sábado, 7 de febrero de 2009

OBAMA Y ASIA-PACÍFICO: ¿LLEGARÁ EL CAMBIO?


Pablo Bustelo

Entre los importantes desafíos de política exterior a los que tendrá que hacer frente la próxima Administración Obama figura, en lugar destacado, la necesidad de una nueva estrategia con respecto a Asia-Pacífico. En ese área del mundo, el balance de ocho años de Administración Bush no es del todo negativo (o, al menos, no es tan negativo como el de la política respecto de otras regiones del mundo), pero lo cierto es que Washington debe, en los próximos años, modificar sustancialmente la aproximación a la zona que ha tenido durante el mandato republicano. Cabe preguntarse si un presidente, como es Obama, con mayor sensibilidad por la región (por los años pasados durante su infancia en Indonesia y su predisposición para entender un continente de población no blanca y culturalmente muy diverso), puede ser capaz de hacerlo.

El legado ambivalente de la Administración Bush

En las relaciones con Asia-Pacífico, los resultados de los ocho años de la Administración republicana no han sido tan negativos como los de los vínculos con otras regiones del mundo, como Oriente Medio, Europa y América Latina.

La situación económica de Asia-Pacífico en general (con algunas excepciones, como Japón, obviamente, y también Singapur, Hong Kong y, en menor medida, Corea del Sur, Taiwán, Filipinas y Pakistán) no es tan mala como cabía prever hace algunos meses, al inicio de la crisis financiera. Además, los intercambios comerciales entre EEUU y la región han crecido sustancialmente en los últimos años. Como señaló el presidente Bush en su discurso de agosto de 2008 en Tailandia, en el que hizo balance de su política asiática, el comercio de mercancías entre EEUU y Asia Pacífico llegó al billón de dólares en 2007, cifra muy superior a los 400.000 millones en intercambios con Europa. Los esfuerzos antiterroristas en el sudeste asiático han dado resultados generalmente positivos. La tensión entre China y Taiwán ha decrecido apreciablemente tras la elección del nuevo presidente en la isla y se están dando pasos que apuntan a un acercamiento histórico entre las dos partes de los estrechos. EEUU ha mejorado sus relaciones con Japón, aunque a costa de cierto alejamiento de Tokio respecto del resto de Asia, y con la India, gracias a un acuerdo nuclear con profundas implicaciones estratégicas, aunque muy controvertido. Las relaciones de Washington con China son buenas y han mejorado con la Administración Bush, tras unos inicios, hasta finales de 2003, titubeantes, especialmente por la cuestión de Taiwán. Un buen ejemplo es el Diálogo Económico Estratégico entre las dos potencias, iniciado en septiembre de 2006, y que hubiese sido inviable de no mediar una relación política cordial. Por su parte, la crisis nuclear con Pyongyang parece estar, salvo sorpresa, en vías de solución definitiva, tras el cambio de actitud de Washington en 2007 y los buenos oficios de China.

No obstante, las críticas de Washington a los regímenes autoritarios de Myanmar, Corea del Norte y, en menor medida, China han surtido poco efecto en la opinión pública internacional, en buena medida porque el discurso estadounidense sobre valores se ha visto empañado por las prácticas en la prisiones de Guantánamo y Abu Ghraib, la guerra de Irak y los vuelos clandestinos de la CIA.

Además, buena parte de la mejoría de las relaciones entre EEUU y Asia-Pacífico se ha debido a causas ajenas a la propia política de EEUU, como atestiguan el caso de Taiwán y, en cierta medida, también los de China, cuyo sentido de la responsabilidad internacional ha aumentado al ritmo de su peso económico, y de Corea del Norte, en cuya crisis ha comenzado a influir, de manera seguramente decisiva, la presión china tras la prueba nuclear de 2006.

Finalmente, EEUU, además de perder rápidamente prestigio y credibilidad en la región, no ha prestado la atención debida a Asia-Pacífico, porque las prioridades de la Administración Bush estaban en otras zonas geográficas y en temas distintos a los que más han interesado a Asia (seguridad energética, lucha contra el cambio climático, Ronda de Doha, etc.). Por citar sólo un ejemplo, la iniciativa estadounidense del Asia Pacific Democracy Partnership (APDP), esto es, de una organización para promover los valores y las instituciones de tipo democrático, desvelada en la cumbre de APEC de 2007 en Sydney, no ha suscitado precisamente el entusiasmo en la región, por tratarse de una coalición, basada en los “valores”, que recuerda a la “coalición de voluntades” de la guerra de Irak y que es poco adecuada para un continente tan diverso como Asia-Pacífico.

La necesidad de una nueva estrategia

Para empezar, EEUU debería prestar más atención a Asia-Pacífico, una región relegada en la lista de prioridades de la política exterior del país en los últimos años, como consecuencia de la primacía absoluta de la lucha contra el terrorismo y de la excesiva concentración de esfuerzos en Irak. El ejemplo más evidente de que Asia-Pacífico ha sido una región desatendida es que la secretaria de Estado, Condoleezza Rice, se permitió nada menos que no asistir a la cumbre del Foro Regional de la ASEAN (ARF) que se celebró en Laos en julio de 2005, alegando simples problemas de agenda. Otro ejemplo es la suspicacia de Washington ante los procesos regionales estrictamente asiáticos (como ASEAN+3 o la Cumbre de Asia Oriental, de los que no forma parte), que le ha impedido tomar medidas de acercamiento a esas nuevas formas de regionalismo, como, por ejemplo, la firma del Tratado de Amistad y Cooperación de la ASEAN, al que se han adherido ya países como Japón, China, la India, Pakistán, Rusia, Australia y Francia (la UE lo hará presumiblemente en 2009). Un informe de la Asia Foundation sobre el papel de EEUU en Asia publicado en agosto de 2008 y coordinado, por parte estadounidense, por los antiguos embajadores Michael Armacost y J. Stapleton Roy, concluía que, dada la importancia estratégica de la región, “EEUU no se puede permitir el tratar los desafíos en Asia como asuntos de segunda o tercera fila”.

Además, Washington debe, en Asia-Pacífico también, restaurar la reputación de EEUU y recuperar la confianza perdida tras ocho años de una proyección internacional que ha generado una imagen que está bajo mínimos. Las causas son bien conocidas: unilateralismo (y desprecio manifiesto por casi cualquier iniciativa multilateral), guerra de Irak y activismo militar, dogmatismo ideológico, incapacidad para, ya no dirigir, sino incluso participar en la lucha contra el cambio climático, desatención a algunos de los derechos humanos más elementales (en Guantánamo o Abu Ghraib) y, para colmo, una crisis financiera con epicentro en los propios EEUU y consecuencia de años de una desregulación negligente por su gobierno. Para cambiar ese estado de cosas, EEUU debe promover su soft power, otorgando prioridad a la diplomacia multilateral, la lucha contra el terrorismo con la ley en la mano y la solución eficaz e internacionalmente responsable de sus problemas económicos internos. Además, debería, haciendo gala también de smart power, otorgar particular importancia a la lucha contra el cambio climático, encabezando las iniciativas internacionales (y, desde luego, dejando, de entrada, de obstaculizar el desarrollo de las negociaciones post-Kyoto) y promoviendo la transferencia de técnicas limpias a los países en desarrollo.

