jueves, 22 de mayo de 2008

“PASTUNISTÁN”: UN DESAFÍO PARA PAKISTÁN Y AFGANISTÁN


Selig S. Harrison

El crecimiento alarmante de al-Qaeda y de los talibán en la región tribal pastún del noroeste de Pakistán y el sur de Afganistán suele atribuirse a la popularidad de su variante mesiánica del islam y a la ayuda encubierta de los servicios secretos paquistaníes. Pero hay otra razón, más inquietante, que explica su éxito: su relación simbiótica con un importante movimiento separatista pastún que podría llevar a la unificación de unos 41 millones de pastunes en ambos lados de la frontera, la ruptura de Pakistán y de Afganistán, y la emergencia de una nueva entidad nacional, un “Pastunistán islámico” liderado por el islamismo radical.

Pakistán y Afganistán son dos Estados multiétnicos frágiles. De manera irónica, al ignorar los factores étnicos y definir su lucha contra los yihadistas en términos militares, EEUU está ayudando sin darse cuenta a al-Qaeda y a los talibán a conseguir el liderazgo del nacionalismo pastún. El problema político central al que se enfrenta Pakistán, problema que ha estado oculto a la atención internacional distraída por la “Guerra contra el terror”, es cómo tratar las profundas tensiones entre la mayoría punjabi, que controla las fuerzas armadas, y las minorías baluchi, sindi y pastún a quienes se les ha negado injustamente su parte en el poder económico y político.

Si la historia puede servirnos como guía fiable, las perspectivas de la supervivencia del Estado paquistaní, en su actual configuración de grupos etno-lingüísticos, no están aseguradas. En la historia del sur de Asia no existe ningún precedente de un país formado por cinco regiones etno-lingüísticas como es el caso de Pakistán, tal y como se constituyó originalmente en 1947, ni siquiera de un Pakistán truncado formado por las cuatro regiones que permanecieron unidas tras la secesión de Bangladesh en 1971. Los ideólogos del nacionalismo paquistaní exaltan la memoria histórica de Akbar y Aurangzeb como símbolos de la grandeza islámica en el sur de Asia. Por el contrario, baluchis, sindis y pastunes recuerdan principalmente a los mogoles como símbolos de la opresión pasada.

En Afganistán, donde los pastunes son el grupo étnico más numeroso, se sienten agraviados por la influencia desproporcionada que ejerce la minoría étnica tayica en el régimen de Hamid Karzai, una consecuencia de la colaboración de EEUU con las milicias tayikas para expulsar a los talibán. Lo que es aún más importante es que son los pastunes los que han sido las principales víctimas de los bombardeos de EEUU y de la OTAN contra los talibán, quienes son mayoritariamente de etnia pastún y operan en el territorio pastún. Según un cálculo fidedigno, las víctimas civiles en Afganistán se acercan a las 5.000 desde 2001.

El imperio perdido

No hay consenso sobre el tamaño de la población pastún en Pakistán y tampoco hay datos censales definitivos en Afganistán. El World Factbook de la CIA estima que la población afgana alcanzaba los 31,05 millones en 2006, de los cuales 13 millones eran pastunes. En Pakistán, los datos del censo indican que hay 25,6 millones de hablantes de la lengua pastún. A ellos debe sumárseles unos 2,5 millones de refugiados pastunes en Pakistán. Estas cifras sugieren que la población pastún en ambos países es de 41 millones de personas.

Los pastunes consideran que el colonialismo británico les privó de sus derechos. Hasta el Raj, los pastunes estuvieron unidos políticamente durante casi un siglo bajo el estandarte de un imperio afgano que se extendía hacia el este hasta el río Indo. Los pastunes sufrieron un duro golpe cuando los británicos se apoderaron de 40.000 millas cuadradas del territorio ancestral pastún entre el Indo y el Paso de Khyber. La mitad de la población pastún quedó entonces bajo la tutela de Gran Bretaña, que impuso la Línea Durand para formalizar su conquista. Cuando posteriormente cedieron este territorio al nuevo gobierno de Pakistán dominado por los punjabíes, en 1947, los británicos dejaron en herencia un asunto explosivo, irredentista que ha marcado para siempre la retórica de los regímenes afganos dominados por los pastunes y ha envenenado las relaciones entre Afganistán y Pakistán. En varias ocasiones, la monarquía de Zahir Shah, la república de Muhammad Daoud y los gobiernos comunistas posteriores a 1978 han cuestionado el derecho de Pakistán de gobernar sobre sus zonas pastunes, propugnando alternativamente el objetivo de crear un Estado pastún autónomo dentro de Pakistán, un Estado pastún independiente escindido de Pakistán o bien un “Gran Afganistán”, anexionando directamente los territorios perdidos.

Pakistán ha luchado denodadamente para sofocar los impulsos de los pastunes de conseguir un Pastunistán independiente, tanto durante como después de la ocupación soviética de Afganistán. Durante la ocupación, el Interservices Intelligence Directorate (ISI) canalizó la ayuda norteamericana a los grupos islamistas de la resistencia bajo su tutela, negando ayuda y armas a los grupos de la resistencia simpatizantes del ex monarca Zahir Shah, quien había apoyado el movimiento del Pastunistán durante su reinado. Cuando las fuerzas soviéticas se fueron de Afganistán, el ISI trató en un principio de instalar en el poder a facciones afganas afines a Pakistán, supuestamente contrarias al concepto de Pastunistán. Cuando estos grupos se demostraron incapaces de consolidar su poder, Islamabad volvió sus ojos hacia los talibán, quienes tenían una base pastún pero estaban dominados por líderes clericales con una ideología panislámica y en principio no se identificaban con el movimiento de Pastunistán. Sin embargo, de forma significativa, cuando los talibán llegaron al poder, no reconocieron la Línea Durand pese a las presiones de Pakistán para que así lo hicieran.

Hoy en día, los pastunes restan importancia a las sangrientas luchas dentro de la monarquía con las que se abrió el camino para la intervención de los británicos y sus aliados a principios del siglo XIX. No obstante, viendo la imagen en su conjunto, hay pruebas históricas más que suficientes que explican el poder emocional del nacionalismo pastún. Mucho antes de que los británicos apareciesen en escena, los pastunes luchaban por mantener su identidad frente a los avances de los emperadores mogoles, que ejercían a duras penas el control sobre las zonas al oeste del Indo desde su capital en Delhi.

Las raíces de la identidad pastún

Los pastunes a ambos lados de la Línea Durand comparten una antigua identidad social y cultural que se remonta al menos al reino Pakti mencionado en los escritos de Herodoto y posiblemente a fechas anteriores. Cuando un crítico punjabí preguntó en 1975 a Wali Khan, el líder del Partido Nacional Awami, si era “primero un musulmán, un paquistaní o un pastún”, Wali Khan dio una respuesta que ha sido citada muchas veces: “un pastún de 6.000 años, un musulmán de 1.000 años y un paquistaní de 27 años”. Se han encontrado inscripciones del siglo VIII en un idioma precursor del pastún. En los siglos XI y XII, Rahman Baba y otros poetas escribían canciones folclóricas que siguen siendo populares en la actualidad y, a mediados del siglo XVII, Khushal Khan Khattak había desarrollado lo que hoy en día se considera como el estilo clásico de la poesía pastún.

