal importancia. Muchos funcionarios del gobierno de Bush se han mostrado abiertamente hostiles hacia el sistema multilateral, basado en reglas, que Estados Unidos ha diseñado y encabezado. Esta hostilidad es absurda y peligrosa. China se volverá poderosa: ya está en ascenso y el arma estratégica más poderosa de Estados Unidos es la capacidad para decidir qué clase de orden internacional estará instaurado para acogerla.

Estados Unidos debe volver a invertir en el orden internacional occidental, reforzando los aspectos de ese orden que estimulen la participación, la integración y la moderación. Mientras este orden vincule más a los Estados democráticos capitalistas en instituciones con raíces profundas, sea más abierto, de consenso y basado en reglas, y sus beneficios se distribuyan más ampliamente, será más probable que las potencias emergentes quieran y puedan asegurar sus intereses por medio de la integración y la adaptación y no por medio de la guerra. Además, si el sistema occidental ofrece reglas e instituciones que beneficien a todos los países -- a aquellos en ascenso y en decadencia, débiles y fuertes, emergentes y maduros -- su predominio como orden internacional es casi seguro.

Lo primero que debe hacer Estados Unidos es reposicionarse como el más ferviente promotor del sistema global de gobernanza que sostiene al orden occidental. Al hacerlo, en primer lugar, facilitaría el tipo de solución colectiva de los problemas que hace que todos los países estén en una mejor situación. Al mismo tiempo, cuando otros países vean a Estados Unidos usar su poder para fortalecer las reglas e instituciones existentes, ese poder se considerará más legítimo -- y la autoridad de Estados Unidos saldrá fortalecida -- . Los países occidentales se inclinan más a trabajar con, en vez de contra, el poder estadounidense, lo cual refuerza la posición central y el dominio de Occidente mismo.

La renovación de las reglas y de las instituciones occidentales requerirá, entre otras cosas, la actualización de los viejos acuerdos que sostenían los pactos clave de seguridad de la segunda posguerra. La premisa estratégica detrás de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y de las alianzas de Washington con el este asiático es que Estados Unidos trabajará con sus aliados para proveer seguridad e incluirlos en las decisiones sobre el uso de la fuerza. En correspondencia, los aliados operarán dentro del orden occidental encabezado por Estados Unidos. Actualmente, la cooperación en materia de seguridad en Occidente sigue siendo extensa, pero ahora que las principales amenazas a la seguridad son menos obvias de lo que eran durante la Guerra Fría, los propósitos y responsabilidades de estas alianzas están sujetos a debate. Por consiguiente, Estados Unidos necesita reafirmar el valor político de estas alianzas, reconociendo que son parte de una arquitectura institucional occidental más amplia que permite a los Estados hacer negocios entre sí.

Estados Unidos también debe renovar su apoyo a las instituciones multilaterales de gran alcance. En el frente económico, esto incluiría construir sobre los acuerdos y la estructura de la OMC, lo que implica llevar a cabo esfuerzos para concluir las negociaciones de la actual Ronda de Doha que busca extender las oportunidades de mercado y la liberalización comercial a los países en vías de desarrollo. La OMC está en una etapa crítica. El principio básico de la no discriminación está en riesgo debido a la proliferación de acuerdos comerciales bilaterales y regionales. Mientras tanto, crecen las dudas sobre si la OMC podrá, de hecho, llevar a cabo una liberalización del comercio, particularmente en el sector agrícola, que beneficie a los países en desarrollo. Estos asuntos pueden parecer limitados, pero está en juego el carácter fundamental del orden liberal internacional, es decir, su compromiso con las reglas universales de apertura y distribución amplia de los beneficios. Algunas dudas similares se ciernen sobre una multiplicidad de otros acuerdos multilaterales -- sobre el calentamiento global y la no proliferación nuclear, entre otros -- y éstos también exigen un liderazgo estadounidense renovado.

La estrategia en este caso no sólo consiste en asegurarse de que el orden occidental sea abierto y se base en reglas. Se trata también de evitar que el orden se fragmente en una serie de acuerdos bilaterales y "minilaterales", que provoquen que Estados Unidos se encuentre vinculado a apenas unos cuantos Estados clave en varias regiones. En un escenario semejante, China tendría una oportunidad para crear su propio conjunto de pactos bilaterales y "minilaterales". Como resultado de esto, el mundo se dividiría en dos esferas en competencia: la de Estados Unidos y la de China. Mientras más relaciones económicas y de seguridad sean multilaterales e incluyentes, es más probable que el sistema global mantenga su coherencia.

Además de defender la apertura y la permanencia del orden, Estados Unidos debe redoblar sus esfuerzos para integrar a los países en vías de desarrollo emergentes en las instituciones globales clave. Incorporar a los países emergentes en la gobernanza del orden internacional le dará nueva vida. Estados Unidos y Europa deben encontrarle un lugar en la mesa no sólo a China, sino también a otros países como Brasil, India y Sudáfrica. Un informe de Goldman Sachs sobre los llamados BRIC (Brasil, Rusia, India y China) señalaba que, para 2050, el conjunto de las economías de estos países podría ser mayor a la suma de las economías de los países que originalmente formaban el G-6 (Alemania, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y Reino Unido). Cada institución internacional presenta sus propios desafíos. El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas es, quizá, la más difícil de manejar, pero su reforma también traería los mayores beneficios. Algunas instituciones menos formales -- como el llamado G-20 y varias otras redes intergubernamentales -- pueden ofrecer avenidas alternativas en términos de voz y de representación.

El triunfo del orden liberal

El tema clave que deben recordar los líderes estadounidenses es que puede ser posible que China supere a Estados Unidos en solitario, pero es mucho menos probable que China pueda conseguir jamás rebasar el orden occidental. En términos de peso económico, por ejemplo, China aventajará a Estados Unidos como el país más grande del sistema global alrededor de 2020. (Por su población, China requiere un nivel de productividad de sólo la quinta parte de lo que necesita Estados Unidos para convertirse en la economía más grande del mundo). Pero cuando se considera la capacidad económica del sistema occidental en su conjunto, los avances económicos de China parecen ser mucho menos significativos. La economía china será mucho menor que las economías combinadas de los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) por mucho tiempo. Esto es todavía más claro en lo que concierne al poder militar: China no puede aspirar a acercarse al gasto militar total de los países de la OCDE en el futuro cercano. El mundo capitalista democrático es un grupo muy poderoso para la preservación y la expansión del orden internacional existente. Si China intenta levantarse y desafiar el orden actual, tiene una tarea mucho más compleja que tan solo enfrentar a Estados Unidos.

El "momento unipolar", con el tiempo, terminará. El dominio de Estados Unidos llegará a su fin algún día. Por lo tanto, la gran estrategia estadounidense debe estar motivada por una pregunta fundamental: ¿Qué clase de orden internacional quisiera ver en funciones Estados Unidos cuando sea menos poderoso?

