lunes, 1 de diciembre de 2008

BOMBAY, 26 AL 29 DE NOVIEMBRE: ¿ESTAMOS ANTE UNA INNOVACIÓN CONTAGIOSA EN EL TERRORISMO GLOBAL?


Fernando Reinares

Cuando hablamos de los países del mundo donde más frecuente e intensa es en nuestros días la incidencia del terrorismo, en especial del terrorismo directa o indirectamente relacionado con al-Qaeda, solemos mencionar Irak, Afganistán y Pakistán. Sin embargo, hace ya mucho tiempo que la India se encuentra entre ellos, aunque lo que allí ocurre tiene que alcanzar dimensiones cercanas o iguales a las de lo acontecido entre los días 26 y 29 de noviembre en Bombay para que recabe la atención de los medios de comunicación y de las opiniones públicas en el mundo occidental. Algún dato servirá para ilustrar mejor las cosas. Sólo el pasado mes de julio de 2008 hubo no menos de 120 incidentes terroristas en ese país del sur de Asia y en agosto probablemente no menos de 90. En esos períodos de tiempo, el número de atentados superó incluso a los contabilizados en alguno de aquellos otros tres países que se consideran escenarios preferentes de la actividad terrorista en nuestros días.

Si observamos con detenimiento cuál venía siendo la pauta de ese terrorismo que ocurre en la India, puede constatarse hasta qué punto los sucesos de Bombay suponen, en una aproximación preliminar a los mismos, un compendio amplificado de lo que ya estaba teniendo lugar en dicho país. En la mayor parte de los casos, los actos de terrorismo se estaban produciendo con bombas y artefactos explosivos en general, pero no eran muchos menos los atentados en los que se utilizaban armas de fuego, siendo relativamente habitual el uso de granadas de mano y nada extraordinarios los secuestros de personas y la toma de rehenes. Los fallecidos como consecuencia de tales atentados eran sobre todo civiles indios, en una proporción que se eleva aún más si cabe al considerar las cifras de heridos, por lo común siendo policías y soldados el resto de las víctimas ocasionadas.

En este contexto, ¿qué hay de especialmente novedoso en los más recientes atentados de Bombay? ¿Qué grupos u organizaciones pueden estar detrás de un incidente terrorista de esas dimensiones? ¿En qué medida suponen una innovación en el terrorismo global transferible a otros ámbitos como el europeo en general y el español en particular?

Una innovación terrorista

En la serie concatenada de atentados que tuvieron lugar en Bombay entre los días 26 y 29 de noviembre de 2008 hay constancia de distintos momentos en que los terroristas hicieron uso de artefactos explosivos, concretamente frente al hotel Taj Mahal, cerca de otro importante establecimiento hotelero, en una zona residencial, en un concurrido mercado y hasta dentro de un taxi. Pero también hubo numerosos episodios en que aquellos mismos individuos utilizaron rifles de asalto, incluyendo tiroteos en una estación de tren, una intersección de vías públicas, un hospital, las puertas de un restaurante, el área de recepción de los dos mencionados hoteles y un café adjunto a uno de estos establecimientos. Asimismo, en muchas ocasiones recurrieron al lanzamiento de granadas de mano, incluso contra un hospital.

Además, algunos terroristas, de los entre no menos de 10 y quizá más de 20 que según la información disponible podrían haber participado en los hechos, se introdujeron en ciertos edificios emblemáticos, concretamente dos importantes hoteles y un conocido centro judío, en los que mantuvieron enfrentamientos con las fuerzas de seguridad indias que se prolongaron durante más de dos días e incluso llegaron a tomar rehenes. Apenas concluido todo ello, el número de muertos contabilizados se aproximaba a los 200, de los que unos 20 serían miembros de las fuerzas indias de seguridad –incluyendo el jefe del equivalente a la división antiterrorista de la policía de Bombay– o del ejército y cerca de 30 extranjeros de hasta 13 nacionalidades distintas.

Lo sucedido en Bombay constituye el mayor incidente terrorista ocurrido en la India hasta el momento, siendo como es que en los últimos años se han registrado en ese país algunos otros que progresivamente han ido superando en magnitud y letalidad al hasta entonces siempre considerado como el peor de los sucesos conocidos. Episodios que, al mismo tiempo, han contribuido a que los atentados múltiples y de consecuencias muy cruentas constituyan una realidad nada infrecuente en ese país. Pero lo sucedido en Bombay es un incidente cuya singular magnitud e intensidad destaca entre los principales atentados que se han perpetrado no sólo en la India sino en todo el mundo desde el 11 de septiembre. Todo lo cual advierte ya de que los terroristas se empeñan una y otra vez en ir más allá del umbral de espectacularidad alcanzado en alguna de sus actuaciones precedentes. Es decir, innovan.

Los terroristas pueden innovar en sus prácticas violentas de diversas maneras. Pueden hacerlo introduciendo cambios en las modalidades y procedimientos que utilizan, en la selección de blancos contra los que dirigir sus atentados o en la demarcación del escenario donde perpetrarlos, entre otras fórmulas para incrementar, si tal es la finalidad que persiguen, el impacto de los mismos, tanto nacional como internacionalmente. En este sentido, los atentados de días pasados en Bombay no constituyen tanto una innovación en las modalidades y procedimientos utilizados por los terroristas, pues han recurrido a artefactos explosivos, armas de fuego y granadas de mano, acompañadas de la toma de rehenes, todo lo cual forma parte del repertorio habitual del terrorismo en la India. Y sin embargo, son unos atentados innovadores.

El carácter innovador de lo acontecido entre los días 26 y 29 de noviembre en Bombay reside más bien en la inusual combinación de esas modalidades y dichos procedimientos, en un espacio urbano amplio y durante un período de tiempo prolongado más de lo usual en un único incidente terrorista, contra una notable variedad en los blancos previamente seleccionados, junto a la implicación de un número mayor de terroristas del que suele ser común incluso en el caso de atentados coordinados en serie, a fin de que, incrementando la magnitud e intensidad de los mismos, sus consecuencias sean mayores. Esto es así incluso si los terroristas no culminan del todo los propósitos con que inician su actuación, como quizá haya sido el caso en los más recientes atentados perpetrados en la capital financiera de la India, si se confirma que, además de los daños personales y materiales ocasionados, pretendían demoler algún edificio emblemático de la misma.

¿Quién puede estar detrás?

Los grupos terroristas que actúan en la India constituyen un conjunto muy heterogéneo. Los hay maoístas, irredentistas y separatistas, al igual que islamistas y abiertamente yihadistas, así como organizaciones que combinan estas últimas orientaciones e incluso extremistas sijs o hindúes que también se han implicado en actos de terrorismo. En unos casos, su carácter es endógeno y en otros tienen conexiones transnacionales, en especial con Pakistán y, en menor medida, Bangladesh. Aunque a algunos de los más notorios actores colectivos incluidos en este supuesto –especialmente Lashkar-e-Toiba y Harkat ul Yihad ul Islami– se les atribuyen con fundamento ligámenes con al-Qaeda, no está suficientemente acreditado que esta estructura terrorista disponga de sustancial presencia propia en territorio indio.

Una porción de ese entramado, en especial sus componentes islamistas o yihadistas, se solapa y ha evolucionado recientemente hasta sustraerse a una efectiva vigilancia por parte de las fuerzas de seguridad y los servicios de inteligencia. En este sentido, buena parte de la amenaza terrorista que afecta hoy en día a la India está desde el pasado año relacionada no sólo con componentes foráneos vinculados a la urdimbre del terrorismo global sino también con entidades como los llamados Muyahidines Indios (MI). Sus estructuras y liderazgo son mal conocidas, pero sobre las capacidades operativas de que disponían poco se dudaba. Se supone que surgieron en 2005 a partir de una escisión en el Students Islamic Movement of India (SIMI) o en base a elementos todavía pertenecientes a esta organización pero que no quieren pasar como tales mientras su definitiva ilegalización está aún sin resolver judicialmente.

