martes, 15 de abril de 2008

EL GRAN CUERNO DE ÁFRICA: CAMBIAR DE POLÍTICA


John Prendergast y Colin Thomas-Jensen


Debilidades de Washington en África

El Gran Cuerno de África -- región de la mitad del tamaño de Estados Unidos que comprende Sudán, Eritrea, Etiopía, Djibouti, Somalia, Kenya y Uganda -- es la zona de conflicto más candente del mundo. Algunas de las guerras más violentas del último medio siglo la han destrozado. Hoy día, dos bloques de conflictos continúan desestabilizándola. El primero se centra en rebeliones interrelacionadas en Sudán, entre ellas las de Darfur y el sur del país, y abarca a Uganda, Chad oriental y el noreste de la República Centroafricana. Los principales culpables son el gobierno sudanés, que apoya a los rebeldes en esas tres naciones vecinas, y esos estados, que apoyan a grupos sudaneses que se oponen a Jartum. El segundo bloque vincula la enconada disputa entre Etiopía y Eritrea con la lucha de poderes en Somalia, la cual involucra al incipiente gobierno secular, milicias de clanes antigubernamentales, militantes islámicos y jefes militares adversarios de los islámicos. La precipitada intervención de Etiopía en Somalia, en diciembre, reforzó la postura intelectual del gobierno de transición, pero esa intervención, que Washington apoyó y complementó con sus propios ataques aéreos, ha sembrado las semillas de una insurgencia islámica cuyas bases son clanes.

La política estadounidense reciente sólo ha empeorado las cosas. La región, que al mismo tiempo ha sufrido ataques de Al Qaeda y albergado a sus agentes (incluso al mismo Osama bin Laden), es una preocupación legítima de las autoridades estadounidenses. Pero erradicar la propagación del terrorismo y de ideologías extremistas se ha convertido en un objetivo estratégico tan importante de Washington que ha ensombrecido los esfuerzos por resolver conflictos y promover el buen gobierno; en todo menos en el discurso, el antiterrorismo consume ahora la política estadounidense en el Gran Cuerno de modo tan absoluto como el anticomunismo hace una generación. Para apoyar esta meta crucial aunque demasiado específica, el gobierno de Bush ha cultivado a menudo relaciones con cabecillas autocráticos y ha favorecido la acción encubierta y militar por encima de la diplomacia. A veces ha llegado a agasajar en Langley a funcionarios sudaneses sospechosos de haber participado en las masacres de Darfur o de entregar maletas llenas de dinero a jefes militares en las calles de Mogadiscio.

Los resultados han sido desastrosos. Los autócratas sudaneses vuelven al extremismo de sus raíces. En Somalia, el núcleo del movimiento militante islámico permanece intacto tras la invasión etíope, la cual inflamó las pasiones de sus miembros. Los dirigentes de Etiopía, Eritrea y Uganda han utilizado el espectro de la guerra y el imperativo del antiterrorismo como excusas para perseguir a opositores políticos y poblaciones rebeldes en sus países. La situación en relación con los derechos humanos en toda la región, frágil ya en tiempos de paz, es ahora catastrófica: casi nueve millones de personas han sido desplazadas, y la inseguridad crónica restringe gravemente el acceso a la ayuda humanitaria de los más de 16 millones de personas que la necesitan.

La falla fundamental en el enfoque de Washington es su falta de una estrategia diplomática regional para hacer frente a las causas fundamentales de los dos bloques de conflictos. Estas crisis ya no pueden atenderse en forma separada, con iniciativas de paz ad hoc emprendidas a discreción y sin coordinación. Washington debe trabajar ahora en estabilizar el Gran Cuerno mediante asociaciones eficaces con instituciones multilaterales africanas, la Unión Europea y el nuevo secretario general de la ONU. Mientras no lo haga así, sus objetivos antiterroristas de largo plazo se verán afectados... y la región continuará en llamas.

Muerte en el Nilo

Desde que obtuvo su independencia en 1956, Sudán, el mayor país de la región, se ha visto envuelto en una serie de guerras civiles que enfrentan a gobiernos dominados por los árabes de Jartum con rebeldes de grupos marginados. A la vista de los continuos disturbios, el gobernante Partido del Congreso Nacional (PCN), que tomó el poder mediante un golpe de Estado en 1989, ha armado y adiestrado milicias de bases étnicas en Sudán y en toda la región y les ha garantizado impunidad por atrocidades masivas perpetradas contra civiles sospechosos de apoyar a sus opositores.

