lunes, 15 de septiembre de 2008

EL NUEVO MEDIO ORIENTE


Richard N. Haass

El fin de una era

Poco más de dos siglos después de que la llegada de Napoleón a Egipto anunciara el advenimiento del Medio Oriente moderno -- unos 80 años después de la desaparición del Imperio Otomano, 50 años después del final del colonialismo y menos de 20 años después del final de la Guerra Fría -- la era estadounidense en Medio Oriente, la cuarta en la historia moderna de la región, ha concluido. No se concretarán las expectativas de una nueva región semejante a Europa -- con paz, prosperidad y democracia -- . Es mucho más probable que surja un nuevo Medio Oriente que cause perjuicios a sí mismo, a Estados Unidos y al mundo.

Todas las eras se han definido por la influencia recíproca de fuerzas contendientes, tanto internas como externas a la región. Lo que ha cambiado es el equilibrio entre esas influencias. La próxima era de Medio Oriente promete ser una en la que los actores externos tengan un impacto relativamente modesto y las fuerzas locales disfruten de llevar la voz cantante, y en la cual los actores locales que van adquiriendo poder son radicales determinados a cambiar el estado de cosas imperante. Definir desde fuera el nuevo Medio Oriente será extremadamente difícil, pero será -- junto con la manera de tratar con una Asia dinámica -- el principal reto de la política exterior de Estados Unidos en las próximas décadas.

El Medio Oriente moderno nació a finales del siglo XVIII. Para algunos historiadores, el acontecimiento crucial fue la firma del tratado, en 1774, que ponía fin a la guerra entre el Imperio Otomano y Rusia; puede alegarse que fue más importante la relativamente fácil entrada de Napoleón en Egipto en 1798, cosa que mostró a los europeos que la región estaba madura para la conquista e incitaba a los intelectuales árabes y musulmanes a preguntarse -- como muchos siguen haciéndolo hoy -- por qué su civilización se había rezagado tanto en comparación con la Europa cristiana. El declive otomano en combinación con la penetración europea en la región generó la llamada "Cuestión Oriental", en referencia a cómo lidiar con los efectos del declive del Imperio Otomano, que varias partes han tratado de responder, desde entonces, llevando agua a su molino.

La primera era concluyó con la Primera Guerra Mundial, la extinción del Imperio Otomano, el establecimiento de la república turca y la división de los despojos de guerra entre los vencedores europeos. Lo que siguió fue una época de régimen colonial, dominada por Francia y el Reino Unido. Esta segunda era terminó unas cuatro décadas más tarde, después de que otra guerra mundial despojara a los europeos de mucha de su fuerza, creciera el nacionalismo árabe y las dos superpotencias empezaran a confrontarse. El historiador Albert Hourani, que escribió: "Quien gobierne el Cercano Oriente gobierna el mundo, y quien tiene intereses en el mundo debe estar preocupado por el Cercano Oriente", vio con razón que la crisis de Suez de 1956 marcaba el final de la era colonial y el principio de la era de la Guerra Fría en la región.

Durante la Guerra Fría, como ya había ocurrido, fuerzas externas habían desempeñado un papel dominante en Medio Oriente. Pero la misma naturaleza de la competencia entre Estados Unidos y la Unión Soviética dio a los estados locales un considerable margen de maniobra. La prueba decisiva de la era fue la guerra de octubre de 1973, que Estados Unidos y la Unión Soviética suspendieron en lo esencial en un empate, lo que dio lugar a una diplomacia ambiciosa, que incluía el acuerdo de paz entre Egipto e Israel.


De cualquier manera sería un error considerar a esta era como simplemente la época de una competencia bien manejada entre grandes potencias. La guerra de junio de 1967 cambió para siempre el equilibrio de poder en Medio Oriente. El uso del petróleo como arma económica y política en 1973 puso el acento sobre la vulnerabilidad estadounidense e internacional ante la baja de oferta del abasto y las alzas de precios. Además, el balance de cuentas de la Guerra Fría creó un contexto en el cual las fuerzas locales en Medio Oriente adquirieron una autonomía significativa como para permitirles satisfacer sus propias agendas. La revolución de 1979 en Irán, que acabó con uno de los pilares de la política estadounidense en la región, hizo evidente que los extranjeros no estarían en condiciones de tener control sobre los acontecimientos locales. Los estados árabes se resistieron a los intentos estadounidenses de persuadirlos a unirse a los proyectos antisoviéticos. La ocupación de Líbano por parte de Israel en 1982 generó a Hezbollah; la guerra entre Irán e Irak agotó a esos dos países durante una década.

Égloga estadounidense

El término de la Guerra Fría y la desaparición de la Unión Soviética condujeron a una cuarta era en la historia de la región, durante la cual Estados Unidos disfrutó de influencia y libertad de acción sin precedentes. Los rasgos predominantes de esta era estadounidense fueron la liberación de Kuwait dirigida por Estados Unidos, la prolongada permanencia de fuerzas terrestres y aéreas estadounidenses en la Península Arábica y un interés diplomático activo en tratar de resolver el conflicto árabe-israelí de una vez por todas (que culminó en el esfuerzo intenso pero al cabo infructuoso de la administración Clinton en Camp David). Más que ningún otro, este periodo ejemplificó el tema de lo que ahora se considera "el viejo Medio Oriente". La región quedó definida por un Irak agresivo pero frustrado, un Irán dividido y relativamente débil, un Israel visto como el estado más poderoso y la única potencia nuclear de la región, los fluctuantes precios del petróleo, los inestables regímenes árabes que reprimen a sus pueblos, la agitada coexistencia ente Israel y los palestinos y árabes y, más en general, el predominio estadounidense.

Lo que llevó a su fin a esta era en menos de dos décadas son varios factores, algunos estructurales, algunos intrínsecos. El más importante ha sido la decisión del gobierno de Bush de atacar a Irak en 2003 y la conducción de las operaciones y la ocupación resultante. Una de las pérdidas de la guerra ha sido un Irak dominado por los sunitas, que adquirió las fuerzas y motivaciones suficientes para establecer un equilibrio con el Irán chiíta. Las tensiones entre sunitas y chiítas, latentes por un tiempo, han salido a la superficie en Irak y en toda la región. Los terroristas se han hecho de una base en Irak y creado un nuevo conjunto de técnicas para exportar. En buena parte de la región, la democracia se ha llegado a asociar con la pérdida del orden público y el fin de la primacía sunita. La postura antiestadounidense, ya considerable, se ha fortalecido. Y el mantener ahí una enorme porción de las fuerzas armadas estadounidenses ha reducido el marco de influencia de Estados Unidos en el resto del mundo. Es una de las ironías de la historia que la primera guerra en Irak, una guerra obligada por la necesidad, determinó el inicio de la era estadounidense en Medio Oriente y que la segunda guerra iraquí, una guerra elegida, precipitó su término.

Hay otros factores de relevancia. Uno es la extinción del proceso de paz en Medio Oriente. Tradicionalmente, Estados Unidos disfrutaba de una capacidad única de negociar con árabes e israelíes. Pero los límites de esa capacidad quedaron al descubierto en Camp David en 2000. Desde entonces, la debilidad de los sucesores de Yasser Arafat, el ascenso de Hamas y la unilateralidad de Israel contribuyeron a poner de lado a Estados Unidos, cambio que fue reforzado por la actual actitud de la administración Bush de no ejercer una diplomacia activa.

Otro factor que ha contribuido a terminar la era estadounidense ha sido la incompetencia de los regímenes árabes tradicionales para contrarrestar el llamado del islamismo radical. Enfrentadas a elegir entre lo que perciben como dirigentes distantes y corruptos y los dirigentes religiosos poderosos, muchas personas de la región han optado por los segundos. Fue necesario el 11-S para que los dirigentes estadounidenses establecieran la conexión entre las sociedades cerradas y la incubación de los radicales. Pero su reacción -- a menudo un precipitado impulso por realizar elecciones independientemente del contexto político local -- ha ofrecido a los terroristas y quienes los respaldan más oportunidades de avance de lo que antes tenían.

Por último, la globalización ha cambiado la región. Hoy es menos difícil que los radicales adquieran financiamiento, armas, ideas y reclutas. El crecimiento de los nuevos medios, y sobre todo de la televisión satelital, ha convertido al mundo árabe en una "aldea regional" y la ha politizado. Buena parte del contenido exhibido -- escenas de violencia y destrucción en Irak, imágenes de prisioneros iraquíes y musulmanes maltratados que sufren en Gaza, Cisjordania y ahora Líbano -- ha hecho que mucha gente de Medio Oriente se aparte más de Estados Unidos. Como resultado, los gobiernos de Medio Oriente enfrentan ahora más dificultades en colaborar abiertamente con Estados Unidos, y así la influencia estadounidense en la región ha disminuido.

Lo que queda para el futuro

Los perfiles de lo que será la quinta era de Medio Oriente aún siguen definiéndose, pero son consecuencia natural del fin de la era estadounidense. Y son una docena las características que formarán el contexto de los acontecimientos diarios.

En primer lugar, Estados Unidos seguirá disfrutando de más influencia en la región que cualquier otra potencia extranjera, pero dicha influencia será más reducida de lo que antes fue. Ello refleja el creciente impacto de una disposición de las fuerzas internas y externas, los límites inherentes del poder de Estados Unidos y los resultados de sus elecciones de política.

En segundo lugar, Estados Unidos enfrentará cada vez más el reto de las políticas exteriores de otros agentes externos. La Unión Europea será de poca ayuda en Irak y es probable que adopte un enfoque distinto en torno al problema palestino. China se resistirá a presionar a Irán y tratará de asegurar la disponibilidad de abastos energéticos. Rusia, además, se opondrá a sancionar a Irán y buscará oportunidades para demostrar su independencia respecto de Estados Unidos. Tanto China como Rusia (así como muchos estados europeos) se distanciarán de los intentos estadounidenses de promover la reforma política en estados no democráticos en Medio Oriente.

En tercer lugar, Irán será uno de los dos estados más poderosos de la región. Se equivocan quienes han considerado que Irán se halla en un momento de baja espectacular. Irán goza de una enorme riqueza, constituye la más poderosa influencia externa en Irak y sostiene un sólido impulso sobre Hamas y Hezbollah. Se trata de un poder imperial clásico, con ambiciones para reconstruir la región a su imagen y el potencial para hacer realidad sus objetivos.