Hay de dos a tres docenas de tribus pastún, dependiendo de la forma de clasificarlas, divididas en cuatro grandes agrupaciones: los durranis y los ghilzais, concentrados en Afganistán; las llamadas tribus independientes, a ambos lados de la Línea Durand; y varias tribus, tales como los khattaks y los bannuchis, centrados en la Provincia de la Frontera Noroeste. Como escribió Richard Tapper:

“A pesar del conflicto endémico entre los distintos grupos pastún, todos ellos saben desde hace tiempo que la noción de la unidad étnica y cultural de todos los pastunes es un complejo simbólico de gran potencial para la unidad política. De todos los grupos tribales de Irán o Afganistán, los pastunes han tenido probablemente la ideología de linaje segmentario más explícita y dominante del modelo clásico expresada no sólo en genealogías escritas sino en la distribución territorial”.
(The Conflict of Tribe and State in Iran and Afghanistan, St Martin’s Press, Nueva York, 1983.)

Sin embargo, a diferencia de la sociedad baluchi con sus estructuras jerárquicas y sus sardars todopoderosos, la cultura pastún tiene un halo igualitario personificado en el papel de la jirgah (asamblea). Por otra parte, aunque el malik de la tribu (jefe del poblado) es la figura más poderosa en los asuntos de la tribu per se, el malik comparte el poder con el mullah en una relación compleja y simbiótica.

El Estado afgano que Ahmad Shah Durrani fraguó en 1747 era de carácter decididamente pastún. Se trataba de una confederación tribal pastún, instaurada con el objetivo de unir a los pastunes y proteger sus intereses e integridad frente a los rivales no pastunes. Por cierto que, incluso en sus inicios, el nuevo Estado no era totalmente homogéneo étnicamente, por el contrario, Afganistán tenía una abrumadora mayoría pastún a principios del siglo XIX. Sin embargo, la pérdida de los territorios trans-Durand en 1823 y la consecuente división de los pastunes dejó a un Afganistán truncado con un balance étnico menos definido. A medida que se desarrollaba el “gran juego” entre Gran Bretaña y Rusia durante el siglo XIX, los británicos incitaron a sucesivos dirigentes afganos a expandir paulatinamente la frontera de Afganistán hacia el norte hasta el río Oxus. El objetivo británico era hacer de Afganistán un Estado tapón, mientras que los dirigentes pastunes en Kabul tenían sus propias ambiciones imperialistas. Extensas zonas pobladas por hazaras, tayikos, uzbecos y otros grupos étnicos no pastunes fueron anexados por Kabul tras largas y costosas luchas que dejaron un legado de conflicto étnico latente.

La emergencia del nacionalismo

Los no pastunes constituían al menos el 35% –incluso puede que llegaran al 45%– de la población de Afganistán durante las décadas precedentes a la ocupación soviética, y se han fortalecido tras el masivo éxodo de refugiados pastunes a Pakistán. Al cambiar el equilibrio étnico, los pastunes de Afganistán han tratado de forma intermitente de forjar algún tipo de unidad política con los pastunes de Pakistán que pueda restablecer el dominio indiscutible pastún en Kabul. Al mismo tiempo, dada la responsabilidad de los británicos en la división de los pastunes, no es sorprendente que el sentimiento antibritánico en las décadas de los 20 y los 30 desencadenara la emergencia de un movimiento nacionalista pastún que se convertiría en el lado paquistaní de la Línea Durand en los “Camisas rojas” de Ghaffar Khan, quienes reclamaron explícitamente, en vísperas de la partición, un Pastunistán independiente. En la Declaración Bannu del 22 de junio de 1947, Ghaffar Khan reclamó que los pastunes pudieran elegir entre unirse a Pakistán o establecer un Pastunistán independiente, en lugar de una elección limitada a optar por Pakistán o por India.

Los “Camisas rojas” boicotearon el referéndum que los británicos, en proceso de dejar el país, utilizaron como base legal para devolver la Provincia de la Frontera Noroeste y las áreas tribales adyacentes, conocidas como las Áreas Tribales de Administración Federal (FATA), al nuevo Estado paquistaní. En consecuencia, Ghaffar Khan y Wali Khan pudieron, en el momento en que les convino, poner en duda la legitimidad de la incorporación de estas zonas de mayoría pastún a Pakistán. Por su parte, los líderes paquistaníes han citado frecuentemente la Declaración Bannu para poner en tela de juicio las declaraciones de lealtad a Pakistán por parte de Ghaffar Khan y Wali Khan.

A pesar de que, desde 1947, el Partido Nacional Awami ha cambiado su reclamación de un Estado Pastún por el de una provincia autónoma dentro de Pakistán, Islamabad mantiene sus dudas sobre su lealtad a Pakistán. Esta desconfianza se basa no solo en sospechas de connivencia con Afganistán sino también en el hecho de que Ghaffar Khan se oponía abiertamente a la idea de Pakistán y se identificaba activamente con el Congreso Nacional Indio en su lucha contra los británicos. Motivado por su temor ante las demandas pastunes de una autonomía provincial o, peor aún, de un Estado pastún, el régimen dominado por la etnia punjabi ha tratado de asentar al mayor número posible de refugiados afganos y otros pastunes en Baluchistán, con el objetivo de minar, en una sola jugada, la fortaleza del separatismo baluchi y pastún.

Puesto que los pastunes son más numerosas que los baluchis en algunas zonas del norte de Baluchistán, los nacionalistas pastunes proponen ahora reestructurar el Estado paquistaní para unir a todas las regiones pastunes en FATA, la Provincia de la Frontera Noroeste y el norte de Baluchistán en una nueva provincia de Pakhtoonkhwa que buscaría una mayor autonomía de la que tienen ahora las provincias de Pakistán.

La inclusión de FATA en la visión nacionalista pastún es una novedad significativa que choca directamente con los planes de desarrollo de Pakistán respaldados por EEUU y cuyo objetivo es someter esta zona tribal, hasta ahora autónoma, al control central del gobierno. Hasta hace poco, FATA tenía escasa conciencia política popular. Pero el uso de estas zonas como santuario y lugar de escala para las fuerzas de al-Qaeda y de los talibán desde el 11 de septiembre –lo cual ha obligado a las fuerzas paquistaníes a realizar incursiones militares presionadas por EEUU– ha incrementado los contactos entre tribus hasta ahora poco relacionadas y a una polarización de las fuerzas islamistas y nacionalistas pastunes cada vez más organizadas.

En julio de 2002, el ejército paquistaní envió una división a FATA, centrándose en áreas que se creían eran lugares de tránsito de las fuerzas de al-Qaeda y de los talibán para entrar y salir de Afganistán. Bajo la presión de Washington para que actuasen, las fuerzas paquistaníes, utilizando helicópteros artillados y artillería pesada, lanzaron operaciones en octubre de 2003 y los primeros tres meses de 2004 que obligaron a desplazarse a unas 50.000 personas, según la Comisión de los Derechos Humanos de Pakistán, y causaron muchas víctimas civiles. “El uso de la fuerza de forma indiscriminada y excesiva debilitó el prestigio local de los militares y les hizo perder el apoyo de la población local”, informó el Grupo de Crisis Internacional. Un ex ministro de Justicia Federal pastún denunció el sentimiento de rabia que se había extendido por todo FATA. Musharraf concluyó que una presión militar mayor haría ingobernable FATA y autorizó acuerdos de paz con líderes tribales en Waziristán, muy criticados por EEUU, por los que las fuerzas paquistaníes suspendieron las operaciones militares a cambio de que los líderes tribales impidiesen el uso de FATA como lugar de escala de los talibanes para las operaciones en Afganistán. Pero el daño ya estaba hecho, y la población de FATA se encuentra más politizada y radicalizada de lo que ha estado nunca.