En el sur, la guerra civil de 21 años entre Jartum y el Ejército de Liberación del Pueblo de Sudán (ELPS) ha causado la muerte de 2.2 millones de personas, lo cual le da el segundo lugar entre los conflictos más mortíferos desde la Segunda Guerra Mundial, tras la guerra civil del Congo, que causó la muerte de 3.8 millones. El PCN enlistó al Ejército de Resistencia del Señor, grupo rebelde milenarista afincado en el norte de Uganda, para que abriera un segundo frente contra el ELPS. Jartum también lo respaldó para castigar al gobierno ugandés por apoyar al ELPS. Los resultados han sido 1.7 millones de personas en campos de desplazados y, por cortesía del Ejército de Resistencia del Señor, la tasa más alta de secuestros de niños en el mundo.

La guerra en el sur de Sudán terminó oficialmente en enero de 2005 con la firma del Acuerdo Amplio de Paz. Dicho pacto garantizaba autonomía a la zona y daba al ELPS el control mayoritario del nuevo gobierno de Sudán del Sur, con capital en Juba, y un papel minoritario en el Gobierno de Unidad Nacional en Jartum. También fijó un referendo para 2011, en el cual el pueblo de Sudán del Sur decidirá si se separa del resto del país. Pero han pasado dos años y la situación no es alentadora. La puesta en práctica de componentes esenciales del acuerdo -- sobre todo la desmovilización de las milicias aliadas del PCN en Sudán del Sur, la demarcación de fronteras en las zonas productoras de petróleo y el desembolso transparente de ingresos del petróleo -- va rezagada. Han vuelto a formarse nubes de guerra desde que John Garang, el carismático líder del ELPS y principal proponente de un Sudán unificado, pereció al estrellarse el helicóptero en que viajaba, en julio de 2005. Sin él, la organización no ha logrado consolidarse en el Gobierno de Unidad Nacional.

Otro problema es que en las negociaciones conducentes al acuerdo no participaron grupos de oposición de Darfur y otras zonas del norte. Eso deja en los opositores de Darfur el sentimiento de que no tienen más recurso que atacar posiciones militares, estaciones de policía y otros intereses gubernamentales para ganar un lugar en la mesa de negociaciones. Desde que estalló la rebelión allá, en febrero de 2003, el PCN ha apoyado a milicianos árabes, conocidos como Janjawid, que suelen atacar a civiles no árabes que apoyan a los rebeldes. Se calcula que de abril de 2003 a la fecha han perecido entre 200000 y 450000 habitantes de Darfur, 2.5 millones han sido expulsados de sus hogares y dos tercios de toda la población -- unos 4.3 millones de personas -- necesitan hoy alguna ayuda humanitaria. En parte, gracias a los esfuerzos estadounidenses se firmó el Acuerdo de Paz de Darfur en mayo de 2006, pero los negociadores obtuvieron firmas de dirigentes de una sola facción rebelde, lo cual segregó a otros grupos y pronto dio lugar a nuevos combates. El conflicto se ha extendido hacia Chad y la República Centroafricana, con lo cual otros dos millones de personas en esos países requieren ahora asistencia humanitaria. Jartum ha dado apoyo a un conjunto de grupos rebeldes y milicias en ambos países con la esperanza de derrocar a sus gobiernos e instalar regímenes más favorables.

También en Sudán oriental, hace más de una década los rebeldes se levantaron en armas contra el régimen. Si bien el gobierno de Eritrea medió un acuerdo entre el PCN y los rebeldes en octubre de 2006, el pacto aún no ha pasado la prueba más ardua. Entre tanto, el régimen de Jartum continúa respondiendo con ferocidad a todos los alzamientos, indicio de que está desesperado por mantenerse en el poder por cualquier medio y aferrarse a su creciente riqueza petrolera.

Embrollo total

El segundo bloque de conflictos se centra en Somalia y también involucra a Etiopía, Eritrea y el noreste de Kenya. Somalia, único país del mundo sin un gobierno funcional, está acéfala desde 1991, cuando su gobernante Muhammad Siad Barre, aliado de Estados Unidos, fue depuesto. Los jefes militares se hicieron fuertes en centros urbanos durante una década, pese a no menos de 14 iniciativas de crear un gobierno central. Por último, en 2004, con el impulso de un organismo regional llamado Autoridad Intergubernamental para el Desarrollo, se formó un cuerpo débil conocido como Gobierno Federal de Transición, con sede primero en Kenya y más tarde, a mediados de 2005, en la población somalí de Baidoa. Entre tanto, sin embargo, islamistas somalíes habían establecido en la capital, Mogadiscio, y sus alrededores 11 tribunales islámicos cuyos miembros provienen de clanes y con respaldo de milicias, algunos de los cuales tenían estrechos vínculos con jihadistas y terroristas sospechosos de estar asociados con Al Qaeda.