Adicionalmente, Washington debe abandonar, en sus relaciones con Asia-Pacífico, las incoherencias de los últimos años y que se han debido principalmente a las divisiones, dentro de la propia Administración republicana, entre ideólogos y pragmáticos o, más inequívocamente, entre neoconservadores y tradicionalistas. En el caso de Asia, esas divisiones produjeron resultados muy poco deseables, como en la política con China hasta 2003 o en la forma de abordar la crisis con Corea del Norte hasta 2007.

Por añadidura, si EEUU quiere que su salida ordenada de Irak y la concentración de esfuerzos militares en Afganistán (con implicaciones, claro está, en la lucha contra el terrorismo y la inestabilidad en Pakistán) lleguen a buen puerto, deberá contar con una mayor cooperación de los grandes países asiáticos, sin cuyo concurso esos objetivos se antojan poco menos que imposibles. Es bien sabido que Obama mencionó varias veces durante la campaña electoral la “necesidad de estabilizar Afganistán”, lo que sin duda exigirá una mayor presencia de tropas y un esfuerzo presupuestario considerablemente mayor.

En lo que atañe a países particulares, la Administración Obama habrá de intentar poner fin de una vez a la crisis nuclear con Corea del Norte. Deberá continuar la política que la Administración Bush desplegó desde la primavera de 2007, tras varios años de un enfoque inútil y contraproducente. Obama tiene, además, varias ventajas que pueden hacer esa solución algo más fácil: al no sufrir la presión del ala más conservadora del Partido Republicano, el presidente podrá acelerar la normalización de relaciones con Pyongyang y no cabe descartar que establezca relaciones directas con Corea del Norte, que se sumarían a las de las reuniones a seis bandas (con China, Corea del Sur, Japón y Rusia). Algunos medios especulan incluso con la posibilidad de un encuentro entre Barack Obama y Kim Jong Il, si es que éste se recupera de sus aparentemente graves problemas de salud.

En cuanto a China, la Administración Obama debería tomar buena nota de que la imagen de Pekín ha mejorado mucho en paralelo al deterioro de la de EEUU y de que su contribución potencial a la estabilidad del orden global se ha revalorizado sustancialmente como consecuencia de la crisis financiera internacional. Sus funciones de locomotora del crecimiento económico mundial, de tenedora de deuda pública de EEUU (por un valor que supera los 600.000 millones de dólares) y de proveedora de crédito e inversiones hacen que la economía china sea particularmente importante en la coyuntura actual. En un plano a más largo plazo, Washington debería reconsiderar lo que muchos analistas denominan la “estrategia de contención de China” desplegada por la Administración Bush, bien es cierto que bajo la fachada de unas relaciones políticas bilaterales cada vez más cordiales. Según una influyente corriente de opinión, la presencia de tropas en Asia Central, el acuerdo nuclear con la India y el apoyo sin matices a la nueva política de seguridad de Japón (basada en el “arco de democracia y prosperidad” formado por Japón, Australia, la India y Europa) son, entre otros, aspectos de esa estrategia de contención.

En lo que se refiere a Japón, la nueva Administración demócrata tendrá quizá que lidiar en 2009 con un cambio político de alcance, que será la sustitución en el poder del Partido Liberal Democrático por el Partido Democrático de Japón, opuesto a la asistencia militar en Irak y menos proclive a adoptar una política exterior subordinada a la de EEUU.

Sobre las relaciones con la India, el presidente Obama, durante la campaña electoral, propuso eliminar los incentivos fiscales a las empresas que deslocalizan puestos de trabajo. Tal medida sería muy mal vista por la India, que se ha beneficiado mucho en los últimos años por el outsourcing de servicios por parte de empresas estadounidenses. Otro reto será el de gestionar el polémico acuerdo nuclear, que sin duda se verá claramente respaldado por la nueva Administración dados los intereses en juego.

Finalmente, por citar únicamente los países asiáticos de mayor importancia en las relaciones bilaterales de EEUU en estos momentos, Washington tendrá que vérselas con el gobierno del conservador Lee Myung-bak en Seúl. Además, durante la campaña Obama insinuó que defendería una renegociación del acuerdo de libre comercio con Corea del Sur para hacerlo menos desfavorable para los trabajadores estadounidenses. Es ésta una promesa electoral que seguramente no se mantendrá, ya que es costumbre que los candidatos demócratas critiquen, en campaña, los acuerdos comerciales para luego defenderlos, una vez llegados al poder. Sin ir más lejos, Bill Clinton fue muy crítico con el TLCAN antes de su primer mandato.

¿Qué cabe esperar?

Durante la campaña electoral, Asia-Pacífico no estuvo muy presente entre las prioridades de Obama. La única excepción importante fue la crítica a China por su supuesta “manipulación” del tipo de cambio del yuan y por tener, consiguientemente, un excesivo superávit comercial en sus intercambios con EEUU (256.000 millones de dólares en 2007). Pero no debería, en principio, tener reflejo en la política de la nueva Administración. Se trata en efecto de una crítica habitual en períodos de campaña, especialmente entre los candidatos demócratas (Bill Clinton la hizo también antes de 1992). Además, una apreciación sustancial del yuan con respecto del dólar, sumada a la que se ha producido ya desde 2005, es muy improbable, dada la desaceleración en curso del crecimiento en China. Por añadidura, un análisis del déficit comercial de EEUU con Asia permite comprobar que, en los últimos años, más que crecer, lo que ha hecho es repartirse de otra manera, aumentando con China pero reduciéndose con Japón, Corea del Sur y Taiwán, mientras que se ha incrementado el superávit con Hong Kong y Singapur.

Por otra parte, en algunas capitales asiáticas existe cierto temor ante las veleidades proteccionistas del Partido Demócrata y ante su tendencia a reclamar la inclusión de normas laborales y medioambientales en los acuerdos de libre comercio, como los que están en curso con Corea del Sur o la ASEAN, así como una fundada preocupación de que las medidas de protección comercial se acrecienten por la crisis económica. No obstante, sin que pueda descartarse absolutamente un rebrote del proteccionismo, tal cosa no parece muy probable, en parte porque el discurso del Partido Demócrata no se traslada habitualmente a la práctica y en parte porque sería un fenómeno desastroso para las economías asiáticas exportadoras y, por tanto, muy negativo para su capacidad de financiar el déficit exterior de EEUU. No hay que olvidar que en Asia-Pacífico están los países con mayores reservas en divisas del mundo así como varios de los fondos soberanos (sovereign wealth funds) más importantes del planeta.