El artífice de este acuerdo de paz fue el teniente general pastún retirado, Jan Orakzai, gobernador de la Provincia de la Frontera Noroeste. En octubre de 2006, el general Orakzai negociaba discretamente acuerdos parecidos en la zona Bajaur de FATA, pero muchos paquistaníes sospechaban que los servicios secretos de EEUU se habían enterado. Lo que ocurrió después no ha sido aclarado con precisión todavía, pero el 30 de octubre de 2006, 83 estudiantes de una madrasa en el pueblo bajaur de Chenagai murieron en un ataque con misiles. The News de Karachi recogió testimonios de testigos afirmando que los misiles fueron disparados desde un avión norteamericano Predator sin piloto que había estado sobrevolando en círculos durante horas. Sin embargo, el ejército paquistaní reivindicó la autoría del ataque, y portavoces estadounidenses y paquistaníes dijeron que el seminario era en realidad un centro de entrenamiento de al-Qaeda. Sea cual sea la verdad, el ataque provocó protestas masivas, sobre todo en FATA, y ataques suicidas con bomba como represalia en el distrito tribal de Malakand.

La radicalización de las zonas pastunes a ambos lados de la frontera entre Pakistán y Afganistán ha intensificado tanto el fanatismo islamista como el nacionalismo pastún. Se supone, según la creencia popular, que una de las dos, o bien la identidad islamista o la pastún, triunfará eventualmente, aunque también es posible que el resultado sea lo que Hussain Haqqani ha llamado un “Pastunistán islámico”. Durante un seminario celebrado en Washington el 1 de marzo de 2007, en la embajada paquistaní, el embajador de Pakistán, el general de división (retirado) Mahmud Ali Durrani, un pastún, comentó: “espero que el nacionalismo talibán y el pastún no se unan. Si esto ocurriese, sería el fin, y estamos muy cerca de que ocurra”.

Islamabad y los pastunes

Los escépticos que cuestionan el potencial del nacionalismo pastún señalan el hecho de que los pastunes están más integrados en Pakistán que la minoría baluchi, más abiertamente rebelde. Durante el dominio británico, los pastunes de las familias más aristocráticas y urbanizadas recibieron puestos de poder en el ejército y en la burocracia. Estos oficiales ocupaban altos cargos en el ejército hasta que muchos de ellos fueron expulsados a finales de los años 50, cuando los punjabíes aumentaron su poder. Sin embargo, hoy en día sigue habiendo todavía un importante número de pastunes que ocupan cargos elevados en Pakistán.

En términos geográficos, las zonas pastunes no están tan aisladas de otras partes de Pakistán como las zones baluchi, lo cual explica en parte por qué las zonas pastunes están más integradas en la economía paquistaní general que las zonas baluchi. Pero, en opinión de los pastunes, la integración tiene grandes desventajas puesto que conlleva una excesiva dependencia de la provincia de Punjab y hace a las zonas pastunes vulnerables a la explotación por parte de los grandes negocios con sede en Karachi y Lahore. El antagonismo pastún hacia la dominación punjabí se basa, en gran parte, en la supuesta discriminación económica ejercida contra la Provincia de la frontera Noroeste en la distribución del gasto en desarrollo tanto en la industria como en la agricultura.

Una de las acusaciones clásicas de los líderes pastunes es que Islamabad retrasa deliberadamente la electrificación de las zonas pastunes porque no quiere que se industrialicen –que incluso la electricidad que se produce en estas áreas se destina en primer lugar a la provincia de Punjab, y que la mayor parte del tabaco y el algodón que se cultiva en la Provincia de la Frontera Noroeste se utiliza para abastecer las fábricas de tabaco y textiles localizadas en otras provincias–. Islamabad discrimina incluso a los pastunes en el desarrollo agrario –según portavoces pastunes–, canalizando las ayudas para la expansión del riego a Punjab o a zonas de otras provincias donde los principales beneficiarios serán los punjabíes.

La insatisfacción pastún se centra también en el papel de los funcionarios en la administración provincial y en la resistencia de Islamabad a utilizar el idioma pastún como lengua de instrucción en los centros escolares. Hoy en día, el idioma urdu es la lengua vehicular en los colegios públicos, mientras que el pastún es un idioma optativo hasta el octavo grado. Los niños pastunes no solo asisten a clases impartidas en urdu sino que también utilizan libros escritos en urdu, aunque se permite el inglés en los exámenes de oposiciones a funcionarios así como en la universidad y en los exámenes de acceso a las universidades y facultades de postgrado. La cuestión del idioma es igualmente importante en Baluchistán, Sind y en la Provincial de la Frontera Noroeste, pero es más importante en las zonas sindi y pastún que en Baluchistán, porque el sindi y el pastún están más normalizados y más desarrollados como idiomas literarias que el baluchi, por lo que son más fácilmente adaptables a propósitos educativos.

En el hipotético caso de que Islamabad decidiese ofrecer concesiones económicas y políticas significativas a las minorías étnicas –por ejemplo, convertirse en provincias autónomas como se preveía en la extinta constitución de 1973–, la posibilidad de alcanzar un compromiso sería mayor con los pastunes que con los baluchis y los sindis. Pero los sucesivos gobiernos militares dominados por los punjabis, incluyendo el régimen de Musharraf, no han mostrado ninguna disposición al compromiso. Por otro lado, la agitación en las zonas pastunes a ambos lados de la Línea Durand, provocada por la ocupación soviética de Afganistán y más recientemente por el 11 de septiembre, ha mantenido en ebullición el separatismo pastún.

Los refugiados pastunes que llegaron a la Provincia de la Frontera Noroeste desde Afganistán tras la salida de las tropas soviéticas, despojados de sus raíces tribales, han proporcionado una buena base de reclutamiento para Jamaat-i-Islami, Jamiat-e-Ulema Islam y otros grupos islamistas. Fortalecidas por su alianza de 2004 con Musharraf, las fuerzas islamistas eclipsaron a las fuerzas políticas pastunes laicas en la Provincia de la Frontera Noroeste, agrupadas en el Partido Nacional Awami (NAP, por sus siglas en inglés). Este partido, fundado por el difunto Khan Abdul Ghaffar Khan, no subordina la identidad étnica pastún a la identidad islámica. Pero en las elecciones a la Asamblea Nacional de 2008, con un Musharraf debilitado, el NAP ganó la totalidad de los 10 escaños de la Provincia de la Frontera Noroeste.

Tanto los islamistas como los pastunes laicos comparten el deseo de escapar de la dominación de Islamabad. Ambos grupos comparten tradiciones y un pasado histórico común con los pastunes de Afganistán. El movimiento a favor de Pastunistán, largo tiempo aletargado, está resucitando lentamente y su reemergencia parece cada vez más plausible en los próximos años en un contexto de inestabilidad creciente y desintegración política tanto en Pakistán como en Afganistán.

Conclusiones

¿Qué deberían hacer EEUU, la OTAN y la UE para desactivar la bomba de relojería que supone Pastunistán?

En primer lugar, tanto en Afganistán como en FATA, minimizar los ataques aéreos que pueden ocasionar víctimas civiles, como el ataque del 12 de marzo en Waziristán Norte contra un presunto escondite talibán en FATA que provocó la muerte de nueve civiles. En lugar de ataques aéreos, debería de favorecerse el uso de fuerzas especiales y de comandos. En Afganistán, el descenso de ataques aéreos debería acompañarse de maniobras de sondeo diseñadas para dividir a los elementos talibán moderados de las facciones duras vinculadas a al-Qaeda. Michael Semple, un experto británico en las tribus pastunes que ha ocupado altos cargos en las delegaciones de la UE, la ONU y la embajada británica en Kabul, fue expulsado del país por elementos de ultraderecha del gobierno afgano por llevar a cabo dichas prospecciones. En una entrevista con el periódico británico The Guardian el pasado 16 de febrero, Semple estimaba que los acuerdos de paz son posibles con “dos tercios” de las facciones talibán locales en Afganistán. Semple es una figura muy respetada cuyas opiniones deben de tomarse en serio.

