martes, 15 de abril de 2008

LA ORGANIZACIÓN DE COOPERACIÓN DE SHANGHAI O LA PENETRACIÓN CHINA EN ASIA CENTRAL


Gracia Abad Quintanal

Cuando el 8 de agosto de 2008 se dé el pistoletazo de salida a los XXIX Juegos Olímpicos de la era moderna, los ojos de todo el mundo volverán a estar una vez más pendientes de la República Popular China, algo que se ha vuelto cada vez más frecuente en las últimas décadas.

En efecto, el ascenso de la República Popular China y la cada vez mayor presencia del gigante asiático en los asuntos internacionales son cuestiones que han atraído la atención de los especialistas a lo largo de las últimas décadas pero acerca de las que se ha suscitado un cierto grado de consenso. Otro tanto ocurre con la situación de vacío de poder que se suscita en Asia Central tras la descomposición de la Unión Soviética a principios de la década de los noventa y que la República Popular China tratará de aprovechar para intentar incrementar su influencia en el área. No en vano y, aunque no siempre se mencione, buena parte de la actual Asia Central perteneció al imperio chino y el Turquestán Oriental o Xinjiang es hoy una región autónoma bajo soberanía china.

Cuestión distinta es la de la también cada vez mayor implicación de la Republica Popular China en organizaciones y procesos multilaterales de todo tipo, llegando a constituirse la propia República Popular en el Estado impulsor y/o líder de algunos de esos procesos y organizaciones; si bien dicha implicación es un hecho aceptado de forma más o menos generalizada, las motivaciones que subyacen a ella han dado origen a un interesante debate. Así, frente a quienes consideran que entre los cambios experimentados por la política exterior de la República Popular China desde finales de la década de los sesenta hay que incluir el de una “conversión” sincera al multilateralismo y una confianza genuina en las organizaciones internacionales, se sitúan quienes consideran que el interés chino por lo multilateral, con ser innegable, responde a la voluntad china de utilizar esas instituciones en su propio beneficio, de servirse de ellas para proteger intereses particulares en determinadas cuestiones o áreas geográficas.

Con independencia de cuál de los dos planteamientos nos parezca más acertado, se antoja evidente que la Organización de Cooperación de Shanghai (OCS), se ha ido configurando progresivamente como el instrumento de protección de los intereses chinos en Asia Central. En este sentido, a través de la organización, en cuyo seno y, como veremos ejerce un considerable liderazgo, la República Popular China busca incrementar su peso en Asia Central, afianzando su presencia en lo que para muchos era indiscutiblemente el “patio trasero ruso” pero donde, como hemos apuntado, China considera que tiene razones tanto históricas como geográficas de peso para estar presente. Asimismo, la República Popular China no ha dudado en servirse de la organización para tratar de contener los esfuerzos norteamericanos por controlar Asia Central. Junto a ello, aunque estrechamente vinculado al control de la influencia ejercida por otros actores, la OCS sirve a la voluntad china de reforzar sus propios vínculos con los nuevos Estados de Asia Central con vistas a asegurar sus intereses de seguridad, comerciales y, especialmente, energéticos en la región, algo cada vez más importante en orden a mantener su ritmo de crecimiento y su modelo de desarrollo. Parece claro que la prosecución de tales intereses no ha podido por menos que condicionar la evolución de la organización.

La evolución de la OCS y su creciente dominación por la República Popular China

La OCS tiene su origen en el Grupo de Shanghai, conocido también como “los cinco de Shanghai”, que se creó el 26 de abril de 1996 con la participación de la República Popular China, Kazajistán, Kirguizistán, Tayikistán y Rusia, con ocasión de la firma del “Tratado para la Profundización de la Confianza Militar en las Regiones Fronterizas” y el “Acuerdo para la Reducción de Fuerzas en las Áreas Fronterizas”. El grupo, que había surgido a partir de las conversaciones para el establecimiento definitivo de las fronteras entre Rusia, la República Popular China, Kazajistán, Kirguizistán y Tayikistán, la desmilitarización de las mismas y la generación de medidas de confianza entre las partes implicadas, se encontraba ahora con unos objetivos relativamente vagos pero que básicamente eran los de hacer posible la cooperación militar transfronteriza y la protección de las rutas comerciales en esas zonas.

No sería hasta cinco años después, el 14 de junio de 2001, cuando tuviera lugar el lanzamiento oficial de la OCS, de nuevo en Shanghai. La ciudad costera china continuaría dando nombre a la nueva organización, de la que iban a ser miembros los cinco participantes en el Grupo de Shanghai y Uzbekistán, quedando así integradas en ella cuatro de las ex repúblicas soviéticas de Asia Central. Un año después, en el contexto de la segunda cumbre de la OCS, celebrada en San Petersburgo, se aprobaría la carta de la organización, se haría pública una declaración común contra el terrorismo y se alcanzaría el acuerdo para la creación de una agencia antiterrorista que en un principio iba a estar ubicada en Bishkek pero que finalmente quedaría establecida en Tashkent (Uzbekistán).

Ya en mayo de 2003, la OCS, más allá de insistir en la importancia del papel de la ONU en la gestión de las disputas internacionales –en clara alusión al entonces recién iniciado conflicto de Irak– comenzó a reforzar su grado de institucionalización al tiempo que ampliaba el abanico de ámbitos a lo que en adelante iba a orientarse la cooperación en su seno, haciendo hincapié en la importancia de coordinar posturas frente a cuestiones como las nuevas amenazas a la seguridad o a asuntos de índole económica.

En este sentido, el presidente chino Hu Jintao señaló que las redes de transporte y comunicación podían ser un buen punto de partida para la cooperación económica. Así, en esa reunión la República Popular China impulsó la celebración en el marco de la organización de acuerdos para la construcción de mejores líneas de comunicación. Junto a ello y, en esa misma reunión, el primer ministro chino Wen Jiabao llegó a sugerir la conveniencia de establecer un área de libre cambio entre los miembros de la OCS que permitiera reducir las barreras arancelarias entre los Estados miembros en una serie de sectores, aunque es evidente que todo ello será notablemente difícil dada la existencia de una serie de problemas profundamente enraizados en la zona: rigidez de la regulaciones aduaneras, sistemas fiscales, corrupción generalizada, ausencia de un sistema bancario apropiado, falta de confianza y ausencia de marcos legales adecuados para gestionar las disputas comerciales.

Por otra parte, buena prueba de la intensificación e institucionalización de la cooperación en el seno de la organización es la celebración en agosto de ese mismo año de los primeros ejercicios militares conjuntos, a la que sigue el establecimiento de una secretaría en enero de 2004 y la creación formal de la Estructura Antiterrorista Regional con ocasión de la cuarta cumbre, celebrada en Tashkent el 17 de junio de ese año.

La consolidación quedaría definitivamente confirmada el año siguiente, 2005, cuando en el marco de la cumbre celebrada en Astaná los miembros de la organización hicieran un llamamiento al refuerzo de la cooperación en materia económica y de seguridad, dando muestras una vez más de la tendencia expansiva que caracteriza al ámbito de trabajo de la organización. Una cumbre donde, por otra parte, los participantes comenzaron a expresar con más rotundidad su firme voluntad de que el futuro de la región dependiera de la voluntad de los Estados que pertenecen a ella. Quizá en consonancia con este planteamiento, se sugirió –aunque con poco detenimiento– una posible ampliación y comenzó a crecer el número de Estados vecinos invitados a participar en las cumbres, bien en calidad de observadores, bien bajo el estatuto de “invitados distinguidos”, con el que han acudido Turkmenistán y Afganistán los dos últimos años.

Al año siguiente, 2006, en el transcurso de la cumbre celebrada en Shangai se confirmaría de nuevo el alto valor concedido por la organización a la cooperación contra el terrorismo. En esta ocasión los líderes acordaron poner en marcha en sus territorios acciones antiterroristas lo suficientemente desarrolladas como para identificar los canales de infiltración empleados por los terroristas. Asimismo, en el transcurso de la propia cumbre, el portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores ruso mencionó cómo la Estructura Regional Antiterrorista ya había ayudado a algunos Estados miembros a desbaratar los planes para cientos de ataques terroristas.

La última cumbre de las celebradas hasta el momento tuvo lugar en Bishkek, Kirguizistán, el 16 de agosto de 2007. En ella la cooperación antiterrorista volvió a tener un papel destacado, siendo las cuestiones relativas a la lucha contra la financiación del terrorismo y el blanqueo de capitales particularmente enfatizadas en esta ocasión. Junto a ello, insistieron en la importancia de la cooperación energética entre todos los miembros de la OCS. Con anterioridad a la cumbre, entre el 9 y el 16 de agosto se celebró el “Peace Mission 2007”, el mayor ejercicio militar conjunto de la historia de la organización. Es interesante destacar que en el ejercicio, que tuvo como escenarios Rusia y China y que como es habitual se dijo que tenía un carácter antiterrorista, se simuló la recuperación de una ciudad que había sido tomada por un grupo de insurrectos.

En función de todo ello, si observamos con detenimiento la evolución de la OCS y su predecesor, el Grupo de Shanghai o los Cinco de Shanghai podemos diferenciar claramente tres fases:

1ª fase: 1996-2000. La organización se centra en el establecimiento de medidas de confianza que evitaran el reavivamiento de las tensiones en las fronteras con la CEI, la desmilitarización de fronteras y, aunque desde 1998, la cooperación en la lucha contra el terrorismo y el separatismo. La concepción de terrorismo y separatismo como desafíos gemelos muestra cómo, ya desde el principio, la OCS estaría muy influida por los planteamientos de la República Popular China y sus percepciones de amenazas. En este sentido, es claro que para el Gobierno de Pekín la principal amenaza terrorista provenía –y proviene– de grupos Uigures que, al mismo tiempo, tienen una clara agenda separatista.


2ª fase: 2001-2004: Los atentados del 11-S tendrán como consecuencia el lanzamiento por parte de EEUU de la operación “Libertad Duradera” en Afganistán y de, la mano de la misma, su desembarco definitivo en Asia Central. Ello significó, al propio tiempo, una recomposición de los equilibrios y de la distribución de poder en la región y, aunque temporalmente, un perfil algo más bajo de la OCS. Sin embargo, la organización no tardaría en cobrar nueva vitalidad, tras lo cual volvería a identificar, en consonancia tanto con su trayectoria hasta el momento como con el contexto regional e internacional del momento, la contraterrorista, como su principal área de cooperación. En este sentido, se centra en esta fase en redefinir y afianzar la cooperación contra lo que catalogarán –una vez más en perfecta sintonía con el discurso chino– como “los tres demonios del separatismo, el extremismo y el terrorismo”. A tal efecto y, como decíamos, se establecerá la Estructura Antiterrorista Regional o RATS, se hará hincapié en la importancia de prestar atención a las amenazas no tradicionales y se intensificaran especialmente la cooperación policial y los intercambios de inteligencia.