La lucha por el dominio se acercó a su culminación a mediados de 2006, cuando los tribunales islámicos derrotaron a los jefes militares en Mogadiscio y expandieron su control a gran parte del sur y el centro de Somalia. Estos tribunales se las ingeniaron para ganarse a la población -- que es musulmana pero de tendencia sufí contraria al salafismo radical de los tribunales -- brindando seguridad y servicios básicos, que ni el ineficaz gobierno de transición ni los voraces jefes militares habían logrado proporcionar. El gobierno etíope, cada vez más preocupado por la creciente influencia de los islámicos, ordenó el envío de tropas para cruzar la frontera a finales de 2006. La lucha terminó antes de empezar. Los islámicos se mezclaron entre la población civil y dejaron que las fuerzas etíopes persiguieran a unos cuantos grupos de milicianos.

El gobierno etíope tenía varios motivos para enfrentarse a los tribunales islámicos. Etiopía y Somalia han tenido una historia de tensión, en la que figuran tres guerras libradas entre 1960 y 1978. Somalia ha albergado a Al-Itihaad al-Islamiya, organización terrorista que plantó varias bombas en Etiopía en la década de 1990, lo cual impulsó al gobierno etíope a enviar tropas a Somalia en dos oportunidades para destruir al grupo y desmantelar sus campos de adiestramiento. El año pasado, altos funcionarios de los tribunales dejaron en claro que pretendían incorporar a las poblaciones somalíes de la región somalí del sureste de Etiopía a una Somalia ampliada. Ya apoyaban a grupos opositores etíopes, como el Frente Nacional de Liberación de Ogaden y, en el sur de Oromia, el Frente de Liberación de Oromo. Este apoyo fue un desafío directo al primer ministro etíope Meles Zenawi, quien, luego de década y media de gobierno, enfrenta presiones políticas internas de grupos étnicos que se sienten subrepresentados. Las elecciones legislativas etíopes de 2005 se caracterizaron por una apertura sin precedentes, pero después de un fuerte desempeño de los partidos de oposición, el gobierno de Meles se fracturó.

Estos problemas internos también han dificultado actuar a Meles en la disputa fronteriza de su país con Eritrea, que es otra amenaza a la estabilidad regional. A principios de la década de 1990, cuando Eritrea obtuvo su independencia de Etiopía después de tres décadas de lucha, Etiopía se volvió un estado sin acceso al mar. Al principio, los gobernantes de los dos estados, Meles e Isaias Afwerki, tenían buenas relaciones, pero pronto se distanciaron por asuntos económicos y políticos, en particular la mal definida frontera entre ambos países. Las tensiones culminaron en una guerra de especial salvajismo a finales de la década de 1990. En 2000, ambas naciones firmaron un tratado de paz y acordaron someter su disputa fronteriza a una resolución "final y obligatoria" de una comisión internacional independiente. El veredicto, emitido en 2002, concedió a Eritrea la disputada población de Badme. Sin embargo, Meles se ha negado persistentemente a acatarla, alegando que la metodología de la comisión fue deficiente. También objeta porque es sensible a la difundida sensación entre los etíopes de que él es el responsable de haber perdido el acceso al Mar Rojo en la independencia de Eritrea, y se cuida de no parecer blando ante ésta.

El gobierno eritreo, por su parte, está cada vez más frustrado por la falta de voluntad de la comunidad internacional para presionar a Etiopía a definir su frontera. En protesta, el presidente Isaias ha restringido a la fuerza de paz de la ONU encargada de observar el cese del fuego y expulsado a organismos internacionales de ayuda. Invocando sin cesar la perspectiva de guerra inminente, su gobierno ha atacado a toda la oposición mientras acosa a Etiopía apoyando al Frente de Liberación Nacional de Ogaden y al Frente de Liberación de Oromo. Etiopía, a su vez, respalda a la Alianza Democrática Eritrea, organización integrada por grupos opuestos al gobierno eritreo.

Aún más inquietante para la estabilidad regional es el hecho de que Etiopía y Eritrea ventilan sus diferencias a través de sus vecinos. Mientras el gobierno etíope apoya al sudanés, el eritreo -- que acusó a Jartum de querer extender su alcance islamista en toda la región y de apoyar una rebelión del Movimiento de la Jihad Islámica en Eritrea en la década de 1990 -- mantiene estrechas relaciones con los rebeldes de Darfur y Sudán oriental. Al mismo tiempo, ha proporcionado armas y fuerzas a los tribunales islámicos de Somalia, sobre todo en oposición al gobierno etíope, que apoya al gobierno de transición. El gobierno sudanés también se entromete en asuntos somalíes. Por ejemplo, valiéndose de su liderazgo temporal en la Liga Árabe, convocó a representantes del gobierno somalí y de los tribunales islámicos a una reunión en Jartum en marzo de 2006, acción que despertó preocupación entre funcionarios del gobierno de transición que recelan de los vínculos entre los dirigentes de los tribunales islámicos, las universidades de Sudán y los islamistas del PCN.

