miércoles, 7 de mayo de 2008

ANTE UNA NUEVA GENERACIÓN DE DESAFÍOS GLOBALES


Mitt Romney

División en Washington

Menos de seis años después del 11-S, Washington se encuentra tan dividido y en conflicto en materia de política exterior como nunca antes en los últimos 50 años. Una vez el senador Arthur Vandenberg pronunció una declaración que se hizo célebre: "La política [interna] se detiene en la orilla del agua"; hoy, el presidente del Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de Representantes declara que nuestros principales partidos políticos deberían emprender dos políticas exteriores distintas. El Senado confirmó por unanimidad al general David Petraeus, quien prometió aplicar una nueva estrategia como comandante de las fuerzas estadounidenses en Irak. Sin embargo, pocas semanas después el Senado comenzó a elaborar una ley diseñada específicamente para detener esa nueva estrategia. En un sentido más amplio, se han trazado líneas entre los llamados "realistas" y los llamados "neoconservadores". Pero estos términos significan poco cuando hasta el neoconservador más comprometido reconoce que cualquier política exitosa debe basarse en la realidad e incluso el realista más empedernido admite que gran parte del poderío y la influencia de Estados Unidos proviene de sus valores e ideales.

En medio de tales divisiones, el pueblo estadounidense -- y muchos otros en el mundo -- abrigan dudas cada vez mayores sobre la dirección y el papel de Estados Unidos en el orbe. De hecho, parece que la preocupación por la división en Washington y su capacidad de enfrentar los desafíos de hoy es algo que nos une a todos. Necesitamos nuevas ideas sobre política exterior y una estrategia integral que pueda unir al país y sus aliados, no en torno a un bando político particular o a una escuela de política exterior, sino a un entendimiento común de la forma de enfrentar una nueva generación de desafíos.

Legado de liderazgo de una generación

Los desafíos de hoy son desalentadores. Entre ellos se cuentan el conflicto en Irak, el resurgimiento del Talibán y las redes terroristas globales, que se vuelven más peligrosos con la amenaza de la proliferación nuclear. Aun cuando los dirigentes de Irán no cesan en su búsqueda de armas nucleares y profieren amenazas genocidas contra Israel, el mundo permanece en gran medida en silencio, incapaz de acordar sanciones efectivas pese a que el peligro crece día a día. El genocidio hace estragos en Darfur mientras el mundo no hace nada al respecto. En América Latina, mandatarios como el presidente venezolano Hugo Chávez buscan revertir la propagación de la libertad y volver a las políticas autoritarias fallidas. El sida y nuevas pandemias potenciales nos amenazan en el mundo interconectado. El ascenso económico de China y otros países en toda Asia plantea un reto diferente. Es fácil entender por qué los estadounidenses -- y muchos otros en todo el del mundo -- sienten tanta inquietud e incertidumbre. Sin embargo, aunque hoy enfrentamos asuntos diferentes en lo esencial, Estados Unidos tiene una historia de estar a la altura de enfrentar desafíos aun mayores. De hecho, no necesitamos remontarnos a la historia antigua, sino sólo al valor y la determinación de nuestros padres y abuelos para percibir un agudo contraste con la confusión y las luchas internas del Washington actual. Hace apenas unos 60 años, estábamos en medio de una guerra global que cobraría decenas de millones de vidas. El resultado distaba de ser seguro. El general Dwight Eisenhower redactó una nota breve antes de los desembarcos del día D en Normandía, en la que aceptaba plena responsabilidad "en caso de fracasar".

La invasión no fracasó. Sin embargo, acabábamos de derrotar al fascismo cuando nos embarcamos en una lucha de 50 años contra el comunismo. Aquellos a quienes el periodista Tom Brokaw evocó como la "generación más grande" tomaron las difíciles decisiones que nos permitieron prevalecer en esas luchas. Y no sólo nuestros líderes de Washington, que fueron decisivos. En la década de 1940, los estadounidenses racionaron el consumo y ahorraron, y madres e hijas se alistaron para trabajar en las fábricas. Junto con los soldados rasos que volvían del frente, construyeron la prosperidad de este país y alimentaron un sentido de optimismo. En las décadas de 1960, 1970 y 1980, los estadounidenses buscaron el conocimiento y la innovación para liderar al mundo en el espacio, la tecnología y la productividad, y vencieron en la competencia a los soviéticos y los llevaron a una bancarrota económica que igualó su quiebra moral.

En los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial y con el advenimiento de la Guerra Fría, miembros de la "generación más grande" unieron a Estados Unidos y al mundo libre en torno de valores y acciones compartidos que cambiaron el curso de la historia. Unificaron los esfuerzos militares y de seguridad del país, creando el Departamento de Defensa y el Consejo de Seguridad Nacional. Replantearon los enfoques estadounidenses respecto del mundo, construyendo la Agencia de Desarrollo Internacional, la Oficina del Representante Comercial y el Cuerpo de Paz. Forjaron alianzas, como la OTAN, que magnificaron el poder de la libertad y crearon un sistema de comercio mundial que contribuyó a lanzar la mayor expansión de libertad económica y política y de desarrollo en la historia. Los tiempos actuales demandan un liderazgo igualmente audaz y un renovado sentido del servicio y del sacrificio compartido entre los estadounidenses y nuestros aliados en todo el mundo.

Una nueva generación de desafíos

Hoy, la atención de la nación se concentra en Irak. Todos los estadounidenses queremos que nuestras tropas estén de vuelta lo antes posible. Pero salir ahora, o dividir a Irak en partes y salir después, presentaría graves riesgos para Estados Unidos y el mundo. Irán podría apoderarse del sur chiíta, Al Qaeda podría dominar el oeste sunnita y el nacionalismo kurdo podría desestabilizar la frontera con Turquía. Podría sobrevenir un conflicto regional, que tal vez obligara a un retorno de las tropas estadounidenses en circunstancias aun peores. No existen garantías de que la nueva estrategia adoptada por el general Petraeus tenga éxito, pero hay demasiado en juego y los efectos potenciales son demasiado grandes como para negar a nuestros jefes militares y a nuestras tropas en el terreno los recursos y el tiempo necesarios para dar [a esa estrategia] la oportunidad de lograr sus objetivos.

Hay muchos que todavía no entienden el alcance de la amenaza planteada por el Islam radical, específicamente por los extremistas que promueven la jihad violenta contra Estados Unidos y contra los valores universales que los estadounidenses defendemos. Resulta comprensible que la nación tienda a concentrarse en Afganistán e Irak, donde están muriendo hombres y mujeres estadounidenses. Pensamos en términos de países porque en los grandes conflictos del siglo pasado nuestros enemigos eran países. En gran medida y con cortedad de miras, el debate legislativo en Washington se ha centrado en si las tropas en Irak deben reubicarse en Afganistán, como si se tratara de asuntos separados.

Sin embargo, la jihad es mucho más amplia que cualquier nación o incluso que varias naciones. Es más amplia que los conflictos en Afganistán e Irak, o el que existe entre israelíes y palestinos. El Islam radical tiene un objetivo: remplazar todos los Estados islámicos modernos con un califato mundial, destruir a Estados Unidos y convertir a todos los infieles, si es necesario por la fuerza, al Islam. Este plan parece irracional, y lo es. Pero no es más irracional que las políticas seguidas por la Alemania nazi en las décadas de 1930 y 1940 y por la Unión Soviética de Stalin durante la Guerra Fría. Y la amenaza es igual de cierta.

En el conflicto actual, el equilibrio de fuerzas no es ni de lejos tan cerrado como durante los primeros días de la Segunda Guerra Mundial y en momentos críticos de la Guerra Fría. No existe comparación entre los recursos económicos, diplomáticos, tecnológicos y militares del mundo civilizado de hoy y los de las organizaciones y Estados terroristas que lo amenazan. Tal vez lo más importante es la increíble imaginación del pueblo estadounidense y sus inauditos conocimientos, inventiva y dedicación. Pero las amenazas de hoy difieren en lo esencial de las que nos acostumbramos a enfrentar durante la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría. Nuestros enemigos de hoy tienen células clandestinas infiltradas en vez de ejércitos. Se valen del terrorismo indiscriminado en vez de tanques. Entre sus soldados, al igual que entre sus víctimas, hay niños. Entre sus generales se cuentan clérigos radicales. Se comunican por internet. Reclutan combatientes en escuelas, casas de culto y prisiones. Buscan tener armas nucleares, no para la disuasión estratégica, sino como instrumento ofensivo de terror.

La amenaza jihadista es el desafío distintivo de nuestra generación y sintomático de una gama de nuevas realidades globales. Es casi un lugar común hablar de lo mucho que el mundo ha cambiado desde el 11-S. Nuestro presidente encabezó una espectacular respuesta a los sucesos de ese día y ha emprendido medidas para proteger la patria. Sin embargo, si uno mira nuestros instrumentos de poder nacional, lo sorprendente no es cuánto ha cambiado desde entonces, sino cuán poco. Mientras libramos guerras en Afganistán e Irak, el número de soldados y nuestra inversión en las fuerzas armadas en proporción al PIB se mantienen más bajo que en cualquier época de gran conflicto desde la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días. Décadas después de que los impactos petroleros de la década de 1970 destacaran la vulnerabilidad estadounidense, seguimos siendo peligrosamente dependientes del petróleo extranjero. Muchos de nuestros instrumentos de seguridad nacional fueron creados no sólo antes de que la mayoría de los estadounidenses tuvieran acceso a internet y los teléfonos celulares, sino incluso antes de que contaran con televisores. Son bien conocidas nuestras dificultades en Irak y Afganistán, junto con las inquietantes carencias en nuestros servicios de inteligencia. Un número cada vez mayor de expertos se preguntan si tenemos las capacidades necesarias para enfrentar diversos desafíos transnacionales, que van desde enfermedades pandémicas hasta el terrorismo internacional. Y mientras la ONU se ha quedado impotente de cara al genocidio en Sudán y ha sido incapaz de enfrentar la precipitada carrera de Irán para construir peligrosas capacidades nucleares, hemos hecho poco más que rebuscar alianzas internacionales e instituciones anticuadas.

Si bien la difícil lucha en Irak domina el debate político, no podemos dejar que las encuestas y la dinámica política de la actualidad nos lleven a repetir errores cometidos en momentos críticos de duda e incertidumbre sobre nuestro papel en el mundo. Dos veces en las últimas décadas, después de nuestra participación militar en Vietnam y al final de la Guerra Fría, en la década de 1990, Estados Unidos, peligrosamente, no estaba preparado. Hoy, entre nuestros retos principales figuran un régimen iraní y una red de Al Qaeda que se desarrollaron cuando estábamos con la guardia baja. Independientemente de que el actual "incremento" en el número de soldados en Irak tenga o no éxito, es necesario que Estados Unidos y nuestros aliados estén preparados para hacer frente no sólo a la lucha contra los jihadistas, sino a una nueva generación de desafíos que se extienden mucho más allá de un solo país o de un solo conflicto.