3ª fase: 2005-hoy: Ya en esta fase y, por más que en todos los documentos y declaraciones de la OCS se insista, en lo que cada vez parece más un ejercicio de retórica, en afirmar que la organización no ha sido creada frente a ningún tercer Estado, la organización gira hacia una posición que, cuando menos, cabría calificar de ligeramente antiamericana.
Así, la OCS se configura progresivamente como un instrumento de mantenimiento del equilibrio estratégico global, de control de la influencia americana en la región y de rechazo a la intervención de actores externos a la región en los asuntos de ésta. No en vano, en el contexto de la cumbre de Astaná se hizo un llamamiento a EEUU para que pusiera fecha a la retirada de tropas norteamericanas estacionadas en el territorio de Estados miembros de la OCS y que se encontraran participando en operaciones relacionadas con la “guerra al terrorismo”.

En este mismo sentido, la cumbre celebrada en Bishkek en agosto de 2007 encierra también un importante simbolismo, ya que no sólo Kirguizistán era hasta hace bien poco uno de los baluartes del poderío norteamericano en la región, sino que el triunfo de la revolución de los Tulipanes supuso el derrocamiento de Askar Akayev, estrecho aliado de Pekín.

En cualquier caso, parece claro que la explicación a esta evolución y a los elementos que poco a poco han ido caracterizando a la organización hay que buscarla en parte en los miembros que la componen y el distinto peso de cada uno de ellos. En efecto, en la OCS conviven seis miembros de pleno derecho pertenecientes a dos categorías claramente diferenciadas: dos potencias, Rusia y China, interesadas en el mantenimiento de la estabilidad en la región y, porque no decirlo, por el afianzamiento de su poder e influencia en ella y cuatro pequeños Estados centroasiáticos, Kazajistán, Uzbekistán, Kirguizistán y Tayikistán, más preocupados por el mantenimiento de la estabilidad a nivel interno en sus contextos nacionales respectivos. Al papel de los miembros hay que sumar el de aquellos Estados que participan en calidad de observadores, como Mongolia, que lo hace desde 2004, y Pakistán, la India e Irán, que acuden a las reuniones en tal calidad desde 2005.

En este mismo sentido, el establecimiento del Grupo de Contacto con Afganistán, también en 2005, y el rechazo de la solicitud presentada por los EEUU para formar parte de la OCS en calidad de observador no parecen sino confirmar el nuevo rumbo adoptado por la organización.

En otras palabras, la OCS se perfila cada vez más como un instrumento de las potencias participantes –o de alguna de ellas– para crear un orden regional acorde con sus intereses. Y es que, pese a que en la última cumbre, de la mano de la propuesta de Vladimir Putin para la creación de un mercado energético unificado, Rusia haya tenido un protagonismo algo mayor, la OCS sigue teniendo un carácter predominantemente chino. Y ello no sólo porque la Federación Rusa tenga más o menos capacidad para proyectar su influencia sino porque cuenta con otros instrumentos y otros canales mediante los que tratar de proyectarla, caso de la CEI o la CSTO (Organización del Tratado de Seguridad Colectiva). De hecho, cabría decir que si de lo que se tratara es de que la SCO sirviera a los intereses rusos, haría mejor en desaparecer o, cuando menos, rebajar considerablemente su perfil, algo que probablemente ocurriría si cobrara fuerza la posibilidad de fusión de ambas organizaciones que, con la excusa de la coincidencia de buen número de miembros, fue planteada en la última cumbre.

Por tanto y mientras eso no ocurra, muchos de los elementos que van configurando la OCS serán, como viene ocurriendo hasta el momento, netamente chinos. Así, la organización continúa tomando su nombre del de la conocida ciudad costera china, en su seno no se reconoce a Taiwán, desde 2004 tiene su secretaría ubicada en Pekín y tuvo como primer secretario a Zhang Deguang, de nacionalidad china, mientras que el segundo, Bolat K. Nurgaliev, en el cargo desde el 1 de enero de 2007, no sólo no es ruso sino que es kazajo, esto es, oriundo del Estado centroasiático con el que China mantiene relaciones más intensas. En este sentido, cabe decir por otra que es la República Popular China quien rige en buena medida los destinos de la organización como prueba que los dirigentes chinos hagan declaraciones tan contundentes como que “no están preparados para considerar una expansión de la organización”. En este mismo sentido, ya apuntábamos cómo incluso la fórmula “terrorismo, separatismo y extremismo”, es una creación china.

Otro tanto cabe decir de las declaraciones del propio Zhang Deguang en el sentido de que las revoluciones de colores eran “inaceptables, inútiles y dañinas intervenciones en los asuntos internos de la región”. Unas manifestaciones que, independientemente de la valoración que nos merezcan, subyacen claramente al rumbo tomado por la OCS desde 2005. Así, ese año, aprovechando la atmósfera creada por los sucesos de Andijan –en los que la brutal represión por las fuerzas gubernamentales uzbekas de una revuelta en dicha ciudad, próxima a la frontera con Kirguizistán, se saldó con la muerte de cientos de personas supuestamente desarmadas– y ante el temor de que tales hechos pudieran explicarse por una de tales revoluciones, los Estados miembros de la organización instaron a EEUU a retirar los contingentes con que contaban en sus territorios. En este mismo sentido, hay que recordar que el presidente uzbeko Islam Karimov había recibido apoyo chino en mayo de ese año para contener la revuelta de Andijan y fue posteriormente recibido como un héroe en Pekín en el contexto de la visita de agradecimiento que realizó solo unos día más tarde.

En realidad no era nada nuevo. La República Popular China recela desde hace tiempo de lo que considera esfuerzos norteamericanos por rodearla, esfuerzos que serían parte de una estrategia de contención de China que estaría entre las prioridades de la Administración Bush en materia de política exterior. De hecho, ya en el contexto de la Declaración de Dushanbé, aprobada en 2000 por los Cinco de Shanghai, logró introducir una condena a intervenciones militares como la de Kosovo y al Sistema de Defensa Antimisiles de Teatro norteamericano, verdaderos caballos de batalla del Gobierno chino en aquel momento. Y no es extraño que en un contexto de cada vez mayor implicación americana en Asia Central en el que EEUU cuenta incluso con una base en Manas, en Kirguizistán pero a 200 km de la frontera china, tales temores se disparen. Así, resulta comprensible que haya ido haciendo de la OCS un instrumento más para tratar de limitar la presencia norteamericana en una zona que considera dentro de su órbita de influencia.

Por otra parte, en buena medida, la propia naturaleza de la organización parece inspirada por la filosofía que dimana del Nuevo Concepto de Seguridad chino desarrollado entre 1996 y 1999, que insiste en la importancia del “… desarrollo de diálogos, consultas y negociaciones en pie de igualdad para resolver las dispuestas y salvaguardar la paz”. Y apunta que “sólo desarrollando un Nuevo Concepto de Seguridad y estableciendo un nuevo orden internacional justo y razonable se puede garantizar la paz mundial”. A estos efectos se señala que “el uso de la fuerza y la amenaza del uso de la fuerza se reemplazan por la confianza mutual, el beneficio mutuo, la igualdad, la cooperación y la solución pacífica de las diferencias”.

Conclusiones

A modo de conclusión, la OCS no sería sino la plasmación en el ámbito centroasiático de la aproximación a las relaciones regionales característica de una nueva política exterior china en el marco de la cual el Nuevo Concepto de Seguridad sería uno de los elementos clave a tener en cuenta. En este sentido, la República Popular China, en el contexto de su política regional considera como cuestiones fundamentales la participación en organizaciones regionales, el establecimiento de asociaciones estratégicas y la profundización de relaciones bilaterales, la expansión de los vínculos económicos regionales y la reducción de la desconfianza y la ansiedad en el ámbito de la seguridad.

Y todo en buena medida porque una aproximación de estas características le permite a China asegurarse un contexto estable en política exterior en un momento en que el Gobierno de Pekín está más preocupado por el mantenimiento del crecimiento económico y la estabilidad política, al tiempo que fomenta unos intercambios económicos que también repercuten favorablemente en el crecimiento chino. En ese sentido, contribuye a calmar posibles recelos regionales, proporcionando a los vecinos del gigante asiático reaseguros acerca de cómo China utilizará un poder e influencia crecientes e impulsando con ello, al propio tiempo, el desarrollo de tales capacidades.

En otras palabras, la OCS permite a la República Popular China afianzar su papel de hegemón regional benigno, defensor de un orden más multipolar, además de ayudarle a reforzar sus relaciones bilaterales con los Estados de Asia Central, mejorar su acceso a los mercados de la zona y a sus recursos energéticos e incrementar su presencia e influencia en la región.

EL GRAN CUERNO DE ÁFRICA: CAMBIAR DE POLÍTICA


John Prendergast y Colin Thomas-Jensen


Debilidades de Washington en África

El Gran Cuerno de África -- región de la mitad del tamaño de Estados Unidos que comprende Sudán, Eritrea, Etiopía, Djibouti, Somalia, Kenya y Uganda -- es la zona de conflicto más candente del mundo. Algunas de las guerras más violentas del último medio siglo la han destrozado. Hoy día, dos bloques de conflictos continúan desestabilizándola. El primero se centra en rebeliones interrelacionadas en Sudán, entre ellas las de Darfur y el sur del país, y abarca a Uganda, Chad oriental y el noreste de la República Centroafricana. Los principales culpables son el gobierno sudanés, que apoya a los rebeldes en esas tres naciones vecinas, y esos estados, que apoyan a grupos sudaneses que se oponen a Jartum. El segundo bloque vincula la enconada disputa entre Etiopía y Eritrea con la lucha de poderes en Somalia, la cual involucra al incipiente gobierno secular, milicias de clanes antigubernamentales, militantes islámicos y jefes militares adversarios de los islámicos. La precipitada intervención de Etiopía en Somalia, en diciembre, reforzó la postura intelectual del gobierno de transición, pero esa intervención, que Washington apoyó y complementó con sus propios ataques aéreos, ha sembrado las semillas de una insurgencia islámica cuyas bases son clanes.

La política estadounidense reciente sólo ha empeorado las cosas. La región, que al mismo tiempo ha sufrido ataques de Al Qaeda y albergado a sus agentes (incluso al mismo Osama bin Laden), es una preocupación legítima de las autoridades estadounidenses. Pero erradicar la propagación del terrorismo y de ideologías extremistas se ha convertido en un objetivo estratégico tan importante de Washington que ha ensombrecido los esfuerzos por resolver conflictos y promover el buen gobierno; en todo menos en el discurso, el antiterrorismo consume ahora la política estadounidense en el Gran Cuerno de modo tan absoluto como el anticomunismo hace una generación. Para apoyar esta meta crucial aunque demasiado específica, el gobierno de Bush ha cultivado a menudo relaciones con cabecillas autocráticos y ha favorecido la acción encubierta y militar por encima de la diplomacia. A veces ha llegado a agasajar en Langley a funcionarios sudaneses sospechosos de haber participado en las masacres de Darfur o de entregar maletas llenas de dinero a jefes militares en las calles de Mogadiscio.

Los resultados han sido desastrosos. Los autócratas sudaneses vuelven al extremismo de sus raíces. En Somalia, el núcleo del movimiento militante islámico permanece intacto tras la invasión etíope, la cual inflamó las pasiones de sus miembros. Los dirigentes de Etiopía, Eritrea y Uganda han utilizado el espectro de la guerra y el imperativo del antiterrorismo como excusas para perseguir a opositores políticos y poblaciones rebeldes en sus países. La situación en relación con los derechos humanos en toda la región, frágil ya en tiempos de paz, es ahora catastrófica: casi nueve millones de personas han sido desplazadas, y la inseguridad crónica restringe gravemente el acceso a la ayuda humanitaria de los más de 16 millones de personas que la necesitan.