Los talibán están explotando eficazmente el descontento de los pastunes hacia Kabul, reclutando muchos de sus combatientes de entre las tribus desafectas en la rama Ghilzai de los pastunes, molestas por el favoritismo que el presidente Hamid Karzai ha mostrado hacia tribus de estatus más alto como su propia tribu Durrani. El influyente líder talibán Mullah Omar es un ghilzai. Se debería alentar a Karzai a colocar a pastunes destacados de las grandes tribus Ghilzai en puestos de seguridad claves de Kabul, sustituyendo a los tayikos que son una minoría.

EEUU y la UE deberían presionar a Pakistán para que restablezca la Constitución de 1973, que garantiza la autonomía provincial a las minorías étnicas. El retorno del gobierno parlamentario tras las recientes elecciones es un paso en la dirección correcta pero no basta para desactivar el movimiento de Pastunistán. Como primera medida, el nuevo gobierno, que pronto tomará posesión del cargo en Islamabad, debería acceder a la reivindicación pastún de una provincia Pakhtunkhwa pastún que vincularía FATA con las zonas de mayoría pastún de la Provincia de la Frontera Noroeste y Baluchistán. FATA podría participar de este modo en la política paquistaní y las fuerzas laicas pastunes lideradas por el Partido Nacional Awami (NAP) se fortalecería. El NAP ganó la totalidad de los 10 escaños en las recientes elecciones en la Provincia de la Frontera Noroeste, y la mejor manera de contrarrestar el separatismo pastún sería fortalecer a este partido garantizándole su vieja reclamación de autonomía para su provincia.

Para resumir, la democracia en Pakistán debe incluir autonomía provincial para las minorías étnicas. Esta es una condición esencial no solo para combatir con mayor eficacia las fuerzas yihadistas en Pakistán sino también para asegurar la supervivencia de un Pakistán multiétnico tal y como existe hoy en día.

HEZBOLÁ Y AL-QAEDA: RIESGOS Y AMENAZAS PARA LA ESTABILIDAD EN LÍBANO


Carlos Echeverría Jesús

Líbano, a pesar de contar tan sólo con 4 millones de habitantes, es un complejo país que cuenta con 18 sectas, con 12 campos de refugiados palestinos donde se hacinan unas 400.000 personas y que debe convivir con vecinos próximos tan complicados como Siria e Israel y con actores regionales tan influyentes como EEUU e Irán. La situación política es muy delicada tal y como lo atestigua el hecho de que el Parlamento no se reúne desde noviembre de 2006 por el boicoteo de la oposición prosiria –la denominada Alianza del 8 de Marzo que agrupa a los chiíes de Hezbolá y de Amal más la Corriente Patriótica Libre del ex-general maronita Michel Aoun– y la Presidencia del país que, de acuerdo con la Constitución debe de ostentar un maronita, está vacante desde el 24 de noviembre de 2007 cuando expiró el mandato de Emile Lahoud.

La coalición gubernamental, denominada Alianza 14 de Marzo, es ferviente defensora de la independencia libanesa y está liderada por el suní Saad Hariri junto a los socialistas drusos del clan de Walid Yumblatt y a los cristianos maronitas del clan Gemayel y de Samir Geagea. La fractura entre la oposición y la coalición que sostiene al Gobierno del primer ministro, Fouad Siniora, es tan profunda que impide reanudar los trabajos del Parlamento para intentar que dos tercios del mismo elijan a un nuevo presidente.

Líbano vivió bajo tutela política y militar siria hasta que la Resolución 1559 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, aprobada el 2 de septiembre de 2004, obligó a las tropas de Damasco a marcharse. La evacuación militar se concluyó en abril de 2005 pero el régimen de Bashar Al Assad no ha dejado de influir en los asuntos internos libaneses, sea de forma bien visible a través de Hezbolá o de una forma más encubierta y letal eliminando personalidades públicas mediante sus servicios de inteligencia. El acto más conocido es el asesinato en Beirut, el 14 de febrero de 2005, del ex primer ministro libanés Rafik Hariri, el padre de Saad Hariri, en un atentado con coche bomba en el que se produjeron otras 22 víctimas mortales y se emplearon 1.800 kilogramos de explosivo.

El problema añadido en Líbano es que aunque los Acuerdos de Taef de 1989 pusieron fin a la guerra civil, no consiguieron acabar con el hábito de mantener milicias y grupos armados por parte de las diversas fuerzas libanesas. De entre las milicias existentes destaca por su poderío y su protagonismo Hezbolá, con especial implantación en el sur del Líbano donde se despliegan los cascos azules y el contingente español.

Hezbolá es, a la vez, un partido político y un grupo o milicia armada, con 3.000 efectivos y unos 7.000 simpatizantes, que posee importantes medios militares y también económicos para influir en la sociedad libanesa, en la que destaca por su capacidad de control y de prestar servicios sociales necesarios para la misma. Dispone de una red telefónica propia en un país que no se ha recuperado de los devastadores daños en sus infraestructuras durante el enfrentamiento armado entre el Ejército israelí y Hezbolá en julio y agosto de 2006. La existencia y uso de la red ha sido motivo de conflicto con el Gobierno de Siniora que amenazó el 6 de mayo de 2008 con cortar dicho tendido telefónico y destituir al jefe de seguridad del Aeropuerto de Beirut, Wafiq Chouchal, un general próximo a Hezbolá.

El asesinato selectivo de las personalidades públicas que pueden estabilizar la situación es otra fuente de desestabilización desde octubre de 2004. Nueve atentados mortales desde el asesinato del ex primer ministro Hariri han tenido como objetivos a destacadas figuras antisirias como los diputados Bassel Fleijan, Yibran Tueni, Walid Eido, Antoine Ghanem, al también diputado y ministro de Industria Pierre Gemayel, al líder político George Hawi y al periodista Samir Kasir.

El pasado 12 de diciembre le tocó al director de operaciones militares de las Fuerzas Armadas libanesas y número dos de las mismas, el general de brigada François El Hajj. Este caso parece distinto porque el general tenía una posición neutral y prestigio profesional: se opuso a la invasión israelí, dirigió las operaciones militares para eliminar la resistencia de los yihadistas salafistas de Fatah Al Islam en el campo de refugiados de Nahar El Bared e iba a suceder al frente de la institución militar al general Michel Suleiman. Su autoría no parece clara, incluso Hezbolá condenó su asesinato, y puede engrosar la lista de casos difíciles de esclarecer como el de nuestros compatriotas asesinados (el juez Fernando Grande-Marlaska se desplazó a Líbano el pasado 29 de enero para seguir las investigaciones y el palestino del campo de refugiados de Ain El Helue, junto a Tiro, que había sido detenido como sospechoso fue puesto en libertad por falta de pruebas).

El deterioro de la situación de seguridad se agrava cada vez que se intenta elegir un nuevo presidente por el Parlamento, una elección que se iba a celebrar el 13 de mayo coincidiendo con la celebración del 60º aniversario de la creación del Estado de Israel. El ambiente que rodeaba la elección no podía ser más inquietante porque venía precedido de algunos choques entre actores políticos del país. El 27 de enero de 2008 se produjeron siete muertos en choques entre milicianos rivales en Beirut y el 21 de abril de 2008 fueron asesinados dos representantes locales del partido Kataeb (Falange) en Zahle, en el Valle de la Bekaa, al este del país.