Necesitamos un debate sincero sobre qué políticas y qué sacrificios garantizarán un Estados Unidos más fuerte y un mundo más seguro. Siendo presidente, Ronald Reagan alguna vez observó: "Durante mi vida ha habido cuatro guerras. Ninguna ocurrió porque Estados Unidos fuera demasiado fuerte". Un Estados Unidos fuerte requiere fortaleza militar y económica. Y necesitamos adoptar mayores medidas para conservar nuestra fuerza y construir un mundo seguro, con paz, prosperidad, libertad y dignidad. Hacerlo será controvertido, y habrá resistencia porque requerirá cambios notables en las instituciones y enfoques de la Guerra Fría. La Guerra Fría terminó, y ya no existe el mundo para el cual se crearon muchas de nuestras capacidades y alianzas actuales. No podemos permanecer anclados en el pasado.

El cambio es difícil en sí y por sí. Y sobre todo es difícil hacer acopio de la voluntad necesaria para tomar un nuevo rumbo en ausencia de una crisis clara y convincente. Miremos cuánto tiempo le llevó al gobierno estadounidense enfrentar la realidad del jihadismo. Los extremistas atacaron con bombas a nuestros infantes de Marina en Líbano. Lanzaron bombas a nuestras embajadas en África Oriental. Bombardearon al U.S.S. Cole. Incluso detonaron una bomba en el sótano del World Trade Center antes de que en verdad viéramos la amenaza que representaban.

El cambio requerirá los sacrificios del pueblo estadounidense. Pero creo que el país está listo para el reto. Para enfrentarlo, necesitamos concentrarnos en cuatro pilares fundamentales de acción.

Construir la fortaleza militar y económica estadounidense

En primer lugar, necesitamos incrementar nuestra inversión en defensa nacional. Esto significa añadir al menos 100,000 soldados y hacer la tan aplazada inversión en equipo, armamento, sistemas de armas y defensa estratégica. La necesidad de apoyar a nuestras tropas se repite en Washington como un mantra. Sin embargo, poco se ha dicho de la asignación de recursos necesarios para que signifique algo más que una frase hueca.

Después de que el ex presidente George H.W. Bush salió del cargo, en 1993, el gobierno de Clinton comenzó a desmantelar las fuerzas armadas, aprovechando lo que se ha llamado un "dividendo de paz" derivado del final de la Guerra Fría. Tomó el dividendo, pero no logramos la paz. Parece que nuestros gobernantes habían llegado a creer que la guerra y las amenazas a la seguridad se habían ido para siempre; como observó Charles Krauthammer, tomamos vacaciones de la historia. Entre tanto, perdimos unos 500,000 elementos militares y alrededor de 50,000 millones de dólares anuales en gasto militar. El ejército estadounidense perdió cuatro divisiones activas y dos de reserva. La armada perdió casi 80 buques. La fuerza aérea vio disminuir en 30% su personal activo. El personal de infantería de Marina se redujo en 22,000 efectivos.

Y adquirimos sólo una pequeña fracción del equipo necesario para mantener nuestra fuerza, agotando los activos comprados en décadas anteriores. El desfase en equipo y armamento continúa hasta hoy. Aun cuando hemos incrementado el gasto en defensa para enfrentar los desafíos en Irak y Afganistán, nuestros presupuestos para suministro y modernización se han rezagado. Es un escenario problemático para el futuro, y pone en peligro al país y a las tropas -- presentes y futuras -- mientras agotamos el equipo viejo e inadecuado.

El gobierno de Bush ha propuesto un aumento en el gasto de defensa para el año próximo. Es un primer paso importante, pero vamos a necesitar por lo menos entre 30,000 y 40,000 millones de dólares adicionales cada año durante varios de los próximos años para modernizar nuestras fuerzas armadas, llenar los vacíos en número de soldados, aligerar la carga de nuestra Guardia Nacional y las Reservas, y apoyar a nuestros soldados heridos. Al observar el gasto militar en el tiempo, en proporción al PIB, se obtiene una perspectiva interesante. Durante la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos hizo enormes sacrificios, invirtiendo más de la tercera parte de su actividad económica en librar la guerra. A medida que enfrentamos a diferentes enemigos, como en Corea, nuestra inversión en defensa respondió en consecuencia. Desde entonces, de manera lenta pero segura, ésta ha disminuido en forma significativa. El aumento en tiempos del ex presidente Reagan permitió alcanzar 6% del PIB en 1986 y contribuyó a restaurar nuestra posición contra la Unión Soviética. En cambio, en los años de Clinton el gasto en defensa se redujo peligrosamente. En fechas más recientes, si bien se ha incrementado, menos de 4% de nuestro PIB se ha dedicado al gasto básico en defensa. Estas altas y bajas derivadas de la dinámica política han aumentado los costos y la incertidumbre de que nuestras fuerzas armadas estén en condiciones de responder a los desafíos.

El próximo presidente debe comprometerse a gastar un mínimo de 4% del PIB en la defensa nacional. Sin embargo, aumento del gasto no significa aumento del dispendio. Un equipo de dirigentes del sector privado y expertos en defensa debe llevar a cabo un análisis de las adquisiciones militares, rubro por rubro. Es necesario escrutar a fondo las cuentas para eliminar los cargos excesivos de contratistas y proveedores y prevenir tratos sobre equipo y programas que contribuyen más a la popularidad de los políticos en sus distritos de origen que a la protección de la nación. El Congreso necesita fijar reglas de cabildeo más estrictas y mantener una mayor supervisión sobre los políticos tanto del presente como del pasado que sólo ven por sus intereses en estos asuntos.

La fortaleza de Estados Unidos va más allá de su capacidad militar. De hecho, una nación no puede mantenerse como superpotencia militar con una economía de segunda. La debilidad de la economía soviética era una vulnerabilidad que explotó el ex presidente Reagan. Nuestra capacidad de influir en el mundo también depende vitalmente de nuestra capacidad para mantener nuestro liderazgo económico mediante políticas como un gobierno más reducido, menores impuestos, mejores escuelas y atención a la salud, mayor inversión en tecnología y promoción del libre comercio, y a la vez mantener la fortaleza de las familias, los valores y el liderazgo moral de Estados Unidos.

Independencia energética

En segundo lugar, Estados Unidos debe alcanzar la independencia energética. Esto no significa dejar de importar o usar petróleo. Significa garantizar que el futuro de nuestro país esté siempre en nuestras manos. Nuestras decisiones y nuestro destino no se pueden atar a los caprichos de los Estados productores de petróleo.

Usamos alrededor de 25% de la oferta mundial de petróleo para impulsar nuestra economía, pero según el Departamento de Energía poseemos sólo 1.7% de las reservas mundiales de crudo. Nuestra fortaleza militar y económica depende de que alcancemos la independencia energética, dejando atrás las medidas simbólicas para producir en verdad tanta energía como la que consumimos. Esto puede llevar 20 años o más, y, desde luego, continuaríamos comprando combustible después de ese plazo. Sin embargo, pondríamos fin a nuestra vulnerabilidad estratégica ante cortes de suministro petrolero de parte de naciones como Irán, Rusia y Venezuela, y dejaríamos de enviar casi 1,000 millones de dólares al día a otros países productores de petróleo, algunos de los cuales usan el dinero en contra nuestra. (Al mismo tiempo, bien podríamos ser capaces de controlar nuestras emisiones de gases de invernadero.)

La independencia energética requerirá tecnología que nos permita utilizar la energía con mayor eficiencia en nuestros automóviles, casas y negocios. También significará incrementar nuestra producción nacional de energía con mayor perforación en la zona costera y en el Refugio Nacional de la Vida Silvestre del Ártico, más energía nuclear, más fuentes de energía renovables, más etanol, más biodiesel, más energía eólica y solar, y una explotación más plena del carbón. Es probable que se necesiten inversiones conjuntas o incentivos para desarrollar fuentes de energía adicionales y alternativas.

Necesitamos emprender una iniciativa de investigación audaz y de largo alcance -- una revolución energética -- que sea el equivalente en nuestra generación al Proyecto Manhattan o la misión a la Luna. Será una misión para crear nuevas fuentes económicas de energía limpia y formas limpias de usar los recursos con los que hoy contamos. Otorgaremos licencias a otros países sobre nuestra tecnología y, desde luego, la emplearemos en el país. Será bueno para nuestra defensa nacional, para nuestra política exterior y para nuestra economía. Además, aunque los científicos continúen debatiendo sobre cuánto afecta la actividad humana al medio ambiente, todos podemos coincidir en que las fuentes alternativas de energía resultarán buenas para el planeta. Por todas y cada una de estas razones, ha llegado la hora de la independencia energética.

Replanteamiento y reactivación de capacidades civiles

En tercer lugar, necesitamos transformar de manera drástica y fundamental nuestras capacidades civiles para promover la paz, la seguridad y la libertad en todo el mundo. Después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos creó capacidades y estructuras -- como el Consejo de Seguridad Nacional, el Departamento de Defensa y la Agencia para el Desarrollo Internacional -- para hacer frente a los desafíos de un mundo que era radicalmente diferente del de la década de 1930. En la era de Reagan, la Ley Goldwater-Nichols contribuyó a derribar fronteras burocráticas que socavaban nuestra eficacia militar, fomentó esfuerzos unificados en todos los servicios militares e instituyó "comandos conjuntos", con un hombre o mujer como comandante individual, plenamente responsable de todo lo que ocurría dentro de su región geográfica. Necesitamos el mismo nivel de replanteamiento y reforma drásticos que tuvieron lugar en esas coyunturas críticas.

Hoy no existe tal unidad entre nuestros recursos internacionales no militares. No existe un liderazgo claro ni una línea definida de autoridad. Muy a menudo, luchamos para integrar nuestros instrumentos no militares en operaciones coherentes, oportunas y eficaces. Por ejemplo, aun cuando enfrentamos la necesidad de fortalecer los fundamentos democráticos de un país como Líbano, nuestros recursos en educación, salud, banca, energía, comercio, aplicación de la ley y diplomacia están dispersos en burocracias separadas y bajo dirigencias separadas. En consecuencia, hemos tenido que quedarnos observando cómo Hezbollah ha llevado atención sanitaria y escuelas a zonas de Líbano. ¿Y adivinen a quién siguió el pueblo cuando se desató el conflicto entre Israel y Líbano el verano pasado? De forma similar, no debe sorprender la popularidad de Hamas en Gaza y Cisjordania dado que ese grupo ha provisto a los palestinos los servicios básicos que ni la comunidad internacional ni el gobierno palestino pudieron proporcionar.

El problema ha sido igual de evidente en Irak. En 2003, mientras las fuerzas armadas estadounidenses se movían ordenadamente y con rapidez para derrocar a Saddam Hussein, muchos de nuestros recursos no militares parecían atascados en alquitrán. Luego, mientras sufríamos bajas y gastábamos más de 7,000 millones de dólares al mes en la guerra, las autoridades civiles estadounidenses se peleaban sobre qué dependencia iba a pagar la provisión alimenticia de 11 dólares diarios a sus empleados. En respuesta a estos problemas, la Casa Blanca ha buscado dar a un solo individuo la autoridad de supervisar a todas las dependencias que operan en Irak y Afganistán. Sin embargo, persisten desafíos más amplios entre dependencias, que continúan obstruyendo nuestros esfuerzos no sólo en esas zonas, sino en todo el mundo.