La falla fundamental en el enfoque de Washington es su falta de una estrategia diplomática regional para hacer frente a las causas fundamentales de los dos bloques de conflictos. Estas crisis ya no pueden atenderse en forma separada, con iniciativas de paz ad hoc emprendidas a discreción y sin coordinación. Washington debe trabajar ahora en estabilizar el Gran Cuerno mediante asociaciones eficaces con instituciones multilaterales africanas, la Unión Europea y el nuevo secretario general de la ONU. Mientras no lo haga así, sus objetivos antiterroristas de largo plazo se verán afectados... y la región continuará en llamas.

Muerte en el Nilo

Desde que obtuvo su independencia en 1956, Sudán, el mayor país de la región, se ha visto envuelto en una serie de guerras civiles que enfrentan a gobiernos dominados por los árabes de Jartum con rebeldes de grupos marginados. A la vista de los continuos disturbios, el gobernante Partido del Congreso Nacional (PCN), que tomó el poder mediante un golpe de Estado en 1989, ha armado y adiestrado milicias de bases étnicas en Sudán y en toda la región y les ha garantizado impunidad por atrocidades masivas perpetradas contra civiles sospechosos de apoyar a sus opositores.

En el sur, la guerra civil de 21 años entre Jartum y el Ejército de Liberación del Pueblo de Sudán (ELPS) ha causado la muerte de 2.2 millones de personas, lo cual le da el segundo lugar entre los conflictos más mortíferos desde la Segunda Guerra Mundial, tras la guerra civil del Congo, que causó la muerte de 3.8 millones. El PCN enlistó al Ejército de Resistencia del Señor, grupo rebelde milenarista afincado en el norte de Uganda, para que abriera un segundo frente contra el ELPS. Jartum también lo respaldó para castigar al gobierno ugandés por apoyar al ELPS. Los resultados han sido 1.7 millones de personas en campos de desplazados y, por cortesía del Ejército de Resistencia del Señor, la tasa más alta de secuestros de niños en el mundo.

La guerra en el sur de Sudán terminó oficialmente en enero de 2005 con la firma del Acuerdo Amplio de Paz. Dicho pacto garantizaba autonomía a la zona y daba al ELPS el control mayoritario del nuevo gobierno de Sudán del Sur, con capital en Juba, y un papel minoritario en el Gobierno de Unidad Nacional en Jartum. También fijó un referendo para 2011, en el cual el pueblo de Sudán del Sur decidirá si se separa del resto del país. Pero han pasado dos años y la situación no es alentadora. La puesta en práctica de componentes esenciales del acuerdo -- sobre todo la desmovilización de las milicias aliadas del PCN en Sudán del Sur, la demarcación de fronteras en las zonas productoras de petróleo y el desembolso transparente de ingresos del petróleo -- va rezagada. Han vuelto a formarse nubes de guerra desde que John Garang, el carismático líder del ELPS y principal proponente de un Sudán unificado, pereció al estrellarse el helicóptero en que viajaba, en julio de 2005. Sin él, la organización no ha logrado consolidarse en el Gobierno de Unidad Nacional.

Otro problema es que en las negociaciones conducentes al acuerdo no participaron grupos de oposición de Darfur y otras zonas del norte. Eso deja en los opositores de Darfur el sentimiento de que no tienen más recurso que atacar posiciones militares, estaciones de policía y otros intereses gubernamentales para ganar un lugar en la mesa de negociaciones. Desde que estalló la rebelión allá, en febrero de 2003, el PCN ha apoyado a milicianos árabes, conocidos como Janjawid, que suelen atacar a civiles no árabes que apoyan a los rebeldes. Se calcula que de abril de 2003 a la fecha han perecido entre 200000 y 450000 habitantes de Darfur, 2.5 millones han sido expulsados de sus hogares y dos tercios de toda la población -- unos 4.3 millones de personas -- necesitan hoy alguna ayuda humanitaria. En parte, gracias a los esfuerzos estadounidenses se firmó el Acuerdo de Paz de Darfur en mayo de 2006, pero los negociadores obtuvieron firmas de dirigentes de una sola facción rebelde, lo cual segregó a otros grupos y pronto dio lugar a nuevos combates. El conflicto se ha extendido hacia Chad y la República Centroafricana, con lo cual otros dos millones de personas en esos países requieren ahora asistencia humanitaria. Jartum ha dado apoyo a un conjunto de grupos rebeldes y milicias en ambos países con la esperanza de derrocar a sus gobiernos e instalar regímenes más favorables.

También en Sudán oriental, hace más de una década los rebeldes se levantaron en armas contra el régimen. Si bien el gobierno de Eritrea medió un acuerdo entre el PCN y los rebeldes en octubre de 2006, el pacto aún no ha pasado la prueba más ardua. Entre tanto, el régimen de Jartum continúa respondiendo con ferocidad a todos los alzamientos, indicio de que está desesperado por mantenerse en el poder por cualquier medio y aferrarse a su creciente riqueza petrolera.

Embrollo total

El segundo bloque de conflictos se centra en Somalia y también involucra a Etiopía, Eritrea y el noreste de Kenya. Somalia, único país del mundo sin un gobierno funcional, está acéfala desde 1991, cuando su gobernante Muhammad Siad Barre, aliado de Estados Unidos, fue depuesto. Los jefes militares se hicieron fuertes en centros urbanos durante una década, pese a no menos de 14 iniciativas de crear un gobierno central. Por último, en 2004, con el impulso de un organismo regional llamado Autoridad Intergubernamental para el Desarrollo, se formó un cuerpo débil conocido como Gobierno Federal de Transición, con sede primero en Kenya y más tarde, a mediados de 2005, en la población somalí de Baidoa. Entre tanto, sin embargo, islamistas somalíes habían establecido en la capital, Mogadiscio, y sus alrededores 11 tribunales islámicos cuyos miembros provienen de clanes y con respaldo de milicias, algunos de los cuales tenían estrechos vínculos con jihadistas y terroristas sospechosos de estar asociados con Al Qaeda.

La lucha por el dominio se acercó a su culminación a mediados de 2006, cuando los tribunales islámicos derrotaron a los jefes militares en Mogadiscio y expandieron su control a gran parte del sur y el centro de Somalia. Estos tribunales se las ingeniaron para ganarse a la población -- que es musulmana pero de tendencia sufí contraria al salafismo radical de los tribunales -- brindando seguridad y servicios básicos, que ni el ineficaz gobierno de transición ni los voraces jefes militares habían logrado proporcionar. El gobierno etíope, cada vez más preocupado por la creciente influencia de los islámicos, ordenó el envío de tropas para cruzar la frontera a finales de 2006. La lucha terminó antes de empezar. Los islámicos se mezclaron entre la población civil y dejaron que las fuerzas etíopes persiguieran a unos cuantos grupos de milicianos.

El gobierno etíope tenía varios motivos para enfrentarse a los tribunales islámicos. Etiopía y Somalia han tenido una historia de tensión, en la que figuran tres guerras libradas entre 1960 y 1978. Somalia ha albergado a Al-Itihaad al-Islamiya, organización terrorista que plantó varias bombas en Etiopía en la década de 1990, lo cual impulsó al gobierno etíope a enviar tropas a Somalia en dos oportunidades para destruir al grupo y desmantelar sus campos de adiestramiento. El año pasado, altos funcionarios de los tribunales dejaron en claro que pretendían incorporar a las poblaciones somalíes de la región somalí del sureste de Etiopía a una Somalia ampliada. Ya apoyaban a grupos opositores etíopes, como el Frente Nacional de Liberación de Ogaden y, en el sur de Oromia, el Frente de Liberación de Oromo. Este apoyo fue un desafío directo al primer ministro etíope Meles Zenawi, quien, luego de década y media de gobierno, enfrenta presiones políticas internas de grupos étnicos que se sienten subrepresentados. Las elecciones legislativas etíopes de 2005 se caracterizaron por una apertura sin precedentes, pero después de un fuerte desempeño de los partidos de oposición, el gobierno de Meles se fracturó.

Estos problemas internos también han dificultado actuar a Meles en la disputa fronteriza de su país con Eritrea, que es otra amenaza a la estabilidad regional. A principios de la década de 1990, cuando Eritrea obtuvo su independencia de Etiopía después de tres décadas de lucha, Etiopía se volvió un estado sin acceso al mar. Al principio, los gobernantes de los dos estados, Meles e Isaias Afwerki, tenían buenas relaciones, pero pronto se distanciaron por asuntos económicos y políticos, en particular la mal definida frontera entre ambos países. Las tensiones culminaron en una guerra de especial salvajismo a finales de la década de 1990. En 2000, ambas naciones firmaron un tratado de paz y acordaron someter su disputa fronteriza a una resolución "final y obligatoria" de una comisión internacional independiente. El veredicto, emitido en 2002, concedió a Eritrea la disputada población de Badme. Sin embargo, Meles se ha negado persistentemente a acatarla, alegando que la metodología de la comisión fue deficiente. También objeta porque es sensible a la difundida sensación entre los etíopes de que él es el responsable de haber perdido el acceso al Mar Rojo en la independencia de Eritrea, y se cuida de no parecer blando ante ésta.

El gobierno eritreo, por su parte, está cada vez más frustrado por la falta de voluntad de la comunidad internacional para presionar a Etiopía a definir su frontera. En protesta, el presidente Isaias ha restringido a la fuerza de paz de la ONU encargada de observar el cese del fuego y expulsado a organismos internacionales de ayuda. Invocando sin cesar la perspectiva de guerra inminente, su gobierno ha atacado a toda la oposición mientras acosa a Etiopía apoyando al Frente de Liberación Nacional de Ogaden y al Frente de Liberación de Oromo. Etiopía, a su vez, respalda a la Alianza Democrática Eritrea, organización integrada por grupos opuestos al gobierno eritreo.

Aún más inquietante para la estabilidad regional es el hecho de que Etiopía y Eritrea ventilan sus diferencias a través de sus vecinos. Mientras el gobierno etíope apoya al sudanés, el eritreo -- que acusó a Jartum de querer extender su alcance islamista en toda la región y de apoyar una rebelión del Movimiento de la Jihad Islámica en Eritrea en la década de 1990 -- mantiene estrechas relaciones con los rebeldes de Darfur y Sudán oriental. Al mismo tiempo, ha proporcionado armas y fuerzas a los tribunales islámicos de Somalia, sobre todo en oposición al gobierno etíope, que apoya al gobierno de transición. El gobierno sudanés también se entromete en asuntos somalíes. Por ejemplo, valiéndose de su liderazgo temporal en la Liga Árabe, convocó a representantes del gobierno somalí y de los tribunales islámicos a una reunión en Jartum en marzo de 2006, acción que despertó preocupación entre funcionarios del gobierno de transición que recelan de los vínculos entre los dirigentes de los tribunales islámicos, las universidades de Sudán y los islamistas del PCN.