Los Muyahidines Indios adquirieron notoriedad por primera vez, con esa misma denominación, tras una serie de atentados en las localidades de Varanasi, Faizaba y Lucknow, en noviembre de 2007. Más tarde, se responsabilizaron de las explosiones igualmente sincronizadas que en mayo de 2008 ocasionaron la muerte a más de 60 personas en Jaipur, de las que en julio del mismo año se cobraron la vida de otras 50 en Gujarat y de las de septiembre en Delhi, con más de 20 muertos. En Ahmadabad estallaron hasta 20 bombas distribuidas por la ciudad y, como en Bombay en noviembre, al menos dos junto a hospitales. Este es un dato que, a la vista de lo posteriormente ocurrido en esta última metrópoli, se revela sin duda como muy interesante.

En esos tres casos, los terroristas de los Muyahidines Indios alegaron como pretexto que los musulmanes son perseguidos en la India y que el sistema judicial los discrimina. Trataban así de recabar la adhesión afectiva de sectores de la población musulmana india que se sienten agraviados y están resentidos. Ahora bien, esto no nos permite afirmar que su agenda sea exclusivamente nacional, pues en el primero de los comunicados que emitieron, precisamente tras los atentados de noviembre de 2007, puede leerse lo siguiente: “la guerra de civilización entre musulmanes e infieles ha empezado en territorio indio”. Un pronunciamiento que se acomoda perfectamente la ideología subyacente a la urdimbre del terrorismo global. Es más, en el ordenador portátil que la policía india intervino a un destacado miembro de los MI, abatido en un tiroteo en septiembre de 2008, se encontró, según la policía de Nueva Delhi, abundante material sobre Osama bin Laden y al-Qaeda.

La concepción, planificación y ejecución de una serie de atentados como los ocurridos entre los días 26 y 29 de noviembre de 2008 en Bombay no está al alcance de cualquier grupo terrorista, menos aún de células locales independientes. En modo alguno sería inverosímil que reflejen una amenaza tanto interna como externa para la India, un terrorismo a la vez home grown y globalizado. Aunque las autoridades indias suelen por norma apuntar más hacia el exterior, en concreto hacia Pakistán, que hacia el interior. Bien puede ser que el nombre con el cual se reclamó inicialmente la autoría de aquellos obedezca a meras razones de oportunidad y esconda una mezcolanza en la que hubiese integrantes de los Muyahidines Indios y elementos operativos de otros grupos activos desde hace años en territorio indio e insertos en la urdimbre del terrorismo global, como Lashkar-e-Toiba, con base en Pakistán, e incluso Harkat ul Yihad ul Islami, en Bangladesh.

Distintos informes policiales indios señalan que ambos grupos han proporcionado entrenamiento a miembros de los MI. En agosto de 2008, el jefe de la policía de Gujarat dijo en una conferencia de prensa que los integrantes de los Muyahidin Indios a quienes se considera responsables de los atentados perpetrados en esa ciudad el mes anterior, estaban vinculados a Lashkar-e-Toiba. Otro alto responsable de la policía de Nueva Delhi afirmó también, una semana después de los atentados que tuvieron lugar allí en septiembre de este mismo año, que Lashkar-e-Toiba había adiestrado a los miembros de los Muyahidines Indios y algún otro grupo de extremistas musulmanes locales que cometieron esos actos de terrorismo. También la policía de Bombay había anunciado, ese mismo mes la detención de cuatro sospechosos de pertenecer a los MI, que según los indicios disponibles habrían sido entrenados en el extranjero por Lashkar-e-Toiba y Harkat ul Yihad ul Islami.

A este respecto, es significativo que uno de los terroristas que intervinieron en los atentados de Bombay y que ha sido detenido sea de origen paquistaní, originario además del Punjab, y o bien miembro de Lashkar-e-Toiba o bien adiestrado expresamente por este grupo, según hicieron saber las autoridades indias cuando apenas estaban por concluir los incidentes. Caso de ser así, es igualmente probable que esos y otros terroristas foráneos hayan interactuado en algún momento, durante el planeamiento o la comisión de los atentados, con elementos locales vinculados a los Muyahidines Indios u otros entramados afines, que podrían haber proporcionado apoyo logístico para la operación. El diario The Times of India revelaba, en su edición del 30 de noviembre de 2008, que aquel único terrorista detenido –de 21 años– habría confirmado, durante su interrogatorio, que él y sus correligionarios contaron con el apoyo de musulmanes indios residentes en esa ciudad.

¿Podría ocurrir en Madrid?

Preguntarnos si algo semejante a los aludidos sucesos de Bombay puede ocurrir en Madrid es en realidad hacerlo sobre si puede ocurrir en alguna otra gran ciudad española –Barcelona, Valencia o Málaga, por ejemplo– o europea, incluidas las que, como la propia capital de España y Londres, han sufrido ya atentados múltiples y altamente letales relacionados con grupos u organizaciones insertas en el actual entramado de terrorismo global. Al igual que en Bombay, antes de lo que ha sucedido entre los días 26 y 29 de noviembre de 2008, habían sido perpetrados actos terroristas como precisamente los acontecidos en esas dos ciudades europeas. Recuérdense, sin necesidad de remontarnos más en el tiempo, los cruentos atentados múltiples que tuvieron lugar el 11 de julio de 2006 en esa populosa metrópoli india.

Bombay es un escenario considerablemente más propicio para una serie de atentados innovadores por su repertorio y magnitud que las grandes ciudades europeas. Entre otras razones, porque el terrorismo es un fenómeno endémico en la India desde hace más de una década, un país colindante como Pakistán constituye en la actualidad el epicentro ideológico y organizativo de su variante yihadista, el conjunto del sur de Asia es la región del mundo más castigada por dicha violencia, hay redes de esa orientación que además tienen conexiones con el también limítrofe Bangladesh, la pugna por Cachemira adquiere una relevancia especial en este panorama y los indicadores de desafección entre la población musulmana de la India son verdaderamente preocupantes, además de que ni las estructuras sociales ni la complejidad de la vida metropolitana son iguales allí que en las grandes urbes europeas.

Pero, y quizá sobre todo, ocurre que el sistema de seguridad nacional adolece en la India de una serie de deficiencias en materia de prevención y lucha contra el terrorismo yihadista, concretamente en lo que atañe a las funciones de inteligencia y al modelo policial, que tanto en España como en el conjunto de Europa se han ido subsanando recientemente. La India ha de resolver disfunciones muy serias en el campo de la inteligencia y de la coordinación entre agencias de seguridad que comprometen gravemente las tareas contraterroristas. Tras lo sucedido en Bombay hay evidentes fallos de inteligencia y de intercambio de información, algo en lo que debe insistirse, tratándose como se trata de un Estado nuclear que ha de abordar el problema del terrorismo en un contexto regional que si aún resulta favorable para los terroristas lo es debido sobre todo a la situación de Pakistán, otro Estado nuclear. No es de extrañar que el Gobierno indio haya anticipado su decisión de crear un organismo federal encargado de la lucha antiterrorista y de la coordinación entre los distintos cuerpos con competencias es esa materia.