Leña al fuego

Esta proliferación de amenazas pudo haberse mitigado con una política inteligente de Estados Unidos, pero el enfoque de Washington hacia el Gran Cuerno de África, que se centra en el antiterrorismo, ha sido errático y miope. El abrumador acento estadounidense en erradicar el terrorismo comenzó a principios de la presidencia de Clinton en respuesta a la agresiva promoción que hizo Jartum de sus vínculos con organizaciones terroristas internacionales. Agentes de Al Qaeda radicados en Somalia volaron las embajadas estadounidenses en Kenya y Tanzania en 1998, y Washington sospecha que atacaron un hotel y un avión de El Al en Kenya en 2002. Después de los ataques del 11-S, Washington expandió sus esfuerzos de antiterrorismo en la región. Ha desplegado más de 1500 efectivos en Djibouti para ejecutar programas de asuntos civiles y ayudar a recabar información de inteligencia sobre sospechosos de terrorismo, además de asignar 100 millones de dólares al año para apoyar labores de antiterrorismo de las autoridades locales. Más que nada, sin embargo, la política antiterrorista de Estados Unidos en el Gran Cuerno de África se basa hoy en tres estrategias: apoyo casi incondicional al gobierno etíope, cooperación extremadamente estrecha en antiterrorismo con Jartum y ocasionales pero espectaculares incursiones en Somalia con la esperanza de capturar o liquidar sospechosos de pertenecer a Al Qaeda.

Etiopía ha sido la aliada más cercana de Estados Unidos en el Gran Cuerno durante la década pasada, en parte porque la lucha contra el extremismo islámico tiene poderosas resonancias entre las autoridades etíopes. Si bien el país es mitad musulmán y mitad cristiano, históricamente sus élites políticas han sido cristianas. Etiopía sufrió también en carne propia el terrorismo islámico: radicales asentados en Sudán tramaron un intento de asesinar al presidente egipcio Hosni Mubarak en la capital, Addis Abeba, en 1995, y la organización de base somalí Al-Itihaad al-Islamiya ha lanzado continuos ataques en el país. En 2001, el gobierno de Bush declaró que Etiopía era su principal aliado en antiterrorismo en la región. Incluso la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID, por sus siglas en inglés) -- que dio a Etiopía más de 460 millones de dólares en ayuda de alimentos y asistencia en el año fiscal 2005 -- afirma que esa nación tiene "importancia estratégica para Estados Unidos por su ubicación geográfica" y la llama "el eje de la estabilidad en el Cuerno de África y de la Guerra Global contra el Terrorismo".

Sin embargo, la apurada agenda de Washington ha paralizado sus propios esfuerzos de presión por mayor democracia y mayor respeto a los derechos humanos en Etiopía. Y ha socavado intentos de resolver la disputa fronteriza entre Etiopía y Eritrea. En 1998, con pleno apoyo del Departamento de Estado, el Departamento de Defensa y el Consejo de Seguridad Nacional, el ex consejero de Seguridad Nacional Anthony Lake encabezó los esfuerzos multilaterales que condujeron al fin de la guerra entre ambas naciones africanas en 2000. Pero cuando Etiopía comenzó a obstaculizar el cumplimiento de la decisión de 2002 sobre la frontera, la Casa Blanca poco hizo por continuar los esfuerzos de presión, y dejó que sus objetivos contra el terrorismo se sobrepusieran a la pacificación. Los dos estados apenas si se han movido desde entonces, y el gobierno eritreo se ha vuelto profundamente escéptico ante las intenciones de la comunidad internacional. Desde su punto de vista, el asunto fronterizo con Etiopía ha quedado zanjado y se le deben pedir cuentas a ésta antes de comenzar negociaciones sobre otros aspectos. Mientras el estancamiento persiste, las relaciones entre Estados Unidos y Eritrea se estropean: ahora Washington considera a Isaias poco digno de confianza y le preocupa su acercamiento con estados villanos como Irán, mientras Isaias sigue irritado por lo que a su parecer es un favoritismo hacia Meles.

Un segundo enfoque de la política del gobierno de Bush en el Gran Cuerno ha sido la estrecha cooperación en antiterrorismo con Sudán. El alejamiento de Jartum de su fuerte apoyo al terrorismo internacional comenzó durante el gobierno de Clinton. De 1991 a 1996, Bin Laden residió en Sudán, y el régimen permitió que numerosos terroristas viajaran con pasaportes de ese país e instalaran campos de adiestramiento en su suelo. Pero luego, en 1996, en respuesta a las sanciones del Consejo de Seguridad de la ONU promovidas por Estados Unidos, Jartum expulsó a Bin Laden y desmanteló todos los campos y la infraestructura comercial de Al Qaeda. Las relaciones se deterioraron en el verano de 1998, cuando Washington respondió a los bombazos en las embajadas de Kenya y Tanzania volando una fábrica sudanesa donde según él se almacenaban armas biológicas. Y mejoraron un tanto de nuevo luego de los ataques del 11-S, los cuales fortalecieron el énfasis estadounidense en el antiterrorismo e impulsaron al gobierno de Bush a vincularse más con Jartum.