Leña al fuego

Esta proliferación de amenazas pudo haberse mitigado con una política inteligente de Estados Unidos, pero el enfoque de Washington hacia el Gran Cuerno de África, que se centra en el antiterrorismo, ha sido errático y miope. El abrumador acento estadounidense en erradicar el terrorismo comenzó a principios de la presidencia de Clinton en respuesta a la agresiva promoción que hizo Jartum de sus vínculos con organizaciones terroristas internacionales. Agentes de Al Qaeda radicados en Somalia volaron las embajadas estadounidenses en Kenya y Tanzania en 1998, y Washington sospecha que atacaron un hotel y un avión de El Al en Kenya en 2002. Después de los ataques del 11-S, Washington expandió sus esfuerzos de antiterrorismo en la región. Ha desplegado más de 1500 efectivos en Djibouti para ejecutar programas de asuntos civiles y ayudar a recabar información de inteligencia sobre sospechosos de terrorismo, además de asignar 100 millones de dólares al año para apoyar labores de antiterrorismo de las autoridades locales. Más que nada, sin embargo, la política antiterrorista de Estados Unidos en el Gran Cuerno de África se basa hoy en tres estrategias: apoyo casi incondicional al gobierno etíope, cooperación extremadamente estrecha en antiterrorismo con Jartum y ocasionales pero espectaculares incursiones en Somalia con la esperanza de capturar o liquidar sospechosos de pertenecer a Al Qaeda.

Etiopía ha sido la aliada más cercana de Estados Unidos en el Gran Cuerno durante la década pasada, en parte porque la lucha contra el extremismo islámico tiene poderosas resonancias entre las autoridades etíopes. Si bien el país es mitad musulmán y mitad cristiano, históricamente sus élites políticas han sido cristianas. Etiopía sufrió también en carne propia el terrorismo islámico: radicales asentados en Sudán tramaron un intento de asesinar al presidente egipcio Hosni Mubarak en la capital, Addis Abeba, en 1995, y la organización de base somalí Al-Itihaad al-Islamiya ha lanzado continuos ataques en el país. En 2001, el gobierno de Bush declaró que Etiopía era su principal aliado en antiterrorismo en la región. Incluso la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID, por sus siglas en inglés) -- que dio a Etiopía más de 460 millones de dólares en ayuda de alimentos y asistencia en el año fiscal 2005 -- afirma que esa nación tiene "importancia estratégica para Estados Unidos por su ubicación geográfica" y la llama "el eje de la estabilidad en el Cuerno de África y de la Guerra Global contra el Terrorismo".

Sin embargo, la apurada agenda de Washington ha paralizado sus propios esfuerzos de presión por mayor democracia y mayor respeto a los derechos humanos en Etiopía. Y ha socavado intentos de resolver la disputa fronteriza entre Etiopía y Eritrea. En 1998, con pleno apoyo del Departamento de Estado, el Departamento de Defensa y el Consejo de Seguridad Nacional, el ex consejero de Seguridad Nacional Anthony Lake encabezó los esfuerzos multilaterales que condujeron al fin de la guerra entre ambas naciones africanas en 2000. Pero cuando Etiopía comenzó a obstaculizar el cumplimiento de la decisión de 2002 sobre la frontera, la Casa Blanca poco hizo por continuar los esfuerzos de presión, y dejó que sus objetivos contra el terrorismo se sobrepusieran a la pacificación. Los dos estados apenas si se han movido desde entonces, y el gobierno eritreo se ha vuelto profundamente escéptico ante las intenciones de la comunidad internacional. Desde su punto de vista, el asunto fronterizo con Etiopía ha quedado zanjado y se le deben pedir cuentas a ésta antes de comenzar negociaciones sobre otros aspectos. Mientras el estancamiento persiste, las relaciones entre Estados Unidos y Eritrea se estropean: ahora Washington considera a Isaias poco digno de confianza y le preocupa su acercamiento con estados villanos como Irán, mientras Isaias sigue irritado por lo que a su parecer es un favoritismo hacia Meles.

Un segundo enfoque de la política del gobierno de Bush en el Gran Cuerno ha sido la estrecha cooperación en antiterrorismo con Sudán. El alejamiento de Jartum de su fuerte apoyo al terrorismo internacional comenzó durante el gobierno de Clinton. De 1991 a 1996, Bin Laden residió en Sudán, y el régimen permitió que numerosos terroristas viajaran con pasaportes de ese país e instalaran campos de adiestramiento en su suelo. Pero luego, en 1996, en respuesta a las sanciones del Consejo de Seguridad de la ONU promovidas por Estados Unidos, Jartum expulsó a Bin Laden y desmanteló todos los campos y la infraestructura comercial de Al Qaeda. Las relaciones se deterioraron en el verano de 1998, cuando Washington respondió a los bombazos en las embajadas de Kenya y Tanzania volando una fábrica sudanesa donde según él se almacenaban armas biológicas. Y mejoraron un tanto de nuevo luego de los ataques del 11-S, los cuales fortalecieron el énfasis estadounidense en el antiterrorismo e impulsaron al gobierno de Bush a vincularse más con Jartum.

La Casa Blanca de Bush, ansiosa por responder a los electores cristianos conservadores que exigían poner fin a los abusos contra los derechos humanos y la persecución religiosa en el sur de Sudán, también intensificó su apoyo a un tratado de paz. Pero cuando el ELPS y el PCN se acercaban a un acuerdo, en 2003, Darfur estalló y ello puso de manifiesto las deficiencias del estrecho enfoque de Washington y sus asociados. En ese punto el gobierno estadounidense tuvo que elegir entre continuar presionando por la paz en el sur o ampliar su esfuerzo por responder con dinamismo a la crisis en Darfur, que se agigantaba. Eligió la primera opción por miedo de que al optar por la segunda (y fracasar) pusiera en peligro tanto la paz entre el PCN y el ELPS como la cooperación de Jartum en antiterrorismo. Sin embargo, al hacerlo, inadvertidamente dio la ventaja al gobierno sudanés: los funcionarios de éste se dieron cuenta de que podían retrasar un acuerdo con el ELPS y apoyar las atrocidades en Darfur sin enfrentar consecuencias graves. En octubre de 2003 y abril de 2004, mientras las fuerzas armadas sudanesas perpetraban matanzas de civiles en Darfur, la Casa Blanca informaba al Congreso que Jartum negociaba "de buena fe" con el ELPS.

El presidente Bush y altos funcionarios de su gobierno han hecho declaraciones contra los crímenes en Darfur (los han llamado genocidio), y un comité de la ONU los ha atribuido en parte a altos cargos del PCN, entre ellos el director de Inteligencia Nacional, el ministro del Interior y el ministro de Defensa. Pero debido en parte a un aumento de la cooperación con Washington en materia de inteligencia, Jartum ha logrado evadir la acción punitiva, ahogar esfuerzos por alcanzar acuerdos duraderos con los rebeldes y resistir gestiones internacionales para enviar una robusta fuerza de paz a Darfur. En noviembre pasado, el gobierno de Bush expresó con claridad que si hacia finales del año Sudán no accede a recibir una fuerza pacificadora combinada de la ONU y la Unidad Africana (UA) en Darfur, se le aplicarán sanciones que no especificó. Pero la fecha límite llegó y pasó sin que los estadounidenses emitieran condena alguna. Entre tanto, Jartum continuó cultivando su imagen de socio en antiterrorismo, pese a que los militantes de línea dura del PCN se han estado reconectando con viejos aliados terroristas. Desde el principio, el objetivo del PCN en la cooperación en materia de terrorismo ha sido volverse indispensable para Washington y así reducir su exposición a la presión internacional sobre su historial en derechos humanos. Y lo ha logrado: pese a un amplio movimiento activista en Estados Unidos que demanda una enérgica respuesta a las atrocidades en Darfur, no se prevé aún ningún plan viable al respecto.

También la política estadounidense en Somalia ha sido peligrosamente limitada. Washington intervino allí como parte de una misión humanitaria de la ONU en 1992, pero pronto se estancó y, después de los asesinatos de 18 soldados estadounidenses en las calles de Mogadiscio, retiró todas sus fuerzas en 1994. Desde entonces su principal objetivo ha sido aprehender a los agentes extranjeros de Al Qaeda que cree que son ocultados y protegidos por islamistas somalíes. (Se sospecha que uno de los protectores es el jeque Asan Dahir Aweys, que fue miembro de Al-Itihaad al-Islamiya y ahora es presidente de los tribunales islámicos.) Con ese fin, ha financiado a jefes militares somalíes para que persigan terroristas por su cuenta. Hacia 2006, los jefes militares reclutados habían adoptado el nombre de Alianza para la Restauración de la Paz y el Antiterrorismo y obtuvieron, según nuestras entrevistas con algunos de sus miembros, unos 150000 dólares mensuales de Washington. En contraste, Estados Unidos apenas aportó 250000 dólares al proceso de paz que a un costo de 10 millones condujo a la formación del Gobierno Federal de Transición, y concede mucho menos ayuda humanitaria a Somalia que a otros países de la región. El gobierno de Bush ha preferido crear una alianza estratégica con jefes militares en la búsqueda de unos cuantos terroristas más que atender el vacío de poder de Somalia, la cual continuará atrayendo terroristas al país.

Si bien la intervención de Etiopía de este invierno desalojó a los potencialmente hostiles tribunales islámicos -- lo cual se puede considerar un éxito contra el terrorismo en el corto plazo -- , es muy pronto para que Washington alardee que esto es una "misión cumplida". La invasión de Etiopía sólo ha desplazado la parte más visible del movimiento islamista; otros elementos han sobrevivido, entre ellos una red de mezquitas, escuelas islámicas y empresas, así como un ala militante, conocida como el Shabaab, que ha amenazado con lanzar una guerra de guerrillas. Entre tanto, el derrumbe de los tribunales ha dejado un enorme vacío que el gobierno de transición no puede llenar. Los tribunales habían llevado paz y estabilidad, y su derrota ha devuelto Mogadiscio a los jefes militares que se han aprovechado de Somalia durante buena parte de las últimas dos décadas. Es probable que en el futuro surjan dos insurgencias afines, una encabezada por remanentes de los tribunales y otra por clanes descontentos.

Ello pone en riesgo los intereses estadounidenses en Somalia. Habiendo perseguido el limitado objetivo de capturar o dar muerte a unos cuantos sospechosos de terrorismo, Washington se ha enredado en las políticas etíopes en Somalia, las cuales pueden divergir significativamente de las suyas en el largo plazo. Enfocarse en cazar sospechosos sin invertir a la vez en la fundación de un Estado es una estrategia que no podía haber funcionado, y la decisión de apoyar la invasión militar etíope sin trazar una estrategia política más amplia fue un craso error, sobre todo considerando la experiencia estadounidense en Irak. Como era de preverse, entre los somalíes ha aumentado el resentimiento contra la intervención extranjera. Y los ataques aéreos estadounidenses contra bastiones islámicos en el remoto sur del país han convertido a Somalia en un blanco más interesante para Al Qaeda de lo que antes era; podrían elevar el reclutamiento para los islámicos durante mucho tiempo.