Es de prever que, con Obama y el retorno del soft power, EEUU restaure su imagen en Asia-Pacífico y recupere la confianza perdida entre los gobiernos asiáticos. También es previsible que la política exterior tenga menos incoherencias, puesto que ya no se darán las divisiones doctrinales propias del Partido Republicano. Es igualmente de esperar de Obama que preste más atención a Afganistán, y por tanto a Pakistán, que a Irak y que culmine la solución a la crisis con Corea del Norte, acelerando incluso la normalización de relaciones con Pyongyang. Tampoco habrá grandes sorpresas en las relaciones con Japón, India y Corea del Sur.

Las primera gran incógnita reside por tanto en si la nueva Administración será capaz de prestar a Asia-Pacífico la atención debida, en un contexto en el que los desafíos internos en EEUU son enormes (solución de la crisis financiera, estímulo a la economía con inversión pública, control del déficit presupuestario, mejoras en sanidad y educación y mayor protección del medio ambiente, entre otros). La segunda incógnita es si la presidencia de Obama se distinguirá por darse cuenta que una estrategia de contención de China es contraproducente. Como es sabido, la tesis de la amenaza potencial de China puede ser una profecía que se cumpla a si misma. Conviene recordar la frase de un discurso de septiembre de 2005 de Robert Zoellick, entonces subsecretario de Estado y actual presidente del Banco Mundial: “muchos países esperan que China adopte un ‘auge pacífico’, pero ninguno apostaría su futuro a tal cosa”. La comunidad internacional tiene que decidir si se fía o no de una China que ha demostrado, según muchos especialistas, no tener capacidad ni voluntad para distorsionar el orden internacional existente y provocar conflictos, económicos o de otra naturaleza. Si no existe tal confianza, China puede verse empujada a una carrera de armamentos y a tomar decisiones contrarias a sus pretensiones de “desarrollo pacífico”.

Conclusiones

Aunque el balance de los dos mandatos del presidente Bush en las relaciones entre EEUU y Asia-Pacífico presenta aspectos positivos, lo cierto es que éstos se han debido, en buena medida, a factores externos a las políticas de Washington, que la atención prestada al continente asiático ha sido insuficiente y que la imagen de EEUU en la región ha perdido muchos enteros, en parte por un discurso moralista no ajustado a determinadas prácticas propias.

Mejorar tales relaciones exige una agenda ambiciosa: prestar más atención a la zona, restaurar la reputación de EEUU y la confianza en sus políticas, acrecer la cooperación con los grandes países asiáticos (especialmente para estabilizar Afganistán), solucionar de una vez la crisis con Corea del Norte, mantener las relaciones privilegiadas con los socios tradicionales (y fomentarlas con los nuevos aliados, como la India) y adoptar una estrategia más inteligente con respecto a China.

Es muy posible que, por diferentes motivos, la Administración Obama tenga la posibilidad de cumplir buena parte de esos objetivos. Con todo, existen dos grandes incógnitas: dados los enormes desafíos internos, ¿podrá Obama prestar a Asia-Pacífico la atención que merece? y, a la vista de la importancia singular de la relación con Pekín, ¿será capaz el presidente de adoptar una estrategia más inteligente en las relaciones EEUU-China?

ÁFRICA EN LA LUCHA ANTITERRORISTA


Ángel Pérez González

La aparición de un grupo terrorista como al-Qaeda, capaz de operar en amplios espacios geográficos y de aprovechar circunstancias políticas locales para consolidar su red logística, ha obligado a prestar atención al continente africano, cuyos problemas de seguridad y estabilidad interna constituyen un perfecto escenario para el desarrollo o la gestación de actividades terroristas. De hecho, los ataques terroristas de al-Qaeda más significativos antes del atentado de Nueva York en 2001 se produjeron en Dar es Salam y Nairobi, provocando casi cinco mil heridos y doscientos muertos. Tampoco debe olvidarse la experiencia somalí, dónde probablemente al-Qaeda comenzó a experimentar en serio sus técnicas de acción, en ese caso contra las tropas de la ONU allí desplegadas. La presencia de este grupo terrorista en el continente africano no es un fenómeno reciente. En 1990 contaba ya con campos de entrenamiento en Sudán, utilizados además por otros grupos acólitos acogidos a su amplio paraguas financiero, entre ellos, al-Jihad, al-Gamma y al-Islamiya.

Las primeras fatwas emitidas por al-Qaeda datan de 1992, condenando la presencia de tropas norteamericanas en Somalia. En 1993, al-Qaeda se responsabilizó de la muerte de 18 soldados estadounidenses en ese mismo país. En 1998 una nueva fatwa procedente de ese grupo estableció para todo musulmán el deber de matar ciudadanos norteamericanos; una fatwa considerada como la justificación religiosa que amparó la comisión de los atentados contra las embajadas de EEUU en Kenia y Tanzania. Y en 2002 se constató la existencia de contactos entre el presidente liberiano, Charles Taylor, y al-Qaeda, que estableció en Liberia, a la sombra de la producción y exportación de diamantes, una de sus bases de operaciones financieras. Tampoco ha sido la región subsahariana ajena a una creciente animadversión popular hacia los EEUU, como demostró en 1996 el asalto al consulado norteamericano en Ciudad del Cabo, mientras una muchedumbre lanzaba consignas contra ese país y contra Israel.

Varios factores hacen de África un escenario ideal para el terrorismo islamista. La existencia de una amplia frontera cultural extremadamente permeable entre el norte y el arco índico, musulmán, y el sur y centro del continente en general animista y cristiano. El 40% de la población africana es musulmana, fenómeno que ofrece al islamismo más radical un interesante espacio dónde expandirse. No menos importante es el estado de extrema debilidad de los Estados africanos, incapaces de gestionar su territorio o de resolver los graves problemas de seguridad generados por grupos paramilitares y guerrilleros de diversa, pero siempre criminal, naturaleza.