Cuarto, Israel será el otro estado poderoso de la región y el único país con una economía moderna capaz de competir en el plano global. Siendo el único estado en Medio Oriente que dispone de un arsenal nuclear, también posee las fuerzas armadas convencionales más capaces de toda la región. Sin embargo, debe soportar los costos de su ocupación de Cisjordania y manejar el reto de muchos frentes y múltiples dimensiones de retos de seguridad. En términos estratégicos, Israel está hoy en una posición más débil de lo que estaba antes de la crisis del verano en Líbano. Y su situación seguirá deteriorándose -- al igual que la de Estados Unidos -- si Irán consigue tener armas nucleares.

Quinto, en el futuro previsible no se vislumbra ningún proceso que se parezca a una paz viable. Como resultado de la polémica operación israelí en Líbano, el gobierno dirigido por Kadima será casi seguramente demasiado débil como para encabezar el apoyo en el país a cualquier política percibida como riesgosa o que merezca una agresión. El retiro unilateral se ha desacreditado ahora que ha habido ataques tras la salida de Israel de Líbano y Gaza. No existe ningún socio obvio en el lado palestino que a la vez sea capaz y esté dispuesto a hacer compromisos, lo que impide aún más las oportunidades de un arreglo negociado. Estados Unidos ha perdido mucho de su posición como mediador creíble y equitativo, al menos por ahora. Entre tanto, la expansión de asentamientos y la construcción de carreteras por parte de Israel continuarán rápidamente, lo que complica más la diplomacia.

Sexto, Irak, que es por tradición un centro de poder árabe, seguirá creando problemas durante años, con un gobierno central débil, una sociedad dividida y violencia sectaria continua. En el peor de los casos, se convertirá en un estado ingobernable azotado por una guerra civil abierta que se extenderá a sus vecinos.

Séptimo, el precio del petróleo seguirá siendo alto, como resultado de la fuerte demanda de China e India, el éxito limitado de reducir su consumo en Estados Unidos y de la persistente posibilidad de escasez en el abasto. Es mucho más probable que el precio del barril de petróleo exceda los 100 dólares a que descienda por debajo de los 40 dólares. Irán, Arabia Saudita y otros grandes productores se beneficiarán en forma desproporcionada.

Octavo, la formación de milicias continuará a buen paso. Los ejércitos privados se están volviendo más poderosos en Irak, Líbano y las áreas palestinas. Surgirán milicias, producto y causa a la vez de estados débiles, en cualquier parte donde haya un déficit percibido o real de autoridad y capacidad estatal. Los recientes combates en Líbano agravarán esta tendencia, pues Hezbollah ha ganado al no sufrir una derrota total mientras que Israel ha perdido al no conseguir una victoria total; este resultado envalentonará a Hezbollah y a quienes lo emulan.

Noveno, el terrorismo, definido como el uso intencional de la fuerza contra civiles a fin de lograr metas políticas, seguirá siendo una característica de la región. Se presentará en sociedades divididas, como Irak, y en sociedades donde los grupos radicales buscan debilitar y desacreditar al gobierno, como Arabia Saudita y Egipto. El terrorismo será cada vez más sofisticado y seguirá siendo una herramienta utilizada contra Israel y la presencia de Estados Unidos y otras potencias no autóctonas.

Décimo, el Islam cada vez más llenará el vacío político e intelectual en el mundo árabe y constituirá un fundamento para la política de una mayoría de habitantes de la región. El nacionalismo árabe y el socialismo árabe son cosas del pasado, y la democracia pertenece a un futuro distante, en el mejor de los casos. La unidad árabe es una consigna, no una realidad. La influencia de Irán y grupos asociados con él se ha fortalecido, y los esfuerzos por mejorar los lazos entre los gobiernos árabes e Israel y Estados Unidos se han complicado. Por su parte las tensiones entre sunitas y chiítas crecerán en todo Medio Oriente, causando problemas en países con sociedades divididas, como Bahrein, Líbano y Arabia Saudita.

Undécimo, es probable que los regímenes árabes permanezcan autoritarios y asuman una mayor intolerancia religiosa y una mayor actitud antiestadounidense. Dos protagonistas serán Egipto y Arabia Saudita. Egipto, que reúne aproximadamente a un tercio de la población del mundo árabe, ha introducido algunas reformas económicas constructivas. Pero su política no ha podido ir a la par. Por el contrario, el régimen parece decidido a reprimir a los pocos liberales del país y presenta al pueblo egipcio una opción entre los autoritarios tradicionales y la Fraternidad Musulmana. El riesgo es que un día los egipcios opten por la segunda, menos porque la respalden del todo sino porque están hartos de los primeros. Alternativamente, el régimen podría hacer suyas las banderas de sus opositores islamistas en un intento de aceptar su llamamiento y, en el proceso, distanciarse de Estados Unidos. En Arabia Saudita, el gobierno y la élite de la realeza usan grandes cantidades de las utilidades de los energéticos para aplacar los llamados internos al cambio. El problema es que la mayor parte de la presión a la que han respondido ha provenido de la derecha religiosa más que de la izquierda liberal, lo que los ha hecho abrazar la agenda de las autoridades religiosas.

Finalmente, las instituciones regionales seguirán siendo débiles, quedándose muy atrás de las de otras partes del mundo. La organización más conocida de Medio Oriente, la Liga Árabe, excluye a los dos estados más poderosos de la región, Israel e Irán. El duradero conflicto árabe-israelí seguirá imposibilitando la participación de Israel en cualquier relación regional sostenida. La tensión entre Irán y la mayoría de los estados árabes también frustrará el surgimiento del regionalismo. El comercio en Medio Oriente permanecerá dentro de modestos márgenes porque pocos países ofrecen bienes y servicios que los otros quieran comprar en gran escala, y los bienes manufacturados avanzados continuarán llegando de otros lados. Pocas de las ventajas de la integración económica global llegarán a esta parte del mundo, pese a la apremiante necesidad que se tiene de ellas.

Errores y oportunidades

Si bien las características básicas de esta quinta era del moderno Medio Oriente son poco atractivas en gran medida, no debe ello obligarnos a caer en el fatalismo. Buena parte es cuestión de grados. Hay una diferencia fundamental entre un Medio Oriente que carece de acuerdos formales de paz y uno definido por el terrorismo, el conflicto entre estados y la guerra civil, entre uno que aloja a un Irán poderoso y uno dominado por Irán, o entre uno que tiene una relación incómoda con Estados Unidos y uno lleno de odio contra este país. El tiempo también cuenta. En Medio Oriente las eras pueden durar tanto como un siglo o tan poco como una década y media. Está claro que para Estados Unidos y Europa es conveniente que la era emergente sea lo más breve posible. Y que la siguiente sea más benigna.

Para asegurar esto, los gobernantes estadounidenses necesitan evitar dos errores y aprovechar dos oportunidades. El primer error sería confiar demasiado en el poder militar. Como ha aprendido Estados Unidos a expensas de grandes costos en Irak -- e Israel en Líbano -- la fuerza militar no es la panacea. No es de gran utilidad contra milicias mal organizadas y terroristas bien armados, aceptados por la población local y dispuestos a morir por su causa. Además, ejecutar un golpe preventivo contra las instalaciones nucleares iraníes tampoco hará mucho bien. No sólo un ataque puede fallar en destruir todas las instalaciones, sino que podría hacer que Teherán recomenzara su programa con mayor secreto, inclinar a los iraníes a apoyar más a su régimen y persuadir a Irán a realizar represalias (lo más probable mediante sustitutos) contra los intereses estadounidenses en Afganistán e Irak y quizá directamente contra Estados Unidos. Además radicalizaría a los mundos árabe y musulmán y generaría más terrorismo y actividades antiestadounidenses. La acción militar contra Irán también llevaría los precios del petróleo a nuevas alturas, incrementándose así las posibilidades de una crisis económica internacional y una recesión mundial. Por todas estas razones, la fuerza militar sólo debería considerarse como un último recurso.

El segundo error sería contar con la aparición de la democracia para pacificar la región. Es cierto que las democracias maduras tienden a no entablar guerras entre sí. Desafortunadamente, crear democracias maduras no es una tarea fácil, e incluso si el esfuerzo llega a lograr sus fines, se requieren décadas. En el ínterin, el gobierno de Estados Unidos debe continuar colaborando con muchos gobiernos no democráticos. La democracia tampoco es la respuesta al terrorismo. Es verosímil que hombres y mujeres jóvenes que llegan a la mayoría de edad no se conviertan en terroristas si pertenecen a sociedades que les ofrecen oportunidades políticas y económicas. Pero los acontecimientos recientes indican que incluso quienes crecen en democracias maduras, como el Reino Unido, no son inmunes al llamado del radicalismo. El hecho de que tanto Hamas como Hezbollah hayan tenido buenos resultados en elecciones y luego hayan realizado ataques violentos refuerza el punto de que las reformas democráticas no garantizan la tranquilidad. Y la democratización es de poca utilidad a la hora de tratar con radicales cuyas plataformas no tienen ninguna esperanza de recibir un apoyo mayoritario. Iniciativas más útiles serían acciones destinadas a reformar los sistemas educativos, promover la liberalización económica y los mercados abiertos, alentar a las autoridades árabes y musulmanas a expresarse en modos que deslegitimen el terrorismo y degraden a sus defensores, y resolver los agravios que motivan a hombres y mujeres jóvenes a sumarse a él.