Ya es hora de superar los actuales enfoques limitados que exigen una "transformación", y de transformar en verdad nuestras capacidades entre dependencias y civiles. Necesitamos cambiar en forma fundamental la cultura de nuestras dependencias civiles y crear enfoques dinámicos, flexibles y orientados a las tareas, que se concentren en los resultados, no en la burocracia. Necesitamos estrategias conjuntas y operaciones conjuntas que vayan más allá de la Ley Goldwater-Nichols para movilizar todas las áreas de nuestro poder nacional. Así como las fuerzas armadas han dividido el mundo en escenarios de guerra regionales para todas sus ramas, la labor de nuestras dependencias civiles debe organizarse según fronteras geográficas comunes. En cada región, un líder civil debe tener autoridad sobre todas las dependencias y departamentos pertinentes, y ser responsable de ellos, de manera similar al comandante militar único que encabeza el Comando Central de Estados Unidos. Estos nuevos líderes deben ser golpeadores pesados, con nombres que se reconozcan en todo el mundo. Deben tener independencia de objetivos, presupuesto y supervisión. Su desempeño debe evaluarse de acuerdo con su éxito en promover los intereses políticos, militares, diplomáticos y económicos del país en sus respectivas regiones y en construir los cimientos de la libertad, la democracia, la seguridad y la paz.

Revitalizar y fortalecer alianzas

Por último, necesitamos fortalecer antiguas alianzas y colaboraciones e inaugurar otras para enfrentar los retos del siglo XXI. La inactividad de muchas instituciones de la Guerra Fría, si no es que su fractura, ha hecho que muchos estadounidenses se vuelvan escépticos en torno al multilateralismo. Nada muestra con más claridad las fallas del actual sistema que el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, entidad que ha condenado nueve veces al gobierno democrático de Israel mientras se mantiene virtualmente callada ante las continuas violaciones a los derechos humanos cometidos por los gobiernos de Cuba, Corea del Norte, Irán, Myanmar y Sudán. A la vista de tal hipocresía, es comprensible que algunos estadounidenses se vean tentados a favorecer el unilateralismo. Pero tales fallas no ocultan el hecho de que la fortaleza de Estados Unidos se amplifica cuando se combina con la de otras naciones. Tanto en lo diplomático, en lo militar y lo económico, Estados Unidos es más fuerte cuando sus amigos se alinean con él.

En el mundo cambiante que enfrentamos, también nuestras alianzas y compromisos deben cambiar. Está claro que la ONU no ha sido capaz de cumplir su propósito fundacional de brindar seguridad colectiva contra la agresión y el genocidio. Por consiguiente, necesitamos seguir impulsando la reforma de esa organización. Sin embargo, donde las instituciones son incapaces de enfrentar una nueva generación de retos, Estados Unidos no tiene que hacerlo solo. En cambio, debemos examinar dónde se pueden fortalecer y revigorizar las alianzas existentes y dónde se necesita forjar alianzas nuevas. Estoy de acuerdo con el ex presidente español José María Aznar en que debemos seguir avanzando en la OTAN para derrotar al Islam radical. Necesitamos colaborar con nuestros aliados para seguir la recomendación de Aznar por una mayor coordinación en los esfuerzos militares, de seguridad interior y no proliferación nuclear.

Los desafíos que hoy enfrentamos -- en especial el terrorismo, el genocidio y la propagación de armas de destrucción masiva -- requieren redes globales de inteligencia y aplicación de la ley. También debemos buscar nuevas formas de fortalecer alianzas regionales de cooperación y seguridad con actores responsables, con el fin de enfrentar retos como el genocidio en Darfur. Y si el Consejo de Derechos Humanos de la ONU se mantiene inactivo o se comporta con hipocresía, debemos unirnos con naciones que compartan nuestro compromiso de defender los derechos humanos para promover el cambio.

En ninguna parte es nuestro liderazgo más importante ni se necesita con mayor urgencia que en el mundo islámico. Hoy, Medio Oriente enfrenta una crisis demográfica: más de la mitad de la población es menor de 22 años de edad, y el PIB de todas las naciones árabes juntas sigue siendo más bajo que el de España. El crecimiento demográfico y la falta de empleos crean un terreno fértil para el Islam radical. El Plan Marshall mostró nuestra plena convicción de que ganar la Guerra Fría dependería de mucho más que de la fuerza de nuestras instituciones armadas. La situación que enfrentamos hoy es drásticamente diferente de la que encaramos después de la Segunda Guerra Mundial; sin embargo, requiere la misma atención resolución y política que demostramos entonces. Hoy, miles de estadounidenses, como el ex senador Bill Frist, contribuyen a mitigar problemas en zonas vulnerables de África y Medio Oriente y muestran que somos un pueblo compasivo. Y otras personalidades que comparten este esfuerzo, como el músico Bono, han resaltado la necesidad de atender problemas distantes de nuestras fronteras en el mundo interconectado de hoy. Recientes esfuerzos del gobierno, como la Iniciativa de Asociación del Medio Oriente, la Iniciativa para el Gran Medio Oriente y el Norte de África del g-8 y el Foro para el Futuro, constituyen un principio, pero en ninguna parte han obtenido ni de lejos el grado de atención, recursos y compromiso necesario para atender problemas tan serios.

Si soy electo, uno de mis primeros actos como presidente sería convocar a una cumbre de Estados para abordar estos temas. Además de Estados Unidos, entre los países convocados estarían otros países desarrollados importantes y Estados musulmanes moderados. El objetivo de esa cumbre sería crear una estrategia mundial para apoyar a los musulmanes moderados en su esfuerzo por derrotar al Islam radical y violento. Vislumbro que la cumbre conduciría a la creación de una Sociedad para la Prosperidad y el Progreso, una coalición de Estados que recabaría recursos de los países desarrollados y los utilizaría para apoyar escuelas públicas (no madrasahs wahabitas), microcréditos y servicios bancarios, el estado de derecho, los derechos humanos, atención básica a la salud y políticas de libre mercado para modernizar a los Estados islámicos. Estos recursos provendrían de instituciones públicas y privadas, así como de voluntarios y organizaciones no gubernamentales.

Una parte crítica de este esfuerzo implicaría crear nuevas oportunidades comerciales y económicas para Medio Oriente que pudieran obrar como fuerzas poderosas, no sólo en lo económico, sino también para derribar las barreras a la cooperación aun en los problemas más arduos. Los países musulmanes que buscan acuerdos de libre comercio con Estados Unidos, por ejemplo, han desmantelado todos los aspectos del boicot de la Liga Árabe contra Israel. El poder del comercio para derribar barreras y construir vínculos también se ve en el programa de la Zona Industrial Calificada, que otorga concesiones estadounidenses de libre comercio a productos egipcios que incorporan materiales procedentes de Israel. Cuando se propuso inicialmente este programa, algunos funcionarios egipcios se opusieron, pues decían que el comercio con Israel provocaría protestas. Cuando se lanzó, sí que hubo protestas... de egipcios que fueron excluidos del programa y hubieran querido participar.

El Congreso debe dar al presidente la autoridad para avanzar en estos esfuerzos a fin de que podamos expandir e integrar nuestros acuerdos de libre comercio ya existentes en la región. Una parte crítica del resurgimiento económico y la paz de la Europa de Posguerra fue el apoyo de Estados Unidos a un mercado unificado y su compromiso en la creación de vínculos entre países. Hoy, debemos impulsar mayor integración y cooperación transfronteriza en Medio Oriente. Como hizo notar en fecha reciente un grupo de expertos del Proyecto Princeton sobre Seguridad Nacional: "La historia de Europa de 1945 en adelante nos dice que las instituciones pueden desempeñar un papel positivo en la construcción de un marco para la cooperación, encauzar los sentimientos nacionalistas en una dirección alentadora, y fomentar el desarrollo económico y la liberalización. Sin embargo, Medio Oriente es una de las regiones menos institucionalizadas del mundo".

Antes de 1945, pocos habrían pensado que los países de Europa, divididos y arrasados por la guerra, podrían lograr la estabilidad y el crecimiento económico que conocen hoy día. Algunos han propuesto crear en Medio Oriente un organismo regional inspirado en la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, que construiría la cooperación y alentaría reformas políticas, económicas y de seguridad e integración. La forma de institucionalizar tales esfuerzos es una cuestión que debemos abordar en conjunto con nuestros amigos de la región y nuestros principales aliados. Sin embargo, no podemos esperar para atacar este problema.

Cerrar los ojos y esperar que el jihadismo desaparezca no es una solución aceptable. La acción militar estadounidense por sí sola no puede cambiar los corazones y mentes de cientos de millones de musulmanes. A final de cuentas, sólo los propios musulmanes pueden derrotar a los radicales violentos. Pero debemos colaborar con ellos. Las consecuencias de eludir este desafío -- como que un actor islámico radicalizado posea armas nucleares -- son sencillamente inaceptables.

Hacia adelante

La nueva generación de desafíos que enfrentamos hoy puede parecer desalentadora. Sin embargo, enfrentar los desafíos siempre ha hecho más fuerte a Estados Unidos. La confusión y el pesimismo que prevalecen hoy en Washington de ninguna forma reflejan el legado de Estados Unidos ni sus fortalezas básicas. Creo que nuestra actual generación puede igualar el valor, la dedicación y la visión de "la generación más grande". En días recientes tuve el privilegio de pasar unos momentos con Shimon Peres, ex primer ministro de Israel. Alguien le preguntó por el conflicto en Irak, y dijo: "Es necesario poner esto en contexto. Estados Unidos es único en la historia del mundo. Durante el siglo pasado ha habido sólo una nación que ofrendó cientos de miles de vidas de sus propios hijos e hijas sin pedir nada a cambio". Explicó que en la historia del mundo, siempre que hubo una guerra, las naciones vencedoras se habían apoderado del territorio de las perdedoras. "Estados Unidos es único", añadió. "Ustedes no se apoderaran de ningún territorio de los alemanes ni de los japoneses. Sólo pidieron la tierra suficiente para sepultar a sus muertos."

Somos un país único, y no existe sustituto para nuestro liderazgo. Las dificultades que enfrentamos en Irak no deben hacernos perder la fe en la fortaleza de Estados Unidos y en su papel en el mundo, ni cerrar los ojos a los nuevos desafíos que enfrentamos. Nuestro futuro y el de las generaciones por venir dependen de nuestra decisión de ir más allá del divisionismo del Washington actual y unir a Estados Unidos y a nuestros aliados para enfrentar una nueva generación de desafíos globales.

“GRAN JUEGO” ALREDEDOR DEL PETRÓLEO Y DEL GAS


Régis Genté

El acuerdo sobre el tendido del gasoducto del Caspio alcanzado el pasado 12 de mayo (2007), entre el presidente ruso Vladimir Putin y sus homólogos turcomano y kazako frustra la política de desviar oleoductos y gasoductos impuesta por Estados Unidos y la Unión Europea. Moscú ha pasado a la ofensiva.

El nuevo “Gran Juego” está en su apogeo. Esta vez, el petróleo y el gas se ubican en el corazón del conflicto. Pero la demanda de hidrocarburos no explica por sí sola la batalla que libran las grandes potencias para apoderarse de los yacimientos de las antiguas repúblicas soviéticas de Asia Central y del Cáucaso, que con el derrumbe de la URSS en 1991 escaparon a la influencia de Moscú. El oro negro y el oro gris representan también el medio para una lucha de influencias destinada a controlar el centro del continente euroasiático. Por intermedio de majors petroleros, los oleoductos son como largas cuerdas que permiten a las grandes potencias amarrar en su seno geoestratégico a los ocho Nuevos Estados Independientes (NEI) de la región (1).