Ésta podría ser la pregunta neorawlsiana de la era actual. El filósofo político John Rawls afirmaba que las instituciones políticas deberían concebirse tras un "velo de ignorancia", esto es, que los artífices deberían diseñar instituciones como si no supieran con precisión en dónde se situarán dentro de un sistema socioeconómico. El resultado sería un sistema que salvaguarde los intereses de una persona sin importar si es rica o pobre, débil o fuerte. Estados Unidos necesita llevar esta visión a su liderazgo del orden internacional actual. Debe establecer instituciones y fortalecer las reglas que salvaguardarán sus intereses, sin importar qué lugar ocupe exactamente en la jerarquía o cómo se distribuya el poder en 10, 50 ó 100 años.

Afortunadamente, este orden ya está en marcha. La tarea ahora consiste en hacerlo tan extenso e institucionalizado que China no tenga más remedio que convertirse en un miembro pleno de este sistema. Estados Unidos no puede impedir el ascenso de China, pero puede ayudar a garantizar que el poder de China se ejerza en el marco de las reglas y de las instituciones que Estados Unidos y sus socios han creado a lo largo del último siglo: reglas e instituciones que puedan proteger los intereses de todos los Estados en el mundo cada vez más poblado del futuro. La posición global de Estados Unidos puede estar debilitándose, pero el sistema internacional que este país encabeza puede seguir siendo el orden dominante del siglo XXI.

UN LARGO PROCESO


John L. Thornton

Durante casi un siglo, los dirigentes chinos han mantenido la promesa a su pueblo de que alguna forma de democracia llegará a ese país. Tras el colapso de la última dinastía china, la Qing, en 1911, Sun Yat-sen propuso la instauración temporal de un régimen militar que gobernara por un período de tres años, seguido por una fase de "tutela política" de seis años que orientara la transición de China hacia una república constitucional plena. En 1940, Mao Zedong ofreció a sus seguidores algo que llamó una "nueva democracia" en la que el liderazgo del Partido Comunista garantizaría la "dictadura democrática" de los grupos revolucionarios sobre los enemigos de clase. Por su parte, Deng Xiaoping, encargado de sacar al país de la anarquía de la Revolución Cultural, afirmó que la democracia era una "condición fundamental para emancipar la mente".

Cuando Sun, Mao y Deng emplearon el término "democracia", cada uno tenía en mente una idea muy diferente. La definición de Sun -- que visualizaba un gobierno constitucional con sufragio universal, elecciones libres y separación de poderes -- se acercaba más a una noción reconocible en Occidente. En los hechos, Mao y Deng demostraron que, a pesar de sus palabras, estos conceptos tenían muy poca importancia para ellos. No obstante, los tres coincidían en que la democracia no era un fin en sí mismo, sino un mecanismo para conseguir el verdadero propósito de China: convertirse en un país al que no pudieran acosar nunca más las potencias externas.

La democracia terminó por fracasar con los tres líderes. En 1925, cuando falleció Sun, el caudillismo y la desunión aún dominaban varias regiones de China. En su época, Mao mostró menos interés en la democracia que en la lucha de clases, en los movimientos de masas, en la revolución continua y en mantener a sus oponentes al margen. Por su parte, Deng demostró en numerosas ocasiones -- y de manera por demás dramática cuando reprimió las protestas de Tiananmen, en 1989 -- que no permitiría que los movimientos democráticos populares tomaran por asalto el liderazgo del partido o alteraran su plan para el desarrollo nacional.

Hoy, desde luego, China no es una democracia. El Partido Comunista de China (PCCh) tiene el monopolio del poder político, y el país carece de libertad de expresión, de un poder judicial independiente y de otras características fundamentales de un sistema liberal y plural. Muchos dentro y fuera de China siguen siendo escépticos sobre el futuro de la reforma política. Aun así, están pasando muchas cosas -- en el gobierno, en el PCCh, en la economía y en la sociedad en general -- que podrían cambiar la manera en que los chinos piensan en la democracia y conformar el futuro político de China.

Los dirigentes chinos han comenzado a hablar de nuevo de democracia, tanto en público como en privado, y esta vez con mayor frecuencia y precisión Este artículo se basa en conversaciones sostenidas durante los últimos 14 meses con un amplio y diverso grupo de ciudadanos chinos, incluyendo miembros del Comité Central del PCCh (el grupo de los 370 líderes más importantes de China), funcionarios de alto rango, académicos, jueces, abogados, periodistas y representantes de organizaciones no gubernamentales. El presidente Hu Jintao ha llamado a la democracia "el objetivo común de la humanidad". En 2006, durante su visita a Estados Unidos, Hu hizo una digresión en cada oportunidad que tuvo para hablar del tema de la democracia. Asimismo, el primer ministro Wen Jiabao, cuando se dirigió, en 2007, a la Asamblea Popular Nacional, dedicó a los asuntos de la democracia y del Estado de derecho más del doble de la atención de la que les había prestado en cualquier discurso previo. "Desarrollar la democracia y mejorar el sistema legal son requisitos básicos del sistema socialista", declaró Wen.

Tal como sucedió con los dirigentes anteriores, lo que la generación actual tiene en mente difiere de la definición que se usa en Occidente. Los funcionarios de alto rango insisten en que se debe preservar el liderazgo del PCCh. Aunque sí ven la necesidad de llevar a cabo elecciones, particularmente en el ámbito local, consideran que una forma de política "deliberativa", que permita a los individuos y a los grupos incluir sus puntos de vista en el proceso de toma de decisiones, es más apropiada para China que la competencia abierta y multipartidista por el poder nacional. Con frecuencia mencionan la meritocracia, que incluye el uso de exámenes con el fin de poner a prueba la competencia de los funcionarios para desempeñar un cargo público, lo cual refleja la vieja creencia china de que el gobierno debe estar conformado por los ciudadanos más talentosos. Los dirigentes chinos no aprueban del todo la libertad de acción que dan los derechos de expresión, de prensa o de reunión que se da por sentada en Occidente. Dicen que apoyan la expansión ordenada de estos derechos, pero se enfocan más en el grupo y en la armonía social, es decir, en lo que ellos consideran como el bien común.

Por debajo del estrato superior del liderazgo chino (cuyos miembros, por lo general, hablan a partir de un guión común), los funcionarios chinos difieren con respecto a si la "democracia dirigida" es la meta hacia donde se dirige la evolución política actual de China o si se trata sólo de una estación de paso hacia un modelo liberal democrático más estándar. En este sentido, Asia oriental ofrece diversas posibilidades: la dominación durante décadas de la política japonesa a cargo del Partido Democrático Liberal, la prosperidad con una libertad de prensa limitada de Singapur y el despreocupado sistema multipartidista de Corea del Sur. Hay quienes especulan que China podría seguir alguna de estas rutas, o bien, trazar su propio camino.