Estas deficiencias en el campo de la seguridad parecen, en lo que atañe a los específicos riesgos y amenazas terroristas para la India procedentes de Pakistán, haberse agravado con algunos cambios relativamente recientes introducidos por las autoridades de aquel primer país en las normas de control de inmigración aplicables a los nacionales del segundo o de Bangladesh. No en vano, se ha informado de que los hoteles indios, que solían alertar a la policía cuando se registraban clientes con el perfil de estos últimos, así como en el supuesto de otros extranjeros de origen paquistaní, habían dejado de hacerlo. Y parece que precisamente algunos de los terroristas que actuaron en Bombay habían estado registrados en hoteles que luego se convirtieron en blanco de sus atentados.

En el conjunto de los países de la UE, las deficiencias en inteligencia y coordinación antiterrorista se han ido subsanando en los últimos años, especialmente tras los atentados del 11 de septiembre en Nueva York y Washington, y del 11 de marzo en Madrid, aunque aún son notorias las diferencias entre unos y otros a este respecto. En el caso español, los desarrollos han tenido lugar a partir de esos últimos sucesos, pero en base a la experiencia acumulada por nuestra democracia desde los años de la transición en la lucha contra la organización terrorista ETA. A lo largo de los últimos más de cuatro años y medio, es indudable que en España se han incrementado notablemente las capacidades de inteligencia, los mecanismos de coordinación policial y los dispositivos de prevención y protección –que contemplan la movilización de medios militares–, así como la cooperación internacional, para hacer frente a los riesgos y las amenazas que supone el terrorismo global, y que en modo alguno son menores desde el 11-M. No obstante, desde luego hay lecciones que extraer de lo ocurrido en Bombay, ante la posibilidad de que ese tipo de innovaciones en el accionar terrorista resulten contagiosas.

Conclusiones



Bombay es un escenario considerablemente más propicio para atentados innovadores por su especial magnitud e intensidad, como los ocurridos allí en noviembre de 2008, que Madrid u otras grandes ciudades europeas, pero su ejecución no es imposible en alguna de estas últimas. En el inmediato ámbito mediterráneo donde se ubica nuestro país, es más probable que algo como aquello ocurra en alguna extensa ciudad norteafricana, por ejemplo. Pero, desde una perspectiva de seguridad, teniendo en cuenta las tendencias de emulación o de contagio que a menudo se observan en el proceder de los grupos y las organizaciones que pertenecen a la actual urdimbre del terrorismo global –es decir, que están directa o indirectamente relacionados con al-Qaida–, no se debe descartar esa hipótesis en nuestro entorno europeo occidental. Porque la amenaza para esta zona del mundo, al igual que para otras, no sólo procede de células locales independientes, sino de grupos bien articulados y con bases externas, capaces de sorprender con atentados innovadores, cuidadosamente planificados y bien ejecutados.

Ahora bien, si en Madrid o en cualquier otra gran ciudad europea volviesen a ocurrir grandes atentados relacionados con el actual terrorismo yihadista –algo no impensable si tenemos en cuenta las tentativas que han podido ser desbaratadas a tiempo en los últimos años–, lo más verosímil, en estos momentos, es que sean como los que según todos los indicios se pensaban cometer en Barcelona a inicios de este mismo año –por cierto, con una evidente conexión paquistaní también en este caso–; o que, en un sentido distinto, supongan una innovación pero por la utilización de ingredientes no convencionales, es decir, químicos, bacteriológicos o radiactivos. Es sabido que tanto al-Qaeda como algunas de sus organizaciones afiliadas han mostrado interés en perpetrar algún atentado no convencional mediante el uso de ese tipo de componentes y nada indica que las cosas hayan cambiado, ni que en Europa Occidental, al igual que en Norteamérica, dejen de estar los lugares que los terroristas consideran predilectos para esa operación.

Dicho lo cual, es menester insistir, en primer lugar, en la necesidad de imbricar los importantes avances en materia de prevención y lucha contra el terrorismo que se han llevado a cabo en España desde los atentados del 11 de marzo de 2004, fundamentales a corto y medio plazo, con otras dimensiones de la respuesta estatal, en una estrategia de seguridad nacional que debe ser consensuada. En segundo lugar, urge elaborar, de manera asimismo consensuada, un programa integrado y multifacético para hacer frente a los procesos de radicalización violenta, no de manera exclusiva pero sí especialmente pensando en los descendientes de inmigrantes musulmanes residentes en nuestro país que están entrando en la adolescencia o se encuentran ya en ella, algo que en el caso español es esencial para combatir el terrorismo yihadista a medio y largo plazo. Del mismo modo que los terroristas extranjeros que actuaron en Bombay parecen ser originarios del Punjab paquistaní, ese mismo origen corresponde a la mayor parte de los individuos detenidos en relación con actividades de terrorismo yihadista en Cataluña, por lo que el intercambio de información con las autoridades paquistaníes es de la mayor importancia para impedir la penetración de elementos terroristas en las comunidades inmigrantes procedentes del sur de Asia.

Tampoco hay que olvidar, como parece oportuno, una revisión de los protocolos de seguridad, los dispositivos antiterroristas y los mecanismos nacionales para la gestión de crisis, a la luz de ciertas lecciones específicas que cabe extraer de lo ocurrido en Bombay. Por ejemplo, respecto al uso que los terroristas pueden hacer de los itinerarios marítimos con el fin de eludir controles. Parece que es así como buena parte o la totalidad de quienes provocaron los incidentes que tuvieron lugar entre el 26 y el 29 de noviembre accedieron al área de los mismos. Y es que España es un país abierto al mar por los cuatro puntos cardinales, que hacia el sur indican la proximidad de las costas del Magreb. O también, por ejemplo, respecto a los preparativos existentes en nuestro país para responder de manera proporcionada pero rápida –que no parece fuese el caso en Bombay– y eficaz en la eventualidad de una serie de atentados coordinados, de elevada magnitud e intensidad, como los acontecidos en esa populosa ciudad india.

ELECCIONES, MEDIACIÓN Y SITUACIÓN DE PUNTO MUERTO EN ZIMBABUE


Brian Raftopoulos

Las elecciones al Parlamento, el Senado, el gobierno local y la presidencia que tuvieron lugar el 29 de marzo de 2008 llevaron a la primera derrota electoral del partido en el poder, la Unión Nacional Africana de Zimbabue-Frente Patriótico (ZANU-PF), y de su presidente, Robert Mugabe. Las dos facciones del Movimiento para el Cambio Democrático (MDC), que se había dividido en octubre de 2005, obtuvieron una mayoría de 109 escaños en el Parlamento, frente a los 97 escaños obtenidos por el ZANU-PF; la primera ronda de la votación presidencial otorgó al líder del MDC el 47,9% de los votos, frente al 43,2% de Mugabe. El resto de los votos fueron a parar al disidente del ZANU-PF Simba Makoni. Sin embargo, el que ninguno de los candidatos presidenciales consiguiera obtener el 50% más uno de los votos hizo necesaria una segunda votación. Los actos de violencia promovidos por el Estado que precedieron a esa segunda votación a finales de junio fueron de tal intensidad que ni siquiera los defensores de Mugabe en el seno de la Comunidad del África Meridional para el Desarrollo (SADC) y la Unión Africana (UA) pudieron respaldar su “victoria” electoral.