Efectivamente, los problemas del terrorismo islamista en África palidecen cuando se comparan con los problemas de seguridad interna. El terrorismo ha sido la técnica operativa de los ejércitos informales de guerrilleros y paramilitares en el continente africano, y esta actividad terrorista ha carecido durante mucho tiempo de conexión alguna con fenómenos terroristas internacionales. Los señores de la guerra somalíes, los grupos paramilitares en el Congo, las guerrillas en Liberia, Guinea Bissau o en Sierra Leona responden a esta inercia que utiliza entre sus técnicas el rapto de menores, el asesinato indiscriminado, la violación, las amputaciones y la coerción sobre las poblaciones locales para que apoyen o se unan a su causa. Aunque el problema de seguridad africano por excelencia continua siendo endógeno, no es menos cierto que las actividades de al-Qaeda han puesto de relieve la fragilidad de ese medio y la facilidad con la que puede ser cooptado cuando un grupo terrorista se lo propone. La experiencia de Afganistán, la existencia de islamistas radicales organizados en todos los Estados del norte de África y la naturaleza islamista del gobierno de Sudán constituyen, finalmente, vectores de transmisión de riesgos, por imitación o transplante de células, que hacen recomendable replantear la actitud occidental hacia la zona.

La debilidad del Estado

La debilidad del Estado en África, en especial al sur del Sahara, no es una novedad. La trayectoria fallida de las nuevas naciones independientes tras la descolonización europea es fácil de reconstruir. Sin embrago la globalización ha enconado esa debilidad, a medida que dejaba en evidencia las arcaicas estructuras económicas nacionales y la corrupción política, y enfrentaba a los Estados subsaharianos con nuevos retos tecnológicos y de seguridad imposibles de asumir con éxito. Esta debilidad no es en si misma el origen del terrorismo local, ni necesariamente constituye el espacio de acción de criminales y terroristas exógenos. De hecho, el terrorismo de al-Qaeda necesita redes de comunicación, aeropuertos y una mínima infraestructura tecnológica. Incluso puede argumentarse que la existencia previa de grupos violentos locales puede constituir un obstáculo al asentamiento de terroristas del exterior. Sin embargo, la experiencia previa, desde Afganistán hasta Colombia, parece indicar que tales situaciones acaban propiciando escenarios de colaboración entre grupos criminales y terroristas.

El colapso total de un Estado, como sucede en Haití, puede hacerlo menos atractivo incluso para una banda terrorista, pero la mayor parte de los Estados débiles cuentan con un margen razonable de desarrollo, el suficiente para existir, aunque insuficiente para ejercer su autoridad plena. La utilización, además, por el terrorismo islamista de otros medios de penetración indirectos, en esencia el religioso, es decir, las mezquitas y sus medios de influencia, como las entidades financieras musulmanas, facilita su instalación en un espacio caótico si las circunstancias lo exigen. Es el caso de Somalia, donde esa permeabilidad a la actividad terrorista quedó al descubierto cuando la ONU, en 2001, congeló los activos de su principal entidad financiera, al-Barakaat, por sus vínculos con al-Qaeda. Siempre es preferible, en cualquier caso, para una banda terrorista un medio organizado; es decir, Sudán mejor que Somalia y Senegal mejor que Liberia o Sierra Leona. Estos Estados pueden convertirse en santuarios, lugares de descanso, donde pasar desapercibidos; y su ineficaz administración del territorio una vía para burlar los sistemas de control de tráfico de mercancías y pasajeros locales e internacionales. Paralelamente, la pobreza y la falta de expectativas, el hacinamiento urbano y la desaparición de valores tradicionales exponen a estas sociedades a procesos de radicalización que confluyen, de ahí la confusión, con el fenómeno terrorista.

Ello, sin embargo, no debe llevar a establecer una relación causa-efecto entre ambos fenómenos. La pobreza no genera automáticamente violencia; algo que sí se puede predicar en sentido inverso. Aunque la tradición religiosa de los musulmanes al sur del Sahara es moderada, la presencia de otras formas islámicas más radicales es ya evidente en todo el arco del Índico y en Nigeria. El caso más emblemático es el de Kenia, dónde la asociación Alí Shee, que engloba a una parte importante de los imanes de las provincias costeras del país, ha amenazado incluso con iniciar un movimiento de secesión si la sharia no se aplica en las zonas de mayoría islámica. El precedente nigeriano, dónde la tensión entre cristianos y musulmanes es una constante y la incapacidad del gobierno federal para imponer un orden de convivencia es evidente, no permite presagiar buenos augurios. Como Kenia, también Tanzania está experimentado una radicalización de su tradición islámica con consecuencias tan nefastas como previsibles.

La debilidad del Estado se traduce en la ausencia de legislación antiterrorista adecuada, la inexistencia de medios para ejecutarla si existe y la infravaloración de factores como la corrupción en la generación de grupos criminales y guerrilleros. De hecho, los Estados africanos han tendido a establecer una relación directa entre pobreza y terrorismo contraproducente. Es cierto que esta simbiosis permite demandar más ayuda internacional, pero impide, sin embargo, establecer el origen preciso de la violencia endógena y exógena. La pobreza ha sido una constante en el continente africano sin que por ello fuese capaz de crear un nivel de conflictividad como el actual. Es necesario abordar de lleno el problema de la autoridad que debe ejercer el Estado, cuya falta de medios y voluntad política es a menudo lacerante.

Con frecuencia el ejército o la policía son incapaces de proteger a la población civil más allá de zonas urbanas y sus espacios colindantes. El caso dramático de Uganda, donde la guerrilla se dedica a secuestrar niños de forma masiva para enrolarlos en sus filas es un buen ejemplo. Por las noches las familias se acercan a los centros urbanos con objeto de evitar los asaltos mientras las fuerzas de seguridad se encierran en sus acuartelamientos y evitan contactos desafortunados. Independientemente de la existencia o no de pobreza, el origen del desorden interno radica en el hecho de que el Estado no posee el monopolio de la fuerza, en un medio además donde la tradición colonial de las guerras y guerrillas de liberación ha generado una cierta confusión de legitimidad entre unos fenómenos y otros. Tradicionalmente, los Estados han recibido poca ayuda para mejorar sus fuerzas de seguridad, en parte por su lamentable trayectoria en materia de derechos fundamentales, concentrándose la cooperación en instituciones financieras y proyectos de desarrollo puntual. Es necesario reconocer, sin embargo, que para que el desarrollo sea posible es necesaria la seguridad que solo puede proceder del Estado y sus servicios creados al efecto.