La Casa Blanca de Bush, ansiosa por responder a los electores cristianos conservadores que exigían poner fin a los abusos contra los derechos humanos y la persecución religiosa en el sur de Sudán, también intensificó su apoyo a un tratado de paz. Pero cuando el ELPS y el PCN se acercaban a un acuerdo, en 2003, Darfur estalló y ello puso de manifiesto las deficiencias del estrecho enfoque de Washington y sus asociados. En ese punto el gobierno estadounidense tuvo que elegir entre continuar presionando por la paz en el sur o ampliar su esfuerzo por responder con dinamismo a la crisis en Darfur, que se agigantaba. Eligió la primera opción por miedo de que al optar por la segunda (y fracasar) pusiera en peligro tanto la paz entre el PCN y el ELPS como la cooperación de Jartum en antiterrorismo. Sin embargo, al hacerlo, inadvertidamente dio la ventaja al gobierno sudanés: los funcionarios de éste se dieron cuenta de que podían retrasar un acuerdo con el ELPS y apoyar las atrocidades en Darfur sin enfrentar consecuencias graves. En octubre de 2003 y abril de 2004, mientras las fuerzas armadas sudanesas perpetraban matanzas de civiles en Darfur, la Casa Blanca informaba al Congreso que Jartum negociaba "de buena fe" con el ELPS.

El presidente Bush y altos funcionarios de su gobierno han hecho declaraciones contra los crímenes en Darfur (los han llamado genocidio), y un comité de la ONU los ha atribuido en parte a altos cargos del PCN, entre ellos el director de Inteligencia Nacional, el ministro del Interior y el ministro de Defensa. Pero debido en parte a un aumento de la cooperación con Washington en materia de inteligencia, Jartum ha logrado evadir la acción punitiva, ahogar esfuerzos por alcanzar acuerdos duraderos con los rebeldes y resistir gestiones internacionales para enviar una robusta fuerza de paz a Darfur. En noviembre pasado, el gobierno de Bush expresó con claridad que si hacia finales del año Sudán no accede a recibir una fuerza pacificadora combinada de la ONU y la Unidad Africana (UA) en Darfur, se le aplicarán sanciones que no especificó. Pero la fecha límite llegó y pasó sin que los estadounidenses emitieran condena alguna. Entre tanto, Jartum continuó cultivando su imagen de socio en antiterrorismo, pese a que los militantes de línea dura del PCN se han estado reconectando con viejos aliados terroristas. Desde el principio, el objetivo del PCN en la cooperación en materia de terrorismo ha sido volverse indispensable para Washington y así reducir su exposición a la presión internacional sobre su historial en derechos humanos. Y lo ha logrado: pese a un amplio movimiento activista en Estados Unidos que demanda una enérgica respuesta a las atrocidades en Darfur, no se prevé aún ningún plan viable al respecto.

También la política estadounidense en Somalia ha sido peligrosamente limitada. Washington intervino allí como parte de una misión humanitaria de la ONU en 1992, pero pronto se estancó y, después de los asesinatos de 18 soldados estadounidenses en las calles de Mogadiscio, retiró todas sus fuerzas en 1994. Desde entonces su principal objetivo ha sido aprehender a los agentes extranjeros de Al Qaeda que cree que son ocultados y protegidos por islamistas somalíes. (Se sospecha que uno de los protectores es el jeque Asan Dahir Aweys, que fue miembro de Al-Itihaad al-Islamiya y ahora es presidente de los tribunales islámicos.) Con ese fin, ha financiado a jefes militares somalíes para que persigan terroristas por su cuenta. Hacia 2006, los jefes militares reclutados habían adoptado el nombre de Alianza para la Restauración de la Paz y el Antiterrorismo y obtuvieron, según nuestras entrevistas con algunos de sus miembros, unos 150000 dólares mensuales de Washington. En contraste, Estados Unidos apenas aportó 250000 dólares al proceso de paz que a un costo de 10 millones condujo a la formación del Gobierno Federal de Transición, y concede mucho menos ayuda humanitaria a Somalia que a otros países de la región. El gobierno de Bush ha preferido crear una alianza estratégica con jefes militares en la búsqueda de unos cuantos terroristas más que atender el vacío de poder de Somalia, la cual continuará atrayendo terroristas al país.