La Falange es miembro de la coalición de Gobierno y los dos asesinados acababan de inaugurar una sede de su partido en una zona donde el apoyo es para los cristianos del general Aoun, socio de Hezbolá en la oposición. Los asesinos podrían haber sido seguidores del senador Elie Skaff, próximo a Aoun. También Hezbolá ha sufrido algunas represalias últimamente como el asesinato de Imad Mugniye el 12 de febrero de 2008 en Damasco con un coche bomba. Imad Mugniye, alias Haj Radwan, era considerado el jefe militar de Hezbolá y responsable de algunos de los atentados más importantes de dicha organización (en 1999 el Gobierno argentino dictó orden internacional de busca y captura acusándole de dos atentados terroristas ocurridos en Buenos Aires, en 1992 contra la Embajada israelí y en 1994 contra el Centro Cultural Judío, que provocaron un total de 114 muertos) y figura destacada también en los combates contra Israel en 2006.

El secretario general de Hezbolá, Hassan Nasrallah, acusó a Israel del atentado y prometió “guerra abierta”, amenazas también confirmadas por el número dos del grupo Naim Qassem y que llevaron al jefe de las Fuerzas Armadas, el general Michel Suleiman, a poner a sus efectivos en estado de alerta. Las amenazas de Hezbolá no se materializaron pero la acumulación de tensiones y riesgos multiplica el deterioro de la convivencia.

Para aliviar la tensión y facilitar el desbloqueo se han ido sucediendo sin éxito los intentos de mediadores internacionales como EEUU y Francia tras el asesinato del general El Hajj o la Cumbre de la Liga Árabe celebrada el pasado 29 de marzo en Damasco, una cumbre devaluada a la que no acudió ningún representante del Gobierno libanés y una representación bajísima de Arabia Saudí, Egipto y Jordania.

En sentido contrario actúan Siria e Irán. Los poderosos servicios de inteligencia sirios, dirigidos aparentemente hasta la actualidad por el general Asef Shawkat, siguen actuando en suelo libanés y Siria se niega a abrir una Embajada en Líbano por considerar tradicionalmente al país como su domain réservé y parte integrante de la Gran Siria. Siria ve debilitarse su posición regional tras el ataque israelí del pasado 6 de septiembre contra instalaciones que iban a albergar un complejo nuclear y tras los escasos resultados conseguidos por el régimen de Damasco en la Conferencia Internacional de Annapolis del pasado 27 de noviembre.

Por el contrario, Irán actúa cada vez más abiertamente en suelo libanés a través de Hezbolá, creado por inspiración de Teherán en 1982 y que ha tenido como prioridad convertirse en un instrumento de combate contra Israel y contra la presencia de éste en el sur del Líbano, iniciada en 1978, reforzada con la invasión de 1982 y a la que se puso fin con la retirada del año 2000, que para Hezbolá fue una victoria. Finalmente, Israel sigue exigiendo al Consejo de Seguridad que aplique la resolución 1701 en lo se refiere a interrumpir el rearme de Hezbolá gracias a envíos de armas desde Irán y Siria y denuncia la presencia de Hezbolá al norte y al sur del río Litani y el lanzamiento esporádico de cohetes katyusha sobre su territorio (el último se produjo el 8 de enero de 2008 contra Shlomi, en la Galilea Occidental).

El modus operandi de Hezbolá

Hezbolá es un actor no estatal que cada vez pesa más en la región. Provocó un enfrentamiento con el Tsahal israelí durante 34 días entre el 12 de julio y el 14 de agosto de 2006, ha interactuado con grupos violentos en escenarios árabes como Irak a partir de 2003 e incluso, y según algunos analistas, ha apoyado a la Unión de Tribunales Islámicos somalíes en 2006. Aparte de ser una organización terrorista tanto para Israel como para EEUU, Hezbolá es un partido/movimiento político en Líbano, con presencia visible en el Parlamento (ocho diputados) y hasta fines de 2006 con dos carteras en el Gobierno de coalición a añadir a las tres con que contaba el también chií y prosirio Amal.

Se financia con fondos iraníes que distribuye selectivamente entre la población libanesa y con fondos procedentes del tráfico de drogas en el valle de la Bekaa. Hezbolá se apoya en su fuerza militar y en el peso demográfico de la comunidad chií –hoy ya la primera de Líbano– para exigir un mayor protagonismo político, con capacidad de veto en el Gobierno, y lo hace a través de perfeccionados medios de comunicación como su sofisticada cadena de televisión Al Manar, que emite en cuatro idiomas (árabe, hebreo, inglés y francés) y está perseguida en suelo europeo por su apoyo al terrorismo, e incluso por su propio think-tank, el “Centro Consultivo de Estudios y Documentación del Líbano” dirigido por el sociólogo Alí Fayad, que está consiguiendo hacerse escuchar en círculos políticos e intelectuales de Occidente. Hezbolá se ha hecho con el control del centro histórico y financiero de Beirut tras los bombardeos israelíes de 2006 alejando con ello de allí a los suníes y a cualquier intento de recuperar esa zona de la ciudad para el turismo y los negocios. También ha demostrado su capacidad de apoyo logístico con la operación de reconstrucción de infraestructuras “Yihad Al Bina”, se ha hecho cargo de la seguridad pública en el sur tras provocar la caída del proisraelí Ejército del Sur del Líbano y ofrece una atractiva red asistencial en todas sus áreas de implantación. El poder de Hezbolá se percibe especialmente en el sur, donde se encuentran desplegadas las fuerzas internacionales de interposición desplegadas en septiembre de 2006 tras el repliegue del Tsahal a suelo israelí.

Desde entonces, Hezbolá ha reforzado su capacidad militar recibiendo armamento sofisticado procedente de Irán a través de Siria. Cabe recordar que ya en 2005 Hezbolá podía utilizar aviones no tripulados (Unmanned Aerial Vehicles, UAV) en el norte de Israel, a los que ahora puede añadir explosivos con el modelo “Mahajer”. Sus milicianos utilizaron con éxito en 2006 el moderno lanzagranadas de tercera generación RPG-29 (“Vampir”) con un alcance entre 4 y 5 kilómetros junto a otro variado arsenal contracarro que incluye misiles rusos AT-13 (“Saxhorn” o “Matis M”) y AT-14 (“Kornet”) que añaden al “TOW” estadounidense.

Es ilustrativo recordar que en la breve guerra de 2006, Hezbolá lanzó hasta 3.970 cohetes contracarro y que de los 500 carros “Merkava” utilizados por Israel, 50 recibieron impactos antitanque, con perforación de su blindaje en 22 ocasiones y con la destrucción de cinco de ellos. Entre los misiles tierra-aire de corto y medio alcance cuenta con los mencionados “Katiuska” de 12 a 19 kilómetros en su versión antigua, los “Al Fajr-3” de 28 kilómetros, los “Al Fajr-52” de 47 kilómetros y los “Zelzal” de 62 kilómetros, entre otros. Dispone también de misiles antibuque guiados por radar C-802, con un alcance de 75 kilómetros que usó con éxito en su ataque a un buque israelí en 2006 y de armas antiaéreas como los “Stinger”, SA-7, SA-14 y SA-18. Hezbolá también tiene unidades de operaciones especiales, buenos equipos de guerra electrónica y ha demostrado su capacidad para usar su arsenal y camuflarlo, esto último gracias a una sofisticada red de túneles que comenzó a construir tras la evacuación israelí de 2000.