El “Gran Juego”, expresión que se ha convertido en legendaria con Kim, la novela de Rudyard Kipling, designaba en el siglo XIX la lucha de influencias entre grandes potencias, en muchos aspectos similar a la actual. En aquella época, lo que estaba en juego era lo que en ese entonces se conocía como “las Indias”, la joya de la corona británica codiciada por la Rusia Imperial (2). El combate duró un siglo y terminó en 1907, cuando Londres y San Petersburgo acordaron la división de sus zonas de influencia mediante la creación de un Estado tapón entre ellas: Afganistán (3). El acuerdo perdurará hasta 1991. “Hoy, si bien cambiaron los métodos y las ideas en cuyo nombre actúan las potencias, si los protagonistas no son los mismos, el objetivo último perdura. De una u otra manera, se trata de colonizar Asia Central con el fin de neutralizarse los unos a los otros. Es verdad que el gas y el petróleo se desean por sí mismos, pero también como un medio de influencia”, explica Muratbek Imanaliev, ex diplomático kirguizo (y antes soviético), que preside el Institute for Public Policy en Bichkek (Kirguizistán).

Juego de influencias

A partir del derrumbe de la URSS, los NEI ven en el petróleo un medio para alimentar su presupuesto y consolidar su independencia respecto de Moscú. A fines de los años ’80 la empresa estadounidense Chevron codiciaba el yacimiento de Tenguiz, uno de los más grandes del mundo, situado al oeste de Kazajstán. En 1993 adquirió el 50%. Del otro lado del mar Caspio, el presidente azerí Gueidar Aliev firmó en 1994 el “contrato del siglo” con empresas petrolíferas extranjeras, para explotar el campo Guneshli-Chirag-Azeri.

Rusia se encoleriza: el petróleo del Caspio se le escapa. Se opone entonces a Bakú (capital de Azerbaiyán) argumentando la ausencia de estatus jurídico del Caspio, ya que no se sabe si es un mar o un lago. Moscú había esperado que las cosas fueran mejor con Aliev que con su antecesor, el primer presidente de Azerbaiyán independiente y el nacionalista antirruso Abulfaz Eltchibey, derrocado por un putsch en junio de 1993, algunos días antes de firmar importantes contratos con majors anglosajonas. Fino conocedor de los mecanismos del sistema soviético, Gueidar Aliev, ex general de la KGB y antiguo miembro del Politburó, negoció en secreto con los petroleros rusos para encontrar un terreno de acuerdo con Moscú: Lukoil (empresa petrolera rusa) obtuvo un 10% del consorcio Guneshli-Chirag-Azeri. Este y Oeste comienzan a arrancarse los yacimientos de la zona.

En los años ’90, para justificar su penetración en la cuenca del Caspio, Estados Unidos infló sus estimaciones de las reservas de hidrocarburos allí disponibles. Hablaba de 243.000 millones de barriles de petróleo. ¡Apenas menos que Arabia Saudita! Retorno a la razón: en la actualidad estas reservas se estiman en 50.000 millones de barriles de petróleo y 9,1 billones de m3 de gas, lo que representa entre 4 y 5% de las reservas mundiales. Si Estados Unidos se atrevió a este gran bluff, fue porque “quería construir a cualquier precio el BTC (el oleoducto Bakú-Tbilisi-Ceyhan). Hicieron todo lo posible para lograrlo... Se trataba de prevenir la extensión de la influencia rusa, de tornarla más difícil. No sé en qué medida sabían que exageraban”, afirma Steve Levine, periodista estadounidense que sigue estas cuestiones desde inicios de los años ’90 (4).

Este juego de influencias se viene acelerando desde 2002. En razón de la “guerra contra el terrorismo” llevada a cabo en Afganistán a raíz de los atentados del 11 de septiembre, los militares estadounidenses hicieron pie en la ex-URSS. Con la bendición de una Rusia debilitada. Washington instaló bases en Kirguizistán y Uzbekistán, prometiendo retirarse tan pronto como la gangrena islamista fuese erradicada. “Bush utilizó este compromiso militar masivo en Asia Central para sellar la victoria de la Guerra Fría contra Rusia, contener la influencia de China y mantener el nudo corredizo alrededor de Irán”, considera el ex corresponsal de guerra Lutz Kleveman (5).

Washington jugó también un papel determinante en las revoluciones “de colores” de Georgia (2003), Ucrania (2004) y Kirguizistán (2005), otros tantos graves reveses para Moscú (6). Enloquecidos por estos cambios de poder sucesivos, algunos autócratas de la región le dieron la espalda a Estados Unidos y se acercaron a Rusia o China. En efecto, el juego se ha ido complicando estos últimos años, a medida que Pekín hizo su entrada en los asuntos de Asia Central y que Europa, como consecuencia de la guerra del gas ruso-ucraniana de enero de 2006, aceleró sus proyectos de captación del oro gris caspiano. Petróleo, seguridad, lucha de influencias y batallas ideológicas: para salvar su apuesta en el “Gran Juego”, es necesario jugar en todos los tableros a la vez.

Al principio, Rusia tenía una clara ventaja en esta pulseada. En 1991 controlaba todos los oleoductos que permitían a los NEI exportar sus hidrocarburos. Pero los apparatchiki devenidos en presidentes se esforzaron por no apostar todo a la carta rusa. Tras el hundimiento de la URSS se construyeron una docena de oleoductos que evitaron pasar por el territorio del gran hermano: Moscú perdió así su influencia política y económica.
El ejemplo de Turkmenistán es emblemático de las relaciones de Rusia con su antiguo coto cerrado: 40 de los 50 mil millones de m3 de gas que produjo en 2006 se vendieron a Rusia. No había otra elección. Salvo un pequeño gasoducto inaugurado en 1997 que lo conecta a Irán, sólo dispone del SAC-4, oleoducto que desemboca en Rusia. Una verdadera cadena. En abril de 2003, el Presidente ruso Vladimir Putin pudo obligar a su homólogo turcomano, Saparmurad Niazov (muerto a fines de 2006) a firmar un contrato de 25 años por 80.000 millones de m3 anuales vendidos al ridículo precio de 44 dólares/1.000 m3.

Bien pronto Achkhabad (la capital de Turkmenistán) intentó volver sobre estas condiciones, y para ello interrumpió sus entregas. El invierno boreal de 2005 Moscú se resignó a pagar 65 dólares por 1.000 m3 dado que el gas turcomano le era indispensable, en especial para aprovisionar a bajo precio a la población rusa. En septiembre de 2006 Gazprom fue más lejos y firmó un contrato con Achkhabad por el cual se comprometía a pagar 100 dólares/1.000 m3 durante el período 2007-2009. Es que en abril, cinco meses antes, el difunto dictador turcomano había firmado con el presidente chino Hu Jintao un documento por el cual Turkmenistán debía proporcionar a China, durante treinta años, 30.000 millones de m3 de gas natural anuales a partir de 2009, y construir un gasoducto de 2.000 kilómetros. Es sin duda por esta razón que Gazprom tuvo que incrementar sus tarifas.

¿Querrá Achkhabad seguir incrementando la puja? En abril pasado, de retorno de su primera visita oficial a Moscú como presidente, Gurbanguly Berdymoukhammedov invitó a Chevron a participar en el desarrollo del sector energético turcomano. Su antecesor nunca se había atrevido a hacer tal invitación a un major internacional. Por otra parte, no dijo “no” a los adelantos europeos de un corredor transcaspiano. Quizás amenaza con hacer entrar a los Occidentales en su juego para que Gazprom acepte pagar más –en efecto, le factura su gas a Europa en más de 250 dólares/1.000 m3.

Y sin embargo, Putin propuso restaurar el SAC-4 y construir otro gasoducto que conecte los dos países. El periodista ruso Arkady Dubnov observa: “Rusia quiere poner de manifiesto a los turcomanos que está dispuesta a hacer mucho por ellos. Moscú espera disuadirlos de tratar con los chinos y los Occidentales. La lucha que Moscú debe librar contra Turkmenistán prueba que Rusia está lejos de ser todopoderosa en las ex repúblicas soviéticas, y que lo que prima hoy es el pragmatismo económico de Putin y su entorno”, concluye este experto de la Comunidad de Estados Independientes (CEI).

Iniciativas estratégicas

El método tiene a menudo el inconveniente de ser brutal. Así es como los europeos percibieron la crisis del gas de 2006 entre Moscú y Kiev (7). El espectro de la ruptura del aprovisionamiento planeó sobre el viejo continente, que importa un cuarto de su gas de Rusia. No obstante, modera Jérôme Guillet, autor de un informe sobre las guerras del gas de 2006, estas crisis son “más el reflejo de las luchas que se tejen entre bambalinas entre poderosas facciones en el seno del Kremlin o en Ucrania que una utilización deliberada del ‘arma energética’” (8).

Primer productor mundial de gas y segundo de petróleo, Rusia recuperó su bienestar financiero y toma iniciativas estratégicas. El 15 de marzo pasado firmaba un acuerdo con Bulgaria y Grecia para la construcción del oleoducto Burgas-Alexandroupolis (BAP). Un verdadero competidor del BTC, que además es el primero que el Estado ruso controla en el territorio europeo. Asimismo, desde hace algunos meses el bruto circula por los 1.760 kilómetros del BTC y el gas por el Bakú-Tbilisi-Erzurum (BTE). La arteria vital de la influencia occidental en la ex-URSS es funcional. Produce sus primeros efectos políticos.

Desde este año Georgia parece ser menos dependiente del gas ruso que hace un año, cuando era el único que podía importar. Así, los espectaculares aumentos del precio del gas que los rusos le impusieron –en dos años, pasó de 55 dólares a 230 dólares/1.000 m3– no afectaron tanto la economía georgiana como esperaba Moscú. Los volúmenes suministrados por el BTE, a título de royalties, y por Turquía, que cede a bajo precio la parte de gas de este mismo gasoducto que le corresponde, le permitieron componer un precio medio aceptable (9).

Peor aun, para Moscú: la tentativa de imponer a Azerbaiyán un alza de los precios del mismo orden, esperando que se refleje sobre las entregas en Tbilisi, causó la ira del Presidente Ilham Aliev. “Eso prueba que el BTC (así como el BTE) es por cierto la mayor victoria estadounidense en política internacional de estos últimos quince años. Es un éxito en cuanto al “containment” de Rusia y el respaldo a la independencia de las repúblicas del Cáucaso”, considera Steve Levine. Estos oleoductos ofrecen a Estados Unidos y Europa la posibilidad de poner en marcha otros proyectos para diversificar sus fuentes de suministro y atraer bajo su influencia política los NEI de la zona. Dos proyectos están en el orden del día.