Plan tripartito

Para revertir estas tendencias se necesita con urgencia un nuevo marco para la participación en el Gran Cuerno. Serviría mejor a los objetivos antiterroristas de Estados Unidos una nueva iniciativa diplomática integral, concentrada en resolver el conflicto y promover el buen gobierno en la región. Cualquier nueva estrategia debe ser de amplio alcance y multilateral. Debe enfocarse de plano en resolver conflictos, mantener la paz y castigar a los saqueadores, y requerirá trabajar con el Consejo de Seguridad de la ONU y con la UA.
En primer lugar, Estados Unidos debe lanzar una iniciativa de paz para el Gran Cuerno junto con el nuevo secretario general de la ONU y la UA para idear un planteamiento integral para los dos grupos de conflictos que rodean a Sudán y Somalia. Esto debe incluir trabajos coordinados por resolver las crisis relacionadas de Darfur, el Chad y la República Centroafricana; procurar un acuerdo entre el Ejército de Resistencia del Señor y el gobierno ugandés; negociar un acuerdo de reparto del poder en Somalia, y arreglar las disputas actuales en el sur de Sudán y entre Etiopía y Eritrea, a fin de que los dos planes de paz existentes se acaten por completo. Estos esfuerzos requieren la creación de un grupo de resolución de conflictos en la región, integrada por diplomáticos de alto nivel bajo las órdenes del Departamento de Estado y designados al menos por un año, que coordinen las pláticas de paz y apoyen su realización. Esta iniciativa puede seguir los modelos provistos por la alianza entre Estados Unidos, el Reino Unido, Noruega y la Autoridad Intergubernamental sobre el Desarrollo que puso fin a la guerra en el sur de Sudán y la alianza entre Estados Unidos, la Unión Europea, la Organización de Unidad Africana (predecesora de la UA) que acabó con la guerra entre Etiopía y Eritrea. Por desgracia, hasta ahora tanto en Somalia como en Darfur la comunidad internacional ha puesto la carreta delante de los bueyes, al ocuparse frenéticamente en enviar fuerzas de paz antes de haber alcanzado acuerdos de paz viables.

En segundo lugar, debe hacerse un esfuerzo coordinado por impulsar la capacidad de pacificación que se necesitaría para poner en práctica cualquier acuerdo de paz. Estados Unidos y la Unión Europea han gastado cientos de millones de dólares durante la década pasada en preparar a los ejércitos africanos para participar de manera más efectiva en operaciones de paz. Pero a juzgar por las limitaciones de las operaciones de la UA en Darfur, es necesario reenfocar los objetivos de pacificación. Carentes de un mandato explícito de proteger a civiles, las tropas de la UA en Darfur a menudo han sido irrelevantes o contraproducentes, pues sirven de pararrayos a la hostilidad local y de excusa para la inacción de la comunidad internacional. La UA no cuenta con fuerzas suficientes para desplegarlas en múltiples escenarios; apenas pudo reunir poco a poco los 7500 elementos que envió a Darfur. Y como los donadores occidentales no lograron enviar los fondos necesarios para la misión, los soldados iban mal equipados y durante meses no recibieron su paga. La conclusión ineludible de la experiencia de la UA en Darfur es que la ONU debe dirigir las operaciones de pacificación en África (como en otras partes del mundo), con participación sustancial de la UA y un mandato de proteger a los civiles.

En tercer lugar, Washington debe ocuparse más en recabar apoyo internacional para aplicar castigos multilaterales de algún tipo, o al menos amenazar con hacerlo. En Sudán, Somalia y Etiopía, el gobierno estadounidense y algunos estados occidentales han ofrecido mucho y ganado poco, en parte porque no han aplicado instrumentos de presión; son como perros que ladran y no muerden. La verdadera influencia viene del uso temprano de medidas punitivas multilaterales -- como enjuiciamientos ante la Corte Penal Internacional, sanciones específicas contra altos funcionarios y rebeldes, y embargos petroleros y otros instrumentos de presión económica -- y de suspenderlas cuando se logre el acatamiento. ¿Cómo se puede esperar que el régimen de Jartum actúe de otro modo en Darfur si sus acciones no le cuestan nada?

En el camino

Fomentar la resolución de conflictos, la pacificación y las medidas punitivas será difícil sin duda, pero puede hacerse si Estados Unidos construye asociaciones multilaterales para compartir las cargas diplomáticas y económicas. En Sudán, esto requerirá impedir que el PCN continúe encauzando las políticas estadounidenses en corrientes separadas: una en el sur del país y otra en Darfur, y una más en antiterrorismo. Washington necesita una política coherente en ese país, que atienda todos sus objetivos a la vez y se valga de acciones punitivas multilaterales para lograrlos. En tanto el acuerdo de reparto del poder no se aplique por completo en el sur y la riqueza y el poder de las élites gobernantes de Jartum no se transfiera a las zonas marginadas de Darfur y el este, no amainarán las tensiones que han alentado los 50 años de guerra civil.

Pese a sus defectos, el Acuerdo Amplio de Paz en el sur de Sudán sigue siendo un paso esencial para alterar la distribución del poder y restablecer la democracia en todo el país, pero sólo si se ejerce por completo. Su aplicación significa vencer varios obstáculos principales: la omisión del PCN en retirar sus fuerzas milicianas aliadas en el sur de Sudán, su negativa a aceptar el veredicto de la comisión fronteriza con respecto a la región petrolera de Abyei y la falta de transparencia en la división de ingresos petroleros entre el Gobierno de Unidad Nacional en Jartum y el Gobierno del Sudán del Sur en Juba. Los partidarios de la línea dura en el PCN sencillamente no pondrán en práctica elementos clave del acuerdo -- ni renunciarán a sus políticas militaristas en Darfur -- si los gobiernos occidentales no los sujetan a la presión coordinada de sanciones de la ONU, congelación de activos y acusaciones penales.

Al mismo tiempo, Estados Unidos y otros donadores deben cumplir su compromiso de ayudar a construir la capacidad del naciente Gobierno de Sudán del Sur. Los donadores internacionales ofrecieron 4500 millones de dólares para Sudán en una conferencia posterior al Acuerdo Amplio de Paz de Oslo, en mayo de 2005, pero no cumplieron sus obligaciones del todo debido a la creciente preocupación por el papel de Jartum en las atrocidades de Darfur. Ahora deben reenfocarse en el sur para prevenir un retorno al conflicto. Y deben prepararse para la creciente probabilidad de que la región vote por separarse en el referendo de 2011. Los sudaneses del sur que participan en grupos de enfoque convocados por el Instituto Nacional Demócrata de Estados Unidos en abril de 2006 expresaron su apoyo casi unánime a la independencia. Con poco avance en sus relaciones con Jartum, es improbable que los sureños cambien de parecer en los próximos cuatro años. Pero es probable que Jartum regrese a la guerra antes que permitir que se realice el referendo y arriesgarse a perder el acceso a 80% de sus recursos petroleros. Un apoyo internacional más concentrado en el Gobierno de Sudán del Sur, en especial para ayudar a que el EPLS se vuelva un ejército regular, no sólo disminuiría la inseguridad en el sur a medida que se acerque el referendo, sino también ayudaría a inhibir al PCN a reanudar el conflicto (o al menos a dar a los sureños los medios para defenderse en caso de que lo haga).

Como los ingresos petroleros de Sudán llegan a 4000 millones de dólares por año, a Jartum lo impulsa hoy día más la codicia que la ideología islámica, lo cual representa una oportunidad para que Estados Unidos aumente la presión económica sobre Jartum. Pero Washington no puede sacar el máximo partido de la situación sin involucrarse más a fondo con China y los países de la Liga Árabe, los cuales tienen fuertes intereses en Sudán y con frecuencia facilitan el curso de su régimen. En respuesta a las sanciones económicas de la ONU en la década de 1990, el sector petrolero sudanés estableció vínculos estrechos con China y, en menor grado, con Malasia e India; en consecuencia, Beijing es hoy reacio a inclinarse por Jartum. Pero la creciente percepción de que Beijing cierra los ojos a las continuas atrocidades en Darfur podría dañar su imagen internacional ahora que se prepara a ser anfitrión de los Juegos Olímpicos de 2008. Los esfuerzos recientes por lograr un consenso entre China, Rusia y la Liga Árabe para aumentar las fuerzas de paz en Darfur son un buen principio. Pero también es necesario recabar apoyo multilateral para una estrategia integral de paz que obligue a Jartum a dejar de apoyar grupos rebeldes en Chad y la República Centroafricana, reformar el deficiente Acuerdo de Paz de Darfur y aceptar una fuerza internacional de paz investida de un mandato apropiado -- con tropas de la ONU bajo control y comando de la ONU -- para proteger a los civiles y desmantelar las milicias Janjawid. Estados Unidos debe colaborar con el Consejo de Seguridad de la ONU para congelar los activos de altos funcionarios del PCN y sus empresas e imponerles prohibiciones de viaje, así como facilitar el flujo de información relativa a sospechosos de crímenes de guerra hacia la Corte Penal Internacional. En caso de que la situación se deteriore y Jartum continúe obstruyendo los esfuerzos de paz, la comunidad internacional debe planificar el despliegue de fuerzas de tierra y aire para proteger a civiles sin consentimiento de Jartum.

En Somalia también es necesario un enfoque multilateral de construcción de la paz, para evitar que alzamientos prolongados se enquisten en la región. Etiopía tiene poco historial de violencia sectaria, pero muchos etíopes temen ahora que una guerra duradera con islamistas somalíes pueda crear división religiosa en su país, al enfrentar, en particular, a musulmanes contra el gobierno. Más que recurrir en primera instancia a la fuerza militar, a la inteligencia regular y la intervención ocasional de Etiopía, a los jefes militares contrarios a los islamistas y a un débil gobierno de transición, como hasta ahora, Washington debe adoptar un enfoque más detallado hacia Somalia. Debe trabajar con la Unión Europea, la UA, la Liga Árabe y la Autoridad Intergubernamental sobre el Desarrollo para presionar a todas las partes a negociar un tratado de reparto del poder entre el gobierno de transición, los cabecillas de clanes en Mogadiscio y los tribunales islámicos. El gobierno de transición somalí sólo negociará si lo presiona Etiopía, y Estados Unidos tiene más influencia que cualquier otro actor externo sobre ésta. En contraste, Washington carece de ascendiente entre los tribunales islámicos y los mayores de los clanes excluidos, por lo que su diplomacia en ese frente debe concentrarse en lograr que los gobiernos de la región y de la Liga Árabe los convenzan de aceptar un gobierno de unidad nacional.

Nada de esto será fácil. Washington debe designar enviados de tiempo completo que presionen por un acuerdo de reparto del poder en Somalia e impulsen a Etiopía y Eritrea a lograr un arreglo. Dejar que persistan esas disputas incrementaría la posibilidad de otra guerra entre Etiopía y Eritrea. Ambos sucesos serían desastrosos para la población del Gran Cuerno y para los objetivos antiterroristas de Estados Unidos de largo plazo.

La lección esencial de la política antiterrorista estadounidense en los últimos cinco años -- en apariencia desdeñada por el gobierno de Bush -- es que, para que las poblaciones musulmanas locales tomen en serio la agenda contra el terrorismo de Estados Unidos, éste debe tomar en serio también las agendas de construcción de estados y reparto del poder de aquéllas. Irónicamente, la estrategia ya está en papel. En su Estrategia de Seguridad Nacional de 2002 y otros documentos, el gobierno de Bush ha sostenido que los estados villanos fomentan el terrorismo y ha trazado un enfoque integral hacia el antiterrorismo que considera promover la construcción de la paz, la reconstrucción de estados y el buen gobierno. Sin embargo, en lo referente al Gran Cuerno sencillamente no ha puesto en práctica sus propias políticas. Al confiar en golpes militares esporádicos y apoyo continuo a autócratas sin una planificación política más amplia, ha combinado los peores elementos de su política actual en Irak con la política de amiguismo de la era de la Guerra Fría. La resolución de conflictos y el buen gobierno son, de hecho, las claves para contrarrestar el terrorismo en el Gran Cuerno en el largo plazo. Si no se reconoce esto, el resultado probable serán cientos de miles de muertes más, miles de millones de dólares gastados en ayuda humanitaria de emergencia . . . y la perspectiva creciente de un ataque terrorista a intereses estadounidenses en la región. Con unos cuantos dólares que se gasten más en diplomacia preventiva, estos resultados pueden evitarse por completo.