Cooperación

Aunque la Unión Europea lleva el peso esencial de la cooperación al desarrollo en África, lo cierto es que la virulencia del fenómeno terrorista no ha influido ni en su estructura ni en sus objetivos. Existe una continuidad que contrasta con la actitud norteamerica, novedosa y claramente inspirada por la necesidad de abordar la lucha antiterrorista. Este factor explica la visita del presidente Bush a varios países africanos en julio de 2003 y la atención prestada al continente por primera vez en la política exterior de EEUU. La convicción de que el continente africano pudiera representar un serio problema en la lucha antiterrorista ha ido empapando el conjunto de la administración civil y militar norteamericana, concediendo un protagonismo notable a la dirección militar de las fuerzas estadounidenses en Europa (US European Command), bajo cuya responsabilidad se encuadra el espacio africano. La nueva percepción estratégica de África ha ido acompañada de la puesta en marcha de un programa de cooperación ambicioso que incluye un aumento de la ayuda anual ya existente y una iniciativa financiera específica para hacer frente al SIDA. A estas medidas hay que añadir la firma de un tratado de libre comercio con Namibia, Sudáfrica, Lesoto, Botswana y Swazilandia, todos miembros de una misma unión aduanera, y la prórroga más allá de 2008 de la African Growth and Opportunity Act. También se ha puesto de manifiesto el deseo de contar con espacios donde instalar de forma permanente o temporal unidades militares y se han estrechado los vínculos con países especialmente relevantes por su ascendiente regional, como Nigeria, Marruecos y Sudáfrica, o su riqueza energética, como es el caso de la pequeña Guinea Ecuatorial.

A pesar de estos esfuerzos y las declaraciones más o menos beligerantes contra el terrorismo, los Estados africanos se han encontrado con notables dificultades a la hora de poner en marcha una política antiterrorista ordenada. A veces, sencillamente, no ha existido voluntad política alguna; otras no han existido medios suficientes. En general tras los atentados de Nueva York en 2001 los estados africanos condenaron la acción terrorista. Algunas reacciones iniciales consistieron en trasladar a conocimiento de los EEUU listas de personas que pudieran tener vínculos con al-Qaeda, como sucedió en el caso sudafricano y en el norte de África en el caso argelino. Pero solo siete países africanos se unieron sin limitaciones a la actividad antiterrorista iniciada por los EEUU (Egipto, Eritrea, Kenia, Yibuti, Uganda, Marruecos y Etiopía). En 1998, tras los atentados de Dar es Salam y Nairobi, los Estados africanos adoptaron una convención antiterrorista cuyo proceso de ratificación está resultando extremadamente lento y, en cualquier caso, cuya efectividad práctica es discutible.

Una de las razones que explican esta frialdad es la prioridad, en buena lógica, otorgada a la lucha contra el terrorismo local. Y este factor obliga a considerar como requisito inicial básico de una futura colaboración exitosa entre Occidente y los Estados africanos la concesión de ayuda para superar los problemas de seguridad domésticos. Este hecho genera, a su vez, el problema de establecer como mejorar las fuerzas de seguridad locales sin generar una dificultad añadida a las frágiles democracias locales. También aquí surgen diferencias entre EEUU y Europa, la última a raíz del conflicto en Darfur, en cuya gestión por la ONU los miembros de la UE optaron por evitar conceptos duros, como el genocidio, y ofrecer más tiempo a la diplomacia. Es necesario aceptar que la superación de los problemas internos de los Estados africanos exigirá la intervención europea y norteamericana en forma de ayuda, entre otras, a las fuerzas armadas y fuerzas de policía, cuya carencia de formación y medios es enorme, pero cuya importancia en la lucha antiterrorista es esencial. La cooperación con los países africanos debe tener como un objetivo prioritario la consolidación de los Estados en todas sus facetas, la institucional y política, por supuesto, pero también la de seguridad. Los EEUU parecen haber comprendido este hecho, poniendo en marcha nuevas líneas de cooperación cuyo éxito o fracaso está por ver. La Administración Bush aprobó a tal efecto la Iniciativa Antiterrorista para el Este de África, que pretende mejorar, o crear en su caso, la capacidad antiterrorista de las fuerzas de seguridad en Kenia, Uganda, Tanzania, Yibuti, Eritrea y Etiopía. Este programa, dotado con 100 millones de dólares, no solo incluye el entrenamiento de unidades militares o policiales, además admite el asesoramiento legal a los miembros de la clase política encargados de legislar sobre terrorismo.

Hasta el momento las iniciativas, aunque limitadas, han supuesto un cambio cualitativo en la lucha antiterrorista de notable envergadura. Los EEUU han entrenado a funcionarios kenianos en la persecución de actividades financieras vinculadas al terrorismo. Se ha puesto en marcha un sistema informático operativo en 2003 en los aeropuertos más importantes de Kenia, Tanzania y Etiopía, que permite a los agentes policiales identificar sospechosos que intenten entrar o salir de esos países. El sistema se ha extendido en 2004 a Yibuti. Además, se están desarrollando programas de formación y dotación policial en Tanzania, Etiopía y Uganda, y se han creado laboratorios forenses en Tanzania y Uganda. Paralelamente, se puso en marcha la Iniciativa para el Sahel, con objetivos parecidos, que incluye los Estados de Mauritania, Malí, Chad y Níger. Ninguna iniciativa global europea tiene contenidos de esta naturaleza, aunque si existen iniciativas de menor trascendencia que afectan a las fuerzas de seguridad.

Por supuesto, las medidas de este genero también pueden alimentar las fuertes corrientes de opinión antioccidental que existen en el continente y, en cualquier caso, no deben sustituir las políticas de ayuda globales que asuman el objetivo de superar el estado embrionario, por tanto ineficiente, de los países africanos. La incapacidad del Estado para asegurar la tranquilidad en su territorio deja vastas extensiones y millones de personas a merced de grupos terroristas locales y abre la puerta a todo género de excesos y radicalismos. También es necesario admitir la existencia de un problema, la extensión de formas de entender la religión islámica especialmente radicales que comienzan a hacer mella en los valores religiosos originales de la región, más flexibles y tolerantes. El caso extremo de Nigeria, cuyos estados musulmanes del norte aplican la sharia y donde el enfrentamiento religioso es un hecho incuestionable debiera ser suficiente para generar una razonable alarma.

Caminos paralelos

Las grandes líneas de la política antiterrorista norteamericana en África quedaban, sin embargo, limitadas si no se procedía a abordar de forma específica la financiación de la actividad terrorista en el continente y el despliegue efectivo de unidades militares. La financiación de los grupos islamistas operativos en el continente está directamente vinculada a las organizaciones musulmanas dedicadas a la extensión del wahabismo, financiadas a su vez por Arabía Saudí y otros Estados de la región del Golfo. Tras los atentados de Nueva York, los EEUU presionaron intensamente para que Arabía Saudí reforzara el control de las entidades que recibían su dinero. En 2002 los dos países alcanzaron un acuerdo, fruto del cual fue la designación de la fundación islámica al-Haramain como una entidad que apoyaba el terrorismo. Aunque perseguir sobre el terreno a esa organización en Somalia ha sido imposible, Kenia y Tanzania sí han procedido a desmantelarla en sus respectivos territorios.