A finales de 2006, en una reunión con una delegación de la Brookings Institution de la que yo formaba parte, se le preguntó al primer ministro Wen qué entendían él y otros líderes chinos por la palabra "democracia", qué forma de democracia podía arraigarse en China y en qué lapso. "Cuando hablamos de democracia, generalmente nos referimos a tres componentes clave: elecciones, independencia judicial y supervisión basada en pesos y contrapesos", respondió Wen. Con respecto al primero, podía prever la expansión gradual de las elecciones directas e indirectas de las aldeas a los pueblos, a los condados e, incluso, a las provincias. Sin embargo, no mencionó avances más allá de esto. En cuanto al sistema judicial chino, plagado por la corrupción, Wen insistió en la necesidad de reformarlo para garantizar la "dignidad, la justicia y la independencia" del Poder Judicial. Finalmente, explicó que la "supervisión" -- un término chino que busca garantizar una vigilancia efectiva -- era necesaria para frenar los abusos del poder oficial. Subrayó la necesidad de tener un sistema de pesos y contrapesos dentro del PCCh y de contar con una mayor rendición de cuentas sobre las actividades oficiales de cara al público. Asimismo, manifestó que los medios de comunicación y los casi 200 millones de usuarios de Internet en China también deberían participar, "como se considerara apropiado", en la supervisión del trabajo del gobierno. Finalmente, concluyó: "Tenemos que avanzar hacia la democracia. Tenemos muchos problemas, pero sabemos muy bien en qué dirección vamos".

Libres para elegir

En vista de la brecha que existe entre las aspiraciones democráticas profesadas por líderes como Hu y Wen y el escepticismo que suscitan sus discursos en Occidente, es necesario comprender mejor en qué punto está exactamente el proceso de democratización de China hoy. Los ciudadanos chinos no tienen el derecho de elegir a sus dirigentes nacionales, pero, por más de una década, los campesinos a lo largo y ancho del país han celebrado votaciones para elegir a los jefes de las aldeas. ¿Qué sucede, entonces, en el vasto espacio que hay entre el campo y Zhongnanhai, la sede central de la dirigencia del PCCh en Beijing? Podrían extraerse algunas respuestas si se examinan los tres pilares de la definición de Wen: elecciones, independencia judicial y supervisión.

La constitución china establece una combinación de votación directa e indirecta para elegir a los líderes gubernamentales. En la práctica, sólo tienen lugar elecciones populares competidas en las 700 000 aldeas del país. Con más de 700 millones de campesinos viviendo en estas aldeas, éste no es un fenómeno insignificante, pero, si se analizan los pormenores, aparece una historia compleja y, en ocasiones, contradictoria.

La intención original detrás de las elecciones en las aldeas, que comenzaron a principios de la década de los ochenta, era promover a líderes locales competentes que impulsaran el crecimiento de la economía rural y pusieran en marcha las prioridades nacionales, como la política de un solo hijo. Con el abandono de la colectivización al final de la Revolución Cultural, se generó un vacío de poder en el campo. Según la mayoría de las versiones, las primeras elecciones gozaron del apoyo activo del gobierno central y, por lo general, fueron limpias. Pero, a principios de los años noventa, las autoridades se sorprendieron al constatar que sólo 40% de los dirigentes locales elegidos eran miembros del PCCh. Posteriormente, Beijing giró instrucciones a los funcionarios locales para asegurarse de que el "papel protagónico" del Partido Comunista se mantuviera. Actualmente, la mayoría de los jefes de aldea es, de nuevo, miembro del partido, aunque el tamaño de esa mayoría puede variar de manera importante en cada región. Más de 90% de los representantes de las aldeas en las provincias de Guangdong, Hubei y Shandong pertenecen al partido, pero la cifra se reduce a un 60 ó 70% en Fujian y Zhejiang. Incluso estas cifras exageran el porcentaje real de los jefes de aldea que fueron elegidos como miembros del partido: cuando se elige a candidatos que no son miembros del partido, el PCCh casi siempre los recluta para asegurarse de mantener el control, al mismo tiempo que da a los campesinos los dirigentes que quieren.

Las elecciones locales tienen serios problemas, que incluyen el nepotismo, la compra de votos y la selección de líderes incompetentes o corruptos. No obstante, los defensores de este sistema sostienen que las votaciones sirven como un campo de entrenamiento para las bases con el fin de establecer hábitos democráticos. De hecho, los más fervientes detractores de las elecciones locales en China suelen ser los funcionarios municipales, cuyos propios cargos podrían estar en peligro si el gobierno central decidiera expandir la votación directa al nivel inmediato superior.

Algunos de los experimentos electorales más fascinantes de China en la década pasada tuvieron lugar, de hecho, en los municipios. Con frecuencia, los gobiernos municipales son el blanco de los sentimientos antigobierno y de la agitación social, ya que cargan con la responsabilidad de administrar numerosos programas sociales y prestaciones de los que dependen muchos ciudadanos. Una dirigencia eficaz es, entonces, crítica para preservar la estabilidad social, la cual es una prioridad central de los gobernantes chinos. Se llevó a cabo un puñado de elecciones municipales competitivas desde 1995 y 1996; el experimento más audaz tuvo lugar en 1998, en Buyun, en un rincón remoto de Sichuan. El gobierno local de Buyun realizó una elección competitiva, con votación directa, en la cual participaron aproximadamente 6 000 adultos con derecho a votar. El proceso contó con una amplia cobertura mediática dentro de China y fue criticado en la prensa oficial por violar la constitución, la cual otorga al Congreso Popular local la autoridad para elegir al líder municipal. Pero, para sorpresa de muchos, el gobierno central ni aprobó los resultados de Buyun ni los anuló, y Tan Xiaoqiu, el alcalde elegido, se mantuvo en el cargo. En 2001, el Comité Central del PCCh reiteró que la elección directa de un líder municipal era inconstitucional. Buyun respondió haciendo algunas modificaciones a su proceso electoral para ajustarlo a la letra de la ley, mas no a su espíritu: en la siguiente elección, los ciudadanos eligieron a un candidato para ser líder municipal, que entonces fue recomendado por el comité local del partido y elegido, sin oposición, por el Congreso Popular.

Quizá en parte por los problemas legales de Buyun, la mayoría de los municipios que ha experimentado con las elecciones ha elegido un modelo menos radical llamado sistema de "recomendación y selección abiertas", bajo el cual cualquier adulto residente en el municipio puede competir para ser alcalde; posteriormente, un consejo de líderes comunitarios reduce el grupo de candidatos a dos finalistas, y, por último, el Congreso Popular local hace la selección final. Ésta no es una votación directa, sino una manera de introducir una dosis de competencia y de transparencia en la selección de los líderes locales. Para el bienio 2001-2002, ya había alguna forma de votación competitiva en las elecciones de casi 2 000 municipios, es decir, 5% del total nacional.

No se debe exagerar la importancia de las elecciones municipales. Los municipios son el peldaño administrativo más bajo en la estructura gubernamental china, y hasta los partidarios de las elecciones reconocen que el proceso está todavía en su infancia. No obstante, cuando se llevan a cabo con éxito, estos experimentos electorales pueden otorgar a los líderes municipales cierto grado de legitimidad popular. Las elecciones introducen la competencia entre los cuadros y, en menor grado, entre miembros y no miembros del partido, algo que nunca antes había existido. La expectativa es que la competencia, aunque sea controlada, aumente la calidad de la gobernanza. Algunos expertos chinos también consideran notable que algunos dirigentes municipales se estén conduciendo con mayor confianza porque saben que gozan del mandato popular y, por lo tanto, están más dispuestos a desafiar a los secretarios locales del partido. Esto puede provocar dolores de cabeza al PCCh, como señaló un investigador del gobierno central, pero también puede ser la primera semilla de una cultura de pesos y contrapesos.