Esta falta de apoyo en África, y las manifestaciones de condena que desde hace tiempo recibía de Occidente, aumentaron la presión a la que se vieron sometidos los mediadores de la SADC, encabezados por Thabo Mbeki, para encontrar una solución política a la crisis. El 21 de julio de 2008, el ZANU-PF y las dos facciones del MDC firmaron un memorando de entendimiento en el que se comprometían a “encontrar una solución verdadera, viable, permanente y sostenible a la situación de Zimbabue”. El acuerdo también tenía como objetivo: (a) el cese inmediato de la violencia y la retirada y disolución de las milicias, los campamentos paramilitares y los bloques ilegales; (b) la normalización del entorno político; (c) el restablecimiento del acceso de los organismos de ayuda humanitaria al pueblo de Zimbabue para facilitarle alimentos, servicios médicos y otros servicios críticos en todo el país; y (d) un compromiso de no tomar ninguna decisión que pudiera afectar a la agenda del diálogo, como convocar el Parlamento o formar nuevo Gobierno.

El 24 de julio de 2008, el ZANU-PF y las dos facciones del MDC reanudaron las negociaciones que se habían interrumpido justo antes de las elecciones de marzo, con la mediación del presidente de Sudáfrica Thabo Mbeki. Las negociaciones se abandonaron el 6 de agosto, con las siguientes cuestiones aún por determinar: (a) la duración del Gobierno de transición; (b) la forma y estructura de la Constitución provisional; (c) cuestiones marco relativas al nuevo Gobierno; (d) las atribuciones y obligaciones del presidente y primer ministro en el Gobierno de transición; y (e) el método y el nombramiento o la elección del primer ministro y el presidente. Aunque los mediadores sudafricanos habían elaborado una solución de compromiso que preveía un reparto (entre el presidente, el primer ministro y el Gabinete) de la autoridad ejecutiva de un Gobierno incluyente, el MDC de Morgan Tsvangirai consideró que esa solución seguía otorgando demasiado poder a Mugabe como jefe de Estado. Para Tsvangirai y su partido, cualquier acuerdo alcanzado en el marco del memorando de entendimiento debía reflejar los resultados de las elecciones presidenciales y parlamentarias de marzo, lo cual situaría a Tsvangirai como jefe de Estado interino hasta que pudieran celebrarse otras elecciones presidenciales en el marco de un proceso de reforma democrática avalado por un referéndum.

Según el ZANU-PF, Tsvangirai pedía demasiado de las elecciones de marzo, que habían dejado la presidencia sin decidir. El partido en el poder trataba, por tanto, de conservar la mayor cantidad posible de poder con un Gobierno de unidad nacional liderado por Mugabe en el que el Comando Conjunto de Operaciones integrado por los jefes del ejército, la policía y los servicios de seguridad siguieran desempeñando un papel fundamental. En palabras de uno de los negociadores del ZANU-PF, Patrick Chinamasa: “No hay nada que justifique las exigencias de Tsvangirai. Quiere que el presidente Mugabe se convierta en (el antiguo presidente titular Canaan) Banana. Sin embargo, los resultados de las elecciones del 29 de marzo no permiten justificar esa exigencia. Lo que Tsvangirai pide es una transferencia de poder, no un reparto”.[1]

La facción minoritaria del MDC, liderada por Arthur Mutambara, respaldó la postura negociada por el SADC, por considerarla “básicamente un acuerdo de reparto del poder” que reflejaba “los hechos sobre el terreno”, y se mostró de acuerdo con los negociadores del SADC y de Mugabe en que “ningún partido puede exigir que se le transfiera a él el poder porque ningún partido ha conseguido una mayoría absoluta que le permita exigirlo”.[2] La cada vez mayor similitud entre la postura de la facción minoritaria del MDC, por un lado, y el ZANU-PF y la SADC, por el otro, fue resultado de diversos factores, entre ellos el aumento de las tensiones y la desconfianza entre las dos facciones del MDC desde que éste se dividiera en octubre de 2005, la reducción de la base de apoyo de la formación de Mutambara y la mayor dependencia del proceso de mediación por el grupo de Mutambara para afianzar su posición en un futuro arreglo político.

Los 10 escaños obtenidos por la facción minoritaria del MDC en las elecciones de marzo también le otorgaron una importante influencia sobre los dos principales partidos políticos, puesto que tenía en su poder los votos que podrían decidir la mayoría en el Parlamento. Desde que comenzaron las negociaciones en el marco del memorando de entendimiento de julio, el MDC de Mutambara se fue sintiendo cada vez más molesto por lo que consideraba un intento por la facción de Tsvangirai de marginarlo en las negociaciones. Mugabe no tardó en aprovechar esas tensiones para tratar de entablar una relación más estrecha con el grupo de Mutambara, debilitando así la posición negociadora de la oposición.

El resultado de las tensiones entre las dos facciones del MDC quedó de manifiesto en la votación para elegir al presidente del Parlamento que se celebró el 25 de agosto de 2008. Ambas facciones presentaron candidatos rivales para el puesto. La mayoría de los diputados del ZANU-PF votaron al candidato de Mutambara, Paul Themba Nyathi. El candidato de Tsvangirai, Lovemore Moyo, terminó ganando con votos adicionales tanto del ZANU-PF como de la facción minoritaria del MDC, lo que supuso un duro golpe para dicha facción. En el proceso, Mugabe fue abucheado y recibió pitadas durante su discurso en el Parlamento, lo que le supuso una gran humillación y generó una breve sensación de victoria. Sin embargo, la triste ironía de ver cómo las dos facciones del MDC anteponían sus problemas al problema mayor, el régimen de Mugabe, puso de relieve las dificultades que siguen existiendo para crear una política de oposición sólida en Zimbabue.

Ante los continuos bloqueos del proceso de mediación, el MDC (Tsvangirai) adoptó una triple estrategia contra el régimen de Mugabe. En primer lugar, optó por rechazar las actuales condiciones del acuerdo elaborado con la ayuda de Mbeki y por presionar para que el proceso de mediación dejara de estar liderado por la SADC y la UA y pasara a estar liderado por la ONU. Esta postura concordaba con la conocida desconfianza que la “diplomacia discreta” de Mbeki suscitaba en el MDC y con las tensiones surgidas entre Mbeki y la UE y EEUU en relación con el problema de Zimbabue, ante la preferencia de éstos últimos por presionar para que el Consejo de Seguridad de la ONU adoptara una decisión sobre posibles sanciones al Gobierno de Mugabe. Tanto la UE como EEUU dejaron claro en reiteradas ocasiones que solo aceptarían un acuerdo para Zimbabue que supusiera una pérdida decisiva de poder para Mugabe.

El MDC de Tsvangirai decidió adoptar esta misma postura en su intento de desvincular la iniciativa de negociación de la SADC. En segundo lugar, quizá algo menos importante, el MDC aprovechó su control de la asamblea legislativa para crear un centro alternativo de poder contra el ejecutivo, bloqueando cualquier intento de Mugabe de gobernar fuera de un acuerdo más amplio. Y en tercer lugar, el MDC adoptó la visión, algo fatalista, de que la economía en crisis terminaría minando la capacidad de Mugabe para gobernar.

El primer aspecto de esta triple estrategia tenía pocas posibilidades de prosperar, dado que la UA seguía el ejemplo de la SADC con respecto a la cuestión de Zimbabue, en particular porque el grupo de referencia ampliado adscrito a la mediación de la SADC había contado con representantes de la UA. Por tanto, sería muy difícil que el presidente de la UA, el presidente tanzano Kikwete, que se había mostrado crítico de Mugabe, desvinculara a la UA de la postura colectiva de la SADC. Por lo que respecta a la ONU, era muy poco probable que China o Rusia, especialmente en el contexto de la debacle de Georgia, fueran a apoyar otro intento de Occidente de conseguir una resolución del Consejo de Seguridad en que se sancionara a Zimbabue. En la escena parlamentaria, Mugabe ya había iniciado un proceso, tras las elecciones de marzo de 2008, destinado a debilitar la posición de mayoría del MDC mediante la detención de diputados del MDC sospechosos de haber participado en actos de violencia electoral.[3] Con toda probabilidad, semejante estrategia se intensificaría en caso de que la mediación se encallara en un prolongado punto muerto.