Al mismo tiempo, Arabia Saudí ha reorganizado sus redes de beneficiarios y ha creado una comisión gubernamental para su control cuyos frutos, en cualquier caso, están por ver. Otro objetivo de la diplomacia estadounidense ha sido Sudán, país con el que se iniciaron contactos en el año 2000, consolidando con posterioridad una tímida cooperación antiterrorista paralela a los intentos de terminar con la guerra civil sudanesa. El presidente Bush designó al senador John Danforth como enviado especial para mediar en el conflicto. Las relaciones alcanzaron un grado notable de satisfacción, hasta el punto de que los EEUU retiraron a Sudán de la lista de países que no cooperaban contra el terrorismo, aunque permanecieron en pie otras limitaciones diplomáticas, como la consideración de Sudán como un patrocinador del terrorismo. La reciente crisis de Darfur pudiera hacer retroceder varios años lo avanzado hasta ahora.

La situación de Somalia, que fue comparada con Afganistán tras los atentados de Nueva York, y en cuyo territorio pareció albergarse la célula de al-Qaeda que atentó contra un hotel de propiedad israelí en Mombasa, y la necesidad de contar con una base sobre el terreno convenció a la Administración norteamericana de las ventajas de contar con alguna base permanente en África. El país elegido fue Yibuti, por su extraordinaria posición geográfica y su razonable estabilidad política. La presencia de tropas francesas garantizaba la existencia de infraestructuras y una sociedad acostumbrada a contar en su territorio con tropas extranjeras. Mil ochocientos militares se instalaron en un antiguo acuartelamiento de la Legión Extranjera en las afueras de la capital formando la CJTF-HOA (Combined Joint Task Force-Horn of Africa), unidad responsable de la lucha antiterrorista en Yibuti, Etiopía, Eritrea, Somalia, Sudán, Kenia y Yemen, así como en el Mar Rojo y Golfo de Adén. En Yibuti tiene su base la fuerza naval multinacional que patrulla, dentro de la guerra antiterrorista, el Índico y que ha contado con unidades navales de Francia, España, Alemania e Italia. La misión de la CJTF es detectar y en su caso desmontar grupos terroristas transnacionales. A pesar de constituir una unidad pequeña, ha supuesto un cambio trascendente en la política de seguridad de EEUU en la zona. En la práctica, los esfuerzos de la nueva unidad norteamericana se han concentrado en el entrenamiento de militares procedentes de Yibuti, Kenia y Etiopía, para lo cual se ha creado el campamento de Dire Dawa; además de ejecutar acciones de ayuda a las autoridades locales de los tres países, sanitaria o logística. Por otra parte, las dificultades para actuar sobre el terreno son notables habida cuenta de la complicada relación con Sudán, el Estado caótico de Somalia y las diferencias que han surgido en la práctica con Eritrea. La única zona somalí donde los EEUU podrían proyectar con facilidad su fuerza es Somaliland, pero hasta ahora el gobierno norteamericano se ha abstenido de realizar acción alguna que pudiera interpretarse como un reconocimiento de ese país.

Conclusiones

La debilidad de los Estados africanos convierte a ese continente en un escenario perfecto para la proliferación y protección de grupos terroristas, locales y exógenos. La presencia de grandes comunidades islámicas; la influencia creciente del wahabismo y el contacto con los grupos radicales del Magreb hacen particularmente sencilla la gestación de problemas graves de seguridad. La única forma de dotar a esos Estados de una razonable capacidad antiterrorista es ayudando a consolidar el Estado, incluyendo la mejora y capacitación de sus fuerzas de seguridad. Los EEUU iniciaron, tras los atentados de 2001, una aproximación al continente novedosa que pretende reforzar la capacidad norteamericana de lucha antiterrorista en la zona y ayudar a los Estados africanos a erradicar la actividad terrorista de su geografía. Las enormes dificultades de semejante tarea no desmerecen el interés mostrado por EEUU que, sin embargo, no ha tenido en Europa una contrapartida similar, concentrando la ayuda en ámbitos tradicionales de cooperación. Todo parece indicar que la presencia de EEUU en el continente será duradera y, con toda probabilidad, creciente.

LAS RELACIONES RUSO-JAPONESAS: MÁS ALLÁ DE LAS ISLAS KURILES


Augusto Soto

La visita oficial del ex presidente Putin a Tokio, el 21 y el 22 de noviembre de 2005, se produjo cinco años después de su última visita a Japón y en el marco de la celebración de los 150 años del establecimiento de relaciones bilaterales.

Como es sabido, un escollo a unos vínculos fluidos en las últimas décadas ha sido la soberanía de las septentrionales islas Etorofu, Shikotan, Kunashiri y Habomai, arrebatadas a Japón por las tropas soviéticas a fines de la Segunda Guerra Mundial. Son lo que Japón denomina aún “Territorios del Norte”, que Rusia conoce como “Kuriles del Sur”. Tras la última cumbre, la posibilidad de un acuerdo territorial ha vuelto a ser pospuesta, de igual modo que la perspectiva de la firma de un tratado de paz, probabilidades ambas que parecían entreverse hace sólo un año.

En noviembre de 2004 el Kremlin recordó que aún existía la voluntad manifestada por Moscú, en 1956, y ratificada entonces por el Soviet Supremo, de devolver dos de las cuatro islas, Habomai y Shikotan. El ministro de Exteriores, Sergei Lavrov, pareció sugerir un renovado diálogo, añadiendo que nunca se habían discutido los detalles. El presidente Putin, pese a decir que el Kremlin veía las cosas de la misma manera que en 1956, afirmaba crípticamente que ambos países aún no habían discutido suficientemente la cuestión. Sus declaraciones se interpretaron entonces como un intento por sondear a la opinión pública rusa tras el acuerdo de delimitación fronteriza alcanzado con China un mes antes, en octubre de 2004, por el que Moscú y Pekín sellaron los asuntos territoriales pendientes con una fórmula de cesión de espacios simétricos. Como se preveía, el primer ministro japonés respondió en público que Tokio demandaba la reintegración total de las Kuriles.

Ahora, tras el encuentro de noviembre de 2005, se confirma oficialmente que Japón tendrá que seguir esperando a su solución ideal de retrocesión territorial, quizá indefinidamente, porque Rusia quiere avanzar por otra senda. En efecto, durante la cumbre de julio del G-8 en Gleneagles, Escocia, previa a la que Rusia presidió en 2006, un confiado Putin anunció que su agenda otorgaría prioridad a la seguridad energética. Y respecto de la relación ruso-japonesa desde una perspectiva muy sutil, que no había sido su signo distintivo en sus relaciones en Oriente, expresó que en relación a los territorios en disputa el asunto se circunscribía a firmar un tratado de paz y que para lograrlo algún día había que trabajar de manera conjunta. A su vez, para alcanzar un acuerdo era necesario reunirse y entenderse para generar la confianza mutua que derivaba de la cooperación. Se trata de una sencilla y astuta fórmula, que apela a la necesaria confianza tantas veces citada en Oriente y al componente económico de la relación.