En cuanto a las oportunidades que hay que aprovechar, la primera es intervenir más en los asuntos de Medio Oriente con instrumentos no militares. En el caso de Irak, además de cualquier despliegue de tropas estadounidenses en otras áreas y del entrenamiento de fuerzas militares y policiacas locales, Estados Unidos debe establecer un foro regional para los vecinos de Irak (en especial Turquía y Arabia Saudita) y otras partes interesadas semejante al que se usó para ayudar a manejar los acontecimientos en Afganistán después de la intervención en ese país en 2001. Para hacerlo será necesario contar con Irán y Siria. Siria, que puede llevar el movimiento de los combatientes hacia Irak y armas a Líbano, debe ser persuadido a cerrar sus fronteras a cambio de beneficios económicos (de parte de los gobiernos árabes, Europa y Estados Unidos) y a un compromiso para reiniciar las negociaciones sobre la condición de las Alturas del Golán. En el nuevo Medio Oriente, existe el peligro de que a Siria le interese más colaborar con Teherán que con Washington. Sin embargo, se unió a la coalición encabezada por Estados Unidos durante la Guerra del Golfo Pérsico y asistió a la conferencia de paz de Madrid en 1991: dos gestos que indican que podría estar dispuesta a tratar con Estados Unidos en el futuro.

El de Irán es un caso más difícil. Pero, como el cambio de régimen en Teherán no es una perspectiva en el corto plazo, los ataques militares contra las instalaciones nucleares en Irán serían peligrosos y la disuasión es incierta, la diplomacia es la mejor opción con que cuenta Washington. El gobierno de Estados Unidos debe abrir, sin condiciones previas, conversaciones de amplio espectro que enfrenten el programa nuclear iraní y su respaldo al terrorismo y las milicias extranjeras. A Irán deberá ofrecérsele un conjunto de incentivos económicos, políticos y de seguridad. Podría permitírsele un programa de prueba de enriquecimiento de uranio muy limitado siempre y cuando acepte inspecciones muy acuciosas. Un ofrecimiento así tendría amplio respaldo internacional, que es un requisito previo si Estados Unidos quiere apoyo para imponer sanciones o llegar a otras opciones en caso de que la diplomacia falle. Hacer públicas las condiciones de tal ofrecimiento incrementaría las probabilidades de éxito de la diplomacia. El pueblo iraní debe conocer el precio que ha de pagar por la política exterior radical de su gobierno. Si el gobierno de Teherán se halla ocupado en una posible reacción pública adversa, es más probable que acepte el ofrecimiento estadounidense.

También es necesario que la diplomacia vuelva al conflicto palestino-israelí, que aún es el tema que define (y radicaliza) más a la opinión pública en la región. La meta en este punto sería no llevar a las partes a Camp David o cualquier otro sitio, sino empezar a crear las condiciones en que pueda restablecerse ventajosamente la diplomacia. Estados Unidos debe enunciar claramente los principios que cree que deben constituir los elementos de una resolución final, entre ellos la creación de un estado palestino con base en los lineamientos de 1967. (Los lineamientos tendrían que reajustarse para salvaguardar la seguridad de Israel y dar cabida a los cambios demográficos, y los palestinos tendrían que ser compensados por cualesquiera pérdidas ocasionadas por los ajustes.) Cuanto más generoso y detallado sea el plan, más difícil será que Hamas rechace la negociación y se incline por la confrontación. Congruentes con su planteamiento, los funcionarios estadounidenses tienen que sentarse con los funcionarios de Hamas, en forma muy parecida a como lo hicieron con los dirigentes de Sinn Féin, algunos de los cuales también eran dirigentes del Ejército Republicano Irlandés. Y tales intercambios deben considerarse no como una forma de recompensar las tácticas terroristas, sino como instrumentos con el potencial de alinear su conducta a las políticas estadounidenses para el exterior.

La segunda oportunidad implica que Estados Unidos se aísle tanto como sea posible de la inestabilidad de la región. Ello significaría reducir el consumo petrolero y la dependencia estadounidense de los recursos energéticos de Medio Oriente, metas que se lograrán del mejor modo limitando la demanda (digamos, incrementando los impuestos al bombeo -- compensado ello con reducciones fiscales en otros rubros -- y promoviendo políticas que acelerarían la introducción de fuentes alternativas de energía). Asimismo, Washington debe hacer más para reducir su exposición al terrorismo. Tal como la vulnerabilidad a las enfermedades, la vulnerabilidad al terrorismo no puede eliminarse por completo. Pero puede hacerse más, y debería hacerse más, para proteger mejor el territorio estadounidense y para estar mejor preparados para esas inevitables ocasiones en que los terroristas tengan éxito.

Evitar estos errores y aprovechar estas oportunidades ayudarían, pero es importante reconocer que no hay soluciones rápidas ni fáciles a los problemas que plantea la nueva era. Durante décadas, Medio Oriente seguirá siendo una agitada y problemática parte del mundo. Todo ello basta para mirar con cierta nostalgia lo que fue el viejo Medio Oriente.

TURQUÍA REDESCUBRE MEDIO ORIENTE


F. Stephen Larrabee

Hogar, dulce hogar

Mientras las recientes disputas en Turquía entre generales e islamistas han llamado la atención sobre la política interna turca, ha pasado en gran medida inadvertido un cambio significativo en la política exterior del país: tras décadas de pasividad, Turquía se alza hoy como un importante actor diplomático en Medio Oriente. En los últimos años, Ankara ha establecido estrechos vínculos con Irán y Siria, países con los cuales mantuvo relaciones tensas durante las décadas de 1980 y 1990, y ha adoptado una actitud más activa respecto de los agravios que padecen los palestinos y mejorado sus relaciones con el mundo árabe en un nivel más amplio.

Este nuevo activismo constituye un cambio importante de la reciente política exterior turca. Uno de los principios básicos propugnados por Mustafa Kemal (mejor conocido como Atatürk), fundador de la república turca moderna, era que Turquía debe limitar su participación en los asuntos de Medio Oriente y, salvo por un breve periodo en los años cincuenta, Ankara se mantuvo fiel a dicho principio.

Sin embargo, el reciente enfoque de Turquía en Medio Oriente no significa que vuelva la espalda a Occidente. Tal cambio tampoco es indicio de la "paulatina islamización" de la política exterior turca, como pretenden algunos críticos. El nuevo activismo de Turquía es una reacción a cambios estructurales en su entorno de seguridad desde el final de la Guerra Fría. Y, si se le maneja apropiadamente, podría representar una oportunidad para que Washington y sus aliados occidentales se valgan de Turquía como un puente hacia Medio Oriente.

Bajas de guerra

Durante la Guerra Fría, las principales amenazas para la seguridad turca provinieron casi exclusivamente de la Unión Soviética. Hoy, Turquía enfrenta un conjunto mucho más diverso de desafíos: separatismo kurdo en aumento, violencia sectaria en Irak que podría extenderse, el ascenso de Irán y la fragmentación de Líbano, en parte a manos de grupos radicales que estrechan lazos con Siria e Irán. Ya que la mayor parte de estos grupos proviene de la periferia sur de Turquía y del Gran Medio Oriente, es comprensible que Turquía haya empezado a prestar más interés a la región.

Al mismo tiempo, los lazos de Turquía con Occidente se han deteriorado. Su camino para convertirse en miembro de la Unión Europea (UE) ha sido bloqueado por desacuerdos con Bruselas por el tema de Chipre y por las estancadas reformas políticas y económicas en Turquía, así como por la creciente preocupación entre los europeos por la inmigración, el desempleo y la expansión de la UE. Además, las relaciones de Turquía con Estados Unidos se han tensado cada vez más, en gran medida por la invasión estadounidense de Irak. Según una encuesta realizada por el German Marshall Fund en septiembre de 2006, 81% de los turcos desaprobaba (y sólo 7% aprobaba) la conducción de las políticas internacionales por parte del presidente George W. Bush. Hoy, Turquía se encuentra en una situación sin precedentes en la que, simultáneamente, tiene malas relaciones con la UE y con Estados Unidos.

Estas tendencias han coincidido con importantes cambios internos en la sociedad turca, y en cierto grado éstos las han reforzado. La élite pro occidental que dio forma a la política exterior turca desde el final de la Segunda Guerra Mundial ha sido gradualmente sustituida por una más conservadora, más religiosa y más nacionalista, recelosa de Occidente y con una actitud más positiva hacia el pasado otomano de Turquía. El Partido Justicia y Desarrollo Islamista (conocido como AKP, por sus siglas en turco), actualmente en el poder y encabezado por el primer ministro Recep Tayyip Erdogan, ha logrado aprovechar el creciente nacionalismo popular integrándolo al Islam.

La Guerra del Golfo de 1990-1991 fue un catalizador decisivo para la reinserción de Turquía en Medio Oriente. Contra el consejo de muchos de sus asesores y de militares turcos, el presidente Turgut Özal dio el apoyo total de Turquía a la campaña militar estadounidense para expulsar a Irak de Kuwait. Aplicó las sanciones de la Onu cortando el flujo de las exportaciones petroleras de Irak por los oleoductos turcos, desplegó 100,000 soldados a lo largo de la frontera turco-iraquí y permitió que Estados Unidos realizara incursiones aéreas en Irak desde bases turcas. Özal consideró la guerra como una oportunidad para demostrar que Turquía seguía teniendo importancia estratégica y para consolidar lazos de defensa más estrechos con Estados Unidos. Esperaba que el apoyo turco fortalecería su "alianza estratégica" con Estados Unidos y mejoraría sus expectativas de adherirse a la Comunidad Europea (como se llamaba entonces la UE).

Las esperanzas de Özal resultaron ilusorias en ambos puntos. Nunca se materializó la alianza estratégica con Estados Unidos, y las posibilidades de Turquía para ser miembro de la Comunidad Europea apenas mejoraron. En lo económico, Turquía pagó un alto precio por su apoyo a la campaña militar estadounidense: perdió miles de millones de dólares en cuotas y comercio de los oleoductos. En lo político, tuvo que afrontar una considerable intensificación de su problema kurdo. El establecimiento de un Estado kurdo de facto en el norte de Irak, protegido por Occidente, dio nuevo ímpetu al nacionalismo kurdo y proporcionó una base logística para los ataques a territorio turco dirigidos por el Partido de los Trabajadores de Kurdistán, el violento grupo separatista kurdo conocido como PKK. Para muchos turcos, la guerra fue, como señaló el veterano observador de Turquía Ian Lesser, "el sitio donde empezó el problema".