NIGERIA: DEMOCRACIA MANIPULADA


Jean Herskovits

Juego sucio

Los resultados oficiales de las elecciones de abril pasado en Nigeria mostraron victorias abrumadoras para el partido en el poder. El ganador de la presidencia, Umaru Yar'Adua, recibió 70% de los votos; su opositor más cercano tuvo 20%, margen que excedió el de 1983, cuando el descontento ante la extendida manipulación condujo a un golpe de Estado que depuso al presidente civil recién electo.

Según observadores tanto internacionales como nacionales, el proceso tuvo profundas irregularidades. Hasta poco antes de cada elección -- para cargos estatales el 14 de abril y para la presidencia y la Asamblea Nacional el 21 -- , no estaba claro quiénes serían los candidatos finales. El día de los comicios, los nombres de algunos contendientes que habían sido restituidos por los tribunales no estaban en las boletas. Las elecciones en sí fueron desastrosas, con más manipulaciones y violencia que la anterior elección presidencial de 2003, cuando el robo de urnas y los votos falsos afectaron el conteo. En total hubo unos 700 incidentes violentos relacionados con las elecciones entre noviembre y marzo, incluidos los asesinatos de dos candidatos a gobernador que iban adelante en las encuestas.

Nada de esto debía ocurrir. Las elecciones de abril se presentaron como un hito: la primera vez desde la independencia, en 1960, en que el mando político pasaría de un civil a otro. Así, el país más poblado de África se uniría a la corta lista de democracias consolidadas en el continente y aumentaría su influencia como actor regional. Hoy, en cambio, cuando el presidente Olusegun Obasanjo concluya su gestión, dejará un gobierno inestable, con instituciones políticas aún débiles y un sucesor en lucha por legitimarse.

Desde su llegada al poder, en 1999, Obasanjo ha logrado algunos avances, aunque no suficientes, sobre todo en asuntos macroeconómicos. Si bien la economía crece 5% al año, la pobreza afecta a la mayoría de los 140 millones de habitantes. Nigeria es el octavo productor mundial de petróleo y uno de los principales exportadores, pero importa todos los productos refinados que consume. Pese a ocho años de ingresos petroleros sin precedentes, su infraestructura se derrumba y la mayoría de su población carece de acceso a servicios médicos básicos y a la educación. Cada elección sucia acarrea desilusión, no con la democracia, sino con la forma en que los gobernantes nigerianos imponen su voluntad. Los nigerianos hablan del "poder de quienes están en el gobierno": dinero en abundancia, control de las fuerzas de seguridad y, este año sobre todo, una comisión electoral sumisa.

Nada de esto es un buen presagio para los intereses estadounidenses. Estados Unidos obtiene aproximadamente 10% de su petróleo crudo de Nigeria y espera obtener más en el futuro, en parte como una tentativa, según Washington, de desligarse de los proveedores de Medio Oriente. Con la creencia de que Obasanjo es esencial para estos intereses, Washington lo ha apoyado, pese a abusos contra los derechos humanos y a las amañadas elecciones de 2003. Pero ahora, cuando los nigerianos cada vez más piden a gritos la rendición de cuentas, el precio de ese apoyo podría ser más desorden, y plantear un riesgo no sólo para los suministros petroleros procedentes de Nigeria, sino también para la estabilidad de la región.

Grandes esperanzas

Ningún jefe de estado nigeriano había llegado a la presidencia con tanta buena voluntad, dentro y fuera del país, como Obasanjo en 1999. Fue elegido poco después de salir de prisión, a la que fue condenado por haber participado supuestamente en un golpe de Estado contra el general Sani Abacha en 1995. Era un personaje conocido: después de encabezar el gobierno militar en la década de 1970, lo entregó a civiles elegidos en 1979. A finales de la década de 1990, tanto los nigerianos como Washington creían que, pese a sus antecedentes castrenses, Obasanjo era un demócrata comprometido que reformaría la economía y sentaría las bases de la liberalización política.

Como presidente, Obasanjo ha encabezado algunos éxitos económicos notables, que han recibido buena publicidad. En 2003 confió el diseño de políticas económicas a un grupo de tecnócratas jóvenes muy activos a quienes llamó sus "apóstoles". A varios los reclutó en el extranjero, en particular la ex ministra de Finanzas Ngozi Okonjo-Iweala, quien había sido vicepresidenta del Banco Mundial. Ella y sus colegas lanzaron un ambicioso programa de reformas que lucharía por la transparencia en asuntos financieros y el "debido proceso" en la adjudicación de contratos gubernamentales. En 2006, Okonjo-Iweala, con ayuda del Departamento del Tesoro de Estados Unidos, convenció al Club de París de condonar unos 18000 millones de dólares de la deuda externa nigeriana.

Otro hecho positivo fue la creación, en 2003, de la Comisión de Delitos Económicos y Financieros (CDEF) para investigar la corrupción. Los nigerianos han alabado a la CDEF por enjuiciar a funcionarios corruptos, en particular el ex inspector general de policía Tafa Balogun (se le condenó por lavar unos 98 millones de dólares, utilizados en su mayoría, según dijo, para financiar victorias electorales en 2003). La sola existencia de la CDEF mostraba que por primera vez se obligaría a rendir cuentas a funcionarios gubernamentales por malos manejos financieros. Aunque hasta ahora la comisión sólo ha atrapado peces pequeños, es probable que haya restringido las actividades de algunos de los mayores.

Sin embargo, durante la gestión de Obasanjo ha habido más errores que aciertos en la economía nigeriana. La deuda interna, estimada en más de 11000 millones de dólares, se mantiene intacta y obstruye el crecimiento. Desde 1999, el gobierno federal ha ejercido menos de 60% de los presupuestos recurrentes y sólo 75% de los presupuestos de capital. Según el economista nigeriano Sam Aluko, esta crisis presupuestaria es el resultado de la "política de privatización, recortes de personal y reducción de funcionarios públicos, falta de pago de pensiones, gratificaciones y deudas internas que continúan acumulándose". Los nigerianos se quejan de que la privatización de activos gubernamentales que Obasanjo emprendió bajo la guía del Banco Mundial ha carecido de transparencia, y que nigerianos con buenos contactos se han apropiado de las joyas de la corona del país a precios de ganga. Obasanjo también empequeñeció el personal del gobierno federal, "monetizó" las prestaciones, sobre todo en los niveles altos, y adoptó nuevas escalas salariales para los burócratas. Pero estas medidas han incrementado el desempleo en la economía, estancada en su mayor parte, y con beneficios dispares para los funcionarios públicos que quedan.

Cuando en 2004 se le preguntó cuándo las reformas macroeconómicas tendrían un impacto positivo en la vida de la mayoría de los nigerianos, Okonjo-Iweala contestó que se necesitarían "por lo menos cinco años". En una visita reciente a la capital del país, Abuja -- ciudad en donde prosperan los proyectos de construcción, como ninguna otra en Nigeria -- , un funcionario del Banco Mundial afirmó que veía signos de una "floreciente clase media". Pero para cualquiera que hubiese conocido el país en la década de 1970, el comentario fue absurdo. Profesionales, funcionarios públicos y muchos empresarios que alguna vez formaron parte de la clase media hoy apenas pueden pagar las colegiaturas de sus hijos. Desde luego existe una floreciente clase alta, pero es pequeña, y sus integrantes prosperan sobre todo gracias a los contactos y las connivencias políticas.

Para la vasta mayoría de los nigerianos, ganarse la vida es difícil. La agricultura, que debería dar empleo a la numerosa población rural, ha menguado por falta de apoyo gubernamental, e importantes industrias, como la textil, agonizan. La Asociación de Manufactureros de Nigeria informa que más de 1800 empresas han cerrado de 1999 a la fecha, lo cual ha contribuido, junto con la inseguridad y el poco confiable suministro eléctrico, a la partida de algunas trasnacionales (aunque no de las compañías petroleras). Los altos niveles de desempleo entre los varones jóvenes -- alrededor de 60% de los egresados de universidades del norte carecen de empleo -- han desatado la delincuencia. Hoy la capital comercial del país, Lagos, es más conocida en el extranjero por sus extensos barrios bajos y sus errantes bandas de asaltantes armados.

Las condiciones básicas de vida también han empeorado. La electricidad es escasa, al igual que el agua limpia. Pese a las enormes sumas supuestamente invertidas en caminos federales, éstos continúan deteriorándose. Alrededor de 70% de los nigerianos debe arreglárselas con un dólar al día. El Informe sobre desarrollo humano de 2006 del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo colocó a Nigeria en el lugar 159 de 177 países estudiados. En 2004, las tasas de mortalidad de niños menores de cinco años promediaron 217 muertes por cada 1000 nacimientos, más que en cualquier otro lugar de la costa de África occidental, aparte de Liberia, devastada por la guerra, y Sierra Leona. Entre tanto, de manera absurda, el gobierno construyó en Abuja un estadio con un costo mayor que los presupuestos combinados para educación y salud de 2001 y 2002. Las instalaciones de salud en Nigeria se han descuidado tanto que, en plena campaña para las elecciones de abril, dos de los principales candidatos presidenciales volaron a Europa para ser atendidos de padecimientos menores.

Y todo esto ha ocurrido aun cuando los ingresos petroleros aumentaban: en los ocho años de la gestión de Obasanjo, Nigeria ganó 223000 millones de dólares, dos veces y media la cantidad obtenida en los ocho años precedentes. Pero debido a la cleptocracia y a la corrupción desenfrenada, gran parte del dinero no ha ido a donde debía. Desde luego, los ingresos petroleros se han malversado en Nigeria desde mucho antes del gobierno actual: la CDEF calcula que el país ha dilapidado 400000 millones de dólares de 1960 a la fecha. Sin embargo, fue el historial de este presidente y de sus gobernadores lo que indignó a los nigerianos conforme se acercaban las elecciones y lo que los hizo a preguntarse por qué, pese a la riqueza del país, tantos continúan en la ruina.

La política, como siempre

La respuesta, por supuesto, está en la forma de gobierno y la política. En 1999, cuando Nigeria salió de súbito de 15 años de gobierno militar, los principales partidos políticos formaron coaliciones ad hoc, sin continuidad ni unificación de programas. Los gobiernos militares habían reforzado la centralización y el poder del Ejecutivo en Abuja y en los estados. Hacia finales de la década de 1980, la política de partidos prácticamente había desaparecido. En 1999, un gobierno militar aprobó una nueva versión de la constitución de 1979, que era estadounidense en su forma pero agregaba complicaciones nigerianas. Entre tanto, a finales de la década de 1980 se había proscrito de la política a civiles experimentados, y había surgido una nueva casta de dirigentes oportunistas que afianzaron una tradición de clientelismo, compadrazgo y malversación financiera.