El primero, el Kazajstán Caspian Transportation System (KCTS), destinado a evacuar el petróleo del yacimiento de Kashagan, el más grande descubierto en el mundo en los últimos treinta años. Debe entrar en producción a fines de 2010, y los accionistas del consorcio que lo explota, formado por grandes majors occidentales (10), se proponen transportar sus 1,2 a 1,5 millón de barriles diarios vía un itinerario suroeste que atraviesa el Caspio. Ni cuestión de que el oleoducto pase por debajo del mar, debido a la oposición rusa e iraní: una flota de petroleros hará pues el trayecto entre Kazajstán y Azerbaiyán, donde una nueva terminal petrolífera conectará el “sistema” al BTC. El que, gracias a algunas estaciones de bombeo suplementarias y al empleo de productos que dinamizan al paso del aceite por las tuberías, debería hacer que su capacidad pase de 1 a 1,8 millón de barriles por día.

El segundo proyecto, que se refiere al oro gris, está aún en sus balbuceos. Se trata del “corredor transcaspiano”, destinado a proveer a Europa de gas kazako y turcomano. Faouzi Bensara, asesor en energía de la Comisión Europea, señala: “Hablamos de ‘corredor’ y no de ‘gasoducto’. Proponemos reflexionar sobre las soluciones tecnológicas alternativas, como por ejemplo el fomento de las inversiones para producir gas natural licuado en Turkmenistán, que luego podría ser transportado por barco a Bakú”. La Unión Europea no pretende ser protagonista del “Gran Juego”, precisa el alto funcionario: “Sólo se guía por la demanda. Muy pronto tendremos necesidad de 120 a 150 mil millones de m3 de gas por año. Nuestro objetivo es encontrar estos volúmenes suplementarios y diversificar nuestras fuentes de aprovisionamiento. Eso es todo. Las soluciones que vamos a encontrar serán complementarias de las que ya existen”.

En cambio, la otra gran tubería estratégica fomentada por Washington tiene pocas chances de realizarse: se trata de la Turkmenistán-Afganistán-Pakistán-India (TAPI), ese famoso gasoducto que Estados Unidos, junto con la sociedad petrolífera estadounidense Unocal, preveía construir con los talibanes en la segunda mitad de la década del ’90. “Con el regreso de los talibanes a Afganistán, este proyecto implica demasiados inconvenientes en términos de seguridad. Por otra parte, mucho expertos consideran que las reservas de Turkmenistán no se evaluaron correctamente”, explica el profesor Ajay Kumar Patnaik, especialista de Rusia y Asia Central en la Universidad Jawaharlal Nehru, de Nueva Delhi.

Si bien Washington defendía el TAPI, lo hacía para aislar a Irán y a la vez debilitar a Rusia en Asia Central. En adelante, Estados Unidos se propone también integrar Afganistán a sus vecinos y al mismo tiempo proporcionarle con qué calefaccionar a sus poblaciones y reactivar su economía, condiciones para su estabilidad. Con este objetivo el Departamento de Estado estadounidense reorganizó en 2005 su división Asia del Sur, para fundirla con la de Asia Central, y así favorecer las relaciones a todos los niveles en esta zona conocida como la “Gran Asia Central”.

Competencia e independencia

La energía constituye uno de los vectores esenciales de las relaciones internas de la zona. Por esta razón existe un determinado número de proyectos de estaciones hidroeléctricas, en Tayikistán por ejemplo, destinadas a abastecer el Norte afgano. Pero el concepto general no tiene mucho éxito. Nueva Delhi, en especial, se siente lejos de Asia Central y no muestra entusiasmo por entrar en el TAPI. El proyecto de gasoducto Irán-Pakistán-India (IPI) propuesto por Teherán la seduce mucho más, aunque la Iran Libya Sanctions Act estadounidense (ILSA) –mediante la cual Washington castigaría a toda empresa que invirtiese en el petróleo o el gas de estos países– le impide dar el paso.
Mohammed Reza-Djalili, especialista iraní en relaciones internacionales de Asia Central, comprueba: “Irán es el gran perdedor del nuevo Gran Juego. No sólo los oleoductos eluden su territorio, sino que nadie puede invertir en Irán. Ahora bien, lo que necesita el país son justamente inversiones. Sus instalaciones datan de los años ’70, lo que lo obliga a importar el 40% de su combustible; no pudo explorar su porción del mar Caspio y subexplota su enorme potencial gasífero”. Por otra parte, es paradójico que el “Gran Juego” excluya a Teherán cuando en Asia Central los productores de hidrocarburos sueñan con una ruta Sur. Arnaud Breuillac, director para Europa Central y Asia Continental en Total, explica: “Es la más económica y técnicamente la más simple. Es lógico que estemos a favor de la diversificación de nuestras vías de exportación. En este marco optamos por la ruta Sur, dado que la región de consumo más cercana al Caspio está al Norte de Irán”.

Por esta razón el acercamiento con la Organización de Cooperación de Shanghai (OCS) (11) representa en este contexto, según Mohammed Reza, “un salvavidas para la política de Irán en Asia Central. De esta forma, Teherán puede tejer vínculos con Asia, especialmente con China, y aumentar su fuerza en su pulseada con Estados Unidos”.

Por su parte –explica Thierry Kellner–, especialista en China y Asia Central, en este “Gran Juego” China persigue tres objetivos: “Su seguridad, en particular en la provincia turcófona de Xinjiang, que bordea Asia Central; la cooperación con sus vecinos a fin de impedir que otra gran potencia se torne demasiado importante en el espacio centroasiático; y finalmente su aprovisionamiento energético”. Las numerosas compras de activos petroleros que desde hace algunos años efectúa Pekín en Asia Central hicieron correr ríos de tinta. En diciembre de 2005 China inauguraba incluso un oleoducto que conectaba Atasu, en Kazajstán, con Alashanku, en Xinjiang. “El primer contrato petrolero que Pekín firmó en Asia Central data de 1997. China trabaja en el largo plazo. Supo sentar sólidas bases en Asia Central, y eso da sus frutos hoy”, subraya Kellner.

Este frenesí de compras no responde sólo a la necesidad de hidrocarburos de un país que crece un l0% al año. Para Thierry Kellner refleja también su visión geopolítica: “China no ve las cosas en términos de mercado, aunque en la actualidad la oferta y la demanda de petróleo esté mundializada. Para garantizar su seguridad energética, se provee de yacimientos y oleoductos que la abastecen directamente, pero que le cuestan muy caro. Cuando lo fundamental es que oferta y demanda se equilibren a escala mundial para mantener el nivel de precios. Pekín, en su propio interés, debería más bien contribuir a este equilibrio a escala mundial sin pensar forzosamente en sus aprovisionamientos directos”.

Para los chinos invertir en Asia Central constituye también una manera de intervenir en los asuntos de la región –para contribuir a su seguridad, dicen–. Pekín se compromete en la OCS para federar a los Estados miembros alrededor de temas que le son caros, como la lucha contra el terrorismo o la cooperación económica y energética. Además, la organización forma un bloque susceptible de solidarizarse fuertemente en caso de desestabilización de la zona o si Estados Unidos gana en influencia al punto de amenazar los poderes existentes. La ola de “revoluciones de colores” que se produjo en 2003 en el espacio ex-soviético la llevó a pronunciarse con mayor claridad contra Washington. Por ejemplo, en julio de 2005 sus seis miembros respaldaban a Tachkent en su exigencia de cerrar la base militar aérea estadounidense de Karshi-Khanabad, establecida en el marco de las operaciones en Afganistán. De hecho, ya no hay más GI’s en suelo uzbeko.

En realidad, el “Gran Juego” conviene a las repúblicas de Asia Central y el Cáucaso, que apuestan a la competencia, tanto política como económica, entre las grandes potencias. Obtienen un poco de independencia, en la medida en que pueden decir “no” a tal o cual para volverse hacia otra gran capital. Lo que a menudo equivale sobre todo a elegir su dependencia. “Al jugar en estos intersticios, estas repúblicas utilizan vías cada vez más divergentes”, constata Imanaliev. Así pues, mientras que Kazajstán abre su economía al mundo, Uzbekistán la cierra; y cuando Georgia juega a fondo la carta estadounidense, Turkmenistán siente una profunda desconfianza respeto de Washington. Más allá de estas diferencias, el “Gran Juego” les permite estar menos obligados a seguir la vía que impone uno de los Grandes. Si, por ejemplo, el discurso democrático de Occidente perjudica los intereses de los dirigentes centroasiáticos o caucasianos, siempre pueden volverle la espalda, dado que Pekín o Moscú no son tan exigentes en la materia...

A decir verdad, Washington o Bruselas tampoco lo son siempre. Los imperativos estratégicos los llevan a menudo a relegar los derechos humanos a segundo plano, lo que resta credibilidad a los valores llamados occidentales, que los poderes de la región consideran sólo como un arma ideológica. Para acallar las críticas, desde 2003, mes tras mes, sus dirigentes utilizan un discurso acerca de su propia manera –“oriental”– de construir la democracia en sus países. Mientras tanto la corrupción reina en el “Gran Juego”: el petróleo y el gas, a pesar de constituir fuentes de riqueza nacionales, escapan en lo esencial al control democrático de los habitantes de esos países.

1 Vicken Cheterian, “Grand jeu pétrolier en Transcaucasie”, Le Monde diplomatique, París, octubre de 1997, y “Asia central, retaguardia estadounidense”, Le Monde diplomatique, ed. Cono Sur, Buenos Aires, febrero de 2003.

2 La teoría del “heartland” proviene del británico Halford Mackinder. Este padre de la geopolítica contemporánea concibe el planeta como un conjunto que gira alrededor del continente euroasiático, el “heartland”. Para dominar el mundo, hay que dominar este “pivote geográfico del mundo”. Mackinder consideraba que Rusia, como amo del “heartland” debido a su posición geográfica, poseía una superioridad estratégica sobre Gran Bretaña, potencia marítima.

3 Acerca del “Gran Juego”, leer a Peter Hopkirk, The Great Game, On secret service in Central Asia, Oxford University Press, New York, 1991. Para un resumen histórico y actual claro y conciso, leer a Boris Eisenbaum, Guerres en Asie centrale, Luttes d’influences, pétrole, islamisme et mafias, 1850-2004, Grasset, París, 2005.

4 En octubre próximo publicará un libro titulado The Oil and the Glory: The Pursuit of Empire and Fortune on the Caspian Sea, Random House, New York, 2007.

5 “Oil and the New Great Game”, The Nation, New York, 16-02-2004.

6 Vicken Cheterian, “Espejismos de revolución en el Este”, Informe-Dipló, 21-10-05 (www.eldiplo.org).

7 Vicken Cheterian, “La ‘revolución naranja’ pierde color”, Informe-Dipló, 25-8-06 (www.eldiplo.org).

8 Cita extraída del libro de Jérôme Guillet, Gazprom, partenaire prévisible: relire les crises énergétiques Russie-Ukranie et Russie-Belarus, Russie. NEI. Visions, Nº 18, marzo de 2007, IFRI. Para una visión opuesta, ver Christophe Alexandre Paillard, Gazprom : mode d’emploi pour un suicide énergétique, Russie. NEI. Visions Nº 17, marzo 2007, IFRI.

9 “La Georgie tente de réduire sa dépendance énergétique vis-à-vis de la Russie”, Bulletin de l’industrie pétrolière pétrolière, 8-02-07.