La Guerra del Golfo también acentuó las susceptibilidades turcas sobre la soberanía nacional. En términos generales, los turcos han sido cautos en cuanto a permitir que Estados Unidos utilice sus instalaciones para operaciones ajenas a la OTAN; la decisión de Özal de permitir que Estados Unidos usara las instalaciones militares turcas para realizar incursiones aéreas sobre Irak fue la excepción, no la regla. Tras la Guerra del Golfo, Turquía permitió que Estados Unidos, el Reino Unido y Francia utilizaran sus bases para supervisar la zona de exclusión de vuelos sobre el norte de Irak pero con restricciones significativas, entre ellas la exigencia de que el permiso de usar las bases se ratificara cada seis meses. En años recientes, el gobierno turco ha impuesto cada vez más restricciones a las operaciones estadounidenses desde la base aérea de Incirlik, en el sur. Si bien Ankara ha permitido al Pentágono utilizar Incirlik para el transporte de tropas y material bélico hacia Afganistán e Irak, se ha negado a hacerlo para estacionar aviones de guerra en la base o para realizar misiones aéreas de combate en Medio Oriente o el Golfo Pérsico.

La invasión de Irak encabezada por Estados Unidos en 2003 arrastró más profundamente a Turquía al centro de la política de Medio Oriente. Desde el principio, los dirigentes turcos tuvieron fuertes reservas sobre la invasión. No tenían ninguna estima por Saddam Hussein, pero él proporcionaba la estabilidad en la frontera sur de Turquía: les preocupaba que su derrocamiento pudiera fragmentar a Irak y fortalecer el nacionalismo kurdo, y con ello poner en riesgo la seguridad de Turquía. Desde la invasión, los peores temores de la dirigencia turca se hicieron realidad. Irak se ha convertido en un caldo de cultivo para el terrorismo internacional, y enfrenta un posible colapso. La influencia de Irán en Irak y en la región se ha incrementado en forma más amplia. La aspiración de los kurdos iraquíes a la autonomía -- y, a la larga, a la independencia formal -- ha cobrado impulso. A los funcionarios turcos les preocupa que la creación de un Estado kurdo en la frontera sur de Turquía pueda exacerbar las presiones separatistas entre la propia población kurda de Turquía y plantear una amenaza para la integridad territorial del país.

Este es un asunto grave. Turquía ha presenciado un aumento de la violencia por parte del PKK en los últimos años. Durante más de dos décadas el PKK ha mantenido una guerra de guerrillas en el sureste de Turquía, en la que han muerto más de 35,000 turcos y kurdos. Tras la captura de su líder Abdullah Öcalan, en 1999, el PKK declaró un alto al fuego unilateral y la violencia amainó temporalmente. Pero el grupo tomó las armas de nuevo en junio de 2004. Desde enero de 2006, ha lanzado repetidos ataques contra el territorio turco desde los santuarios en las montañas Kandil, en el norte de Irak, matando a varios cientos de integrantes de las fuerzas de seguridad turcas.

El gobierno de Erdogan ha solicitado en repetidas ocasiones la asistencia militar estadounidense para ayudar a eliminar los campos de adiestramiento del PKK en el norte de Irak. Pero Washington ha sido reacio a emprender acciones militares. Con sus fuerzas ya al límite de su capacidad, el Pentágono afirma que no puede prescindir de tropas, a las que necesita para combatir la insurgencia en otras partes de Irak.

Además, los funcionarios estadounidenses temen que intervenir contra el PKK podría provocar trastornos en el norte de Irak, más estable que el resto del país. Los kurdos han sido los promotores más leales de la política estadounidense en Irak y, sin su apoyo, no es grande la esperanza de mantener unido al país.

La falta de participación de Washington ha contribuido a una alarmante alza del sentimiento antiestadounidense en toda Turquía. (Una encuesta realizada por Pew Charitable Trusts en junio de 2006 mostró que sólo 12% de los turcos veía a Estados Unidos de forma positiva.) Muchos turcos consideran que la posición de Washington es un respaldo tácito al PKK y pone en evidencia un doble rasero: según lo ven, Estados Unidos ha invadido dos países -- Afganistán e Irak -- para eliminar refugios seguros de terroristas, pero ahora se niega a ayudar a Turquía a hacer lo mismo.

Estos problemas se agravan con la situación potencialmente explosiva de Kirkuk, ciudad del norte de Irak, que se asienta sobre uno de los depósitos petroleros más grandes del mundo y cuya situación jurídica ha de determinarse mediante referendo antes de que acabe el año. En los últimos años, cientos de miles de kurdos que fueron desalojados durante la campaña de Hussein para "arabizar" Kirkuk en las décadas de 1970 y 1980 están de vuelta para recuperar sus hogares y sus propiedades. Ahora, los kurdos de Irak procuran hacer de Kirkuk la capital del Gobierno Regional de Kurdistán en el norte de Irak. Pero las autoridades turcas temen la creciente "kurdización" de la ciudad. Ankara quiere que todos los grupos étnicos de la ciudad compartan el poder y posponer el referendo con la esperanza de que su situación jurídica se aclare de otro modo. Si los kurdos iraquíes tratan de forzar este asunto, Ankara podría verse provocada a emprender acciones militares, lo cual agravaría la inestabilidad en Irak y en la región en su conjunto.

El enemigo de mi enemigo

El mayor activismo de Turquía en Medio Oriente también se ha reflejado en su intento para fortalecer los lazos con Irán y Siria. Las relaciones de Ankara con Teherán y Damasco fueron tensas en las décadas de 1980 y 1990, en parte debido a que Irán y Siria apoyaban al PKK en su esfuerzo por desestabilizar Turquía. Pero las relaciones han mejorado significativamente en los años recientes, gracias al interés común de los tres gobiernos de contener el nacionalismo kurdo y prevenir el surgimiento de un Estado kurdo independiente en sus fronteras.

La cooperación de Turquía con Irán se ha intensificado considerablemente, en especial en el terreno de la seguridad. Durante la visita del primer ministro Erdogan a Teherán en julio de 2004, Turquía e Irán firmaron un acuerdo de cooperación en seguridad que calificaba al PKK como una organización terrorista. Desde entonces, ambos países han incrementado la cooperación para proteger sus fronteras. Al igual que Turquía, Irán enfrenta problemas de seguridad en sus propias áreas pobladas por kurdos: el año pasado, un grupo iraní afiliado al PKK, el Partido por una Vida Libre en Kurdistán Iraní lanzó ataques contra autoridades de seguridad de Irán. Teherán ha tomado represalias atacando bases del PKK en las montañas Kandil.

Los energéticos han sido otro factor importante en la mejora de las relaciones turco-iraníes. Irán es el segundo mayor proveedor de gas natural de Turquía (después de Rusia). En julio de 1996, poco después de su llegada al poder, el primer ministro turco Necmettin Erbakan cerró un trato de 23,000 millones de dólares por la entrega de gas natural desde Irán por 25 años. En febrero de 2007, durante el gobierno del primer ministro Erdogan, Turquía e Irán convinieron en firmar dos nuevos acuerdos energéticos: uno permitiría a la Corporación de Petróleo Turca (conocida como la TPAO, por las siglas de Türkiye Petrolleri Anonim Ortakligi) explorar yacimientos de petróleo y gas natural en Irán, y el otro transferir gas de Turkmenistán a Turquía (y de ahí a Europa) a través de un oleoducto en Irán. (El trato sobre el oleoducto de Turquía con Irán se opone a la preferencia de Washington por evitar que Irán transporte el gas a través del Mar Caspio y, si se concluye, podría añadir un nuevo elemento de fricción en las relaciones entre Turquía y Estados Unidos.)

Sin embargo, las ambiciones nucleares de Irán son una fuente de serias preocupaciones en Ankara. Un Irán dotado de armas nucleares tendría un impacto desestabilizador en la región del Golfo Pérsico y forzaría a Turquía a adoptar medidas preventivas por su propia seguridad. Si Irán se rehúsa a satisfacer las demandas de la Agencia Internacional de Energía Atómica, Ankara tendrá esencialmente tres opciones: expandir su cooperación en defensa contra misiles con Estados Unidos e Israel; reforzar sus capacidades militares convencionales, en especial los misiles de alcance medio, o desarrollar su propia capacidad nuclear. Turquía consideraría desarrollar la opción nuclear sólo como último recurso: si, supongamos, sus relaciones con Estados Unidos declinaran, Ankara ya no habría considerado creíbles las garantías de la OTAN, y la UE rechazaría el ingreso de Turquía. Un esfuerzo decidido de Irán por desarrollar su capacidad nuclear podría socavar su acercamiento con Turquía y llevar a Ankara a fortalecer sus vínculos con Occidente, en especial con Estados Unidos.

En la década pasada, las relaciones de Turquía con Siria también han mejorado considerablemente. En la de 1980 y a principios de la de 1990, fueron tensas y alcanzaron su punto crítico en octubre de 1998, cuando Turquía amenazó con invadir Siria si Damasco no dejaba de apoyar al PKK. Ante la abrumadora superioridad militar de Turquía, Damasco retrocedió y expulsó al jefe del PKK, Öcalan, a quien había dado refugio seguro, y clausuró los campamentos de adiestramiento del PKK. El viraje de Damasco abrió el camino para un mejoramiento gradual en las relaciones, que desde entonces han adquirido un ímpetu considerable. Este acercamiento quedó puesto de relieve con la visita del presidente sirio Bashar al-Assad a Ankara en enero de 2005, el primer viaje de un presidente sirio a Turquía desde la independencia de Siria en 1946.

La creciente preocupación de Damasco por la amenaza del nacionalismo kurdo ha dado un fuerte impulso a este cambio en las relaciones sirio-turcas. La minoría kurda de Siria, como las de Turquía e Irán, se ha vuelto últimamente cada vez más inquieta. Al gobierno de Assad le ha preocupado que el surgimiento de un gobierno kurdo económicamente fuerte en el norte de Irak pudiera alentar las presiones por mejoras económicas y políticas entre la propia población kurdo-siria.