Por su parte, las autoridades en Beijing han estado siguiendo muy de cerca estos experimentos. Haciendo eco de la dinámica que dio inicio a las reformas de mercado en los años ochenta, el centro fomenta ahora la experimentación con la gobernanza en el nivel local, aunque dentro de ciertos límites. Un funcionario de alto rango de la Escuela Central del Partido me dijo, por ejemplo, que en la próspera provincia de Jiangsu, un programa piloto pronto tendría a todos los municipios llevando a cabo elecciones competitivas. Al tiempo que las distintas localidades prueben diversas cosas, dijo, la Escuela Central del Partido estudiará los resultados.

Los experimentos electorales en el nivel de condado -- el peldaño administrativo superior al del municipio -- también han llamado la atención. Desde 2000, 11 condados en Hubei y en Jiangsu han llevado a cabo votaciones con base en el sistema de "recomendación y selección abiertas" para el cargo de jefe adjunto del condado. Esto representa menos del 1% de los condados y de las ciudades con nivel de condado de todo el país, pero cualquier reforma a los procesos de selección de los dirigentes de los condados -- los cuales tienen una población promedio de 450 000 habitantes cada uno -- sería una noticia significativa.

También se han llevado a cabo expermientos limitados en las áreas urbanas. En 2003, se presentaron 12 ciudadanos como candidatos independientes para los Congresos Populares de distrito en la ciudad de Shenzhen. Dos de ellos ganaron escaños. Otro puñado de candidatos independientes también se presentó como candidato para el Congreso Popular del distrito de Haidian, en Beijing, sede de las mejores universidades chinas. Casi todos los candidatos independientes para los congresos populares fracasan en su intento, pero el número de este tipo de candidaturas se ha disparado: de menos de 100 en todo el país, en 2003, a más de 40 000 entre 2006 y 2007, de acuerdo con Li Fan, un ex funcionario de gobierno que ahora es uno de los principales promotores de la reforma electoral. Li prevé que el número de candidatos independientes alcanzará los cientos de miles entre 2011 y 2012, y considera que la demanda popular de participación política seguirá creciendo conforme la sociedad china se diversifique y se abra.

En años recientes, los dirigentes chinos también han hecho un esfuerzo para ampliar la selección competitiva dentro del PCCh. Algunos expertos creen que el desarrollo de la "democracia intrapartido" es aún más significativo para la reforma política de largo plazo en China que los experimentos en la gobernanza local. Consideran que un PCCh que acepte el debate abierto, las elecciones internas para definir su liderazgo y la toma de decisiones por votación es un prerrequisito para que exista la democracia en el país como un todo. El presidente Hu y el primer ministro Wen exhortan recurrentemente a que haya mayor discusión, consulta y toma de decisiones grupales dentro del PCCh. La democracia dentro del partido fue un punto central del discurso inaugural que pronunció Hu en el 17 º Congreso del Partido del PCCh el otoño pasado. Poco tiempo después de la reunión, Li Yuanchao, recién designado responsable del Departamento de Organización del Partido, publicó un ensayo de 7 000 caracteres en el Diario del Pueblo (People's Daily) en el que elaboró sobre el llamado de Hu para hacer más reformas en el partido. El hecho de que el propio Hu no detente la misma autoridad personal de Mao, Deng o de su predecesor, Jiang Zemin, y que dependa del consenso dentro del Comité Permanente del Politburó con sus nueve miembros, se considera, en sí mismo, un avance en el desmantelamiento de la sobrecentralización del poder en el ámbito nacional.

Una de las formas en las que el PCCh ha comenzado a introducir la democracia dentro del partido es por medio de la nominación de múltiples candidatos para los distintos cargos. De los nominados para el 17º Congreso del Partido, 15% fue rechazado en las votaciones del partido. En el ciclo electoral nacional 2006-2007, según los medios oficiales, 296 municipios en 16 provincias eligieron a los líderes locales del partido por medio del voto directo de sus miembros, como parte de un proyecto piloto. En un puñado de localidades, según me dijo un experto en temas gubernamentale, los secretarios del partido por condado también se estaban eligiendo por medio del voto directo.

Si la democracia dentro del partido empieza a surtir efecto, algunos expertos prevén una tendencia en la que los cuadros con ideas similares se unirán para formar grupos de interés más notorios dentro del PCCh. Un funcionario de alto rango de la Escuela Central del Partido le comentó a nuestra delegación de Brookings que los "grupos de interés" ya no eran un tabú dentro del partido, aunque las "facciones" organizadas no estaban permitidas. No obstante, algunos analistas predicen que el PCCh podría parecerse algún día al Partido Democrático Liberal que gobierna actualmente en Japón, en el cual facciones formales y organizadas compiten por los puestos políticos principales y defienden posiciones políticas diferentes.

En un importante discurso en la Escuela Central del Partido, en junio del año pasado, Hu exhortó a los máximos dirigentes del PCCh a "perfeccionar el sistema democrático dentro del partido y dar rienda suelta al vigor creativo del partido". Entonces, aparentemente en una demostración de la misma democracia dentro del partido que Hu defendía, se llevó a cabo una votación no vinculante a modo de encuesta entre los varios cientos de dirigentes presentes para medir sus preferencias por los candidatos al próximo Politburó y de su Comité Permanente: en otras palabras, por aquellos que deben gobernar a China durante los próximos cinco años.

Algunos analistas chinos creen que Hu, con sus comentarios en la Escuela Central del Partido, bien pudo estar anticipando un nuevo enfoque para la formulación de políticas públicas. "Debemos sostener con firmeza la capacidad de emancipar la mente, un requisito esencial de la línea ideológica del partido y un arma mágica que tenemos para lidiar con todo tipo de nuevas situaciones y problemas que se presenten en nuestro camino, y en nuestros esfuerzos continuos para inaugurar una nueva etapa en nuestra causa", dijo Hu a su audiencia. Al pedir a sus colegas que se liberaran del pensamiento rígido, se interpretó que los estaba alentando a ser más pragmáticos en sus ideas al tiempo que China evoluciona políticamente. De manera más específica, se pensó que Hu estaba, al mismo tiempo, indicando a los pensadores ortodoxos del partido que la de Mao no era la única manera de definir "democracia" y señalando a los miembros más reformistas del Comité Central que copiar simplemente los modelos occidentales tampoco era necesariamente la respuesta.

El estado de derecho

De los tres pilares de la democracia -- elecciones, independencia judicial y supervisión -- , según Wen, la independencia judicial es, en cierta manera, la más llamativa. La cuestión de si el PCCh está al servicio de la ley, o viceversa, siempre ha hecho que la independencia judicial sea un tema delicado en China.

El sistema judicial chino ha hecho grandes avances a lo largo de las últimas tres décadas, pero aún le queda un largo camino por recorrer. En 1980, cuando el sistema judicial apenas estaba empezando a reconstruirse tras la devastación de la Revolución Cultural, los tribunales de todo el país admitieron un total de 800 000 casos. Para 2006, ese número se había multiplicado por diez, lo que refleja la transformación en el lugar que ocupa la ley en la sociedad. China ha aprobado más de 250 nuevas leyes en los últimos 30 años, y está en camino de crear todo un código nacional, partiendo de cero.