Por lo que respecta a la creencia de que la economía podría asestar el golpe definitivo al Gobierno de Mugabe, está claro que la mayor parte de la población de Zimbabue se enfrenta a la perspectiva de una devastación continua de sus formas de sustento como resultado de las desastrosas políticas del régimen en el poder. Más allá de las ganancias obtenidas por el capital extranjero en el sector extractivo y las actividades de rentismo parasitario (rent-seeking)de sectores de la elite gobernante, la mayoría de la población activa, tanto del medio rural como del urbano, se enfrenta a la probabilidad de una pobreza cada vez mayor, por no decir una inanición masiva.

La devastación económica que se ha producido tiene tres características sobresalientes. En primer lugar, la hiperinflación de aproximadamente 10 millones por ciento ha acabado con los ahorros y los ingresos de los trabajadores, en un contexto de graves descensos de la producción y una importante escasez de alimentos, electricidad, combustible y bienes básicos. Como resultado de este proceso, la mayoría de las transacciones clave de la economía se han dolarizado, lo que ha generado rentismo parasitario, especulación, transacciones transfronterizas, dependencia de las remesas de dinero procedentes del exterior y delincuencia.

En segundo lugar, se ha registrado un enorme descenso del empleo en el sector estructurado, con el consiguiente crecimiento del empleo en el sector no estructurado. Entre los indicadores de este proceso figuran los siguientes: (a) el descenso del número de trabajadores con empleos en el sector estructurado, de 1,4 millones en 1998 a 998.000 en 2004 (los datos actuales, de los que no se dispone, probablemente mostrarían un descenso aún mayor); y (b) la reducción del porcentaje del PIB representado por los sueldos y los salarios, desde un promedio del 49% durante el período previo al ajuste estructural en 1985-1990 hasta un 29% en 1997-2003. Además, la crisis de la producción provocada por las ocupaciones de tierras también ha supuesto un problema para las formas de vida de los trabajadores, ya que la interrupción de la producción y los ingresos en los sectores agrícola y manufacturero han supuesto una enorme carga para la reproducción de los hogares de los trabajadores.

En tercer lugar, la economía ha experimentado un desplazamiento de mano de obra cada vez mayor. Durante el período de ajuste estructural, en la década de 1990, el volumen de desplazamientos desde las ciudades hacia el campo aumentó debido a las dificultades experimentadas por los trabajadores para encontrar formas de sustento sostenibles en las áreas urbanas. Esta tendencia se ha visto intensificada por el mayor desplazamiento de familias a partir de 2000 derivado de las ocupaciones de tierras, la violencia electoral, las cada vez mayores diásporas de mano de obra y los desahucios masivos que se llevaron a cabo en las ciudades durante la Operación Murambatsvina en 2005.[4] La Operación, destinada a acabar con el sector desestructurado en las zonas urbanas y reducir los principales distritos electorales de la oposición, hizo que unas 700.000 personas perdieran su forma de sustento y generó un movimiento migratorio de mano de obra que empujó a muchas personas a abandonar las ciudades o encontrar un nuevo lugar en los espacios urbanos.

Aunque este enorme deterioro de la economía redujo el apoyo del que disfrutaba el régimen de Mugabe, también supuso un desafío para la oposición. Un pilar fundamental del MDC desde su creación a finales de la década de 1990 ha sido el movimiento obrero. Sin embargo, esta base de oposición se ha visto negativamente afectada por la crisis anteriormente descrita, lo que a su vez ha generado unas condiciones sumamente difíciles para la movilización política, en varios aspectos.

En primer lugar, la reducción del empleo en el sector estructurado ha provocado un descenso del nivel de sindicalización y cuotas, lo que ha minado la capacidad de los sindicatos para llevar a cabo actividades educativas y organizativas para sus miembros. En segundo lugar, como resultado de este descenso estructural y la mayor agresividad de los ataques del Estado contra los líderes sindicales, el movimiento obrero se ha vuelto más defensivo estratégicamente y ha disminuido su capacidad y voluntad de liderar amplias alianzas cívicas, como hizo en el período comprendido entre finales de la década de 1980 y 2000. En tercer lugar, las huelgas y paros, que en la década de 1990 habían sido un instrumento eficaz contra el Estado, cuando la economía era más boyante, dejaron de ser estrategias viables de movilización en el contexto existente de rápido descenso de la mano de obra. La desestructuración del mercado laboral ha hecho que los trabajadores pasen de prácticas laborales y acciones de protesta normalizadas en la esfera pública a estrategias más individualizadas y delictivas de supervivencia. La progresiva regulación de las relaciones laborales, que en su día fue uno de los primeros logros del Estado poscolonial, se ha visto reemplazada por una incertidumbre cada vez mayor en torno a la organización del trabajo y la estructuración de la mano de obra.

Este debilitamiento del movimiento obrero, y de la cultura de organización y movilización obrera que lo caracterizaba, llevó al Congreso de Sindicatos de Zimbabue (ZCTU, por sus siglas en inglés) a realizar llamamientos urgentes a la comunidad internacional para que interviniera en la crisis de Zimbabue. En un informe sobre una declaración formulada en 2008 por el presidente del ZCTU a este respecto se señalaba lo siguiente: “El Sr Matombo dijo que muchos de sus miembros reciben demasiadas agresiones de las fuerzas de Zimbabue como para poder organizarse de forma efectiva. Ése es el motivo de que vaya a presionar a su grupo para que apoye una mayor intervención internacional, a pesar del daño a corto plazo que un bloqueo u otro tipo de acción podría ocasionar a los pobres del país”.[5]

Dado el grave debilitamiento de esta base fundamental de la organización del MDC, no es de extrañar que surgiera una compulsión casi desesperada por considerar la economía un aliado activo en la lucha contra el régimen de Mugabe. Lo que equivalió a una admisión de la menor capacidad de la oposición para movilizar políticamente a nivel nacional se fue traduciendo cada vez más en una categórica afirmación de la capacidad de una crisis económica para completar la tarea de una resistencia exhausta. En varios informes se señaló el carácter generalizado de esta idea. Se informó que Morgan Tsvangirai había dicho que la rápida espiral económica descendente de Zimbabue “terminaría por obligar a Mugabe a transigir”,[6] una opinión compartida por el importante líder cívico Lovemore Madhuku, que declaró: “Mugabe tendrá muchas dificultades para gobernar sin una mayoría (en el Parlamento), pero ése no es su verdadero problema. Su principal e insalvable problema es el desmoronamiento de la economía. No tiene margen de maniobra”.[7]

El propio Mugabe era consciente de este argumento y no tardó en vincularlo a su opinión de que formaba parte de una estrategia de “cambio de régimen” auspiciada por Occidente. En su opinión: “… los británicos han prometido al MCD que las sanciones serán más demoledoras y que nuestro Gobierno caerá en seis meses”.[8]

Sin duda, entre la opinión y la comunidad de donantes existía la opinión generalizada de que el lamentable estado de la economía de Zimbabue resultaba insostenible y de que su desastroso deterioro no tardaría en afectar a la capacidad de Mugabe para mantenerse en el poder. Sin embargo, también resultaba evidente que la crisis estaba beneficiando a determinados sectores clave de la elite gobernante, en especial a la principal base de apoyo de Mugabe, el ejército. Tampoco se disponía de información suficiente sobre los mecanismos de supervivencia de los pobres de Zimbabue y los distintos tipos de relaciones económicas resultantes de la crisis que permitirían subsistir a la economía, aunque a unos niveles deplorables de subsistencia. Por tanto, al predicar una estrategia de cambio basada en buena medida en el deterioro económico se corre el riesgo de infravalorar peligrosamente la constante capacidad de un régimen autoritario para mantenerse.