Si bien la intervención de Etiopía de este invierno desalojó a los potencialmente hostiles tribunales islámicos -- lo cual se puede considerar un éxito contra el terrorismo en el corto plazo -- , es muy pronto para que Washington alardee que esto es una "misión cumplida". La invasión de Etiopía sólo ha desplazado la parte más visible del movimiento islamista; otros elementos han sobrevivido, entre ellos una red de mezquitas, escuelas islámicas y empresas, así como un ala militante, conocida como el Shabaab, que ha amenazado con lanzar una guerra de guerrillas. Entre tanto, el derrumbe de los tribunales ha dejado un enorme vacío que el gobierno de transición no puede llenar. Los tribunales habían llevado paz y estabilidad, y su derrota ha devuelto Mogadiscio a los jefes militares que se han aprovechado de Somalia durante buena parte de las últimas dos décadas. Es probable que en el futuro surjan dos insurgencias afines, una encabezada por remanentes de los tribunales y otra por clanes descontentos.

Ello pone en riesgo los intereses estadounidenses en Somalia. Habiendo perseguido el limitado objetivo de capturar o dar muerte a unos cuantos sospechosos de terrorismo, Washington se ha enredado en las políticas etíopes en Somalia, las cuales pueden divergir significativamente de las suyas en el largo plazo. Enfocarse en cazar sospechosos sin invertir a la vez en la fundación de un Estado es una estrategia que no podía haber funcionado, y la decisión de apoyar la invasión militar etíope sin trazar una estrategia política más amplia fue un craso error, sobre todo considerando la experiencia estadounidense en Irak. Como era de preverse, entre los somalíes ha aumentado el resentimiento contra la intervención extranjera. Y los ataques aéreos estadounidenses contra bastiones islámicos en el remoto sur del país han convertido a Somalia en un blanco más interesante para Al Qaeda de lo que antes era; podrían elevar el reclutamiento para los islámicos durante mucho tiempo.

Plan tripartito

Para revertir estas tendencias se necesita con urgencia un nuevo marco para la participación en el Gran Cuerno. Serviría mejor a los objetivos antiterroristas de Estados Unidos una nueva iniciativa diplomática integral, concentrada en resolver el conflicto y promover el buen gobierno en la región. Cualquier nueva estrategia debe ser de amplio alcance y multilateral. Debe enfocarse de plano en resolver conflictos, mantener la paz y castigar a los saqueadores, y requerirá trabajar con el Consejo de Seguridad de la ONU y con la UA.
En primer lugar, Estados Unidos debe lanzar una iniciativa de paz para el Gran Cuerno junto con el nuevo secretario general de la ONU y la UA para idear un planteamiento integral para los dos grupos de conflictos que rodean a Sudán y Somalia. Esto debe incluir trabajos coordinados por resolver las crisis relacionadas de Darfur, el Chad y la República Centroafricana; procurar un acuerdo entre el Ejército de Resistencia del Señor y el gobierno ugandés; negociar un acuerdo de reparto del poder en Somalia, y arreglar las disputas actuales en el sur de Sudán y entre Etiopía y Eritrea, a fin de que los dos planes de paz existentes se acaten por completo. Estos esfuerzos requieren la creación de un grupo de resolución de conflictos en la región, integrada por diplomáticos de alto nivel bajo las órdenes del Departamento de Estado y designados al menos por un año, que coordinen las pláticas de paz y apoyen su realización. Esta iniciativa puede seguir los modelos provistos por la alianza entre Estados Unidos, el Reino Unido, Noruega y la Autoridad Intergubernamental sobre el Desarrollo que puso fin a la guerra en el sur de Sudán y la alianza entre Estados Unidos, la Unión Europea, la Organización de Unidad Africana (predecesora de la UA) que acabó con la guerra entre Etiopía y Eritrea. Por desgracia, hasta ahora tanto en Somalia como en Darfur la comunidad internacional ha puesto la carreta delante de los bueyes, al ocuparse frenéticamente en enviar fuerzas de paz antes de haber alcanzado acuerdos de paz viables.

En segundo lugar, debe hacerse un esfuerzo coordinado por impulsar la capacidad de pacificación que se necesitaría para poner en práctica cualquier acuerdo de paz. Estados Unidos y la Unión Europea han gastado cientos de millones de dólares durante la década pasada en preparar a los ejércitos africanos para participar de manera más efectiva en operaciones de paz. Pero a juzgar por las limitaciones de las operaciones de la UA en Darfur, es necesario reenfocar los objetivos de pacificación. Carentes de un mandato explícito de proteger a civiles, las tropas de la UA en Darfur a menudo han sido irrelevantes o contraproducentes, pues sirven de pararrayos a la hostilidad local y de excusa para la inacción de la comunidad internacional. La UA no cuenta con fuerzas suficientes para desplegarlas en múltiples escenarios; apenas pudo reunir poco a poco los 7500 elementos que envió a Darfur. Y como los donadores occidentales no lograron enviar los fondos necesarios para la misión, los soldados iban mal equipados y durante meses no recibieron su paga. La conclusión ineludible de la experiencia de la UA en Darfur es que la ONU debe dirigir las operaciones de pacificación en África (como en otras partes del mundo), con participación sustancial de la UA y un mandato de proteger a los civiles.