Hasta mediados de los años ochenta, la mayor parte de los jueces y fiscales chinos estaba compuesta de ex militares con escasa educación formal de cualquier tipo, y mucho menos capacitación legal. La independencia judicial no era el objetivo de ese sistema; si acaso, era algo de lo que había que protegerse. Como era de esperarse, dado que el propósito de los tribunales consistía en seguir la línea del partido, los jueces y fiscales estaban muy ideologizados. Pero a partir de mediados de la década de los ochenta, el Estado empezó a designar a egresados universitarios para que ocuparan los cargos de jueces y fiscales. Para finales de los años noventa, tener una maestría en Derecho era un prerrequisito no escrito para convertirse en magistrado.

El cambio en el estatus de los abogados en China ha ido a la par del aumento en la calidad de jueces y fiscales. Antes de que concluyera la década de los ochenta, todos los abogados eran empleados del Estado; no existía la práctica privada. Las primeras "cooperativas de despachos legales" aparecieron entre 1988 y 1989 y, hoy, China cuenta con 118 000 abogados con licencia que ejercen en 12 000 despachos. (En contraste, Estados Unidos tiene un número de abogados equivalente a más de ocho veces el número de abogados chinos para una población que es apenas la cuarta parte de la de China). El crecimiento de la práctica privada de la abogacía ha impulsado que se siga profesionalizando el sistema en su conjunto, en parte porque los abogados necesitan ganar los casos (o cuando menos conseguir sentencias no tan duras) de sus clientes para que puedan prosperar. Los fiscales aún ganan más del 90% de los casos, pero, conforme ha mejorado la calidad de los abogados y las argumentaciones se han vuelto más complejas, los fiscales -- y también los jueces -- han tenido que mejorar su propia competencia. Los jefes del partido aún interfieren en el proceso judicial y el gobierno central todavía decide los casos políticamente sensibles, pero la mayoría de los observadores coincide en que, conforme las disputas se vuelven más complejas, la frecuencia y el grado de tal interferencia va en declive.

China ha adoptado numerosas leyes importantes que pretenden proteger a los ciudadanos contra los abusos del gobierno. La Ley de Servidores Públicos de 2005 establece un alto estándar de conducta para los funcionarios. La Ley de Compensaciones Estatales de 1994 busca enmendar las fallas del gobierno. Quizá la más significativa sea la Ley de Litigio Administrativo, adoptada en 1989, que permite que los ciudadanos demanden al Estado; sólo en el primer año, se presentaron 13 000 demandas al amparo de esta ley. Actualmente, cada año se presentan más de 150 000 demandas contra el gobierno y algunos de los casos de éxito han sido aclamados en los medios de comunicación.

No obstante, los funcionarios chinos reconocen que el proceso judicial todavía está plagado de problemas. Uno de los obstáculos más serios para alcanzar veredictos imparciales es la red de relaciones personales, conocida como guanxi -- lazos forjados a lo largo de los años a partir del intercambio de favores y asistencia -- , en la cual se basan muchas decisiones en China. Estos nexos tienen un efecto muy limitante sobre las decisiones de la fiscalía y de los tribunales. En China, los jueces habitualmente hablan en privado con las partes implicadas en el caso, lo cual crea situaciones en las que la guanxi y la corrupción pueden contaminar de inmediato el proceso. Algunos expertos han sugerido que, para corregir esta debilidad endémica, es necesario aumentar los salarios de los jueces y tomar otras medidas para crear una élite judicial, distinta a otros funcionarios gubernamentales.

El mayor desafío de China ya no es la falta de un código legal comprensivo, sino el abismo existente entre lo que está en los libros y cómo se lleva esto a la práctica, especialmente en el ámbito local y en los casos considerados como sensibles políticamente. Los derechos garantizados por la histórica Ley de Procedimientos Criminales de 1996, tales como el acceso oportuno a la defensa y a la evidencia exculpatoria, con frecuencia son denegados o, simplemente, ignorados. Un grupo pequeño -- pero que crece cada vez más -- , de abogados privados -- algunas veces llamados "defensores de derechos" -- se hace cargo de los casos delicados o de acusaciones injustas, en parte para poner en evidencia las instancias en las cuales el propio sistema judicial viola la ley. Aunque casi nunca ganan y a veces ellos mismos reciben amenazas o son encarcelados, estos abogados activistas creen que señalando insistentemente la discrepancia entre el objetivo oficial de tener un sistema judicial imparcial y la realidad en el terreno lograrán, con el tiempo, reducir la brecha.

Otro obstáculo importante es la gran influencia que siguen teniendo los funcionarios locales sobre los tribunales. Los comités locales del PCCh están implicados íntegramente en el nombramiento de jueces y fiscales, y los gobiernos locales tienen discrecionalidad sobre los salarios y los presupuestos en todo el sistema judicial. Esta situación es similar a la del sistema bancario chino hace una década, cuando la influencia de los funcionarios locales sobre las sucursales bancarias resultó en un vasto número de los llamados "créditos de política pública". La explosión de una deuda inoperante, con el tiempo, forzó a Beijing a gastar 60 000 millones de dólares de las arcas del gobierno central para rescatar a los bancos, después de lo cual el entonces primer ministro Zhu Rongji impulsó una reorganización que transfirió la autoridad final sobre el personal y las decisiones sobre los préstamos a las sedes centrales de los bancos. La reforma bancaria podría ofrecer un modelo promisorio para la reestructuración que requiere el sistema judicial.

De acuerdo con la enmienda constitucional de 1999, actualmente, China es oficialmente un "país regido por la ley". Pero el PCCh -- no el gobierno -- sigue teniendo el poder último. Un número cada vez mayor de expertos arguye que, en consecuencia, lo que el país necesita es un partido que, junto con sus miembros, comprenda sin lugar a dudas que no está por encima de la ley. El año pasado, uno de los promotores de esta visión, el profesor Zhuo Zeyuan, de la Escuela Central del Partido, ofreció una charla de dos horas sobre sus ideas a los 24 miembros del Politburó. Un dirigente de la Escuela Central del Partido me dijo más tarde que la relación adecuada entre el partido en el poder y la constitución era clara: el PCCh debe regirse por la ley. Al igual que ocurre con muchas otras cosas en China hoy, el problema es el abismo que hay entre la teoría y la práctica.

El PCCh mantiene firmemente las palancas que controlan a los tribunales y las manipula cuando es necesario. Además, opera un sistema paralelo, pero por separado, para lidiar con los miembros descarriados del partido, el cual incluye el uso de la detención y de la interrogación y, en algunos casos, es más draconiano que el sistema legal regular. Recientemente, ha habido señales de que el partido podría estar comenzando a reconocer la necesidad de incluir el debido proceso en sus prácticas. El profesor Jerome Cohen, de la Escuela de Derecho de la New York University, uno de los expertos más destacados en temas del sistema legal chino en Occidente, ha señalado que las organizaciones locales del partido han establecido, en al menos 20 provincias, un sistema disciplinario para los miembros del PCCh, que incluye garantías tales como la notificación de los presuntos actos ilegales, la oportunidad de defenderse de los cargos (incluido el derecho de solicitar el apoyo de testigos), una declaración de las razones detrás de la decisión final y la posibilidad de interponer un recurso de apelación. Algunos de estos derechos ya estaban desde hace mucho tiempo en los estatutos del PCCh, pero estas normas nunca se habían aplicado seriamente.