10 Los accionistas de Agip-KCO son: Eni 18,52%; ExxonMobil 18,52%: Shell 18,52%; Total 18,52%; ConocoPhillips 9,26%; KazMunayGas (Sociedad nacional petrolera kazak) 8,33%; INPEX 8,33%.

11 La OCS fue creada en 1966 con el nombre de “grupo de Shangai”. Hoy día comprende seis Estados miembros (China, Kazajstán, Kirguizistán, Uzbekistán, Rusia, Tayikistán) y cuatro observadores (India, Irán, Mongolia, Pakistán). Este último estatus fue rechazado por Estados Unidos.

¿SE PUEDE GANAR LA GUERRA CONTRA EL TERRORISMO?


Philip H. Gordon

Menos de 12 horas después de los ataques del 11-S, George W. Bush anunció el inicio de una guerra global contra el terrorismo. Desde entonces ha habido un intenso debate sobre cómo ganarla. Bush y sus partidarios hacen hincapié en la necesidad de pasar a la ofensiva en contra de los terroristas, desplegar la fuerza militar estadounidense, promover la democracia en Medio Oriente y otorgar amplios poderes de guerra al comandante en jefe. Sus detractores ponen en duda la noción misma de una "guerra contra el terrorismo" o se concentran en la necesidad de librarla de otra manera. La mayoría de los demócratas más destacados acepta que es necesario utilizar la fuerza en algunos casos pero sostiene que el éxito se obtendrá restableciendo la autoridad moral y el atractivo ideológico de Estados Unidos, ejerciendo una mayor y más acertada diplomacia e intensificando la cooperación con sus principales aliados. Sostienen que el enfoque de Bush en la guerra contra el terrorismo ha engendrado más terroristas de los que ha eliminado, y que ello continuará así a menos que Estados Unidos cambie radicalmente de rumbo.

En este debate está ausente casi por completo el concepto de cómo sería realmente la "victoria" en la guerra contra el terrorismo. La idea tradicional de ganar una guerra es bastante clara: derrotar al enemigo en el campo de batalla y obligarlo a aceptar condiciones políticas. Pero ¿cómo será la victoria -- o la derrota -- en una guerra contra el terrorismo? ¿Terminará alguna vez esta clase de guerra? ¿Cuánto tiempo durará? ¿Veremos llegar la victoria? ¿La reconoceremos cuando llegue?

Es esencial empezar a pensar con seriedad en estas preguntas, ya que es imposible ganar una guerra si no se sabe cuál es su objetivo. Una ponderación de los posibles resultados de la guerra contra el terrorismo revela que ésta sí puede ganarse, pero sólo si se reconoce que se trata de un tipo de guerra nuevo y diferente. La victoria no llegará cuando líderes extranjeros acepten ciertas condiciones, sino cuando los cambios políticos desgasten y, en última instancia, socaven el apoyo a la ideología y la estrategia de quienes están decididos a destruir a Estados Unidos. No llegará cuando Washington y sus aliados maten o capturen a todos los terroristas, o terroristas en potencia, sino cuando la ideología que éstos apoyan quede desacreditada, cuando se haya visto que sus tácticas han fracasado y cuando lleguen a encontrar vías más prometedoras hacia la dignidad, el respeto y las oportunidades que anhelan. Esto no significará la total eliminación de cualquier posible amenaza terrorista -- buscar ese objetivo conducirá casi con seguridad a más terrorismo, no menos -- , sino más bien la reducción del riesgo del terrorismo hasta un nivel que no afecte de manera significativa la vida cotidiana de los ciudadanos comunes y corrientes, que no mantenga preocupadas sus mentes o provoque una reacción excesiva. En ese momento, incluso los terroristas serán conscientes de la inutilidad de su violencia. Tener en mente esta visión de la victoria no sólo impedirá grandes sufrimientos, costos y problemas; también guiará a los líderes hacia las políticas que ocasionarán tal victoria.

La última guerra

Uno de los pocos pronósticos que pueden hacerse con cierta confianza sobre la guerra contra el terrorismo es que terminará... todas las guerras finalmente lo hacen. Este comentario puede parecer frívolo, pero se basa en una razón de peso: los factores que impulsan la política internacional son tan numerosos y tan inestables que ningún sistema o conflicto político puede durar para siempre. Así, algunas guerras llegan pronto a su fin (la Guerra Anglo-Zanzíbar de 1896 es célebre por haber durado 45 minutos), y otras son prolongadas (la Guerra de los Cien Años se extendió durante 116 años). Algunas terminan relativamente bien (la Segunda Guerra Mundial sentó las bases para una paz y una prosperidad duraderas), y algunas conducen a otra catástrofe (la Primera Guerra Mundial). Sin embargo, todas terminaron, de una u otra forma, y es un deber para quienes las sobrevivieron imaginar cómo podría haberse acelerado y mejorado su conclusión.

En lo que se refiere a la guerra contra el terrorismo, algunas de las enseñanzas más instructivas pueden extraerse de la experiencia de la Guerra Fría, llamada así porque, al igual que la guerra contra el terrorismo, no fue en realidad una guerra. Si bien el desafío actual no es idéntico al de la Guerra Fría, sus similitudes -- como luchas multidimensionales de larga duración contra ideologías insidiosas y violentas -- apuntan a que hay mucho que aprender de esta experiencia reciente y exitosa. Así como la Guerra Fría concluyó sólo cuando uno de los bandos renunció en lo esencial a su ideología fracasada, la batalla contra el terrorismo islamista se ganará cuando la ideología que la sustenta pierda su atractivo. La Guerra Fría no terminó con la ocupación del Kremlin por parte de las fuerzas estadounidenses, sino cuando el titular del Kremlin abandonó la contienda; el pueblo que éste gobernaba había dejado de creer en la ideología por la que se suponía que luchaban.

La Guerra Fría es también un ejemplo excelente de una guerra que acabó en un momento y en una forma que la mayoría de gente que la experimentó no pudo prever... e incluso había dejado de intentarlo. Si bien durante la primera década más o menos la perspectiva de la victoria, la derrota o incluso de la guerra nuclear concentró las mentes en cómo podría terminar la Guerra Fría, a mediados de la década de 1960 casi todos, mandatarios y ciudadanos por igual, habían empezado a perder de vista la posibilidad de que llegara a un final. En cambio, de mala gana empezaron a concentrarse en lo que llegó a conocerse como la coexistencia pacífica. La política de distensión, iniciada en los sesenta y continuada a lo largo de los setenta, suele identificarse en retrospectiva como una estrategia diferente para llevar la Guerra Fría a su término. Pero, en realidad, la distensión representó más un signo de resignación ante la duración esperada de aquélla que una forma alternativa de concluirla. El objetivo primordial fue hacerla menos peligrosa, no llevarla a su fin. En definitiva, la distensión sirvió para presentar una imagen más indulgente de Occidente a los ojos soviéticos, para civilizar a los dirigentes soviéticos mediante la interacción diplomática y para empujar a Moscú a un diálogo sobre los derechos humanos que terminaría socavando su legitimidad, todo lo cual contribuyó a dar fin a la Guerra Fría. Pero éste no era el objetivo principal de la estrategia.

El final de la Guerra Fría tomó por sorpresa incluso a los detractores de la distensión. El presidente Ronald Reagan, es cierto, denunció que hubo complacencias en las décadas de 1970 y 1980 y empezó a hablar de derrotar al comunismo de una vez por todas. Pero incluso la visión de Reagan de enterrar al comunismo sólo fue "un plan y una esperanza para el largo plazo", como expresó al parlamento británico en 1982. El propio Reagan admitió que cuando declaró "¡Sr. Gorbachov, derribe ese muro!", en junio de 1987 en Berlín, "nunca imaginó que en menos de tres años el muro caería". Es más, Reagan y sus partidarios veían a la Unión Soviética de finales de los setenta y principios de los ochenta no como un imperio debilitado en sus etapas finales, sino como una superpotencia amenazadora cuya expansión tenía que frenarse.

Hacia finales de los ochenta, cuando los signos de la descomposición interna y el reblandecimiento de la Unión Soviética en el exterior empezaban al cabo a volverse evidentes, los que más tarde pretendían haber previsto el final de la Guerra Fría fueron quienes se negaron más rotundamente a aceptar que ello estaba ocurriendo ante sus ojos. Incluso cuando el dirigente soviético Mijail Gorbachov comenzaba a emprender las reformas que conducirían al final del enfrentamiento con Estados Unidos, los estadounidenses y otros se habían acostumbrado tanto a la Guerra Fría que les era difícil reconocer qué estaba sucediendo. Como escribió el historiador John Lewis Gaddis en un ensayo publicado en 1987 en el Atlantic Monthly, la Guerra Fría se había convertido en un "estilo de vida" tal que para más de dos generaciones "simplemente a nosotros no se nos ocurre pensar cómo podría terminar o, más al grano, cómo nos gustaría que terminara". Los partidarios de línea dura, como el subsecretario de Defensa Richard Perle, durante el gobierno de Reagan, estuvieron advirtiendo que Gorbachov tenía "ambiciones imperiales y una fijación permanente por el poder militar", mientras los "realistas", como Brent Scowcroft, consejero de Seguridad Nacional del presidente George H.W. Bush, "desconfiaban de los motivos [de Gorbachov] y eran escépticos sobre sus promesas". Incluso hasta abril de 1989, la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés), cuya tarea era identificar tendencias geopolíticas importantes, todavía pronosticaba que "para el futuro previsible, la URSS seguirá siendo el principal adversario de Occidente", opinión que compartía con los estadounidenses en general. Cuando algunos encuestadores les preguntaron en noviembre de 1989 -- justo después de la caída del Muro de Berlín -- si pensaban que la Guerra Fría había terminado, sólo 18% de los encuestados dijo que sí, mientras 73% respondió que no. Fue sólo cuando la gran mayoría de estadounidenses había desistido finalmente de ver alguna vez el final de la Guerra Fría cuando ésta realmente concluyó.

¿Es posible hacer una mejor previsión de cómo, cuándo y por qué podría terminar la guerra contra el terrorismo? Es probable que esta guerra también dure mucho tiempo. Pero suponiendo que no dure para siempre, ¿cómo será el final de esa guerra cuando acontezca? Y una evaluación realista de cómo será la victoria en la guerra contra el terrorismo ¿qué dirá sobre la forma en que deberá combatirse?

Futuros alternativos

Así como alguna vez fue posible imaginar que la Unión Soviética ganara la Guerra Fría, hoy hay que contemplar la posibilidad de la victoria de Al Qaeda. Los estadounidenses pueden no tener una teoría consensuada sobre la victoria o un camino para llegar a ella, pero Osama bin Laden y sus secuaces sin duda los tienen. El objetivo de Bin Laden, como él mismo, su lugarteniente Ayman al Zawahiri y otros han expresado a menudo, es expulsar a Estados Unidos de tierras musulmanas, derrocar a los actuales gobernantes de la región y establecer una autoridad islámica bajo un nuevo califato. El camino hacia este objetivo, como lo han dejado en claro, es "provocar y azuzar" a Estados Unidos para llevarlo a "guerras sangrientas" en tierras musulmanas. Como los estadounidenses, según este razonamiento, no tienen estómago para sostener una lucha larga y sangrienta, al cabo renunciarán y abandonarán Medio Oriente a su suerte. Una vez que los regímenes autocráticos responsables de la humillación del mundo musulmán hayan sido destituidos, será posible devolverlo al estado idealizado de la Arabia de los tiempos del profeta Mahoma. Se establecerá un califato desde Marruecos hasta Asia Central, se impondrá la ley de la sharia, Israel será destruido, los precios del petróleo se dispararán y Estados Unidos se verá humillado e incluso es posible que se colapse... como ocurrió en el caso de la Unión Soviética tras su derrota a manos de los mujaidines en Afganistán.