Lo anterior influye en el contexto de seguridad donde operan cotidianamente las tropas internacionales, las españolas y las de las Fuerzas Armadas libanesas para desarrollar la misión fijada en la resolución 1701 del Consejo de Seguridad de la ONU de apoyar al Gobierno libanés a desarmar a la poderosa milicia chií y de evitar que ésta actúe en la zona sur del país. El riesgo se materializó por primera vez de forma grave tras el atentado contra los cascos azules españoles del 24 de junio de 2007 donde fallecieron seis soldados y dos quedaron heridos en la carretera entre Marjayún y Jiyam, producida al estallar un coche bomba con matrícula siria y cargado de C-4 activado con radiocontrol al paso del BMR español cerca de la base “Miguel de Cervantes”.

Abundando en sus frecuentes teorías conspiratorias, Hezbolá atribuyó el sangriento atentado contra los españoles a Israel, como también lo hacía el régimen sirio, acusando al enemigo útil al que se suelen adjudicar todas las acciones violentas posibles. Siempre según Hezbolá, serían los servicios de inteligencia estadounidenses e israelíes los que estarían empeñados en lograr una división (fitna) entre dicho grupo y las tropas internacionales de la FINUL II para lograr desprestigiar al primero. También, el 8 de enero tres soldados irlandeses de FINUL II resultaban heridos tras estallar una bomba al paso de su vehículo a la entrada de la ciudad meridional de Sidón, evitando la muerte gracias a un pequeño retraso en activar el control remoto del coche bomba.

La presencia de fuerzas internacionales perturba las acciones armadas de las milicias en las zonas de despliegue en el día a día, aunque de momento no se han dedicado a su misión más arriesgada de apoyar a las Fuerzas Armadas libanesas a desarmar a Hezbolá de acuerdo con las resoluciones del Consejo de Seguridad. Los riesgos de atentados afectan no sólo a las tropas internacionales. El pasado 15 de enero tres libaneses morían en Beirut alcanzados por la explosión de un coche bomba utilizado para atentar contra un vehículo blindado de la embajada de EEUU cuyos ocupantes resultaron ilesos. Diez días después, el 25 de enero, el capitán Wissam Eid, miembro de la Fuerza de Seguridad Interior (ISF) libanesa y uno de los encargados de investigar el asesinato de Hariri, moría en Beirut al estallar un coche bomba cargado con unos 50 kilogramos de explosivos.

La posible amenaza yihadista salafista

Las acciones armadas por grupos distintos de Hezbolá se han incrementado en los último meses desde los enfrentamientos del campo de refugiados palestinos de Naher El Bared. En dicho campo se había hecho fuerte el grupo yihadista salafista Fatah Al Islam que había animado a la revuelta y al que se unieron otros grupúsculos también de ideología yihadista como Jund-Al Sham (Soldados de Damasco). Este último agrupa a libaneses, mayoritarios, y a palestinos, siendo muchos de ellos antiguos combatientes en la revuelta que en el Año Nuevo de 1999 dejó 45 muertos en el área de Dinnieh, al norte del país. No hay que olvidar que la revuelta de Fatah Al Islam entre mayo y agosto de 2007 costó más de 400 vidas, 168 de ellas de militares libaneses.

El enfrentamiento victorioso con ellos de las Fuerzas Armadas libanesas ha reforzado el papel institucional y de arbitraje del Ejército como garante último de la unidad de la República Libanesa y prácticamente la única institución neutral que queda en el país. Este resultado no benefician a Hezbolá pero las actividades armadas de otros grupos le permiten presentarse como un actor político alejado de los enfrentamientos sectarios y adjudicar cualquier atentado dudoso a los yihadistas salafistas locales o incluso a la red al-Qaeda. En contrapartida, Irán y Siria buscan grupos alternativos que mantengan la presión armada en territorio libanés. La proliferación afecta a otros colectivos como los palestinos. El 21 de marzo de 2008, se enfrentaron miembros del oficialista Al Fatah con yihadistas del Jund Al Sham. El violento choque en el campo de refugiados palestinos de Ain Al-Helweh, situado al sur de Sidón y donde viven unas 45.000 personas, provocó la huída del campo de al menos 100 familias y se produjo cuando miembros de Al Fatah capturaron a un comandante de Jund Al Sham al que acusaban de cometer atentados dentro y fuera del campo para entregarlo a las Fuerzas Armadas libanesas.

Como quiera que desde múltiples medios de comunicación se ha insistido en la emergencia del yihadismo radical en Líbano e, incluso, se ha adjudicado por algunos a dicho espectro terrorista el asesinato de los militares españoles, bueno será hacer alguna valoración de dicha amenaza así como de su perduración en términos de futuro. El planteamiento de presentar a Hezbolá como protector –el diario prosirio Assafir presentó a Hezbolá el pasado 24 de abril como el defensor de los cascos azules frente al terrorismo de al-Qaeda– es un claro insulto a la inteligencia pues se le podría adjudicar más bien la etiqueta de elemento de coerción. En este sentido cabe recordar la carta presuntamente enviada en julio de 2007 por el general sirio Shawkat al director general del Centro Nacional de Inteligencia (CNI) español, Alberto Sainz, en la que le recordaba las amenazas que penderían sobre nuestro contingente si el ciudadano sirio-español Moncef Al Kassar fuera extraditado a EEUU bajo la acusación de tráfico de armas.

La amenaza de estos grupos es marginal si se compara con la mucho más selecta y contundente de Hezbolá pero no cabe despreciarla si tenemos en cuenta tanto la motivación que tienen los activistas yihadistas salafistas como las invitaciones a estos para actuar contra las fuerzas extranjeras lanzadas por Osama Bin Laden a través de Internet en 2007, a las que hay que añadir las del número dos de al-Qaeda, Ayman El-Zawahri. Éste, además de reivindicar el atentado contra las tropas españolas, ha manifestado reiteradamente su oposición a la presencia de UNIFIL y pedido a las nuevas generaciones yihadistas que expulsen a las “fuerzas e los cruzados” del Líbano.

Sin embargo, los citados grupos yihadistas salafistas no tienen capacidades equiparables a las de Hezbolá ni en armamento ni en infraestructuras. Emplean armas ligeras como fusiles de asalto y lanzagranadas RPG-7 y disponen de equipos menos sofisticados que los utilizados por la milicia chií pero pueden ser letales con ellos y sólo ahora comienzan a disponer de dominio en la utilización de explosivos. Sin embargo, su vinculación con actores externos como el al-Qaeda “central”, interesados en desestabilizar la situación en El Líbano, su relación con sectores libaneses que pretenden jugar la baza suní contra Hezbolá y la necesidad de ganar protagonismo autónomo en un conflicto frente a los actores tradicionales obliga a tenerles en cuenta como factor de riesgo y amenaza en el futuro.

Conclusión

La escalada de la violencia en Líbano tras casi una treintena de atentados que con diversa intensidad se han producido desde 2004 está deteriorando el equilibrio precario que había impuesto la intervención internacional tras la invasión israelí de 2006. Las luchas internas ponen en el punto de mira de las milicias armadas y los grupos yihadistas la presencia y la actuación de las Fuerzas Armadas libanesas y la de las fuerzas de pacificación desplegadas en el país en el marco de la FINUL II. El riesgo es mayor a medida que se va alterando el equilibrio precario que garantizan los cascos azules y que aumente la frecuencia de los enfrentamientos armados como los que han tenido lugar a principios de mayo de 2008.