Los dirigentes chinos parecen darse cuenta de que, en 2008, China es un país demasiado complejo para ser gobernado totalmente por decreto desde Beijing, por lo que tiene que gobernarse por medio de leyes y un sistema legal competente que goce de la confianza de la gente. La falta de confianza en los tribunales es una de las razones por las que la población se manifiesta en las calles, y las cifras oficiales muestran que cada año tienen lugar en China decenas de miles de protestas. A nadie sorprende, entonces, que los dirigentes, como el primer ministro Wen, pretendan que tanto el partido como el Estado dejen de interferir en los asuntos judiciales de rutina. Pero la dirigencia aún insiste en controlar los casos sensibles y el sistema judicial en el nivel macro. La pregunta es si el PCCh conseguirá establecer un sistema judicial independiente e imparcial y, a la vez, mantener el control desde la cúpula.

Supervisión

Al sistema chino no le faltan instituciones cuyo propósito es vigilar la honestidad de los funcionarios. La más antigua de ellas es el sistema tradicional de petición, que data de la era imperial, el cual permite que la gente presente sus quejas directamente a las autoridades superiores. Cada ministerio en Beijing tiene una oficina que atiende esos reclamos. Pero la petición es vista como un último recurso y sólo unos cuantos casos se resuelven satisfactoriamente: el proceso no es transparente y depende de la buena voluntad de los funcionarios anónimos que evalúan los casos.

Otra institución de supervisión, la Comisión Central de Inspección Disciplinaria del PCCh, formada por 8 diputados y 120 funcionarios de alto nivel, y encabezada por un miembro del Comité Permanente del Politburó, está encargada de combatir la corrupción y otras faltas de los miembros del partido. Sus contrapartes del lado del gobierno son el Ministerio de Supervisión y la Oficina Anticorrupción de la Fiscalía Suprema del Pueblo, responsables de enjuiciar a funcionarios de gobierno descarriados. Por último, una de las funciones de la agencia oficial de noticias Xinhua consiste en recabar información sobre corrupción en todo el país y elaborar informes internos para la dirigencia central.

Sin embargo, a pesar de estos múltiples mecanismos, el problema de la corrupción oficial sigue siendo serio y los dirigentes mencionan rutinariamente que la depravación moral es uno de los principales retos del partido. A medida que la economía ha prosperado durante más de dos décadas, las oportunidades para cometer actos de corrupción también lo han hecho. Algunos casos de alto perfil, como el de Zheng Xiaoyu, el ex jefe de la Administración de Alimentos y Medicamentos del Estado, ejecutado el pasado mes de julio por aceptar sobornos de empresas farmacéuticas, alimentan la percepción de la descomposición endémica. De acuerdo con el PCCh, se sancionó a más de 97 000 funcionarios en 2006, de los cuales 80% resultó culpable por negligencia en el cumplimiento del deber, por aceptar sobornos o por violar las regulaciones financieras. "El sistema formal [de supervisión] en su conjunto ha fallado", me comentó un analista del gobierno. En niveles inferiores, una falla estructural básica en el sistema de supervisión se parece a las de los tribunales: los responsables de las comisiones de inspección disciplinaria son designados por los líderes locales, quienes tienden, previsiblemente, a elegir a familiares, amigos, protegidos o colegas. No fue sino hasta 2006 que se estableció una regla que requería que el gobierno central nombrara a los responsables de las comisiones en el ámbito provincial.

El presidente Hu y el primer ministro Wen se enfrentan a un dilema fundamental. Saben que erradicar la corrupción, la cual motiva la desconfianza de los ciudadanos en el gobierno de partido único, debe ser su principal prioridad en materia de gobernanza. Pero deben actuar manteniendo la lealtad de los funcionarios locales, mediante los cuales el PCCh gobierna el país. Para incrementar los mecanismos formales de supervisión, el gobierno está recurriendo cada vez más a medios alternativos. En Beijing, algunos distritos están valiéndose de sondeos de opinión pública para medir la satisfacción de la población con respecto a cada una de las oficinas de gobierno, y la Comisión de Planeación Urbana de Beijing contrató a una empresa consultora para que le ayudara a tomar en cuenta la opinión pública de manera más adecuada en la evaluación de proyectos de reurbanización.

Otra tendencia promisoria es la rápida comercialización de la prensa china. El gobierno todavía ejerce un extenso control sobre los medios de comunicación, al ser dueño de organizaciones de publicación y difusión y también por medio de la censura. Asimismo, es cierto que aún existen límites que los periodistas no pueden traspasar. Sin embargo, las cosas están cambiando. Conforme las publicaciones chinas independientes buscan lectores y anunciantes, hacen el seguimiento de historias que la gente quiere leer; igual que sus contrapartes en Occidente, han descubierto que el periodismo de investigación vende bien. En un caso muy sonado, un reportero veterano del China Economic Times escribió, en 2002, un artículo de fondo sobre el sistema de licencias para taxis en Beijing. Debido a un supuesto contubernio entre los dueños de empresas y el organismo supervisor del gobierno, los taxistas se veían obligados a trabajar durante horas escandalosamente largas y con bajos salarios. El diario se agotó casi inmediatamente. La Oficina Central de Propaganda, en respuesta, impidió que otras publicaciones se refirieran al tema. La Oficina de Transporte de la ciudad prohibió a los taxistas leer el artículo. Algunos de los taxistas citados en el artículo recibieron amenazas de muerte, y el autor tuvo que ser protegido por guardaespaldas durante tres meses. A pesar de todo, el revuelo público aumentó cuando la noticia se divulgó por Internet. Ocho días después de que se publicó el artículo, el entonces viceprimer ministro Wen Jiabao emitió un comunicado oficial en el que apoyaba a los conductores de taxi y ordenaba que se preparara un informe de la situación para el entonces primer ministro Zhu Rongji.

Un experimento que ha llamado la atención de muchos chinos es la decisión del gobierno de permitir que los periodistas extranjeros viajen e informen libremente a lo largo y ancho del territorio chino (con la excepción del Tíbet), desde enero de 2007 hasta los Juegos Olímpicos de Beijing, en 2008. "Se trata, evidentemente, de una prueba para ver cómo usa la prensa extranjera su nueva libertad", comentó el director de un periódico chino. "De no ser que algo salga terriblemente mal, es difícil prever cómo podría el gobierno reimponer el viejo sistema una vez que terminen los Juegos Olímpicos". No sorprende que haya habido numerosos problemas inherentes a la novedad de la medida: en julio, fueron detenidos por algunas horas varios periodistas extranjeros que cubrían una manifestación en contra del gobierno, encabezada por una organización internacional de derechos humanos. Sin embargo, los corresponsales extranjeros en Beijing señalan que, en general, desde que se anunció la nueva política, se han relajado de forma notable las restricciones a sus actividades y desplazamientos.