Es improbable que la versión de Bin Laden sobre el final de la guerra contra el terrorismo se vuelva realidad. Se basa en una exageración de su papel en la caída de la Unión Soviética, en su incapacidad de valorar la fortaleza y la adaptabilidad en el largo plazo que tiene la sociedad estadounidense y en la subestimación de la resistencia musulmana respecto de sus posturas extremistas. Pero si estos escenarios son erróneos, también vale la pena entenderlos y tenerlos en mente. Si los adversarios de Bin Laden no son capaces de valorar su visión de cómo terminará la guerra contra el terrorismo, podrían terminar facilitándole las cosas... por ejemplo, al verse arrastrados justamente a las batallas que Bin Laden cree que arruinarán a Estados Unidos e inspirarán el apoyo de los musulmanes. Éste es el error que ha conducido a la nada envidiable posición actual de Estados Unidos en Irak.

A la larga es mucho más probable que Estados Unidos y sus aliados ganen esta guerra que Al Qaeda, no sólo porque la libertad es, en última instancia, más atractiva que una interpretación estrecha y extremista del Islam, sino también porque aprenden de sus errores, mientras que los esfuerzos cada vez más desesperados de Al Qaeda provocarán que incluso sus seguidores potenciales le den la espalda. Pero la victoria en la guerra contra el terrorismo no significará el final del terrorismo, el final de la tiranía o el final del mal, todos estos objetivos utópicos que han sido expresados en un momento u otro. Después de todo, el terrorismo (por no hablar de la tiranía y el mal) ha existido desde hace mucho tiempo y nunca desaparecerá por completo. Desde los zelotes del siglo I d.C. hasta las Brigadas Rojas, la Organización para la Liberación de Palestina, el Ejército Republicano Irlandés, los Tigres tamiles y otros grupos en tiempos más recientes, el terrorismo ha constituido una táctica utilizada por los débiles para tratar de lograr el cambio político. Como la delincuencia violenta, las enfermedades mortales y otros azotes, puede reducirse y contenerse. Pero no puede eliminarse por completo.

Éste es un punto crítico, porque el objetivo de terminar totalmente con el terrorismo no es sólo irreal sino también contraproducente -- como lo es la búsqueda de otros objetivos utópicos -- . Los asesinatos podrían reducirse o eliminarse enormemente de las calles de Washington, D.C., si se desplegaran varios cientos de miles de agentes policiacos y se autorizaran los arrestos preventivos. Las muertes por accidentes de tránsito podrían eliminarse prácticamente en Estados Unidos reduciendo el límite de velocidad nacional a 10 millas por hora. La inmigración indocumentada proveniente de México podría detenerse con una amplia alambrada eléctrica a lo largo de toda la frontera y una pena de muerte obligatoria para los trabajadores indocumentados. Pero ninguna persona sensata propondría cualquiera de estas medidas, porque las consecuencias de las soluciones serían menos aceptables que los propios riesgos.

Igualmente, el riesgo del terrorismo en Estados Unidos podría reducirse si las autoridades reasignaran cientos de miles de millones de dólares por año en gasto interno para medidas de seguridad del territorio nacional, restringieran significativamente las libertades civiles para garantizar que ningún terrorista potencial anduviera en las calles, e invadieran y ocuparan países que pudieron apoyar o patrocinar algún día al terrorismo. Sin embargo, perseguir ese objetivo de esta manera tendría costos que excederían enormemente los beneficios de alcanzarlo, si es que alcanzarlo fuera posible. En su libro An End to Evil [El fin del mal], David Frum y Richard Perle insisten en que "no hay término medio" y que "los estadounidenses no están luchando contra este mal para minimizarlo o dominarlo". La elección, dicen, se reduce a "victoria u holocausto". Pensar en esos términos probablemente conduciría a Estados Unidos a una serie de guerras, abusos y reacciones excesivas con mayores posibilidades de perpetuar la guerra contra el terrorismo que de llevarla a un final exitoso.

Estados Unidos y sus aliados ganarán la guerra sólo si luchan de la manera correcta -- con el mismo tipo de paciencia, fortaleza y determinación que les ayudó a ganar la Guerra Fría y con políticas concebidas para proporcionar esperanzas y sueños alternativos a los enemigos potenciales -- . La guerra contra el terrorismo terminará con el desplome de la violenta ideología que la originó -- cuando los seguidores potenciales de la causa de Bin Laden lleguen a considerarla como un fracaso, cuando se vuelvan en contra de ella y adopten otros objetivos y otros medios -- . En su momento, el comunismo también parecía vibrante y atractivo para millones de personas en todo el mundo, pero con el tiempo llegó a ser visto como un fracaso. Así como los sucesores de Lenin y Stalin en el Kremlin a mediados de los ochenta finalmente se dieron cuenta de que nunca lograrían sus objetivos si no cambiaban de rumbo de manera radical, no es muy descabellado imaginar a los sucesores de Bin Laden y Zawahiri reflexionando sobre los fracasos de su movimiento y llegando a la misma conclusión. La ideología no habrá sido destruida por el poderío militar estadounidense, pero sus adeptos habrán decidido que la vía que eligieron nunca podría haberlos conducido a donde querían llegar. Como el comunismo hoy, el islamismo extremista tendrá en el futuro unos cuantos simpatizantes aquí y allá. Pero como ideología organizada capaz de apoderarse de Estados o de inspirar a un gran número de personas, será efectivamente desmantelado, desacreditado y desechado. Y como la de Lenin, la ideología violenta de Bin Laden terminará en el montón de cenizas de la historia.

Cómo sería la victoria

El mundo posterior a la guerra contra el terrorismo tendrá varias otras características. Todavía podrán existir organizaciones más pequeñas y descoordinadas capaces de realizar ataques limitados; no así la organización global de Al Qaeda, que fue capaz de infligir tal destrucción el 11 de septiembre de 2001. Sus principales cabecillas habrán sido asesinados o capturados, sus refugios destruidos, sus fuentes financieras bloqueadas, sus comunicaciones interrumpidas y, lo más importante, sus partidarios persuadidos a buscar otros modos de lograr sus objetivos. No se acabará con el terrorismo, pero sí con su patrocinador central y ejecutor más peligroso.

Después de la guerra contra el terrorismo, la sociedad estadounidense estará mejor capacitada para privar a los terroristas restantes de alcanzar su objetivo primario: el terror. Persistirá el riesgo de ataque, pero si se da uno, no conducirá a una revolución de la política exterior, un desgaste del respeto a los derechos humanos o al derecho internacional, o la restricción de las libertades civiles. Como en otras sociedades que han enfrentado al terrorismo (el modelo es el Reino Unido en su prolongada lucha contra el Ejército Republicano Irlandés), la vida continuará y la gente atenderá sus asuntos cotidianos sin miedo desmesurado. Los terroristas verán que el resultado de cualquier ataque que realicen no será la reacción excesiva que intentaron provocar, sino, más bien, la negación estoica de su capacidad para arrancar una respuesta contraproducente. Llevados bajo la jurisdicción del sistema legal de Estados Unidos y encerrados durante años después del debido proceso legal, se les considerará como los criminales despiadados que son y no como los valientes soldados que pretenden ser. Con el paso del tiempo, el riesgo de ataques terroristas disminuirá aún más porque ya no estarán persiguiendo el objetivo que se proponían.

Después de la guerra contra el terrorismo, las prioridades del país volverán al equilibrio. La prevención del terrorismo seguirá siendo un objetivo importante, pero ya no será el principal impulsor de la política exterior estadounidense. Tomará su lugar sólo como una de entre varias preocupaciones, junto a la asistencia médica, el medio ambiente, la educación, la economía. Los presupuestos, los discursos, las elecciones y las políticas ya no girarán en torno a la guerra contra el terrorismo con la exclusión de otros temas críticos de los cuales depende el bienestar nacional.

Ese mundo está muy lejano. El estancamiento político y económico en Medio Oriente, la guerra en Irak, el conflicto árabe-israelí y otras luchas desde Cachemira hasta Chechenia siguen provocando la frustración y la humillación que causan el terrorismo, y con las condiciones adecuadas sólo hace falta un pequeño número de extremistas para constituir una amenaza grave. Pero aunque el final de la guerra contra el terrorismo no llegue mañana, ya pueden vislumbrarse las vías que podrán conducir a él. La destrucción de la organización de Al Qaeda, por ejemplo, está en curso, y con la determinación y las políticas correctas puede concretarse. Bin Laden y Zawahiri viven hoy como fugitivos en cuevas, y no como residentes o como comandantes militares en recintos en Afganistán. Otros cabecillas de Al Qaeda han sido asesinados o capturados, y la capacidad de la organización para comunicarse en forma global y financiar importantes operaciones se ha reducido de manera significativa. Al Qaeda intenta reconstruirse a lo largo de la frontera afgano-paquistaní, pero como gran parte del mundo -- ahora incluidos también los gobiernos de Afganistán y Pakistán -- comparte el interés en la eliminación del grupo, tendrá grandes dificultades para convertirse una vez más en la empresa terrorista global que fue capaz de tomar por sorpresa a Estados Unidos el 11-S.

También se observan indicios de una dura reacción musulmana contra el uso de la violencia injustificada por parte de Al Qaeda como herramienta política -- exactamente el tipo de desarrollo que será crítico en el esfuerzo de largo plazo para desacreditar al movimiento de la jihad -- . Tras los ataques suicidas de Al Qaeda en dos hoteles de Jordania en noviembre de 2005 -- en los cuales mataron a 60 civiles, entre ellos 38 que asistían a una boda -- , una gran multitud de jordanos salió a las calles a protestar. Encuestas de opinión pública posteriores al suceso mostraron que la proporción de jordanos encuestados que creía que la violencia contra objetivos civiles para defender el Islam nunca tendrá justificación saltó de 11 a 43%, mientras que la de quienes expresaron mucha confianza en que Bin Laden "hizo lo correcto" cayó de 25% a menos de 1%. Se han producido reacciones similares de los musulmanes tras los ataques de Al Qaeda en Egipto, Indonesia, Pakistán y Arabia Saudita. En la provincia de Anbar, en Irak, también hay señales de que los lugareños se están hartando de los terroristas islamistas y de que se están volviendo en su contra. Las tribus sunnitas de esa región que en otro tiempo lucharon contra las tropas estadounidenses hoy han unido fuerzas con Estados Unidos para desafiar a los militantes terroristas. Las tribus que en otro tiempo recibieron con beneplácito el apoyo de Al Qaeda en la insurgencia contra las fuerzas estadounidenses hoy libran una batalla contra la organización terrorista con miles de combatientes y un importante respaldo local. Es por ello que Marc Sageman, psiquiatra forense y ex agente de la fiscalía de la CIA, quien ha estudiado los movimientos terroristas islamistas, sostiene que el apoyo a los jihadistas terminará desgastándose como sucedió con grupos terroristas anteriores, como los anarquistas de la Europa del siglo XIX. En el largo plazo, afirma Sageman, "los militantes continuarán traspasando los límites y cometiendo más atrocidades hasta el punto de que la ilusión ya no será atractiva para los jóvenes". Peter Bergen, especialista en terrorismo, cree que la violencia que mata a otros musulmanes acabará siendo el talón de Aquiles de Al Qaeda. Asesinar musulmanes, sostiene, es "un problema doble para Al Qaeda, ya que el Corán prohíbe matar tanto civiles como correligionarios musulmanes". Luego de los ataques del 11-S, amplios sectores de la ciudadanía y los medios de comunicación árabes expresaron sus condolencias por las víctimas, y clérigos prominentes (entre ellos Yusuf al-Qadarawi, un agitador islamista que tiene un gran auditorio en la televisión satelital) emitieron fatwas [pronunciamientos legales en el Islam] que condenaban los ataques como algo contrario al Islam y exigían la aprehensión y el castigo de los perpetradores. Ese tipo de reacción ocurrirá si el terrorismo islamista ha de desacreditarse y desecharse... cosa que sucederá cuando los terroristas se extralimiten y fallen.