Acuerdo político

En vista del análisis anterior, no es de extrañar que la mediación de Mbeki llevara a la firma de un acuerdo político por los principales partidos el 11 de septiembre de 2008. En vista de las escasas opciones de que disponían los principales actores políticos de Zimbabue, Mbeki utilizó una combinación de esas limitaciones y de las presiones ejercidas por las fuerzas regionales e internacionales en favor de un cambio para presionar en favor de un acuerdo político. El acuerdo que se firmó finalmente reflejó las tensiones existentes entre un partido en su día dominante obligado a aceptar un reparto del poder y un partido opositor incapaz de reunir el poder de influencia necesario para arrebatar el poder de forma contundente al partido gobernante.

Entre los principales aspectos del acuerdo cabe destacar los siguientes:

1. Mugabe seguirá siendo el presidente, con dos vicepresidentes del ZANU-PF.

2. El nuevo cargo de primer ministro será ocupado por el líder de la oposición Morgan Tsvangirai, con dos viceprimeros ministros, uno de cada facción del MDC.

3. Habrá 31 ministros, 15 nombrados por el ZANU-PF, 13 por el MDC de Tsvangirai y tres por el MDC de Mutambara, y 15 viceministros, ocho del ZANU-PF, seis del MDC de Tsvangirai y uno del MDC de Mutambara.

4. El Gabinete estará presidido por Mugabe, con Tsvangirai como presidente adjunto, y será responsable de “evaluar y aprobar todas las políticas gubernamentales y los programas conexos”.

5. El primer ministro presidirá un Consejo de Ministros que supervisará “la formulación de las políticas gubernamentales por parte del Gabinete” y “se asegurará de que las políticas formuladas sean aplicadas por la totalidad del Gobierno”.

6. Se acordará una nueva Constitución en el plazo de 18 meses como culmen de un proceso que incluirá a la opinión pública de Zimbabue y que terminará en un referéndum.

7. La aplicación del acuerdo estará supervisada por un Comité Mixto de Supervisión y Aplicación integrado por cuatro altos cargos del ZANU-PF y por otros cuatro de cada una de las facciones de MDC.

El acuerdo dejó muchas áreas sin definir, como la relación entre la autoridad y la capacidad de decisión del Gabinete y el Consejo de Ministros o qué ministerios concretos se asignarían a cada uno de los partidos. Este último problema sigue retrasando la aplicación del acuerdo, puesto que el régimen de Mugabe persiste en sus esfuerzos por conservar el control de los ministerios clave en materia económica y de seguridad. Sin embargo, el acuerdo debería entenderse en gran medida como un campo de batalla en que ambos partidos continuarán su lucha por hacerse con el poder estatal, en una situación en que el partido en el poder aún mantiene la ventaja de controlar los medios de coerción. El ZANU-PF es un partido político mucho más débil que tras las elecciones de 2005, pero el MDC sigue sin ser lo suficientemente fuerte como para ejercer su hegemonía sobre el Estado.

Algunas figuras clave de la sociedad civil han expresado opiniones críticas sobre el acuerdo. El ZCTU advirtió: “Un Gobierno de unidad nacional es una subversión de nuestra Constitución nacional. Sólo debería establecerse una Autoridad de transición encargada de conducir a Zimbabue hacia unas nuevas elecciones, libres y justas, que, esperemos, no sean impugnadas por los partidos”.[9]

Además, para el presidente de la Asamblea Constitucional Nacional el acuerdo suponía “una capitulación del MDC”. Sin embargo, está claro que ninguna de estas fuerzas sociales tiene la capacidad necesaria para oponerse a este proceso, y de hecho la alternativa propuesta por el presidente de la Asamblea Constitucional, “volver a las trincheras y ejercer presión”, es más una vuelta a lo que podría haber sido que una valoración realista de los problemas actuales.

Conclusión

En el momento de elaborarse este documento, sigue sin aplicarse el acuerdo firmado por las principales formaciones políticas el 11 de septiembre de 2008, parado por una disputa sobre la distribución de los cargos ministeriales. El hecho de que el acuerdo se vea envuelto en semejante disputa es otro reflejo de que, a menudo, este tipo de luchas por el Estado poscolonial se consideran juegos de suma cero en que el acceso al Estado es la condición sine qua non para el empleo, la influencia política y la acumulación futura. Para el partido en el poder, el peligro de perder el control de este recurso amenaza con deshacer las estructuras de rentismo parasitario y especulación que se han convertido en el rasgo dominante de las fortunas de la elite política. En el caso del MDC, el calor del poder del Estado ha incrementado la sensación de que no puede mantenerse un período prolongado de oposición en el actual contexto de deterioro económico.

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[1] Jason Moyo y Mandy Rossouw, “MDC: Brown’s Trojan Horse?”, Mail and Guardian, 22-28/VIII/2008.

[2] Entrevista a Welshman Ncube, secretario general del MDC (Mutambara), www.newzimbabwe.com/pages/mdc253.18658.html, 22/VIII/2008.

[3] “Zanu (PF) ‘plots’ to seize parliament”, Business Day, 1/IX/2008.

[4] La palabra “Murambatsvina” significa en shona “sacar la basura”, que es como a menudo se refería el partido en el poder a la base de apoyo urbana del MDC.

[5] Margaret Coker, “Powerful South African labour group ponders how hard to press Mugabe”, Wall Street Journal, 9/VII/2008.

[6] Basildon Peta, “Mugabe advised to quit talks”, Cape Times, 22/VIII/2008. En las declaraciones de otros líderes de la oposición y comentaristas políticos pueden encontrarse otras afirmaciones de fe de este tipo.

[7] Dumisani Muleya, “Mugabe to call new cabinet, dealing new blow to talks”, Business Day, 28/VIII/2008. Piers Pigou también presenta este argumento en “Malice in Blunderland”, Molotov Cocktail 05, septiembre-octubre de 2008.

[8] Jason Moyo, “Mugabe prepares for next move”, Mail and Guardian, 29/VIII/-4/IX/2008.

[9] Declaración del ZCTU, Harare, 16/IX/2008.

EEUU, PAKISTÁN Y LA LÍNEA DURAND


Gabriel Reyes

El principio del fin del statu quo

El 3 de septiembre de 2008, helicópteros de las fuerzas especiales estadounidenses –probablemente miembros de la Task Force 88 cuya misión es “neutralizar” a comandantes de al-Qaeda y Talibán– cruzaron la frontera paquistaní en una operación sin precedentes. Las fuerzas especiales de EEUU aterrizaron en el pueblo de Musa Nikow en la zona de Angorada, Waziristán del Sur, en una operación aérea-terrestre que presumiblemente dejó 20 muertos, muchos de ellos civiles.

Si bien las incursiones terrestres transfronterizas dentro del marco de la Operación Libertad Duradera (OEF) siguen siendo excepcionales, el número de ataques estadounidenses, mayoritariamente con aeronaves no tripuladas, se ha incrementado de forma considerable en los últimos meses –25 confirmados en lo que va de año frente a un total de 10 entre 2006 y 2007–. Los acontecimientos recientes muestran, para alarma de muchos, que las incursiones transfronterizas van más allá de persecuciones puntuales “en caliente” y hay indicios de que EEUU está consolidando de forma paulatina una estrategia de intervención sistemática y unilateral en territorio paquistaní. Esa estrategia plantea problemas no sólo en cuanto a su justificación legal sino también y sobre todo en cuanto a sus efectos en la consolidación de la posición del nuevo gobierno, la dinámica del conflicto afgano a ambos lados de la frontera, especialmente en las zonas tribales, y la propia viabilidad de un Estado paquistaní unitario más o menos democrático.