En tercer lugar, Washington debe ocuparse más en recabar apoyo internacional para aplicar castigos multilaterales de algún tipo, o al menos amenazar con hacerlo. En Sudán, Somalia y Etiopía, el gobierno estadounidense y algunos estados occidentales han ofrecido mucho y ganado poco, en parte porque no han aplicado instrumentos de presión; son como perros que ladran y no muerden. La verdadera influencia viene del uso temprano de medidas punitivas multilaterales -- como enjuiciamientos ante la Corte Penal Internacional, sanciones específicas contra altos funcionarios y rebeldes, y embargos petroleros y otros instrumentos de presión económica -- y de suspenderlas cuando se logre el acatamiento. ¿Cómo se puede esperar que el régimen de Jartum actúe de otro modo en Darfur si sus acciones no le cuestan nada?

En el camino

Fomentar la resolución de conflictos, la pacificación y las medidas punitivas será difícil sin duda, pero puede hacerse si Estados Unidos construye asociaciones multilaterales para compartir las cargas diplomáticas y económicas. En Sudán, esto requerirá impedir que el PCN continúe encauzando las políticas estadounidenses en corrientes separadas: una en el sur del país y otra en Darfur, y una más en antiterrorismo. Washington necesita una política coherente en ese país, que atienda todos sus objetivos a la vez y se valga de acciones punitivas multilaterales para lograrlos. En tanto el acuerdo de reparto del poder no se aplique por completo en el sur y la riqueza y el poder de las élites gobernantes de Jartum no se transfiera a las zonas marginadas de Darfur y el este, no amainarán las tensiones que han alentado los 50 años de guerra civil.

Pese a sus defectos, el Acuerdo Amplio de Paz en el sur de Sudán sigue siendo un paso esencial para alterar la distribución del poder y restablecer la democracia en todo el país, pero sólo si se ejerce por completo. Su aplicación significa vencer varios obstáculos principales: la omisión del PCN en retirar sus fuerzas milicianas aliadas en el sur de Sudán, su negativa a aceptar el veredicto de la comisión fronteriza con respecto a la región petrolera de Abyei y la falta de transparencia en la división de ingresos petroleros entre el Gobierno de Unidad Nacional en Jartum y el Gobierno del Sudán del Sur en Juba. Los partidarios de la línea dura en el PCN sencillamente no pondrán en práctica elementos clave del acuerdo -- ni renunciarán a sus políticas militaristas en Darfur -- si los gobiernos occidentales no los sujetan a la presión coordinada de sanciones de la ONU, congelación de activos y acusaciones penales.

Al mismo tiempo, Estados Unidos y otros donadores deben cumplir su compromiso de ayudar a construir la capacidad del naciente Gobierno de Sudán del Sur. Los donadores internacionales ofrecieron 4500 millones de dólares para Sudán en una conferencia posterior al Acuerdo Amplio de Paz de Oslo, en mayo de 2005, pero no cumplieron sus obligaciones del todo debido a la creciente preocupación por el papel de Jartum en las atrocidades de Darfur. Ahora deben reenfocarse en el sur para prevenir un retorno al conflicto. Y deben prepararse para la creciente probabilidad de que la región vote por separarse en el referendo de 2011. Los sudaneses del sur que participan en grupos de enfoque convocados por el Instituto Nacional Demócrata de Estados Unidos en abril de 2006 expresaron su apoyo casi unánime a la independencia. Con poco avance en sus relaciones con Jartum, es improbable que los sureños cambien de parecer en los próximos cuatro años. Pero es probable que Jartum regrese a la guerra antes que permitir que se realice el referendo y arriesgarse a perder el acceso a 80% de sus recursos petroleros. Un apoyo internacional más concentrado en el Gobierno de Sudán del Sur, en especial para ayudar a que el EPLS se vuelva un ejército regular, no sólo disminuiría la inseguridad en el sur a medida que se acerque el referendo, sino también ayudaría a inhibir al PCN a reanudar el conflicto (o al menos a dar a los sureños los medios para defenderse en caso de que lo haga).