Así, en los últimos meses, Moscú, para impotencia de Japón, descartó tanto la declaración de Tokio de 1993, que establecía la relevancia de llegar a un “pronto” tratado de paz y a la solución del problema territorial -lo que se entendía en el Gaimusho (Ministerio de Asuntos Exteriores) entonces como la entrega de por lo menos dos de las islas-, así como otra fórmula japonesa barajada en 1998, que consistía en la entrega de la soberanía de las islas a Japón sin un traspaso inmediato, en una fórmula mixta de cesión de las cuatro o de las dos más septentrionales con el traspaso íntegro de las dos meridionales. Básicamente, hasta hoy Moscú se ha mantenido en su deseo de firmar un tratado de paz antes de entregar cualquier territorio, mientras que Tokio lo firmaría tras el reintegro de todas las islas o de dos de ellas.

Hoy, Rusia, un país que se ha convertido en tercermundista, pero que cuenta con las materias primas que necesita el titán comercial y tecnológico japonés, tiene unas nuevas cartas que jugar ante Tokio como parte de su estrategia regional asiática.

La primera es el reforzamiento del poder central del presidente Putin -con culto a la personalidad incluido-, quien perfectamente podría continuar en él durante el resto de la década, permitiéndose una visión internacional de medio plazo reforzada por su señalado intervencionismo en el sector energético. No es el caso de Japón, más cambiante en la cumbre de poder, pese a la longevidad política de Koizumi como primer ministro.

La segunda deriva de los altísimos precios del petróleo y de otras materias primas rusas, que han concedido al Kremlin un tiempo de respiro en el que se sostiene para evaluar opciones de más largo plazo ante el mercado más poblado y falto de energía que es China, y ante la segunda economía del mundo, igualmente necesitada de proveedores fiables, que es Japón.

Moscú es también perfectamente consciente de que el aprovisionamiento de Japón en Oriente Medio, de donde proceden más de las tres cuartas partes del petróleo que importa, es el más impredecible del último medio siglo. En los últimos años la diversificación de fuentes de energía niponas es notable, pero insuficiente para desembarazarse de su principal dependencia.

Otra razón para la determinación rusa es su buena posición política en Asia que en general no tuvo en tiempos de la URSS y, especialmente, los extraordinarios vínculos que Moscú ha alcanzado con Pekín, cuyas relaciones políticas con Japón son las peores en décadas.

De la soberanía a la energía

Japón se enfrenta a delicadas alternativas y previsiblemente tendrá que buscar un nuevo acomodo con Rusia. En el terreno energético, en los últimos años se ha venido librando un “gran juego” internacional de influencias, de gran trascendencia para el aprovisionamiento de Japón desde Siberia. Hasta ahora el balance ha disgustado mucho en Tokio y le obliga a redefinir sus estrategias.

El año pasado, funcionarios rusos dijeron que darían prioridad al oleoducto siberiano hacia el mercado japonés, desde las inmediaciones del lago Baikal, en Taichet, hasta el puerto de Najodka en el Pacífico, y de allí al archipiélago nipón, aplazando el que debería llegar a China. Se argumentó que la oferta china no era de magnitud equiparable a la japonesa porque se circunscribía a una gran inversión concentrada en hacer posible sólo el oleoducto, mientras que la oferta nipona contenía adicionalmente un plan de desarrollo multisectorial para un Extremo Oriente ruso empobrecido y falto de inversiones.

Finalmente parecía que uno de los principales empeños de la política exterior nipona del último tiempo, que había desencadenado hacía tres años una purga interna en la sección para Rusia del Ministerio de Asuntos Exteriores de Japón, daba sus frutos. Pero no fue así y nuevamente ha sido un fracaso.

En la cumbre de julio de 2005 del G-8, Putin, además de posponer el tema de la soberanía de las Kuriles, dejó a las elocuentes cifras hablar por sí mismas. Anunció que su prioridad serían los envíos por ferrocarril hacia China desde la terminal del oleoducto de Skovorodino. Este proyecto, asignado a la empresa estatal Transneft, permitirá transportar 20 millones de toneladas anuales o 385.000 barriles al día de petróleo. El primer tramo hasta Skovorodino, actualmente en construcción, se prevé que concluya en 2008. A su vez, anunció que 10 millones de toneladas adicionales serán enviadas por ferrocarril a la nueva terminal petrolera en las vecindades del puerto de Najodka.

Putin explicó que Rusia construiría un oleoducto que transportaría 50 millones de toneladas para alcanzar el Océano Pacífico, en la vecindad de Najodka, frente al archipiélago nipón. Así, sólo con cifras, el líder ruso anunció que se decantaba por China y relegaba a Japón, que había propuesto cofinanciar el oleoducto hacia Najodka y esperaba recibir la capacidad prevista de 80 millones de toneladas anuales.

Durante la visita a Tokio, Putin ha asegurado en un discurso dirigido a empresarios japoneses que el Kremlin apoya la construcción de un oleoducto transiberiano hasta las costas del Pacífico que incluya a Japón y a la región de Asia Pacífico. Pero ya se conocen los volúmenes y no hay plazos concretos fiables, de momento sólo estimaciones que no bajan de los tres años.

Más allá de las Kuriles

La astuta fórmula esgrimida por Putin en Gleneagles –trabajar en proyectos conjuntos para lograr el conocimiento y la confianza mutuas necesaria para ulteriores acuerdos– es de sentido común y puede ser entendida por los empresarios nipones. Un problema es que éstos desconfían de hacer negocios en ambientes donde no hay garantías jurídicas reconocidas por el Estado. Y aquí es pertinente recordar la ausencia de un tratado de paz. A la vez, Rusia insiste en que las Kuriles no son el principal problema de Japón.

Boris Makarenko, subdirector del Centro de Tecnologías Políticas de Moscú, insiste en ver el aspecto económico como el más significativo de la última visita de Putin a Tokio, adonde llegó acompañado de un centenar de hombres de negocios. Ante un gran auditorio de empresarios japoneses recalcó que la inversión nipona en Rusia representaba sólo un 1% de la inversión extranjera total. Es una cifra irrisoria, especialmente si se considera que en 2003 las exportaciones rusas a Japón casi se doblaron y que el comercio bilateral se incrementó significativamente en más de un 40%, aumento que alcanzó casi el 50% en el último año.

No es usual que dos países de semejante significación internacional, que son vecinos y que tienen un gran potencial complementario –situación difícil de encontrar en otras relaciones bilaterales–, tengan unos intercambios que apenas superan los 10.000 millones de dólares. La cifra es cerca de veinte veces menor que el volumen de relación comercial que Japón tiene con China.