El secretario de Defensa Robert Gates afirmó en su comparecencia ante el Senado de EEUU el 23 de septiembre de 2008 que las tropas de EEUU tienen derecho a actuar en defensa propia contra los terroristas internacionales afincados en Pakistán si el gobierno no es capaz o no quiere acabar con ellos. EEUU reproduce así la controvertida y mayoritariamente rechazada doctrina de defensa propia ante agresiones armadas indirectas que creó y sostuvo en la guerra de Vietnam. Sea cual fuera la valoración legal de los últimos acontecimientos no hay duda de que éstos han llevado a las relaciones entre el gobierno de Pakistán y EEUU a uno de sus puntos más bajos desde 2001.

Tras meses de ataques transfronterizos a sus tropas y a las de la OTAN-ISAF en Afganistán, el gobierno estadounidense ha querido dejar claro que el statu quo existente (una explosiva combinación de actividad de elementos insurgentes operando a ambos lados de la Línea Durand conjugada con la pasividad de las fuerzas paquistaníes) ya no era sostenible, más aun cuando la Administración estadounidense saliente estaba decidida a obtener resultados positivos en su campaña afgana y dentro del marco de la OEF. La cuestión ahora es hasta dónde llegará la nueva estrategia estadounidense y en qué medida podría poner en peligro la alianza con Pakistán y la frágil posición del gobierno de Yousuf Raza Gilani.

Pakistán entre la espada y la pared

Las reiteradas violaciones de la frontera y las numerosas bajas civiles derivadas de las operaciones de EEUU en los últimos meses han puesto al gobierno de Gilani en una posición comprometida ante su electorado que le ha forzado a reaccionar de forma contundente, al punto incluso de arriesgarse a provocar un conflicto abierto con su principal aliado.

El presidente Asif Ali Zardari, respaldado por el Congreso y el Senado, ha declarado en varias ocasiones en el último mes que su gobierno “no tolerará la violación de su soberanía y su integridad territorial por ninguna potencia en el nombre de la lucha contra el terrorismo”. Más allá de la mera retórica, las fuerzas fronterizas paquistaníes abrieron fuego (disuasorio) sobre helicópteros militares estadounidenses que intentaron cruzar la frontera en varias ocasiones en el mes de septiembre.

La reacción del gobierno de Gilani manda el mensaje firme y claro a sus aliados, al pueblo de Pakistán y a los enemigos de éste, de que el nuevo gobierno civil es capaz de velar por la soberanía y la integridad territorial del país sin ser un peón de EEUU. Dicho esto, es poco probable que la alianza con EEUU se deteriore de forma drástica debido a los numerosos y cuantiosos intereses mutuos.

Por otro lado, el atentado suicida en el Hotel Marriott de Islamabad el 20 de septiembre pasadoque se saldó con más de 50 muertos, ha demostrado al nuevo gobierno paquistaní la fuerza y el alcance de los extremistas afincados en su territorio. Pero constituye sobre todo la prueba de que el statu quo post 11-S heredado de la era Musharraf (con el que hasta ahora Pakistán parecía estar dispuesto a vivir pese a la inseguridad e inestabilidad que conllevaba) tampoco favorece al país a medio e incluso corto plazo. El atentado del Hotel Marriott parece asimismo haber desencadenado un germen de cambio de actitud del gobierno de Pakistán frente a los talibán y al-Qaeda, aunque todavía de forma limitada. Días después del ataque, el ejército intensificó las operaciones en las Agencias Tribales Administradas Federalmente (FATA en sus siglas en inglés) y prosiguió con las operaciones en Swat, Bajaur y otras agencias tribales del noroeste que según las autoridades han dejado más de 1.500 combatientes enemigos muertos y, según la ONU, 450.000 desplazados. Pese al aparente empuje del ejército de Pakistán, ciertos medios locales comentan que el control que ejerce en Bajaur sigue siendo extremadamente reducido.

La intensificación de las operaciones bélicas constituye una demostración de fuerza que podría consolidar la posición del gobierno de Gilani siempre y cuando consiga mantener la presión sobre los extremistas evitando un número excesivo de bajas civiles y muestre a la población y a sus socios en el gobierno que la lucha contra los yihadistas es una lucha por la supervivencia del Estado, más allá del obvio interés estratégico de EEUU en la región. En este sentido, un consenso entre los partidos mayoritarios, el PPP y la PML-N, sobre la posición a adoptar frente a los yihadistas afincados en territorio paquistaní también sería necesario, aunque las rivalidades ideológicas y políticas y el constante flirteo de Nawaz Sharif con distintos grupos islamistas hacen del consenso una cuestión inviable a corto plazo.

Paralelamente, parece haberse desencadenado un cierto cambio de actitud de la población, y en especial de los líderes tribales de las zonas fronterizas, frente a los talibán y al-Qaeda, en un movimiento impulsado y alentado por el gobierno de Pakistán que busca el apoyo de las tribus como parte integral de su estrategia de lucha contra los yihadistas. En distintas partes de la frontera afgano-pakistaní se están constituyendo ejércitos tribales (conocidos como lashkars) para enfrentarse a los talibán y elementos yihadistas extranjeros afiliados a al-Qaeda.

Más allá de las expectativas de cambio que podrían inferirse de estas iniciativas anti-talibán, es necesario puntualizar que movimientos de este tipo han visto la luz en el pasado con un éxito muy limitado, ya sea por la falta de coordinación de las fuerzas tribales frente a las experimentadas unidades talibán, ya sea por la capacidad de éstas de decapitar con éxito el liderazgo de las tribus pashtún, como han demostrado recientemente diversos atentados contra distintas jirgas en la Agencias tribales. Asimismo, cabe señalar que el apoyo tribal al gobierno en su campaña es reducido y se limita a un número marginal de tribus en Bajaur, Swat, Khyber, Dir y Buner, en contraposición al apoyo yihadista de tribus mayoritarias como la Utmanzai Wazir en Waziristán del Norte y la Ahmedzai Wazir en Waziristán de Sur, entre otras.

Todo ello muestra que la situación en las zonas tribales está todavía muy lejos del control de la autoridad estatal paquistaní que sigue cultivando una política ciertamente ambigua frente a los talibán, basada en la estratégica distinción entre elementos “buenos” y “malos” en función de si operan o no en contra de los intereses del Estado. Un ejemplo de ello es la reciente decisión del ejército de no adentrarse en Waziristán para atacar a las tropas de Hafiz Gul Bahadar y Mullah Nazir –conocidos por apoyar a al-Qaeda y sus operaciones contra EEUU y la OTAN en Afganistán– supuestamente basándose en los acuerdos de alto el fuego del 17 de febrero de 2008. Esa postura ambivalente del ejército y de los servicios secretos sin duda pone en peligro al país y a su alianza con EEUU, y por ello ha ser abandonada en favor de un apoyo incondicional al nuevo gobierno civil y una depuración y reforma de las fuerzas de seguridad.