El islamismo fundamentalista tiene también escasas perspectivas de largo plazo como ideología política más amplia. En efecto, lejos de representar un sistema político proclive a atraer un número cada vez mayor de simpatizantes, el islamismo fundamentalista ha fracasado en todas partes donde se ha intentado. En Afganistán bajo los talibanes, en Irán bajo los mullahs, en Sudán bajo el Frente Nacional Islámico, diversas versiones de la norma islamista han producido el fracaso económico y el descontento popular. En efecto, el Talibán y los clérigos iraníes son tal vez responsables de crear dos de las poblaciones que en el Gran Medio Oriente son más afines a Estados Unidos. Sondeos de opinión muestran que incluso hay menos apoyo a la clase de gobierno islámico fundamentalista propuesto por Bin Laden. "A mucha gente le gustaría que Bin Laden [...] hiciera daño a Estados Unidos", dice el politólogo y encuestador Shibley Telhami, "pero no quiere que Bin Laden gobierne a sus hijos". Al preguntar en la encuesta de Telhami con qué faceta de Al Qaeda, de haberla, simpatizarían, 33% de los musulmanes encuestados dijo que con ninguna, 33% manifestó que con su enfrentamiento con Estados Unidos, 14% respondió que con su apoyo a causas musulmanas como el movimiento palestino, 11% declaró que con sus métodos de operar, y sólo 7% dijo que con sus esfuerzos por crear un Estado islámico. El islamismo fundamentalista aún no llega a su fin y no puede esperarse que lo haga en menos de una generación. El comunismo, después de todo, fue un competidor serio para el Occidente capitalista por más de un siglo y sobrevivió en la Unión Soviética durante más de 70 años, incluso después de que sus fallas se hicieran evidentes para aquellos que alguna vez lo abrazaron. A la larga, es probable que el islamismo fundamentalista sufra un destino igual de lento pero indiscutible.

Por último, hay buenas razones para creer que las fuerzas de la globalización y la comunicación que se han desatado al cambiar la tecnología acabarán produciendo un cambio positivo en Medio Oriente. Esto será especialmente cierto si se realiza una promoción exitosa del desarrollo económico en la región, lo cual produciría las clases medias que en otras partes del mundo han sido las impulsoras de la democratización. Incluso si no hay cambios económicos rápidos, el entorno mediático cada vez más abierto creado por internet y otras tecnologías de la comunicación será un poderoso agente del cambio. Aunque sólo alrededor de 10% de los hogares en el mundo árabe tiene acceso a internet, ese porcentaje crece con rapidez, y ya se ha quintuplicado desde el año 2000; incluso en Arabia Saudita, una de las sociedades más cerradas y conservadoras del mundo, hay más de 2,000 bloggers.

Estaciones de noticias por cable, como la independiente Al Jazeera, con sede en Qatar, y Al Arabiya, en Dubai, llegan a decenas de millones de hogares en todo el mundo árabe, a menudo con información o perspectivas que los gobiernos represivos de la región prefieren no escuchar. Según Marc Lynch, experto en medios de comunicación árabes, "la idea tradicional de que los medios árabes simplemente repiten como loros la línea oficial del día ya no se sostiene. Al Jazeera ha enfurecido prácticamente a cada gobierno árabe en una y otra ocasión, y su programación permite la crítica y hasta la burla. Los comentaristas suelen desestimar a los regímenes árabes existentes por inútiles, egoístas, débiles, inclinados a las componendas, corruptos y cosas aún peores". Lynch hace notar que un programa de entrevistas de Al Jazeera abordó el tema "¿Los regímenes árabes de hoy se han vuelto peores que el colonialismo?" El presentador, uno de los invitados y 76% de los oyentes que llamaron respondieron que sí, "señalando [así] el grado de frustración y cólera contra sí mismos, que constituye una apertura para el cambio progresivo".

Es poco probable que ese tipo de cambio progresivo ocurra en el futuro cercano, y es cierto que los autócratas de la región parecen más decididos que nunca a prevenirlo. Pero incluso si la prioridad de los mandatarios de Medio Oriente sigue siendo la misma -- conservar el poder -- , en algún momento se hará evidente que el único modo de mantenerse en él es mediante el cambio. La siguiente generación de gobernantes en Arabia Saudita, Egipto, Irán, Pakistán y Siria podría concluir que, a falta de cambios, sus regímenes caerán en el fundamentalismo o sus países serán superados por rivales regionales. En la actualidad no parece haber ningún Gorbachov en el horizonte, pero así sucedió también en la Unión Soviética aún en 1984. Los dos predecesores inmediatos de Gorbachov, Yuri Andropov y Konstantin Chernenko, no parecían ser los precursores del cambio radical cuando estuvieron en el Kremlin, pero eso es exactamente lo que fueron. Un nuevo líder de un importante país árabe, dinámico y con determinación, que abra el espacio político y adopte una reforma económica puede favorecer -- con tal de que ofrezca prosperidad, respeto y oportunidades a sus ciudadanos, hombres y mujeres -- la lucha contra el terrorismo más que cualquier otra cosa que pueda hacer Estados Unidos.

La guerra correcta

Este tipo de victoria en la guerra contra el terrorismo puede que no llegue en el corto plazo. En el calendario de la Guerra Fría, que empezó en 1947, el sexto aniversario del 11-S nos sitúa en 1953... décadas antes de su desenlace y con muchos reveses, tragedias, errores y riesgos aún por venir. La idea de imaginar el final de la guerra contra el terrorismo no radica en sugerir que es inminente, sino en mantener los objetivos correctos en mente, para que los líderes puedan adoptar las políticas más adecuadas para lograrlos. Si caen presos de la ilusión de que ésta es la Tercera Guerra Mundial -- y que puede ganarse como una guerra tradicional -- , se arriesgan a perpetuar el conflicto. Incluso si los estadounidenses estuvieran preparados, como en la Segunda Guerra Mundial, para movilizar a 16 millones de soldados, restablecer el marco de reclutamiento, gastar 40% del PIB en defensa, e invadir y ocupar varios países grandes, tal esfuerzo probablemente acabaría creando más terroristas y alimentando el odio que los sostiene. Ello unificaría a los enemigos de Estados Unidos, despilfarraría sus recursos y socavaría los valores que constituyen una herramienta central en la lucha. Sin duda, la experiencia estadounidense en Irak hace pensar en los peligros de intentar ganar la guerra contra el terrorismo mediante la aplicación de la fuerza bruta militar.

Si, por otra parte, los estadounidenses aceptan que la victoria en la guerra contra el terrorismo llegará sólo cuando la ideología que combaten pierda apoyo y cuando sus simpatizantes potenciales vean que hay alternativas viables, entonces Estados Unidos tendrá que adoptar un rumbo muy distinto. No reaccionaría de manera excesiva ante las amenazas, sino que demostraría confianza en sus valores y su sociedad -- así como la determinación de preservarlos -- . Actuaría en forma contundente para restablecer su autoridad moral y el atractivo de su sociedad, tan dañados en los últimos años. Reforzaría sus defensas contra la amenaza terrorista a la vez que reconocería que una política creada para prevenir cualquier ataque concebible hará más daño que una política que, retadoramente se niegue a permitir que los terroristas cambien su estilo de vida. Ampliaría sus esfuerzos para promover la educación y el cambio político y económico en Medio Oriente, lo que a la larga ayudaría a esa región a vencer la desesperación y la humillación que alimentan a la amenaza terrorista. Emprendería un programa de primer orden para sacudirse la necesidad de petróleo importado, liberándolo de la dependencia que restringe su política exterior y obligando a las autocracias árabes que dependen del petróleo a diversificar sus economías, a distribuir su riqueza más equitativamente y a crear empleos para sus ciudadanos. Buscaría poner fin a la numerosa presencia militar estadounidense en Irak, que se ha convertido más en un dispositivo de reclutamiento para Al Qaeda que en un instrumento útil en la guerra contra el terrorismo. Dejaría de simular que el conflicto entre Israel y sus vecinos no tiene nada que ver con el problema del terrorismo y lanzaría una ofensiva diplomática concebida para llegar al fin de un conflicto que es una fuente clave del resentimiento que motiva a muchos terroristas. Tomaría en serio las opiniones de sus aliados potenciales, reconocería sus intereses legítimos y buscaría obtener su respaldo y cooperación para enfrentar la amenaza común.

Si Estados Unidos hiciera todo eso, sus habitantes tendrían buenas razones para confiar en que, a la larga, prevalecerán. En definitiva, el islamismo extremista no es una ideología con posibilidades de ganar apoyo duradero. El terrorismo no es una estrategia con la que los musulmanes quisieran estar asociados para siempre, y al final creará una reacción violenta dentro de las sociedades musulmanas. Con tiempo y experiencia -- y si Estados Unidos y sus aliados toman las decisiones correctas -- los propios musulmanes se volverán en contra de los extremistas que están entre ellos. En algún lugar del mundo musulmán, en algún momento posiblemente más próximo de lo que muchos adviertan, surgirán unos nuevos Lech Walesa, Václav Havel y Andrei Sakharov para arrebatar el futuro de su pueblo a quienes lo han secuestrado. Intentarán colocar a su civilización en la vía hacia la restauración de la gloria de su más grandiosa era -- cuando el mundo musulmán era una zona multicultural de tolerancia y avances intelectuales, artísticos y científicos -- . Los agentes del cambio podrían llegar desde arriba, como Gorbachov, quien aprovechó su posición en la cima de la jerarquía soviética para transformar a la Unión Soviética y poner fin a la Guerra Fría. O podrían levantarse desde abajo, como los manifestantes de 1989 en Budapest, Gdansk y Leipzig, quienes se rebelaron contra la tiranía y reclamaron su futuro. Si Estados Unidos es fuerte, inteligente y paciente, lo lograrán. Y ellos, no Occidente, transformarán su mundo... y el nuestro.