Los lazos más estrechos de Turquía con Siria han creado tensiones con Washington. Éstas no fueron tan fuertes durante el gobierno de Clinton, que mantuvo un diálogo con Damasco a pesar de desaprobar muchas de sus políticas. Sin embargo, las tensiones se acentuaron durante el gobierno de Bush, que trató de aislar a Siria. Las tensiones fueron especialmente notorias en la primavera de 2005, cuando los funcionarios estadounidenses no lograron convencer al presidente turco Ahmet Necdet Sezer para que cancelara su visita a Damasco. Sezer, con el respaldo de Erdogan, mantuvo su decisión, lo que significó una manifestación de la independencia turca que causó gran consternación en Washington. No obstante, los recientes intentos estadounidenses de emprender un diálogo con Siria -- paso que Ankara favorecía desde hace tiempo -- deberían ayudar a reducir esas tensiones y hacer que converjan los acercamientos de Washington y Ankara a Siria.

Un equilibrio delicado

La política de Ankara respecto de Israel y los palestinos también ha experimentado un viraje. Turquía ha mantenido una estrecha relación con Israel desde 1996, en especial en las áreas de defensa e inteligencia. La cooperación brindó ventajas para ambos lados: ofreció a Israel un camino para salir de su aislamiento regional y un medio para presionar a Siria, y ofreció a Turquía nuevos cauces para adquirir armamento y tecnología avanzada en un momento en que enfrentaba mayores restricciones en materia de adquisición de armas de Estados Unidos y Europa.

Pero más recientemente, bajo la conducción del AKP, la actitud turca hacia Israel ha empezado a cambiar, y Ankara ha empezado a adoptar una política pro palestina más activa. Erdogan ha sido abiertamente crítico de la política israelí en Cisjordania y Gaza al referirse a ella como un acto de "terror de Estado". Al mismo tiempo, ha procurado establecer lazos más estrechos con la dirigencia palestina. A pocas semanas de las elecciones en los territorios palestinos en enero de 2006, fue anfitrión en Ankara de una delegación de alto nivel de Hamas encabezada por Khaled Mashaal. Erdogan esperaba que la visita destacara la capacidad de Turquía de desempeñar un papel diplomático de mayor peso en Medio Oriente. Pero fue organizada sin consultar a Washington y Jerusalén e irritó a ambos gobiernos, que querían aislar a Hamas hasta que éste cumpliera un conjunto de condiciones específicas, entre ellas la aceptación del derecho de Israel de existir.

Asimismo, Turquía adoptó una posición independiente opuesta a la política israelí durante la crisis del verano pasado en Líbano. Erdogan condenó duramente los ataques israelíes, y en varias de las más importantes ciudades turcas hubo protestas masivas y quemas de la bandera israelí. También hubo organizaciones no gubernamentales turcas que condenaron las acciones de Israel en Líbano y los territorios palestinos.

Al mismo tiempo, Erdogan decidió enviar 1000 soldados para participar en las fuerzas de pacificación de la ONU en Líbano, como una de las mayores contribuciones de cualquier Estado europeo. Esa decisión fue muy criticada por los partidos dominantes y algunos miembros del propio partido de Erdogan, que temían que Turquía se viera arrastrada a un conflicto militar con Hezbollah y provocara una franca división entre el presidente Sezer y Erdogan. Sezer se opuso a la participación turca con el argumento de que "no era la responsabilidad de Turquía proteger los intereses nacionales de otros". Erdogan sostenía que Turquía no podría proteger sus propios intereses nacionales en calidad de "mero espectador" y que tenía que participar en el proceso de pacificación.

Aunque no sin riesgos, la decisión de Erdogan de contribuir con tropas a la misión de pacificación de la ONU en Líbano tuvo varios beneficios importantes. Puso de relieve las credenciales europeas de Turquía y mostró que Ankara es un destacado actor regional. Esto le valió elogios a Erdogan en Washington, lo cual ayudó a reducir las tensiones con Estados Unidos. Y junto con la crítica de Erdogan a la acción militar de Israel, ello permitió que Turquía demostrara su solidaridad con importantes gobiernos árabes en la región, que apoyaban la misión de mantenimiento de la paz. En particular, las relaciones con Arabia Saudita se han fortalecido recientemente, como se puso de manifiesto con el viaje del rey Abdullah a Turquía en agosto de 2006: la primera visita de este tipo en 40 años. Los dos países han colaborado para vigorizar el proceso de paz árabe-israelí así como para contener el poder en ascenso de Irán.

Los vínculos de Turquía con Egipto, otra potencia regional, se han incrementado. Durante una visita a Ankara en marzo de 2007, el presidente egipcio Hosni Mubarak y las autoridades turcas decidieron establecer un nuevo diálogo estratégico y una alianza en materia de cooperación energética y de seguridad regional.

Manos a la obra

El nuevo activismo de Turquía en Medio Oriente -- en especial sus lazos más estrechos con Irán y Siria -- ha causado preocupación en ciertos círculos en Washington. Algunos funcionarios estadounidenses temen que ello podría debilitar los vínculos de Turquía con Occidente o conducir a la "islamización" de la política exterior de Ankara. Pero estos temores son infundados. El mayor compromiso de Turquía en Medio Oriente es parte de la diversificación gradual de la política exterior turca desde el final de la Guerra Fría. En efecto, Turquía está redescubriendo la región de la cual ha formado parte integral históricamente. En especial bajo los otomanos, Turquía fue la potencia dominante en Medio Oriente; el periodo republicano -- con su énfasis en no involucrarse en los asuntos medioorientales -- fue una anomalía. El actual activismo de Turquía es un regreso a un patrón más tradicional.

Sin embargo, los responsables políticos estadounidenses tendrán que acostumbrarse a tratar con una Turquía con mentalidad más independiente y firme. Como resultado de sus cada vez mayores intereses en Medio Oriente, es probable, por ejemplo, que sea sumamente cautelosa con permitir que Estados Unidos utilice sus instalaciones militares para operaciones en Medio Oriente y el Golfo Pérsico cuando no sirvan claramente a sus intereses o a los de la OTAN.

Al mismo tiempo, Estados Unidos tiene que construir una alianza estratégica más fuerte con Turquía. El tan anunciado documento "Visión compartida" que emitieron en julio de 2006 la secretaria de Estado Condoleezza Rice y el ministro de Relaciones Exteriores turco Abdullah Gul, que identifica áreas concretas en las que podría incrementarse la cooperación, proporciona un marco útil para construir esa nueva alianza estratégica. Pero Estados Unidos y Turquía tendrán que hacer ajustes importantes en sus políticas actuales si las ambiciosas metas del plan han de realizarse.

Tanto Ankara como Washington tienen que aceptar que la guerra en Irak ha creado nuevas realidades y desatado nuevas fuerzas a las que hay que adaptarse. Por más que lo deseen, no se puede retroceder en el tiempo. Es preciso aceptar, en particular, dos nuevas realidades. Primero, las posibilidades de que surja un fuerte gobierno central en Irak -- el resultado que prefieren tanto Ankara como Washington -- son casi nulas. Las diferencias entre las diversas fuerzas políticas son demasiado intensas, y de todos modos los kurdos iraquíes no aceptarían una fuerte autoridad central. En el mejor de los casos, surgirá un gobierno central débil; en el peor, Irak se fragmentará en varias entidades. Segundo, el norte de Irak ya es un cuasi-Estado de facto. Tiene un gobierno en funcionamiento que la población considera legítimo, su propio ejército y una bandera nacional, así como un fuerte sentido de identidad nacional.

Ankara también tiene que aceptar que fuerzas externas no pueden imponer una solución duradera; ésta sólo puede darse como resultado de un acuerdo satisfactorio entre Turquía y los kurdos iraquíes. Esto no significa que Ankara deba reconocer o aceptar un Estado kurdo independiente en Irak, pero tendrá que iniciar un diálogo con la dirigencia kurda iraquí.

Al parecer, el gobierno de Erdogan lo reconoce. El año pasado, dio varios pequeños pasos en la dirección correcta. Autorizó vuelos chárter a dos ciudades kurdas y reabrió el consulado turco en Mosul. Hay un intenso comercio transfronterizo con los kurdos en el norte de Irak, sobre todo de petróleo crudo y gasolina, una fuente vital de apoyo económico para el gobierno regional kurdo en el norte de Irak.

Sin embargo, las fuerzas armadas turcas se oponen a tal diálogo: afirman que los dos principales grupos kurdos en Irak, el Partido Democrático de Kurdistán, encabezado por Massoud Barzani, y la Unión Patriótica de Kurdistán, dirigida por el presidente iraquí Jalal Talabani, dan apoyo militar y material al PKK. Dada la importancia de las fuerzas armadas en la política turca, sobre todo en asuntos de seguridad nacional, el gobierno necesitará su apoyo -- o al menos su consentimiento -- si se espera que cualquier clase de diálogo con los kurdos iraqués tenga éxito.

Si bien las fuerzas armadas turcas pueden exagerar el grado de apoyo que el PKK recibe de los líderes kurdos iraquíes, éstos no han sido suficientemente agresivos a la hora de tomar medidas enérgicas contra el PKK. No queda claro si esto se debe a que los kurdos iraquíes consideran al PKK como un elemento de negociación para usarlo más adelante a cambio de concesiones en Kirkuk o a que temen la oposición de los líderes kurdos más jóvenes y radicales. Lo que sí está claro es que una política más enérgica hacia el PKK es una condición sine qua non para mitigar las tensiones entre la dirigencia kurda iraquí y Turquía.

Estados Unidos tiene que desempeñar un papel más activo en ayudar a calmar las tensiones entre Ankara y la dirigencia kurda iraquí. La designación en septiembre pasado de Joseph Ralston, general retirado de la fuerza aérea y ex comandante en jefe aliado de la OTAN para Europa, como enviado especial responsable de coordinar los esfuerzos contra el PKK fue un paso en la dirección correcta. Pero su misión ha arrojado pocos resultados concretos. En consecuencia, el gobierno de Erdogan ha caído bajo la creciente presión de las fuerzas armadas turcas para emprender acciones militares unilaterales contra el PKK, cosa que crearía mucha desestabilización y podría provocar que se extendiera el conflicto de Irak.