La asunción por parte de España del mando de FINUL II a partir de febrero de 2009 colocará, además, a nuestro contingente en una posición muy delicada tanto antes como después de dicha fecha debido a su mayor protagonismo y visibilidad. Al próximo liderazgo militar español habrá que acompañarlo con protagonismo diplomático y de inteligencia para reforzar la seguridad de los contingentes. Desde el punto de vista de la autoprotección, UNIFIL y las tropas españolas deben continuar reforzando sus medidas de seguridad. Las tropas españolas ya han instalado inhibidores para eludir el riesgo de activaciones de explosivos a distancia y se van a sustituir los 70 vehículos BMR M-1 que se utilizan en los desplazamientos para mitigar el riesgo de atentados con minas terrestres.

Sin embargo, los riesgos y las amenazas que pesan sobre las fuerzas internacionales son las mismas que pesan sobre Líbano: verse atrapados entre los conflictos sectarios internos o regionales. Su seguridad depende en parte de su capacidad de autoprotección pero también de las estrategias militares y de comunicación de las milicias armadas de Hezbolá y de los nuevos grupos yihadistas salafistas. A diferencia de las Fuerzas Armadas libanesas, las fuerzas internacionales no pueden intervenir en los conflictos internos ni tampoco pueden mirar hacia otro lado y consentir que se agrave una situación de riesgo para la paz y la seguridad internacional, tal y como se califica en el mandato del Consejo de Seguridad que les ha llevado hasta Líbano.

LEADERSHIP AND AMERICAN FOREIGN POLICY *


Joseph S. Nye, Jr.

The past eight years have seen a decline in American soft or attractive power as the Bush Administration has employed hard power in Iraq as part its “global war on terrorism.” Some pundits believe that no matter who wins the 2008 election, he or she will be bound to follow the broad lines of Bush Administration’s strategy. Vice-President Richard Cheney has argued, “when we get all through 10 years from now, we’ll look back on this period of time and see that liberating 50 million people in Afghanistan and Iraq really did represent a major, fundamental shift, obviously, in U.S. policy in terms of how we dealt with the emerging terrorist threat – and that we’ll have fundamentally changed circumstances in that part of the world.” President Bush himself has pointed out that Harry Truman suffered low ratings in the last year of his presidency because of the Korean War, but today is held in high regard and South Korea is a democracy protected by American troops. But this is an over-simplification of history. By this stage of his presidency, Truman had built major cooperative institutions such as the Marshall Plan and NATO.

The crisis of September 11, 2001 produced an opportunity for George W. Bush to express a bold new vision of foreign policy, but one should judge a vision by whether it balances ideals with capabilities. Anyone can produce a wish list, but effective visions combine feasibility with the inspiration. Among past presidents, Franklin Roosevelt was good at this, but Woodrow Wilson was not. David Gergen has described the difference between the boldness of FDR and George W. Bush: “FDR was also much more of a public educator than Bush, talking people carefully through the challenges and choices the nation faced, cultivating public opinion, building up a sturdy foundation of support before he acted. As he showed during the lead-up to World War II, he would never charge as far in front of his followers as Bush.” Bush’s temperament is less patient. As one journalist put it, “he likes to shake things up. That was the key to going into Iraq.”

Contextual Intelligence

The next president will need what I call “contextual intelligence” in my new book, The Powers to Lead. In foreign policy, contextual intelligence is the intuitive diagnostic skill that helps you align tactics with objectives to create smart strategies in varying situations. Of recent presidents, Ronald Reagan and George H.W. Bush had impressive contextual intelligence, but the younger Bush did not. It starts with a clear understanding of the current context of American foreign policy, both at home and abroad.

Academics, pundits, and advisors have often been mistaken about America’s position in the world. For example, two decades ago, the conventional wisdom was that the United States was in decline, suffering from “imperial overstretch”. A decade later, with the end of the Cold War, the new conventional wisdom was that the world was a unipolar American hegemony. Some neo-conservative pundits drew the conclusion that the United States was so powerful that it could decide what it thought was right, and others would have no choice but to follow. Charles Krauthammer celebrated this view as “the new unilateralism” and it heavily influenced the Bush administration even before the shock of the attacks on September 11, 2001 produced a new “Bush Doctrine” of preventive war and coercive democratization. This new unilateralism was based on a profound misunderstanding of the nature of power in world politics. Power is the ability to get the outcomes one wants. Whether the possession of resources will produce such outcomes depends upon the context. In the past, it was assumed that military power dominated most issues, but in today’s world, the contexts of power differ greatly on military, economic and transnational issues.

Contextual intelligence must start with an understanding of the strength and limits of American power. We are the only superpower, but preponderance is not empire or hegemony. We can influence but not control other parts of the world. Power always depends upon context, and the context of world politics today is like a three dimensional chess game. The top board of military power is unipolar; but on the middle board of economic relations, the world is multipolar. On the bottom board of transnational relations (such as climate change, illegal drugs, pandemics, and terrorism) power is chaotically distributed. Military power is a small part of the solution in responding to these new threats. They require cooperation among governments and international institutions. Even on the top board (where America represents nearly half of world defense expenditures), our military is supreme in the global commons of air, sea, and space, but much more limited in its ability to control nationalistic populations in occupied areas.

Second, the next president must understand the importance of developing an integrated grand strategy that combines hard military power with soft attractive power. In the struggle against terrorism, we need to use hard power against the hard core terrorists, but we cannot hope to win unless we gain the hearts and minds of the moderates. If the mis-use of hard power (such as in Abu Ghraib or Guantanamo) creates more new terrorist recruits than we kill or deter, we will lose. Right now we have no integrated strategy for combining hard and soft power. Many official instruments of soft power – public diplomacy, broadcasting, exchange programs, development assistance, disaster relief, military to military contacts – are scattered around the government and there is no overarching strategy or budget that even tries to integrate them with hard power into an overarching national security strategy. We spend about 500 times more on the military than we do on broadcasting and exchanges. Is this the right proportion? How would we know? How would we make trade-offs? And how should the government relate to the non-official generators of soft power – everything from Hollywood to Harvard to the Bill and Melinda Gates Foundation -- that emanate from our civil society?

A third aspect of contextual intelligence for the next president will be recognition of the growing importance of Asia. Bush’s theme of a “war on terrorism” has led to an excessive focus on one region, the Middle East. We have not spent enough attention on Asia. In 1800, Asia had three fifths of the world population and three fifths of the world’s product. By 1900, after the industrial revolution in Europe and America, Asia’s share shrank to one-fifth of the world product. By 2020, Asia will be well on its way back to its historical share. The “rise” in the power of China and India may create instability, but it is a problem with precedents, and we can learn from history about how our policies can affect the outcome. A century ago, Britain managed the rise of American power without conflict, but the world’s failure to manage the rise of German power led to two devastating world wars. In this regard, the enormous success of South Korea both in economic and democratic terms offers a promising prospect for Asia’s future. It will be important to integrate Asian countries into an international institutional structure where they can become responsible stakeholders.

Soft and Hard Power

The Bush Administration has drawn analogies between the war on terrorism and the Cold War. The president is correct that this will be a long struggle. Most outbreaks of transnational terrorism in the past century took a generation to burn out. But another aspect of the analogy has been neglected. We won the Cold War by a smart combination of our hard coercive power and the soft attractive power of our ideas. When the Berlin Wall finally collapsed, it was not destroyed by an artillery barrage, but by hammers and bulldozers wielded by those who had lost faith in communism.