En los últimos años, Internet y la telefonía celular han empezado a representar un desafío para los medios de comunicación tradicionales, ya que se han convertido en canales de expresión del descontento ciudadano y, en ocasiones, han obligado al gobierno a actuar. Un ejemplo famoso fue el incidente del intento de desalojo -- conocido como "nail house" -- en la metrópolis de Chongqing, una ciudad que crece sin orden ni concierto, localizada en el centro de China. Durante tres años, una pareja de clase media se negó rotundamente a vender su casa a una promotora inmobiliaria que, con permiso del gobierno municipal, tenía planeado arrasar con toda el área para convertirla en un distrito comercial. Los vecinos de la zona ya se habían mudado desde hacía algún tiempo. Para intimidar a la pareja, la inmobiliaria cavó un cañón de tres pisos de altura alrededor de su solitaria casa, pero su táctica dio el resultado contrario del que se pretendía, y, además, de manera espectacular. Las fotos de la precaria situación de su vivienda se publicaron en Internet, lo que hizo estallar la indignación de los chinos por todo el país. En unas cuantas semanas, se habían enviado decenas de miles de mensajes arremetiendo contra el gobierno de Chongqing por haber permitido que algo así sucediera. Algunos reporteros acamparon en el sitio; incluso los periódicos oficiales hicieron suya la causa de la pareja. Al final, la pareja se conformó con una casa nueva y una compensación de más de 110 000 dólares. El Beijing News, un diario muy leído, publicó un comentario que habría sido impensable para un periódico chino diez años antes: "Esto es inspirador para la población china en esta era emergente de los derechos civiles... La cobertura mediática de este acontecimiento ha sido razonable y constructiva. Esto es alentador para el futuro de los ciudadanos que defiendan sus derechos conforme a la ley".

En otro ejemplo del maridaje entre las nuevas tecnologías y la acción ciudadana, el pasado mayo, un grupo indignado de residentes de la ciudad costera de Xiamen inició una campaña para forzar al gobierno de la ciudad a detener la construcción de una gran planta química en las afueras de la ciudad. Su arma fue el teléfono celular. En cuestión de días, se enviaron cientos de miles de mensajes de texto en contra de la planta, expandiéndose como si fuera un virus por todo el país. Las autoridades de Xiamen, que antes habían ignorado la oposición popular a la planta, de repente anunciaron que se suspendería la construcción hasta que se completara un estudio de impacto ambiental. Insatisfechos con esta solución a medias, los ciudadanos volvieron a utilizar la red de mensajes para organizar una marcha en la que cerca de 7 000 personas demandaron el cese permanente de la construcción. Aunque los periódicos locales del partido atacaron la protesta por considerarla ilegal, permitieron que se llevara a cabo sin incidentes, lo que la convirtió en una de las manifestaciones pacíficas más grandes de los últimos años en China.

La democracia en China

Los avances recientes en materia de elecciones, de independencia judicial y de supervisión son parte de la transformación de la sociedad china y de la expansión de las libertades individuales que han acompañado a las tres décadas de vertiginosas reformas económicas y de desarrollo. El gobierno sigue interviniendo en muchas áreas, pero mucho menos que antes.

En los últimos 20 años, varios cientos de millones de chinos han migrado del campo a la ciudad, es decir, que ha sido el período de urbanización más corto e intenso de la historia. Hasta hace una década, el gobierno imponía un control riguroso sobre la migración interna. Actualmente, los funcionarios consideran a los 300 millones adicionales de campesinos que se espera se muden a las ciudades en las próximas dos décadas como una fuerza positiva que ayudará a cerrar la brecha de ingreso entre el campo y la ciudad en China. Antes, el Estado asignaba trabajos y viviendas para cada residente urbano. Ahora, los chinos urbanos disfrutan de viajes al extranjero con motivos académicos, laborales o de placer. Hace diez años, un ciudadano chino necesitaba obtener el permiso de su supervisor, del secretario del partido asignado a su unidad de trabajo y de la policía local sólo para solicitar un pasaporte, un proceso que podía tomar seis meses, y eso en el caso de que se aprobara el pasaporte. Hoy, el procedimiento completo lleva menos de una semana y su aprobación es casi tan automática como en Estados Unidos. Hasta hace menos de dos décadas, todos los extranjeros residentes en Beijing eran obligados a vivir en lugares designados, como hoteles o complejos habitacionales vigilados por la policía militar. Actualmente, los extranjeros y los chinos viven puerta con puerta. Cuando a los chinos se les pregunta por la democratización de su sociedad, suelen mencionar lo mismo este tipo de cambios que las elecciones o la reforma judicial. Quizá confundan el concepto de libertad con el de democracia, pero sería un error considerar como algo insignificante la expansión de su libertad individual.

Un funcionario de alto nivel del Partido Comunista al que conocí se maravillaba en privado de que, hace diez años, habría sido impensable para alguien en su posición tener siquiera una discusión abierta sobre la democracia con un estadounidense. Ahora, según él, el debate en China ya no versa sobre las posibilidades de tener una democracia, sino sobre cuándo y cómo se dará. Asimismo, consideró que una de las cosas que el partido debe hacer de inmediato es reformar la Asamblea Popular Nacional para que no se convierta en un "asilo" para ex funcionarios: la Asamblea Popular Nacional debería estar formada por profesionales competentes y, con el tiempo, constituirse en un verdadero cuerpo legislativo. También señaló que el gobierno debería instituir las elecciones por voto directo hasta llegar al nivel provincial, para tener, si bien no elecciones multipartidistas al estilo occidental, sí cuando menos una competencia que ofrezca opciones reales entre los candidatos.

El presidente de una de las empresas chinas más grandes, quien también es miembro suplente del Comité Central del PCCh, me dijo que la mejora en la gobernanza corporativa de las empresas que cotizan en bolsas extranjeras (y, por lo tanto, están sujetas a normas internacionales), como la suya, era otro ejemplo de la expansión de los "hábitos democráticos" en China. Si bien la gobernanza corporativa en China sigue en construcción, según él, la tendencia general entre las empresas estatales, especialmente las que cotizan en el extranjero, es hacia una mayor transparencia, juntas directivas más independientes y fuertes, y una gestión basada en reglas acordadas mutuamente. A la larga, trabajar en un entorno como ése seguramente inculcará patrones de pensamiento más democráticos entre la élite empresarial china, así como entre los funcionarios de alto rango que encabezan los consejos directivos de las empresas estatales.

Durante el último siglo, nadie ha reflexionado más sobre la promesa de la democracia en su país ni se ha desalentado más por su carácter elusivo que los propios chinos. Una y otra vez, han visto surgir un impulso democrático propio que luego se colapsa o es reprimido prematuramente. La emperatriz viuda Cixi suprimió los "cien días de reforma" de 1898, iniciados por los consejeros del emperador Guangxu. El optimismo que rodeó la toma de posesión de Sun como presidente provisional de la República China, el 1 de enero de 1912, pronto lo extinguió Yuan Shikai, el mandatario militar que intentó coronarse como el primer emperador de una nueva dinastía, en 1915. Los progresistas dentro de los partidos nacionalista y comunista propugnaron por que se implantaran formas de gobierno democráticas en los años treinta, antes de la terrible destrucción que generaron las guerras con Japón y, más tarde, entre ellos mismos. El establecimiento de la República Popular, en 1949, auguró una era de autodeterminación, prosperidad y democracia. Pero la esperanza fue aplastada por las opresivas e incesantes campañas políticas de Mao, que culminaron en la Revolución Cultural. Antes de la tragedia de Tiananmen, en 1989, la década de los ochenta fue un período de intensa agitación política, en el que la democracia fue objeto de debate dentro del gobierno, de los think tanks, de las universidades y también en los lugares de encuentro de los intelectuales.