Al mismo tiempo, las recientes tensiones entre el gobierno de Erdogan y las fuerzas armadas turcas sobre la selección de un nuevo presidente turco han amenazado la estabilidad del propio país y hecho más urgente la participación de Estados Unidos. Washington tiene que ejercer mayor presión sobre la dirigencia kurda iraquí, en particular sobre el gobierno regional de Kurdistán, para adoptar medidas drásticas contra las actividades del PKK y cerrar sus campamentos de adiestramiento. Deberá insistir en que las autoridades kurdas iraquíes detengan a los líderes del PKK -- muchos de los cuales recorren libremente el norte de Irak e incluso aparecen en los canales de televisión controlados por el gobierno -- y los entreguen al gobierno turco. Tal acción tendría un enorme impacto en la opinión pública en Turquía y reduciría significativamente el creciente sentimiento antiestadounidense en el país.

Asimismo, Estados Unidos debe alentar al gobierno turco a abordar más resueltamente los agravios que padecen los kurdos en Turquía. Las acciones de Ankara deberán contemplar un esfuerzo integral para promover el desarrollo económico del sureste de Turquía, una de las partes más pobres y menos desarrolladas del país y principal foco de reclutamiento para el PKK, en especial entre los kurdos más jóvenes. Una medida útil sería abrir el sistema político turco a una mayor participación de grupos kurdos en el parlamento. La mayoría de los kurdos turcos no está de acuerdo con los objetivos o los métodos del PKK, pero cree que se trata del único grupo que defiende sus intereses. Si los grupos kurdos tuvieran una mayor oportunidad de representar abiertamente esos intereses en el parlamento, el PKK perdería simpatías entre los kurdos de Turquía.

Por último, los responsables políticos estadounidenses tienen que prestar más atención a otros temas de seguridad de Turquía, como las implicaciones estratégicas de las ambiciones nucleares de Irán. Cabe esperar que la posibilidad de que Irán obtenga armas nucleares aumente el interés de Turquía en la defensa contra misiles. Sin embargo, los actuales planes para desplegar elementos de un sistema estadounidense de defensa antimisiles en Polonia y la República Checa tienen el propósito de ofrecer protección sólo contra amenazas de misiles de largo alcance de Irán y Corea del Norte, y excluyen el sur de Europa y Turquía, con lo que de hecho se divide a Europa en dos zonas de seguridad desiguales. Esto va a reforzar el sentimiento de inseguridad de Turquía y el desencanto con sus aliados occidentales, pues ya enfrenta una amenaza de los sistemas iraníes de corto y mediano alcance, algunos de los cuales pueden llegar a partes del este del país. Estados Unidos tiene que desarrollar un sistema de defensa contra misiles de corto y mediano alcance -- quizás mediante el despliegue de sistemas Patriot -- que pueda proteger a Turquía y el resto del sur de Europa. De no hacerlo, los actuales planes podrían agravar las preocupaciones de seguridad de Turquía y crear nuevas tensiones en las relaciones de Washington con Ankara.

Consideradas en conjunto, estas medidas demostrarían que Estados Unidos afronta con seriedad las principales preocupaciones de seguridad de Turquía, y podrían constituir los componentes básicos para desarrollar una alianza estratégica significativa con Ankara. Sin embargo, el tiempo se agota. A menos que Washington tome rápidamente medidas más resueltas para encarar estos temas, es probable que las relaciones con Turquía se deterioren aún más, y Estados Unidos perderá una importante oportunidad para incrementar la estabilidad en una región que se está volviendo esencial para su propia seguridad.

LA HORA DE LA DISTENSIÓN CON IRÁN


Ray Takeyh

Una estrella ascendente

A más de cinco años de que la administración Bush prometiera transformar Medio Oriente, la región, en efecto, es profundamente diferente. Los reveses de Washington en Irak, la humillación del poderío israelí en Líbano, el ascenso de los antes marginados chiítas y el predominio de los partidos fundamentalistas islámicos han empujado a Medio Oriente al borde del caos.

En medio de este lío está la República Islámica de Irán. Su régimen no sólo ha sobrevivido a las embestidas estadounidenses, sino que ha logrado incrementar la influencia de Irán en la región. Irán se encuentra ahora en el centro de los principales problemas de Medio Oriente -- desde las guerras civiles que se despliegan en Irak y Líbano al desafío a la seguridad en el Golfo Pérsico -- , y es difícil imaginar que cualquiera de ellos pueda resolverse sin la cooperación de Teherán. Mientras tanto, el poder de Teherán está siendo incrementado constantemente con su programa nuclear, que avanza sin dificultades serias pese a las protestas habituales de la comunidad internacional.

Esta última situación ha puesto a Washington en aprietos. Desde la revolución que derrocó al sha en 1979, Estados Unidos ha sostenido una serie de políticas incoherentes hacia Teherán. En varios momentos ha tratado de derribar al régimen, incluso, en alguna ocasión, amenazándolo con acciones militares. En otros, ha buscado mantener conversaciones sobre un conjunto limitado de temas. En todo momento ha trabajado por encajonar a Irán y limitar su influencia en la región. Pero ninguna de tales formas de proceder ha funcionado, sobre todo no la contención, que es todavía la estrategia de opción en el debate de la política hacia Irán.

Si espera poder domar a Irán, Estados Unidos debe replantear su estrategia de arriba abajo. La República Islámica no va a irse en ningún momento cercano, y no puede limitarse su creciente influencia regional. Washington debe evitar opciones militares atractivas sólo en la superficie, la expectativa de conversaciones condicionales y su política de contener a Irán, a favor de una nueva política de distensión. En particular, debería ofrecer a los pragmatistas de Teherán una oportunidad para reanudar las relaciones diplomáticas y económicas. Así, armados con la expectativa de una nueva relación con Estados Unidos, los pragmatistas estarían en posición de marginar a los radicales de Teherán y tratar de inclinar la balanza de poder a su favor. Cuanto más pronto Washington reconozca estas verdades y normalice finalmente las relaciones con su antagonista más tenaz de Medio Oriente, mejor.

Sin buenas opciones

Cuando el presidente George W. Bush se refiere a Irán, suele insistir en que "todas las opciones están sobre la mesa": un recordatorio nada sutil de que Washington podría usar la fuerza contra Teherán si todo lo demás falla. Esta amenaza pasa por alto el hecho de que Estados Unidos no tiene ninguna opción militar realista contra Irán. Para proteger sus instalaciones nucleares de posibles golpes estadounidenses, Irán las ha dispersado por todo el país y las ha ubicado muy por debajo del suelo. Así, cualquier ataque estadounidense tendría que vencer tanto los retos relacionados con la inteligencia (cómo encontrar los sitios) como los espinosos relacionados con la logística (cómo impactarlos). (Como ha mostrado la debacle en Irak, la inteligencia estadounidense no siempre es tan confiable como debería serlo.) E incluso un ataque militar exitoso no terminaría con las ambiciones nucleares de los mullahs; ello sólo los motivaría a reconstruir las instalaciones destruidas, y a hacerlo con aun menos consideración de las obligaciones consignadas en los tratados de Irán.

¿Qué pasaría si se sostiene un diálogo condicional, como el propuesto por la secretaria de Estado Condoleezza Rice? En mayo de 2006, Rice parecía haber dado un importante paso adelante cuando anunció que Estados Unidos estaría dispuesto a participar en conversaciones multilaterales con Irán sobre la cuestión nuclear si Teherán suspendía sus actividades de enriquecimiento de uranio. Pero la declaración consignaba, erróneamente, la disputa entre Estados Unidos e Irán como un mero problema de desarme. En realidad, las diferencias políticas y estratégicas entre ambos países tienen raíces mucho más profundas... y requieren un planteamiento mucho más amplio.

Dadas estas desagradables realidades, muchos políticos estadounidenses han empezado a gravitar hacia lo que ven como la opción menos objetable: la contención. Su esperanza radica en que la aplicación sistemática de la presión diplomática y las sanciones económicas contrarrestarán los propósitos inicuos de Teherán en el corto plazo y, a la larga, abrirán la puerta a un nuevo gobierno iraní, más democrático y más susceptible a los intereses estadounidenses.

La idea de contener a Irán no es nueva; de una forma u otra, ha sido la política de facto de Estados Unidos desde el inicio de la República Islámica, y ha disfrutado de amplio respaldo bipartidista en Washington. Sin embargo, para suscribirla hoy con buena conciencia, uno debe responder importantes preguntas: ¿puede contenerse realmente a un Estado que proyecta su influencia a través de medios indirectos, como son apoyar el terrorismo, financiar delegados y asociarse con partidos chiítas extranjeros? ¿Estarán dispuestas otras naciones de la región a ayudar a Estados Unidos a aislar a Irán?

Si Washington se pusiera a considerar racionalmente sus alternativas, rápidamente se daría cuenta de que las respuestas a estas preguntas son negativas. Pero la política estadounidense ha estado dominada por mucho tiempo por una sospecha visceral respecto de Teherán. Durante los impetuosos días posteriores a la revolución de 1979, la rabia islamista de Irán pareció imponente y peligrosamente expansiva. La élite clerical en el poder vio las fronteras de Irán como reliquias de un pasado deshonroso y pareció comprometida con exportar la revolución. Sin embargo, el orden regional resultó ser más duradero de lo que los mullahs esperaban, y la mayor parte de los sueños revolucionarios de Irán perecieron en los campos de batalla de Irak en la década de 1980. La costosa guerra con Bagdad obligó a la élite clerical a reconocer los límites de su poder y la impracticabilidad de sus ambiciones. Teherán persistió con su retórica universalista, pero su política exterior se volvió bastante pragmática. De todos modos, una percepción de Irán como fuerza de desestabilización cuajó en la imaginación estadounidense y ha perdurado desde entonces, aun cuando Irán dejó de ser un Estado revisionista desde hace mucho y ahora se ha vuelto una potencia mediana que busca la preeminencia regional. En otras palabras, la contención ya dejó de ser apropiada debido a que Irán dejó de ser un Estado revolucionario inclinado a exportar por la fuerza su modelo de gobierno.

De hecho, la contención nunca funcionó, y tiene aún menos oportunidades de funcionar en el futuro. Sus fracasos han sido bien documentados en informes anuales del Departamento de Estado, los cuales detallan el actual apoyo de Irán al terrorismo y advierten sobre los adelantos en su programa nuclear.