There is very little likelihood that we can ever attract people like Osama bin Laden: we need hard power to deal with such cases. But we cannot win if the number of people the extremists are recruiting is larger than the number we are killing and deterring or convincing to choose moderation over extremism. The Bush administration is beginning to understand this general proposition, but it does not seem to know how to implement such a strategy. To achieve this – to thwart our enemies, but also to reduce their numbers through deterrence, suasion and attraction -- we need better strategy.

In the information age, success is not merely the result of whose army wins, but also whose story wins. The current struggle against extremist jihadi terrorism is not a clash of civilizations, but a civil war within Islam. We can not win unless the Muslim mainstream wins. While we need hard power to battle the extremists, we need the soft power of attraction to win the hearts and minds of the majority. Polls throughout the Muslim world show that we are not winning this battle, and that it is our policies not our values that offend. Presidential rhetoric about promoting democracy is less convincing than pictures of Abu Ghraib.

Despite these failures, there has been little political debate about the squandering of American soft power. Soft power is an analytical term, not a political slogan and perhaps that is why, not surprisingly, it has taken hold in academic analysis, and in other places like Europe, China and India, but not in the American political debate. Especially in the current political climate, it makes a poor slogan -- post 9/11 emotions left little room for anything described as “soft.” We may need soft power as a nation, but it is a difficult political sell for politicians. Bill Clinton captured the mindset of the American people when he said that in a climate of fear, the electorate would choose “strong and wrong” over “timid and right.” The good news from the 2006 Congressional election is that the pendulum may be swinging back to the middle.

Of course soft power is not the solution to all problems. Even though North Korean dictator Kim Jong Il likes to watch Hollywood movies, that is unlikely to affect his nuclear weapons program. And soft power got nowhere in attracting the Taliban government away from its support for Al Qaeda in the 1990s. It took hard military power to end that. But other goals such as the promotion of democracy and human rights are better achieved by soft power. Coercive democratization has its limits as the Bush Administration has found in Iraq.

Smart Power

The United States needs to rediscover how to be a “smart power.” That was the conclusion of a bipartisan commission that I recently co-chaired with Richard Armitage, the former deputy secretary of state in the Bush administration. A group of Republican and Democratic members of Congress, former ambassadors, retired military officers and heads of non-profit organization was convened by the Center for Strategic and International Studies in Washington. We concluded that America’s image and influence had declined in recent years, and that the United States had to move from exporting fear to inspiring optimism and hope.

The Smart Power Commission is not alone in this conclusion. Recently Defense Secretary Robert Gates called for the U.S. government to commit more money and effort to soft power tools including diplomacy, economic assistance and communications because the military alone cannot defend America’s interests around the world. He pointed out that military spending totals nearly half a trillion dollars annually compared with a State Department budget of $36 billion. In his words, “I am here to make the case for strengthening our capacity to use soft power and for better integrating it with hard power.” He acknowledged that for the head of the Pentagon to plead for more resources for the State Department was as odd as a man biting a dog, but these are not normal times.

Smart power is the ability to combine the hard power of coercion or payment with the soft power of attraction into a successful strategy. By and large, the United States managed such a combination during the Cold War, but more recently U.S. foreign policy has tended to over-rely on hard power because it is the most direct and visible source of American strength. The Pentagon is the best trained and best resourced arm of the government, but there are limits to what hard power can achieve on its own. Promoting democracy, human rights and development of civil society are not best handled with the barrel of a gun. It is true that the American military has an impressive operational capacity, but the practice of turning to the Pentagon because it can get things done leads to an image of an over-militarized foreign policy.

Diplomacy and foreign assistance are often under-funded and neglected, in part because of the difficulty of demonstrating their short term impact on critical challenges. In addition, wielding soft power is difficult because many of America’s soft power resources lie outside of government in the private sector and civil society, in its bilateral alliances, multilateral institutions, and transnational contacts. Moreover, American foreign policy institutions and personnel are fractured and compartmentalized and there is not an adequate inter-agency process for developing and funding a smart power strategy.

The effects of the 9/11 terrorist attacks have also thrown us off course. Since the shock of 9/11, the United States has been exporting fear and anger rather than our more traditional values of hope and optimism. Guantanamo has become a more powerful global icon than the Statue of Liberty. The CSIS Smart Power Commission acknowledged that terrorism is a real threat and likely to be with us for decades, but we pointed out that over-responding to the provocations of extremists does us more damage than the terrorists ever could. The commission argued that success in the struggle against terrorism means finding a new central premise for American foreign policy to replace the current theme of a “war on terror.” A commitment to providing for the global good can provide that premise.

The United States should become a smart power by once again investing in the global public goods – providing things people and governments in all quarters of the world want but cannot attain the absence of leadership by the largest country. By complementing American military and economic might with greater investments in soft power, and focusing on global public goods, the United States can rebuild the framework that it needs to tackle tough global challenges.

Specifically, the Smart Power Commission recommended that American foreign policy should focus on five critical areas:

We should restore our alliances, partnerships and multilateral institutions. Many have fallen in disarray in recent years of unilateral approaches and a renewed investment in institutions will be essential.

Global development should be a high priority. Elevating the role of development in U.S. foreign policy can help align our interests with that of people around the world. A major initiative on global public health would be a good place to start.

We should invest in a public diplomacy that builds less on broadcasting and invests more in face to face contacts, education, and exchanges that involve civil society. A new foundation for international understanding could focus on young people.

Economic integration. Resisting protectionism and continuing engagement in the global economy is necessary for growth and prosperity not only at home but also for peoples abroad. Maintaining an open international economy, however, will require attention to inclusion of those that market changes leave behind both at home and abroad.

Energy security and climate change are global goods where we have failed to take the lead but that will be increasingly important on the agenda of world politics in coming years. A new American foreign policy should help shape a global consensus and develop innovative technologies will be crucial in meeting this important set of challenges .

Implementing such a smart power strategy will require a strategic reassessment of how the U.S. government is organized, coordinated, and budgeted. The next president should consider a number of creative solutions to maximize the administrations ability to organize for success, including the appointment of senior personnel who could reach across agencies to better align resources into a smart power strategy. This will require innovation.

Leadership matters in foreign policy. States follow their national interests, but different leaders help to define national interests in different ways. For a powerful state such as the US, the structure of world politics allows degrees of freedom in such definitions. It may be true that the most powerful state is like the biggest kid on the block who will always engender a degree of jealousy and resentment, but it matters whether the big kid acts like a bully or a helpful friend. Both substance and style matter. If the most powerful actor is seen as producing global public goods, it is more likely to develop legitimacy and soft power.

Style also matters, even when public goods are the issue. For example, the Chair of the White House Council on Environmental Quality told the 2007 UN conference on climate change at Bali, “The U.S. will lead, and we will continue to lead, but leadership requires others to fall into line and follow.” That statement became a sore point to other delegations. Consultation and listening also matter in the generation of soft power. This is something that the United States is rediscovering after its infatuation with the “unipolar moment and the new unilateralism.” The next administration, of whichever party, will have to learn better how to generate soft power, and relate it to hard power in smart strategies. This will require leaders with contextual intelligence. The bad news is that they will inherit a difficult international environment. The good news is that previous presidents have managed to employ hard, soft and smart power in equally difficult contexts. If it has happened before, perhaps it can happen again.

* Texto de la conferencia pronunciada por Joseph S. Nye, Jr. en el Seminario bilateral “Prioridades de política exterior para el próximo presidente de EE.UU”, celebrado en Madrid el 19 de mayo de 2008. El Dr. Joseph S. Nye, Jr., es Sultan of Oman Professor of International Relations, de la J.F. Kennedy School of Government, Harvard University