Obasanjo nunca ha favorecido un sistema multipartidista para los países africanos. Hace 20 años señaló que en su lengua nativa yoruba, palabra que significa "oposición", también quiere decir "enemigo", y propuso sistemas de partido único en esos países. Durante su gestión presidencial desaparecieron las distinciones entre partido y gobierno; con la mira puesta en el gobierno de un partido único, él y muchos otros políticos despreciaron la constitución.

Pero incluso cuando Obasanjo se aferraba al poder, nigerianos de todo el país insistían en un retorno a la democracia. Durante las elecciones de 2003, un partido opositor ganó la gobernatura del estado septentrional de Kano gracias en parte a la insistencia de los ciudadanos en vigilar por sí mismos la jornada electoral. Y luego, el 16 de mayo de 2006, el país fue testigo de un suceso notable: nigerianos comunes exigieron cuentas a quienes decían representarlos, y lo lograron. Fue el día en que se pidió al Senado votar sobre un paquete de 107 enmiendas constitucionales, entre ellas algunas que habrían permitido a Obasanjo postularse a la presidencia para un cuatrienio más, o dos o tres. (Según algunas versiones, un solo voto podía costar 750000 dólares.) En todo el país, en especial en el norte, los nigerianos pusieron un ultimátum a sus representantes: si se dejaban sobornar y permitían que el mandatario se postulara a un tercer periodo, no serían bien recibidos en su lugar de origen. El mensaje dio en el blanco: el Senado votó contra las enmiendas; las esperanzas de Obasanjo de gobernar por un tercer periodo murieron.

Aun así, siguió tratando de consolidar su poder. En diciembre pasado, en una convención del Partido Democrático del Pueblo (PDP), maquinó una reforma en los estatutos del partido para ser su presidente vitalicio, con autoridad para controlar las finanzas y llamar a cuentas a cualquier funcionario electo proveniente del partido, inclusive algún futuro presidente. Así encontró la forma de continuar ejerciendo poderes presidenciales aun si su gestión terminaba formalmente. Los nigerianos llamaron a esto el Plan B de Obasanjo.

El Plan A -- también llamado "la opción Mugabe" -- era permanecer en el poder por cualquier medio, tal vez obstruyendo los preparativos electorales para desatar disturbios populares y luego declarar el estado de emergencia. De hecho, los preparativos para los comicios de 2007 se retrasaron deliberadamente hasta finales de 2006. La Comisión Nacional Electoral Independiente (CNEI) -- cuyo presidente, un profesor de medicina herbolaria, fue designado por Obasanjo -- complicó el registro de votantes. Aunque la CNEI carecía de fondos y Nigeria no contaba con un suministro confiable de energía eléctrica, a finales de 2006 su presidente decidió que el registro y la votación deberían realizarse por medios electrónicos. No llegaron suficientes máquinas especiales al país, y muchas de las que llegaron no funcionaban. A la larga, la Asamblea Nacional prohibió su uso. Hubo que prorrogar dos veces el plazo para el registro de votantes, y aun así muchos nigerianos no lograron entrar en las listas. Entre tanto, la CNEI permitió el registro de 50 partidos políticos, inclusive algunos organizados por el PDP y las agencias de seguridad. Fue un número sin precedentes, y muchos sospecharon que con el alud de registros de partidos se buscaba debilitar a los principales grupos opositores y confundir a los votantes el día de las elecciones.

Cuando por fin cerró el registro, a principios de febrero, había tres principales contendientes a la presidencia. De entre muchos aspirantes del PDP, Obasanjo escogió al poco conocido gobernador del estado septentrional de Katsina, Yar'Adua, quien no se había postulado. La gente estaba atónita: ¿por qué un oscuro gobernador sería el candidato del PDP? ¿Y por qué lo escogió el presidente solo, y no todos los militantes? Los nigerianos, que llamaban "selecciones" a las elecciones que se avecinaban, decían ya que Yar'Adua había sido "ungido".

Los dos principales partidos de oposición, el Partido de Todo el Pueblo de Nigeria y el Congreso de Acción, también realizaron elecciones primarias manipuladas. El primero postuló a su candidato de 2003, Muhammad Buhari. Como jefe militar del país durante 20 meses, a mediados de la década de 1980, Buhari encarceló a políticos corruptos sin someterlos a juicio, amordazó a la prensa y lanzó lo que llamó una "guerra contra la indisciplina". Hoy los nigerianos siguen recelando de sus antecedentes militares, pero lo admiran por haber sido ministro del petróleo, gobernador estatal y jefe de Estado sin haberse apropiado jamás de fondos públicos. También se le respeta por haber sostenido durante dos años una demanda judicial contra la victoria de Obasanjo en 2003.

El partido Congreso de Acción, formado en fecha reciente por fundadores, y luego desertores, del PDP, postuló por unanimidad al vicepresidente, Atiku Abubaker. Atiku (como todos lo conocen), ex funcionario de aduanas que se enriqueció "mediante atinadas inversiones", según explica, estuvo muy activo en política como empresario civil en la década de 1980 y a principios de la de 1990. En 1999, cuando acababa de ser elegido gobernador del estado de Adamawa bajo la bandera del PDP, Obasanjo lo escogió inesperadamente como compañero de fórmula. Atiku, a quien se vio como el principal arquitecto de la manipulación electoral de 2003, jamás fue una figura popular, al menos hasta el año pasado, cuando la venganza personal de Obasanjo en su contra llegó a conocimiento del público. Hacia diciembre, Atiku se había pasado al Congreso de Acción; dijo que en el PDP lo habían atacado y marginado porque se opuso a los esfuerzos de Obasanjo por postularse una vez más. El mandatario lo enfrentó de inmediato: ¿cómo podía el vicepresidente permanecer en el cargo si abandonó el PDP después de haber sido elegido bajo su bandera? No era un asunto menor: en Nigeria el cargo en el Ejecutivo implica inmunidad contra un enjuiciamiento civil o penal, y ya estaban en proceso varias investigaciones en las que Atiku podría verse implicado.

En primer lugar, un comité senatorial investigaba malos manejos financieros en el Fondo de Desarrollo de Tecnología del Petróleo, organismo paraestatal. En el curso de la pesquisa, los colaboradores del presidente y el vicepresidente intercambiaron detalladas acusaciones de corrupción. A principios de febrero, la CDEF -- la cual para entonces se creía que sólo tenía en la mira a enemigos del presidente -- emitió una lista de 135 políticos que consideraba ser demasiado corruptos para aspirar a un cargo de elección; Atiku era el primero en ella. Un periodista propuso un "juicio político que diera seguridades a ambos". La idea, que había ido ganando popularidad, era destituir tanto a Obasanjo como a Atiku y así activar un proceso constitucional que pondría al presidente del Senado a cargo de la organización de las elecciones en el curso de los tres meses siguientes. Pero las pesquisas y las acusaciones continuaron. Y mientras más resistía los esfuerzos de Obasanjo por impedirle ser candidato, Atiku crecía más en prestigio y popularidad como defensor improbable de la democracia. Pocos días antes de los comicios, y después de múltiples demandas y apelaciones, la Corte Suprema determinó que Atiku podía contender.

Las elecciones como tales resultaron, en palabras de observadores nigerianos, "una farsa". No sólo estuvieron amañadas: siguieron la trayectoria descendente de la triste historia electoral de Nigeria, en la que millones de personas que quieren democracia son traicionadas por sus dirigentes. Es un tributo al compromiso de los nigerianos que sigan intentando y a veces logren imponer su voluntad, como en Kano en 2003, en el Senado en 2006 y en algunos estados como Bauchi (donde los electores vencieron la manipulación de votos del PDP y eligieron un gobernador del Partido de Todo el Pueblo de Nigeria), en 2007. Eso, junto con una prensa valerosa y un Poder Judicial independiente, son los signos más prometedores de la difícil liberalización del país.

El largo camino por andar

El nuevo gobierno enfrenta desafíos formidables. Yar'Adua y sus colaboradores tendrán que atender los temas de legitimidad y credibilidad. Una CDEF dotada ya de independencia podría llevar adelante enjuiciamientos de personalidades de alto nivel y con buenos contactos. Un avance rápido en el mejoramiento de algunos aspectos de la vida cotidiana de los nigerianos sería un principio extraordinario. El uso transparente y productivo de los ingresos petroleros sería revolucionario.

En ningún otro lugar han sido más evidentes los fracasos del gobierno que en el Delta del Níger. La región genera la mayor parte del petróleo crudo del país, 95% de sus ganancias de comercio exterior y 80% de su PIB. Sin embargo, es de las más pobres y miserables del país. Esto se debe en parte a que, conforme a una disposición incluida en la constitución por el gobierno militar de Obasanjo en 1979, los gobernadores estatales poseen los derechos sobre la tierra, lo cual priva de sus beneficios a las personas que viven en ella. La ley es causa de resentimiento especial en el Delta del Níger, donde la población podría recibir inmensos beneficios de las reservas petroleras que yacen en su subsuelo. Un segundo problema es otra norma constitucional que obliga al desembolso mensual de fondos federales a los gobiernos de los estados, pero no obliga a los gobernadores a rendir cuentas de la forma en que hacen uso o abuso de ellos.

El verdadero obstáculo al progreso no es la falta de recursos; es quién los controla y cómo se utilizan. Los Estados productores de petróleo demandan que la complicada fórmula de asignación con la que se distribuyen los recursos del país se modifique para que reciban más de 13% de los ingresos petroleros y mucho más que los estados no productores. Pero ya reciben una enorme cantidad de dinero. Según Human Rights Watch, el presupuesto del estado de Rivers para 2006 fue de 1300 millones de dólares, suficiente para transformar la vida de sus 5.1 millones de habitantes. Sin embargo hubo poco desarrollo allí, pese a que el gobernador del estado, emanado del PDP, mantenía un jet privado y gozaba de los beneficios de inversiones sustanciales en bienes raíces en Sudáfrica. No estaba solo: en 2006, la CDEF investigaba por corrupción a 31 de los 36 gobernadores del país.

Sin embargo, todo lo que hizo Obasanjo durante su gestión para atender los problemas de los estados productores de petróleo fue crear la Comisión para el Desarrollo del Delta del Níger y enviar al ejército a combatir a las milicias locales. Ninguna de ambas acciones funcionó. La población del delta nunca tuvo confianza en la comisión, y una de las razones principales era que estaba bajo el control de rapaces gobernadores estatales. Recibió más de 280 millones de 2001 a 2004 y no fue capaz de explicar el destino de ese dinero. Sin embargo, se le confió la administración de un nuevo plan de desarrollo a 15 años, por 50000 millones de dólares.

También los intentos por acabar con las milicias fracasaron. Las milicias, organizadas en un principio por políticos para asegurar resultados electorales, ahora atacan instalaciones petroleras con armas sofisticadas. Roban petróleo, lo venden en el mercado negro y secuestran trabajadores petroleros para pedir rescate. A veces hacen exigencias políticas, en otras sólo actúan para ganar dinero; a veces, un poco de ambas cosas. Entre sus miembros figuran egresados universitarios sin empleo, que operan coludidos con personal militar y políticos.