La política estadounidense frente a Pakistán: la responsabilidad del cambio

A la vista de los poco halagüeños resultados de la campaña afgana en los últimos meses, el nuevo jefe del Mando Central de EEUU (USCENTCOM), el general David H. Petraeus, ha pedido una evaluación de la estrategia militar en la región con vistas a la formulación de un nuevo plan. El grupo de trabajo conocido como Joint Strategic Assessment Team comenzará su labor a mediados de noviembre de 2008 y contará con unos 100 expertos internacionales que analizarán las causas subyacentes del conflicto en Afganistán y Pakistán. Con ello se pretende diseñar una nueva estrategia adaptada a las necesidades en el terreno dentro del marco del cambio de Administración en EEUU e inspirada por los logros de Petraeus en Irak. Miembros del entorno de Petraeus apuntan que la estrategia incluirá elementos como la posibilidad de un proceso gubernamental de diálogo y reconciliación con los talibán en Afganistán y Pakistán, una opción que en los últimos meses ha ido tomando fuerza y que pretende aprovechar las posibles fracturas entre el núcleo duro de los talibáns afiliados a la causa de al-Qaeda y los llamados “moderados”.

El frente afgano-paquistaní se ha ido configurando como una de las prioridades del presidente electo de EEUU, Barack Obama, a lo largo de la campaña electoral, dónde ha manifestado su voluntad de dar un nuevo impulso a la campaña afgana, actualmente en “una espiral descendente” tal y como la describe el estamento militar. Asimismo, las declaraciones del por entonces candidato a la presidencia indican que la actual estrategia de incursiones transfronterizas tendrá continuidad basándose en el derecho de defensa propia de EEUU. La nueva Administración estadounidense puede (y debe) aportar mucho al proceso de desarrollo y seguridad en la zona fronteriza entre Afganistán y Pakistán con los consiguientes beneficios en términos de seguridad para los dos países y la región en general. Para ello, partiendo de la base de que la solución al conflicto no será militar, EEUU deberá replantearse su estrategia y en particular su política post 11-S de ayuda a Pakistán.

En los últimos siete años, EEUU ha desembolsado cerca de 10.600 millones de dólares en ayuda a Pakistán. Más allá de esta cifra astronómica subyacen enormes problemas de transparencia en el gasto y una desproporción entre las partidas destinadas al desarrollo del país y la aportación al ejército paquistaní: una cuarta parte frente a tres cuartas partes, respectivamente (cerca del 60% de la ayuda se ha destinado a los llamados Fondos de Apoyo de la Coalición que se consideran como un pago o reembolso al gobierno paquistaní por su inversión en la Guerra contra el Terrorismo). Ante una desproporción de tal envergadura, el pragmatismo y las lecciones del pasado llaman a un cambio de dirección.

El vicepresidente electo Joseph Biden ha apostado con fuerza por este cambio. Su propuesta de ley (S. 3263: Enhanced Partnership with Pakistan Act)ante el Congreso de EEUU en julio de 2008 aboga por triplicar la ayuda no militar en los próximos cinco años a un total de 7.500 millones de dólares (1.500 millones al año) para el desarrollo del país y propone condicionar la partida de ayuda militar a objetivos como el respeto a los derechos humanos y el desarrollo de un poder judicial independiente, entre otros. Frente a la primacía de los objetivos militares a corto plazo, la propuesta de Biden, pendiente aun de aprobación por el Congreso, abre la puerta a una política con miras al desarrollo y la seguridad de Pakistán a largo plazo.

De especial importancia será la inversión en desarrollo que se haga en las FATA, que cuentan con niveles de pobreza dos veces superiores a la media nacional y que constituyen un caldo de cultivo y un santuario para grupos yihadistas. El desarrollo industrial y agrario de las FATA, su integración económica y el diseño de políticas lingüísticas que retomen el uso del pashtún como lengua administrativa son algunas de las medidas vitales en la búsqueda de una solución sostenible a la cuestión pashtún, que llevarán a la desaparición del apoyo popular los yihadistasy al desarrollo de medios de vida alternativos al crimen organizado, y al tráfico de drogas y de armas.

El necesario cambio en la política de ayuda ha de acompañarse con un replanteamiento de la estrategia diplomática de EEUU, que ha de recalibrar la presión que ejerce sobre el gobierno y el ejército de Pakistán sin dejar por ello de exigir resultados militares, apoyar la reforma de ciertos sectores e impulsar la integración política y económica de los pashtún. Tal y como se ha puesto de manifiesto, EEUU tiene suficientes elementos para presionar con firmeza pero discretamente a Pakistán sin tener que adoptar medidas que erosionen la soberanía territorial del Estado a ojos del pueblo paquistaní o que pongan en evidencia de forma pública a su gobierno y a su ejército en un período crítico de reajuste.

EEUU tiene la responsabilidad de guiar a Afganistán y a Pakistán hacia un camino de colaboración y entendimiento sin el cual la paz no será posible. Para ello, ha de poner los medios necesarios para encontrar una solución sostenible al estatus de la controvertida Línea Durand que salvaguarde los intereses de ambos países y de las tribus pashtún a los dos lados de la frontera. Un posible mecanismo de canalización del proceso a corto plazo es la Comisión Tripartita, en la que participan la ISAF, representantes del ejército afgano y del ejército paquistaní, que debería apoyarse de forma efectiva como foro privilegiado de resolución de conflictos y coordinación de esfuerzos. Asimismo, el apoyo activo a las patrullas fronterizas conjuntas que el gobierno de Pakistán autorizó el 7 de octubre de 2008, contribuirá a reforzar la comunicación y el entendimiento entre las dos naciones, asentando las bases de confianza mutua necesarias para cualquier negociación específica sobre el estatus de la frontera.

La Administración estadounidense debería asimismo buscar soluciones de compromiso a los conflictos existentes entre la India y Pakistán (principalmente el de Cachemira) que históricamente constituyen una de las causas subyacentes de los enfrentamientos asimétricos indirectos en suelo afgano (la India apoyando tradicionalmente al gobierno afgano y Pakistán, en especial sus servicios secretos, a grupos insurgentes que buscan la desestabilización de aquel en un intento de asegurarse una cierta profundidad estratégica en el país vecino). EEUU debería no sólo desempeñar una función mediadora sino también apelar ante la India para que limite los gestos que puedan poner a Pakistán a la defensiva, ya que Islamabad teme la creciente influencia de la India en Afganistán como agente de desarrollo y proveedor de asistencia técnica militar al ejército afgano, entre otros aspectos. Pero Washington debería también tener más presentes las legítimas inquietudes de Pakistán, que en los últimos meses se ha sentido amenazada por la relación privilegiada entre su aliado y la India cuyo ejemplo más reciente es la firma de un acuerdo de cooperación nuclear civil el 1 de octubre de 2008.

Conclusiones

Ahora más que nunca, el futuro de Pakistán, del conflicto en Afganistán y de la estabilidad en la región se juega en las montañosas tierras de la frontera noroeste. EEUU y sus aliados han de tener en consideración que la solución del conflicto a ambos lados de la Línea Durand no será militar. Tan solo una estrategia regional conjunta y coordinada entre EEUU, las potencias de la OTAN, Pakistán y Afganistán, que encuentre el equilibrio entre la necesaria intervención militar, la búsqueda de soluciones negociadas, la consolidación del gobierno civil de Pakistán y la reforma de sus instituciones, el control conjunto de la frontera y la integración política y económica de los pashtún a ambos lados de la Línea Durand contribuirá a la estabilidad de Pakistán, así como al desarrollo efectivo y a la seguridad de la región a largo plazo.

Todo ello llama a un cambio profundo de la estrategia de EEUU en Pakistán y en la región en general que vaya más allá de los objetivos militares a corto plazo de la OEF. Afganistán y, por extensión ineludible, Pakistán estarán en el centro de la política exterior de la Administración estadounidense en los próximos años. EEUU, Pakistán y Afganistán andan juntos por la fina línea que determina el destino de una región a la que la historia le ha negado la paz. Solo el tiempo dirá si ésta consigue finalmente resarcirse.