En comparación con esos períodos, la manera en que hoy hablan de la democracia los dirigentes chinos podría parecer más bien prudente. Los críticos señalan que esto refleja la falta de compromiso real del gobierno con la reforma política. Los optimistas creen que el gradualismo permitirá que la liberalización actual dure más que las experiencias eufóricas, pero fallidas, del pasado. Uno de los viejos estadistas chinos -- quien ha conocido personalmente a todos los altos dirigentes del país desde Mao -- me insistió que la democracia siempre ha sido una "aspiración común" del pueblo chino. Están decididos a alcanzarla, pero Occidente debe ser paciente, expresó. "Por favor, dejen que los chinos experimentemos; déjennos explorar".

La pregunta de a dónde llevará esta exploración sigue abierta. Hay una amplia gama de puntos de vista entre los chinos acerca de cuánto tiempo será necesario para que la democracia eche raíces, pero también hay algunos acuerdos. Un funcionario lo expresó así: "No hay quien prediga que China será una democracia en 5 años. Algunos piensan que lo será en 10 ó 15 años; otros opinan que tomará entre 30 y 35 años. Pero nadie dice que será en 60". Otros predicen que el proceso tomará al menos otros dos cambios generacionales en la dirigencia del PCCh, un escenario que pondría la llegada de la democracia alrededor del año 2022.

En 2004, se realizó una encuesta a casi 700 funcionarios locales que habían asistido a un programa provincial de capacitación. Más de 60% de los funcionarios encuestados dijo que se sentía insatisfecho con el estado de la democracia en el país en ese momento, y 63% dijo que la reforma política en China era demasiado lenta. Por otro lado, 59% opinó que el desarrollo económico debía preceder a la democracia. La encuesta también arrojó otros datos reveladores: 67% de los cuadros apoyó la celebración de elecciones populares para elegir a los líderes de las aldeas y 41% para los jefes de condado; en contraste, sólo 13% manifestó estar a favor de celebrar elecciones para elegir a los gobernadores provinciales y apenas 9% para elegir al presidente de China.

A algunos chinos les gusta señalar que a Estados Unidos le llevó dos siglos alcanzar el sufragio universal. En muchas de las primeras elecciones presidenciales en Estados Unidos, la mayoría de los estados restringió el voto a los terratenientes blancos, es decir, a menos de 10% de la población adulta estadounidense en ese momento. Las mujeres tuvieron que esperar hasta el siglo XX y la población negra hasta los años sesenta. "Éste es un tema en el que los chinos podríamos ser menos pacientes que ustedes los estadounidenses", dijo, en tono de broma, el director de un periódico de Beijing.

En la primavera pasada, un artículo titulado provocativamente "La democracia es algo bueno" causó algo de revuelo en China. El artículo, publicado en un periódico estrechamente vinculado al partido, fue escrito por Yu Keping, director de un think tank que responde directamente al Comité Central del PCCh. Aunque no negaba las desventajas de la democracia ("ofrece a algunos políticos demagogos y defraudadores la oportunidad de engañar a la gente"), Yu fue franco y concreto en su apoyo hacia ella: "Entre todos los sistemas políticos que se han inventado e instaurado, la democracia es el que tiene el menor número de defectos. Esto quiere decir que, en términos relativos, la democracia es el mejor sistema político para la humanidad".

Yu no pronosticó un camino fácil para la democracia en China. Aseguraba que: "Según las condiciones de un régimen democrático, los funcionarios deben ser elegidos por los ciudadanos y deben ganarse la aprobación y el apoyo de la mayoría de la gente; sus poderes estarán restringidos por los propios ciudadanos y no podrán hacer lo que quieran sin consultarlo y negociar con la gente. Sólo por estas dos razones, a mucha gente le disgusta la democracia. Por lo tanto, la política democrática no operará por sí sola; requiere que la misma gente, y los funcionarios de gobierno que representan sus intereses, promuevan la democracia y la pongan en marcha".

Evidentemente, algunas personas que están en el centro del sistema chino se plantean constantemente estas preguntas fundamentales. La cuestión es si estas ideas se llevarán a la práctica y cómo se hará. China debe ahora completar la transición que comenzó en años recientes, de un sistema que descansa en la autoridad y el juicio de una o varias figuras dominantes a un gobierno conducido con base en reglas vinculantes y aceptadas por todos. La institucionalización del poder es compartida por todos los países que han tenido éxito en su transición hacia la democracia. Los experimentos que China está llevando a cabo con las elecciones locales, la reforma del sistema judicial y el fortalecimiento de la supervisión son todos parte del viraje hacia un sistema más basado en reglas. También lo son las formas en las que la sociedad china sigue haciéndose más abierta y diversa, dando lugar, poco a poco, a la creación de una sociedad civil.

La institucionalización podría progresar al máximo en los próximos años en un área que podría ser decisiva en la definición de la evolución política de China: la sucesión de los dirigentes. La manera en que un país lleva a cabo la transferencia del poder en los niveles más altos envía una señal inequívoca a todos los niveles inferiores. En este punto, China ya ha tenido avances. Ser elegido como el sucesor de Mao era la situación más peligrosa en la que cualquiera pudiera encontrarse. Deng tuvo sus propios problemas al nombrar a un sucesor duradero; siguió siendo el hombre más poderoso de China durante casi una década tras renunciar a todos sus puestos oficiales, en 1989. Fue su sucesor, Jiang, quien vio la primera transferencia pacífica del poder en la historia moderna de China al entregar la dirigencia a Hu. Jiang sigue ejerciendo el poder tras bambalinas, pero nadie sugeriría que tiene la influencia que en su momento tuvo Deng.

Un alto dirigente me aseguró que el asunto de la sucesión ya no podrá gestionarse eficazmente de forma ad hoc como se hizo en el pasado. Tanto China como el mundo han cambiado muchísimo; el proceso de selección de los dirigentes del país debe institucionalizarse. En su opinión, el problema es que aún falta poner en marcha un nuevo sistema aceptable y, hasta que esto no suceda, sería poco práctico desechar el antiguo modelo. En este momento, China vive una transición ambigua. Por su parte, este dirigente considera que los avances podrían verse cuando se lleve a cabo la Tercera Sesión Plenaria del 17º Congreso del Partido, en 2009. Algunos de sus miembros han sugerido inclusive que el heredero de Hu como Secretario General del PCCh podría ser elegido mediante el voto plenario del Comité Central, cuando Hu se retire en 2012. El método mediante el cual se elija al sucesor de Hu será un indicador indiscutible del futuro político que prevé la generación actual de líderes chinos, mostrando si éstos creen, como Sun lo hizo hace cien años, que la democracia es la mejor manera de alcanzar la prosperidad, la independencia y la libertad por las que el pueblo chino ha luchado y se ha sacrificado durante tantos años.