Como los ingresos petroleros de Sudán llegan a 4000 millones de dólares por año, a Jartum lo impulsa hoy día más la codicia que la ideología islámica, lo cual representa una oportunidad para que Estados Unidos aumente la presión económica sobre Jartum. Pero Washington no puede sacar el máximo partido de la situación sin involucrarse más a fondo con China y los países de la Liga Árabe, los cuales tienen fuertes intereses en Sudán y con frecuencia facilitan el curso de su régimen. En respuesta a las sanciones económicas de la ONU en la década de 1990, el sector petrolero sudanés estableció vínculos estrechos con China y, en menor grado, con Malasia e India; en consecuencia, Beijing es hoy reacio a inclinarse por Jartum. Pero la creciente percepción de que Beijing cierra los ojos a las continuas atrocidades en Darfur podría dañar su imagen internacional ahora que se prepara a ser anfitrión de los Juegos Olímpicos de 2008. Los esfuerzos recientes por lograr un consenso entre China, Rusia y la Liga Árabe para aumentar las fuerzas de paz en Darfur son un buen principio. Pero también es necesario recabar apoyo multilateral para una estrategia integral de paz que obligue a Jartum a dejar de apoyar grupos rebeldes en Chad y la República Centroafricana, reformar el deficiente Acuerdo de Paz de Darfur y aceptar una fuerza internacional de paz investida de un mandato apropiado -- con tropas de la ONU bajo control y comando de la ONU -- para proteger a los civiles y desmantelar las milicias Janjawid. Estados Unidos debe colaborar con el Consejo de Seguridad de la ONU para congelar los activos de altos funcionarios del PCN y sus empresas e imponerles prohibiciones de viaje, así como facilitar el flujo de información relativa a sospechosos de crímenes de guerra hacia la Corte Penal Internacional. En caso de que la situación se deteriore y Jartum continúe obstruyendo los esfuerzos de paz, la comunidad internacional debe planificar el despliegue de fuerzas de tierra y aire para proteger a civiles sin consentimiento de Jartum.

En Somalia también es necesario un enfoque multilateral de construcción de la paz, para evitar que alzamientos prolongados se enquisten en la región. Etiopía tiene poco historial de violencia sectaria, pero muchos etíopes temen ahora que una guerra duradera con islamistas somalíes pueda crear división religiosa en su país, al enfrentar, en particular, a musulmanes contra el gobierno. Más que recurrir en primera instancia a la fuerza militar, a la inteligencia regular y la intervención ocasional de Etiopía, a los jefes militares contrarios a los islamistas y a un débil gobierno de transición, como hasta ahora, Washington debe adoptar un enfoque más detallado hacia Somalia. Debe trabajar con la Unión Europea, la UA, la Liga Árabe y la Autoridad Intergubernamental sobre el Desarrollo para presionar a todas las partes a negociar un tratado de reparto del poder entre el gobierno de transición, los cabecillas de clanes en Mogadiscio y los tribunales islámicos. El gobierno de transición somalí sólo negociará si lo presiona Etiopía, y Estados Unidos tiene más influencia que cualquier otro actor externo sobre ésta. En contraste, Washington carece de ascendiente entre los tribunales islámicos y los mayores de los clanes excluidos, por lo que su diplomacia en ese frente debe concentrarse en lograr que los gobiernos de la región y de la Liga Árabe los convenzan de aceptar un gobierno de unidad nacional.

Nada de esto será fácil. Washington debe designar enviados de tiempo completo que presionen por un acuerdo de reparto del poder en Somalia e impulsen a Etiopía y Eritrea a lograr un arreglo. Dejar que persistan esas disputas incrementaría la posibilidad de otra guerra entre Etiopía y Eritrea. Ambos sucesos serían desastrosos para la población del Gran Cuerno y para los objetivos antiterroristas de Estados Unidos de largo plazo.

La lección esencial de la política antiterrorista estadounidense en los últimos cinco años -- en apariencia desdeñada por el gobierno de Bush -- es que, para que las poblaciones musulmanas locales tomen en serio la agenda contra el terrorismo de Estados Unidos, éste debe tomar en serio también las agendas de construcción de estados y reparto del poder de aquéllas. Irónicamente, la estrategia ya está en papel. En su Estrategia de Seguridad Nacional de 2002 y otros documentos, el gobierno de Bush ha sostenido que los estados villanos fomentan el terrorismo y ha trazado un enfoque integral hacia el antiterrorismo que considera promover la construcción de la paz, la reconstrucción de estados y el buen gobierno. Sin embargo, en lo referente al Gran Cuerno sencillamente no ha puesto en práctica sus propias políticas. Al confiar en golpes militares esporádicos y apoyo continuo a autócratas sin una planificación política más amplia, ha combinado los peores elementos de su política actual en Irak con la política de amiguismo de la era de la Guerra Fría. La resolución de conflictos y el buen gobierno son, de hecho, las claves para contrarrestar el terrorismo en el Gran Cuerno en el largo plazo. Si no se reconoce esto, el resultado probable serán cientos de miles de muertes más, miles de millones de dólares gastados en ayuda humanitaria de emergencia . . . y la perspectiva creciente de un ataque terrorista a intereses estadounidenses en la región. Con unos cuantos dólares que se gasten más en diplomacia preventiva, estos resultados pueden evitarse por completo.