Las sanciones y otras formas de presión estadounidense no han logrado evitar la mala conducta iraní. Peor aún, recientemente la administración Bush ha dado pasos que hacen de la contención una política todavía menos efectiva. La mal aconsejada invasión de Irak por parte de Washington ha beneficiado a Teherán al elevar las simpatías de los partidos chiítas locales hacia Irán. Muy lejos quedaron los días en que un Irak poderoso y de predominio sunita podía funcionar como contrapeso al poder chiíta en Irán. Los chiítas de Irak apenas son homogéneos, pero los principales partidos chiítas en el poder en Bagdad -- Dawa y el Consejo Supremo para la Revolución Islámica en Irak -- mantienen estrechos lazos con Teherán. Ello no significa que los nuevos dirigentes de Irak estén dispuestos a subordinar sus intereses a los de Irán, pero es improbable que se confronten con la República Islámica a instancias de Washington.

Tampoco es probable que cualquier otro país de Medio Oriente se enfrente resueltamente a Irán el día de hoy. Una larga tradición de ganarse la seguridad del Imperio Británico y luego de Estados Unidos ofreció históricamente a los dominios de los jeques árabes del Golfo Pérsico un grado de independencia vis-à-vis su poderoso vecino persa. Pero la impetuosa conducta de la administración Bush y su ineficiencia para pacificar Irak han destrozado la confianza local en las capacidades estadounidenses. Un generalizado sentimiento contra Estados Unidos ha hecho más difícil que los gobiernos de la región puedan cooperar con Washington o permitir la presencia de sus fuerzas armadas en su suelo. Estados Unidos puede ser capaz de mantener fuerzas navales frente a las costas y pequeñas bases en estados confiables como Kuwait, pero es improbable que tenga una presencia significativa en la región, ya que es demasiado impopular entre las masas y parece demasiado errático a las élites. Muchos estados del Golfo Pérsico tienen más confianza en las motivaciones de Irán que en los propósitos desestabilizadores de Estados Unidos. Así, mientras crece el poder de Irán, es probable que los dominios de los jeques locales opten más por acomodarse con Teherán que por confrontarlo.

La comunidad internacional también ha mostrado cierta indiferencia respecto de las acciones de Irán. Durante el año pasado, la administración Bush se apuntó varios puntos procesales contra Teherán: por ejemplo, a insistencia de Washington, el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas censuró a Irán y lo conminó a la suspensión de su programa nuclear. A pesar de tales éxitos simbólicos, sin embargo, hoy son pocas las grandes potencias que apoyan la imposición de sanciones enérgicas a la República Islámica. Ello no se debe a que los franceses sean pusilánimes o a que los rusos carezcan de principios, sino a que los aliados de Washington no están de acuerdo en que Irán represente una amenaza importante y urgente.

Para ellos, las ambiciones nucleares de Irán e incluso su tendencia al terrorismo son desafíos perturbadores pero manejables, que pueden abordarse sin recurrir a la fuerza militar o a medidas económicas coercitivas. Durante los primeros días de la Guerra Fría, Estados Unidos era capaz de otorgar apoyo para contener a la Unión Soviética porque la mayoría de sus asociados europeos estaban igual de preocupados por los soviéticos que la Unión Americana. No pasa lo mismo con el Irán de hoy; con la excepción de Israel, son pocos los amigos de Estados Unidos que parecen estar muy preocupados.

Un asunto para recordar

A fin de desplegar una política más inteligente hacia Irán, los dirigentes estadounidenses deben aceptar primero ciertos hechos desagradables -- como el predominio de Irán como potencia regional y la resistencia de su régimen -- y luego preguntarse cómo pueden resolverse. Pese a su incendiaria retórica y sus extravagantes demandas, la República Islámica no es la Alemania nazi. Es una potencia oportunista que busca afirmar su predominio en su vecindario inmediato sin recurrir a la guerra. Reconociendo que Irán es una potencia en ascenso, Estados Unidos debería entablar conversaciones con miras a crear un marco para regular la influencia de Teherán, manifestar una disposición para coexistir con Irán y a la vez limitar sus excesos. En otras palabras, Washington debe abrazar una política de distensión.

Con todo lo descabellado que pueda parecer este planteamiento, Estados Unidos tiene la experiencia de lidiar con potencias aparentemente intratables. A finales de la década de 1960, cuando en Asia menguaba la presencia estadounidense, China empezó a ejercitar sus músculos en su vecindario. El presidente Richard Nixon y Henry Kissinger, su consejero de seguridad nacional, no reaccionaron negando la realidad del poderío chino. Iniciaron conversaciones con Beijing, pronto obtuvieron la asistencia de China para finalizar la Guerra de Vietnam y para estabilizar a Asia del Este. De manera similar, la política de distensión del gobierno de Nixon hacia la Unión Soviética tuvo éxito no sólo en prevenir el conflicto con Moscú, sino en ganar su cooperación en temas críticos sobre el control de armas.

No es del todo claro si hoy Irán estaría tan dispuesto a ser un socio negociador como antes lo fueron China y la Unión Soviética. Pero hay una razón para esperar que así sea. Los recientes acontecimientos en Medio Oriente y las propias convulsiones internas de Irán han colocado a Teherán en una coyuntura crítica: la emergencia de Irán como el Estado más poderoso en el Golfo Pérsico indica que Teherán podría alterar a la larga su relación con su gran Némesis; debe moverse hacia la coexistencia o hacia la confrontación con Estados Unidos.

En previos intentos de negociaciones con Washington, el gobierno iraní había preferido conversaciones amplias sobre discusiones de un solo tema. En su última respuesta a la oferta conjunta de Estados Unidos y la Unión Europea en el verano pasado, Teherán subrayó su disposición a "una cooperación de largo plazo en áreas de seguridad, económicas y políticas y energéticas a fin de alcanzar la seguridad sostenible en la región y la seguridad energética de largo plazo". También sostuvo que "para resolver el problema a la vista de manera sostenible, no habría más alternativa que reconocer y eliminar las raíces subyacentes y las causas que habían llevado a ambas partes a la actualmente complicada posición".

Dejar atrás esta "complicada posición" puede requerir que Washington preste una atención más estrecha a los recientes cambios en Teherán. La necesidad de Teherán de una política exterior mejor adaptada a los cambios en Medio Oriente, el carácter faccioso y permanente del régimen y, quizás lo más importante, el ascenso de una nueva generación de dirigentes en Teherán han despertado importantes debates dentro del propio régimen. Si Estados Unidos juega bien sus cartas, podría convertirse en un árbitro importante en tales deliberaciones.

Los occidentales tienden a considerar la política interna de Irán como una disputa entre los de línea dura y los pragmatistas. Los engaños del ex presidente Hashemi Rafsanjani y el dirigente supremo, Ali Khamenei, junto con los flujos y reflujos del movimiento de reformas, han preocupado a los extranjeros que esperan inclinar la política iraní hacia la democratización. Pero esos observadores no han logrado darse cuenta de que el viejo modelo de liberales versus conservadores ya no se sostiene. El régimen iraní está en proceso de transformarse, bajo la influencia de un grupo en ascenso de jóvenes conservadores. Los ancianos de la revolución aún retienen la autoridad definitiva, pero cada vez más están reaccionando a las iniciativas lanzadas por sus discípulos más enérgicos. Ya no existe una línea de falla principal que va entre la izquierda y la derecha; hoy, las fisuras en Teherán van entre los ancianos y los jóvenes, y entre los jóvenes de la nueva derecha.

A diferencia de sus predecesores de la década de 1980, estos nuevos dirigentes -- incluso el provocador presidente iraní, Mahmoud Ahmadinejad -- se han abstenido de denunciar y maquinar el derrocamiento de las monarquías del Golfo Pérsico y los regímenes pro-occidentales de Egipto y Jordania; están más interesados en las relaciones externas de estos estados que en su composición interna. También se han abstenido de exportar la Revolución Iraní a los fértiles suelos de Irak. Previendo la oposición a tales intentos de los clérigos y políticos chiítas iraquíes de alto nivel, los funcionarios iraníes han preferido concentrarse en asuntos más prácticos. Aunque quieren un vecino amistoso y complaciente, no se hacen ilusiones de que los chiítas iraquíes cederían a los mandatos de Teherán. Continúan apoyando a los partidos chiítas en Irak no porque quieran instalar un títere o un delegado suyo allá, sino porque esperan prevenir el ascenso de otro régimen hostil dominado por los sunitas.

Esto no debe sugerir que la nueva derecha no esté buscando cambios significativos en las relaciones internacionales de Irán. Pero los debates que atraen la atención en el Teherán de hoy se concentran en cómo el régimen puede consolidar su esfera de influencia y aprovechar mejor su condición hegemónica en la región emergente. El desplazamiento del Talibán en Afganistán y de Saddam Hussein, así como el embrollo de Estados Unidos en Irak, han hecho que los inexpertos revolucionarios de Irán perciban oportunidades únicas para el predominio de su país. Irán ahora se considera como la nación indispensable en Medio Oriente.

Divididos nos mantenemos en pie

Como es habitual en cualquier facción dominante en la política iraní, sin embargo, la nueva derecha misma está fracturada. Y uno de los asuntos que la dividen es si los intereses de Irán serán mejor servidos coexistiendo con Estados Unidos o desafiándolo. En un extremo del espectro están los radicales, cuyo exponente más prominente es el presidente Ahmadinejad pero también incluye a individuos en otros puestos críticos, como Morteza Rezai, subcomandante de las Guardias Revolucionarias, y Mojtaba Hashemi Samareh, viceministro del Interior. Al derivar su poder de las Guardias Revolucionarias (en especial de su aparato de inteligencia), la fuerza paramilitar Basij y grupos como la Alianza de los Urbanizadores del Irán Islámico y la Asociación Islámica de Ingenieros, los radicales no pueden ser fácilmente ignorados. Aunque muchos miembros de alto nivel del clero descartan las pretensiones religiosas de Ahmadinejad, éste ha obtenido el apoyo de un estrecho segmento de la clase clerical, en especial el ultrarreaccionario ayatolá Muhammad Taqi Mesbah-Yazdi, guía espiritual de muchos jóvenes reaccionarios.