El Movimiento para la Emancipación del Delta del Níger (MEDN), el más conocido de estos grupos, ha superado al ejército en armamento, número de elementos y tácticas en los pantanos y ensenadas de la región. Entre sus demandas está que el gobierno libere a dos prisioneros: el cabecilla de un grupo de resistencia afín, Mujahid Dokubo-Asari, que lleva casi dos años detenido, y Diepreye Alamieyeseigha, ex gobernador del estado de Bayelsa a quien se acusa de lavado de dinero. El MEDN sostiene que aun si éste es un ladrón, también lo son muchos otros gobernadores que gozan de libertad. El candidato del PDP a la vicepresidencia, Goodluck Jonathan, sucedió a Alamieyeseigha como gobernador de Bayelsa luego que éste fue juzgado y encarcelado, en diciembre de 2005. La elección de Jonathan como candidato tenía la intención de llevar tranquilidad al delta, pero no ha ocurrido así. Hasta mayo, ya eran más los secuestros de 2007 que los de todo 2006.

Cualquiera que sea la opinión que se tenga sobre su lógica y sus tácticas, los militantes han logrado dejar en claro una idea. Existen docenas de grupos étnicos en el Delta del Níger -- el pueblo ijaw, en cuyo nombre habla el MEDN, es el más numeroso -- y un largo historial de antagonismo entre ellos. Pero todos coinciden en que debe invertirse más de los ingresos petroleros de la región en infraestructura, desarrollo y creación de empleos.

El desorden en el Delta del Níger es un recordatorio de la pugna étnica y religiosa de la región, fuente limitada de tensión durante el periodo electoral pero que siempre está cerca de la superficie y puede encenderse con facilidad. En Nigeria se hablan unas 400 lenguas distintas: decenas de millones de personas entienden tres o cuatro, el resto mucho menos. El país es mitad musulmán y mitad cristiano. La constitución garantiza la libertad de cultos y, excepto durante la guerra civil de 1967-1970 y en los primeros años de este siglo, musulmanes y cristianos han coexistido en paz. Con todo, la religión sigue siendo una posible línea de fractura: según un cálculo, de 1999 a la fecha, ha habido 15000 muertes por enfrentamientos étnicos y religiosos. No obstante, casi todos estos choques comenzaron por tensiones políticas y económicas, no religiosas.

Un asunto espinoso fue el establecimiento, en 2000, de la ley penal de la sharia, aplicable a musulmanes de los estados del extremo norte, entre ellos Katsina, el estado de origen de Yar'Adua. (Los musulmanes septentrionales siempre han estado sujetos a la norma civil de la sharia, incluso durante el dominio colonial británico.) Esta acción tenía la intención principal de manifestar la oposición a Obasanjo y otros del PDP. (De hecho Obasanjo la llamó "sharia política".) Pero también la de restaurar el orden y la moralidad. Desde entonces, ha menguado la preocupación por la instauración de dicha ley, en gran medida porque no se han aplicado los castigos más draconianos que prescribe en general.

El tema de la sharia, y en general el de la religión, perdieron aún más atención conforme se aproximaban las elecciones: los tres principales candidatos a la presidencia eran musulmanes del norte que se postulaban junto con candidatos cristianos del sur a la vicepresidencia. Más importante aún, las tensiones religiosas se disolvieron ante la determinación popular de que Obasanjo dejara el poder. Pero si persisten las carencias económicas y la insatisfacción política, la religión y la pertenencia étnica podrían volver a ser asuntos en disputa.

Mucho dependerá de la capacidad de Yar'Adua para ganarse la confianza de los nigerianos. Muchos creen que Obasanjo, al haber escogido a Yar'Adua como su peón, continuará siendo el presidente de facto. Otros insisten en que en breve Yar'Adua mostrará que es él quien gobierna. Pero los optimistas se han desalentado por declaraciones iniciales de Yar'Adua de que tiene la intención de garantizar que permanecerán las políticas y los colaboradores del régimen anterior.

Amigos con beneficios

Al reconocer el potencial y la importancia de Nigeria para el continente africano, Estados Unidos desde hace mucho tiempo ha cultivado relaciones cordiales con su gobierno. Desde la independencia, en 1960, Nigeria ha participado virtualmente en todas las misiones de paz de Naciones Unidas. Incluso en los días de sus peores relaciones con Estados Unidos, cuando el general Abacha era jefe de Estado, en la década de 1990, Nigeria hacía frente a los problemas regionales, con lo cual permitió que Washington se hiciera a un lado cuando muchos veían que tenía la responsabilidad histórica de ayudar.

Con Obasanjo, Nigeria siguió desempeñando ese papel. El presidente intervino para combatir golpes militares en Estados minúsculos como Guinea-Bissau y Santo Tomé y Príncipe. Hizo esfuerzos con Zimbabwe y Sudán, aunque logró poco progreso. Ofreció refugio a Charles Taylor, ex presidente de Liberia, con lo cual ganó tiempo para que ese país extenuado por la guerra preparara sus elecciones y evitó un nuevo conflicto que podría haber requerido la intervención estadounidense. Desempeñó un papel fundamental en ayudar a transformar la ineficaz Organización para la Unidad Africana en la actual Unión Africana, más prometedora.

A causa de los continuos elogios a esos esfuerzos y a las reformas macroeconómicas de Obasanjo por parte de Washington, los nigerianos creyeron en un momento que éste podría influir en el presidente en formas en que ellos no podían. Pero cuando buscaron signos de que Washington intentaría afectar la agenda política del presidente, sólo vieron su aprobación sin reservas. En 2003, el gobierno de Bush hizo caso omiso de informes de la Unión Europea, Human Rights Watch, el Instituto Internacional Republicano y grupos de la sociedad civil nigeriana según los cuales las elecciones habían quedado muy por debajo de las normas internacionales. La visita del presidente George W. Bush a Abuja a pocas semanas de la toma de posesión de Obasanjo reforzó la percepción de los nigerianos de que su presidente contaba con el apoyo incondicional de Estados Unidos y que, en lo referente a elecciones en África, Washington aplicaba un doble rasero. En los meses anteriores a las elecciones de este año, la embajada estadounidense en Abuja emitió algunas advertencias contra el fraude electoral, pero la Casa Blanca y el Senado guardaron un silencio casi total. Sólo después de las elecciones emitieron declaraciones críticas.

En el pasado, Washington ha promovido la democracia en Nigeria sólo cuando ha servido a sus propósitos inmediatos. La estabilidad del país le ha importado en parte porque éste es clave para la estabilidad de África occidental, pero sobre todo porque las múltiples incertidumbres políticas en Medio Oriente hacen que el petróleo nigeriano sea cada vez más importante para Estados Unidos. La pérdida no humana más obvia de la crisis electoral nigeriana podrían ser los suministros petroleros. La producción disminuyó más de 20% el año pasado por la violencia en el Delta del Níger. Y dada la ola de secuestros después de las elecciones, no hay razón para creer que los militantes detendrán sus ataques, en especial si ven que viene más de lo mismo de un gobierno cuya legitimidad está en duda.

Aunque sea sólo por proteger sus intereses, el gobierno estadounidense necesita señalar con firmeza que lo ocurrido durante las elecciones de abril violó las normas democráticas, y debe culpar en público a los responsables. Debe expresar con toda claridad que no aprueba prácticas de mano dura como los actos represivos a opositores por las agencias de seguridad. Si quiere ver democracia de verdad en Nigeria, debe impulsar la creación de partidos alternativos fuertes. Las declaraciones iniciales de Yar'Adua de atraer a los opositores a un gobierno de unidad nacional sonaron como una oferta de absorberlos a un gobierno unipartidista del PDP. En cambio, los funcionarios estadounidenses deben presionar para que haya leyes que instauren comisiones electorales independientes del Poder Ejecutivo y simplifiquen el registro de electores. Y suponiendo que el gobierno de Yar'Adua se asiente, Estados Unidos debe resistirse a la tentación de usar a Obasanjo como conducto para negociaciones y tratar directamente con el nuevo presidente. Dada la falta de experiencia internacional de Yar'Adua y la clara intención de Obasanjo de seguir controlando las políticas, seguramente surgirá este problema.

Por su parte, el nuevo gobierno nigeriano tendrá que actuar con rapidez y creatividad para evitar que se intensifique la violencia en el Delta del Níger. Washington debe insistir en que establezca un programa que pueda distribuir recursos con rapidez y eficacia en el ámbito local, donde más se necesitan. El gobierno estadounidense espera que la producción petrolera nigeriana supere su capacidad actual (hoy recibe 1.1 millones de barriles diarios). Sin embargo, debe dejar en claro que se opone al uso de la acción militar para garantizar ese flujo. En el Delta del Níger, en el pasado no ha funcionado una solución militar y no hay razón para creer que funcione en el futuro.

Hoy, Washington está preocupado por el terrorismo global. Y Nigeria, con una población musulmana de decenas de millones, muchos de ellos pobres, es vista a veces como una base potencial para extremistas islámicos. No ha surgido ninguna prueba de actividad terrorista organizada, y a nadie le interesa más prevenir el radicalismo que a los propios líderes musulmanes nigerianos. Así, más que recurrir a las soluciones militares -- Nigeria se ha adscrito ya a la Iniciativa Transahariana de Lucha contra el Terrorismo, impulsada por Estados Unidos -- , Washington debe alentar al nuevo gobierno nigeriano a formular políticas que empleen los considerables recursos del país para aliviar el sufrimiento de su pueblo, dedicando especial atención al norte, algunas de cuyas regiones son aún más pobres que el Delta del Níger. En este tema en particular, Washington necesita escuchar a su experimentado servicio exterior y a sus profesionales de inteligencia; con frecuencia no lo ha hecho.

Muchos nigerianos dicen que a raíz de las desacreditadas elecciones no es posible descartar nada. Aunque se diga que los golpes de Estado ya no están en boga en la mayor parte de África, en Nigeria se han utilizado repetidas veces contra la mala conducta de la clase política. Desde luego, una intervención militar no es lo que prefieren la mayoría de los nigerianos . . . y tampoco el gobierno estadounidense. Pero tampoco querían esas elecciones flagrantemente manipuladas y, en el caso de un golpe cuyos cabecillas se comprometieran a devolver el país a la democracia en unos cuantos meses, los gobiernos occidentales deberían detenerse antes de imponer sanciones. La noción de que un golpe pudiera conducir a la democracia parece contraria al sentido común, pero si nada se hace por remediar la farsa electoral de 2007, muchos nigerianos verían con buenos ojos un régimen militar de corta duración cuyo objetivo fuera organizar elecciones legítimas. Han mostrado una vez más su compromiso con la democracia, y nada deben hacer personas del exterior para frustrar sus expectativas de conseguirla en el futuro, como les sea posible.

Sin duda, la mejor esperanza para el futuro del país depende de los propios nigerianos. En abril, millones esperaron con paciencia en las casillas electorales, pese al peligro y al desencanto previo, para tratar de ejercer sus derechos democráticos. Si Yar'Adua resulta ser un "dirigente en el servicio público", no un gobernante, como dice aspirar a ser, los nigerianos podrán por fin emprender la transición hacia una democracia estable y justa que debió empezar hace ocho años. Y entonces Nigeria tendrá la oportunidad de ser el modelo para África que debería ser.