Durante la cumbre bilateral ambas partes firmaron doce documentos que abarcan la cooperación económica y tecnológica. Todo apunta a que los vínculos avanzarán más rápidamente de lo que ha ocurrido hasta ahora pese a las islas Kuriles. Además de los aspectos de aprovisionamiento energético que no acaban de delimitarse con precisión, Putin y Koizumi acordaron simplificar los trámites burocráticos de expedición de visados y la promoción del turismo. Aunque hace unos meses el Diario del Pueblo de Pekín ponía el acento en que, según algunas encuestas, entre los rusos del Extremo Oriente un 70% tenía una buena opinión de los japoneses, contra un porcentaje similar de japoneses que tenía una opinión contraria de los rusos por el tema de las Kuriles, se trata más bien de un comentario intencionado que refleja la importancia que el turismo nipón podría tener para revigorizar el sector servicios en la costa rusa del Pacífico.

Relevante es el acuerdo para que Japón cofinancie el desguace de cinco submarinos nucleares, iniciativa que evidentemente va más allá de los ejercicios de salvamento conjuntos por flotillas de ambos países a los que Tokio ya había contribuido con fondos y personal en la década pasada. En cuanto a la cooperación antiterrorista y a los ejercicios de prevención de desastres naturales, que también se ha acordado impulsar, son aspectos que comparten muchos países hoy por hoy, y no marcan la diferencia en la relación bilateral. Igualmente, Japón ha respaldado a Rusia para su ingreso a la Organización Mundial de Comercio (OMC), algo que, de todas formas ocurriría tarde o temprano debido al tipo de producción de ambas partes y al mayor entendimiento deseable entre dos países que integran el G-8. No es, con todo, un signo evidente que facilite o sea un precedente clave para la resolución futura del conflicto de las Kuriles.

Y pese a que en la cumbre ruso-japonesa se descartó anunciar el establecimiento de proyectos económicos conjuntos en las islas de la discordia, son significativas las palabras del ministro de Exteriores nipón, Taro Aso, formuladas dos días antes en Corea del Sur durante la cumbre de APEC. El alto funcionario deslizó una inusual opinión al declarar que ambas partes se encontraban en un callejón sin salida si continuaban apegados a sus posturas soberanistas. Posteriormente se encargó de aclarar que no había tratado la idea con su homólogo ruso, pero es obvio que el asunto ya se ha mencionado en el diálogo entre bambalinas.

Es importante recordar que en 2003 Koizumi y Putin decidieron establecer el “Plan de Acción Japón-Rusia”, que ponía especial énfasis en la cooperación económica. En consonancia con este espíritu, pocos días antes de su llegada a Tokio, aprovechando su asistencia a la cumbre de APEC en Busan, Corea del Sur, el presidente ruso publicó un texto de clara intención económica, que reprodujeron los principales diarios japoneses, donde se resumen los principios que guían a su administración de cara a la región de Asia-Pacífico. Bajo la premisa de que esa región es un gran centro de gravedad de la economía y la política, que concentra dos tercios del PIB mundial, Rusia reafirma su potencial como tránsito euroasiático y constata el incremento de entre un 20% y un 30% del volumen comercial ruso-chino, para previsiblemente alcanzar a fines de este año los 25.000 millones de dólares. Más del doble que el comercio con Japón.

Un buen ejemplo del nuevo capítulo que pueden augurar unos vínculos más realistas es la decisión adoptada este año por Toyota de establecer una fábrica en San Petersburgo, convirtiéndose así en el primer fabricante de coches nipón en Rusia. Lo hace en la ciudad natal del presidente ruso, con un ingreso relativamente alto y famosa por ofrecer importantes exenciones fiscales. No se pueden descartar similares operaciones en el Extremo Oriente ruso, de momento más complejas por la disparidad de ingreso y densidad demográfica en relación con la Rusia europea, pero factibles en el medio plazo si Japón tuviese la cobertura de un tratado de paz, en no menor medida un requisito ritual para la autoestima japonesa.

Pero sí se han abierto ya perspectivas para la prospección y extracción de gas y petróleo en la enorme isla de Sajalín, contigua a las Kuriles e igualmente territorio ruso, a sólo cien kilómetros de las costas del archipiélago nipón. Allí están presentes empresas de China, aunque no como los feroces competidores que sí son en Siberia. Japón participa en Sajalín en dos grandes proyectos. En uno por valor de 15.000 millones de dólares, como parte de un consorcio internacional en el que compañías niponas han invertido un tercio del total para el transporte de petróleo y gas a Japón a través de China y Corea del Sur. El otro es por 10.000 millones de dólares, acordado en 2003, para producir gas licuado, con inversiones en las que participan compañías como Mitsubishi, Mitsui y Shell. Por añadidura, en julio del año pasado se firmó un acuerdo para generar y distribuir 4.000 megavatios de electricidad desde la isla de Sajalín hacia Japón, donde es dos tercios más caro producirla. Además, se ha oficializado el encargo para que empresas niponas provean con gas purificado a Rusia.

La suma de iniciativas demuestra que las relaciones bilaterales apuntan hacia un incremento, con una relativa diversificación, y que el tema de las Kuriles ha quedado pospuesto, no descartado, aunque solapado por las posibilidades de cooperación económicas, pese al desencanto por las decisiones rusas sobre las rutas de hidrocarburos transiberianas. Estas son las señales más notables de la última cumbre ruso-japonesa.

Conclusiones

Se previó que la cumbre del G-8 en San Petersburgo, en julio de 2006, sería también la oportunidad para una visita de Estado de Koizumi a Rusia. Se estimaba que el contencioso territorial no debería ser más un obstáculo para avanzar en el extraordinario potencial inexplorado que tiene la relación bilateral. Aún así, lo fue, y quedó pendiente un acuerdo de paz.

Por otro lado, si las relaciones bilaterales avanzan en la dirección deseada por Moscú, la orientación bien podría contribuir, por añadidura, al tipo de vínculos que el país tiene con otros países desarrollados. A saber, a concentrarse más en la venta de materias primas y a recibir unas manufacturas elaboradas o muy elaboradas, acrecentando la inercia de su propio potencial como sociedad manufacturera y del conocimiento, más allá de su propia industria armamentista, que goza de buena salud.

Ambos países deberían desarrollar conjuntamente las ventajas que han provocado admiración mutua desde hace décadas, como son la capacidad rusa de generar grandes ideas teóricas en las ciencias exactas y la capacidad japonesa de concebir sorprendentes tecnologías para el mundo práctico.

Por otra parte, una integración económica muy profunda podría conducir a la contraproducente situación de una Rusia tan satisfecha como para no hacer concesiones futuras en las Kuriles.