La experiencia política formativa de muchos de estos radicales no fue la revolución de 1979, sino la guerra contra Irak en la década de 1980, que los dejó con un gran desdén por Estados Unidos y la comunidad internacional y obsesionados con la confianza en sí mismos. Según estos veteranos, la guerra mostró que los intereses de Irán no pueden ser salvaguardados adhiriéndose a los tratados internacionales o apelando a la opinión occidental. En particular, Ahmadinejad y sus aliados consideran a Estados Unidos como "el Gran Satán", fuente de contaminación cultural y potencia capitalista rapaz que explota los recursos indígenas. De acuerdo con su visión, Estados Unidos ha causado todas las desventuras de Irán, desde el régimen del sha hasta la invasión del país por parte del Irak de Saddam. Pero además consideran que Estados Unidos es una potencia en declive. El general Hussein Salami, comandante de las Guardias Revolucionarias, dijo en marzo de 2006: "Hemos evaluado el poder máximo de la arrogancia global, y con base en ello no hay nada de qué preocuparse".

Pese a sus profundas convicciones religiosas, Ahmadinejad no es un mesianista que busque introducir un nuevo orden mundial; es un astuto manipulador que trata de despertar la indignación pública en un vecindario caótico. Él entiende que las matanzas en Irak, el estancado proceso de paz entre Israel y los palestinos, y la incapacidad de los gobernantes árabes para hacer frente a Washington han creado una intensa actitud antiestadounidense en todo Medio Oriente, y que hay una creciente ansia popular de encontrar un dirigente dispuesto a enfrentarse a Israel y a Estados Unidos. Y él desea demasiado ser ese dirigente. Para tal fin, ha empleado un discurso incendiario acerca del Holocausto y de Israel, apoya a Hezbollah y apela a la solidaridad musulmana para superar las divisiones sectarias, convirtiendo a su país persa chiíta en objeto de admiración de los árabes sunitas, inclusive.

Es comprensible, también, que Ahmadinejad y sus aliados consideren la adquisición de armas nucleares como algo crítico para consolidar la posición de Irán y ayudar al país a eclipsar la influencia estadounidense en la región: un premio cuyo logro bien vale la pena sufrir dolores y sanciones. El ayatolá Mesbah-Yazdi ha declarado que esa tarea es una "gran prueba divina", y el periódico Kayhan, portavoz de la extrema derecha, ha sostenido que "el conocimiento y la capacidad de hacer armas nucleares" son "necesarios para la preparación de la siguiente fase" en "el campo de batalla futuro". Dada su desconfianza en Washington, los partidarios de la línea dura suponen que las objeciones de Estados Unidos a sus ambiciones nucleares tienen menos que ver con contrarrestar la proliferación que con aprovechar ese tema para conseguir el respaldo de los aliados de Estados Unidos contra Irán. Como lo planteó Ahmadinejad: "Si se resuelve este problema, entonces [los estadounidenses] recurrirán al tema de los derechos humanos. Si se resuelve el tema de los derechos humanos, entonces probablemente recurrirán al tema de los derechos de los animales".

Las balandronadas de Ahmadinejad han logrado convertirlo en objeto de la atención internacional en los últimos dos años, cosa que ha facilitado que los observadores externos pasen por alto el surgimiento de otra facción importante dentro de la nueva derecha de Irán. Este grupo, aunque también conservador, tiende a poner por delante el nacionalismo iraní sobre la identidad islámica y el pragmatismo sobre la ideología. Entre los dirigentes del grupo están Ali Larijani, presidente del Consejo Supremo de Seguridad Nacional; Abbas Mohtaj, comandante de la armada de Irán, y Ezzatollah Zarghami, director de Radiodifusión de la República Islámica de Irán; todos ellos son nacionalistas que, como los radicales, se formaron en la Guerra Irán-Irak pero extrajeron conclusiones diferentes de ella. Durante la década de 1990, cuando los reformistas se apoderaban de muchas de las instituciones estatales iraníes, estos conservadores se replegaron a los centros de investigación, en especial la Universidad Imam Hussein, para reevaluar las relaciones internacionales de Irán. Si juzgamos por sus escritos y discursos, parecen haber concluido que el fin de la Guerra Fría y la ubicación geográfica única de Irán lo convertía en una potencia regional natural y que el progreso de su país había sido obstaculizado por los excesos ideológicos del régimen y su posición innecesariamente hostil hacia Occidente. La única forma de que Irán materializara su potencial, sostenían, era que se comportara con más prudencia, y ello significaba limitar algunas expresiones de su influencia, accediendo a ciertas normas internacionales y negociando pactos mutuamente aceptables con sus adversarios. En los dos últimos años, muchos miembros de esta facción pragmática se han alzado para influir dentro del Consejo Supremo de Seguridad Nacional, la comunidad de inteligencia y las fuerzas armadas. Valiéndose de sus enlaces con las redes clericales tradicionales y sus muy cercanos lazos con el dirigente supremo, están tratando de arrebatar el control de las relaciones internacionales de Irán de las manos de los militantes. La verdadera importancia de las elecciones municipales de Irán en diciembre de 2006, en las cuales la facción de Ahmadinejad obtuvo resultados decepcionantes, radicó no tanto en la restauración del movimiento reformista como en el hecho de que muchos de los conservadores más jóvenes que no estaban a gusto con las políticas de Ahmadinejad hicieron bien su labor.

Nada divide más a los dos grupos de la nueva derecha que su actitud hacia Estados Unidos. Los pragmatistas sostienen que el predominio de Irán no puede garantizarse sin una relación más racional con Washington. En una entrevista a finales de 2005, Larijani dijo: "Es muy posible que los estadounidenses sean nuestros enemigos", pero "colaborar con el enemigo es parte de la labor de la política". Y añadió: "La estrategia de contener y reducir los desbarajustes y normalizar las relaciones es en sí misma beneficiosa en el largo plazo". A semejanza de los halcones, Larijani y sus aliados sostienen que la presencia estadounidense en Medio Oriente está obligada a disminuir, pero, a diferencia de los halcones, les preocupa que ésta continúe impidiendo el resurgimiento de Teherán. Desde su punto de vista, allanar las relaciones con Estados Unidos permitiría a Irán incrementar su influencia en la región.

Los moderados están de acuerdo con los radicales en que para aumentar su influencia Irán necesita una capacidad de armas nucleares. Como ha resaltado el subdirector del Consejo Supremo de Seguridad Nacional, Ali Hosseinitash: "El programa nuclear es una oportunidad para esforzarnos en adquirir una posición estratégica y consolidar nuestra identidad nacional". Pero los moderados también creen en la restricción. Defienden que Irán mantenga su adhesión a sus obligaciones consignadas en el Tratado de No Proliferación Nuclear (NPT, por sus siglas en inglés) y destacan la importancia de conceder medidas de construcción de confianza a la comunidad internacional. Tienen la esperanza de que al mejorar la relación de Teherán con Washington puedan mitigar las preocupaciones estadounidenses sobre el desarrollo nuclear iraní sin tener que abandonar del todo el programa.

Sobre este debate atraviesa el indeciso dirigente supremo, quien hasta ahora ha apoyado provisionalmente el impulso de los pragmatistas para realizar negociaciones con Estados Unidos. Por el otro lado, Khamenei, decidido ideólogo de la sospecha hacia Estados Unidos, parece suscribir las encendidas denuncias de Ahmadinejad respecto de Occidente tanto como su activo islamismo. Khamenei tiene deficientes credenciales religiosas -- su falta de erudición lo coloca en desventaja en el estado clerical jerárquico -- y tal debilidad lo ha obligado a confiar en elementos reaccionarios para asentar su poder; le sería difícil refrenar al resuelto Ahmadinejad. Por otro lado, la relación de Khamenei con los defensores de la línea dura siempre ha sido preocupante, pues han puesto en duda su resolución durante tiempos de crisis. A fin de sobrevivir a la traicionera política de la República Islámica, Khamenei ha equilibrado a las diferentes facciones sin autorizar excesivamente a cualquiera de ellas.

Hasta ahora, los pragmatistas han logrado empujar a Khamenei a aceptar negociaciones potenciales con Estados Unidos en temas de interés mutuo. Pero el panorama político de Irán está cambiando con rapidez. El declive en la suerte de Estados Unidos en Irak, la oportuna victoria de Hezbollah contra Israel en el verano pasado y el éxito de la desafiante diplomacia nuclear de Ahmadinejad parecen haber obtenido buenos resultados para quienes buscan la confrontación. El dirigente supremo, propenso a la indecisión, ahora parece evasivo para resolver los debates internos en Teherán de una manera concluyente.

Juntos

El camino más eficaz para que Washington resuelva su incertidumbre a su favor sería poner en práctica una diplomacia más imaginativa. Ello requeriría más que un cambio de políticas; requeriría un cambio de paradigma. Guiados por la noción de la contención, desde hace mucho tiempo los políticos estadounidenses han visto en la normalización de las relaciones el resultado final de un largo proceso de negociaciones. Pero con una nueva política de compromiso, la normalización tendría que ser el punto de partida de las conversaciones; esto facilitaría, entonces, las discusiones en temas como las armas nucleares y el terrorismo. Una estrategia que procure crear una red de seguridad mutuamente reforzadora y arreglos económicos tiene la mejor posibilidad de vincular a Irán a la situación que hoy predomina en la región. En esencia, se crearía una nueva situación, en la cual la relación de Teherán con Washington sería más valiosa para el régimen que sus lazos con Hezbollah o su afán de tener armas nucleares.

Para provocar tal cambio, Washington debe fortalecer las manos de los pragmatistas de Teherán ofreciendo a Irán suavizar las sanciones y establecer relaciones diplomáticas. El reconocimiento de Washington de la posición regional de Irán y más profundos lazos económicos con Occidente podrían, a la larga, hacer que Khamenei marginara a los radicales que insisten en que sólo la confrontación con Estados Unidos puede permitir a Irán lograr sus objetivos nacionales.

A medida que Estados Unidos reconsidera su política hacia Irán, debería prescindir de la noción de ofrecer a Teherán garantías de seguridad. Es algo convencional, y hasta rutinario, en círculos de política exterior de Washington apuntar que el enigma de Irán sólo puede resolverse si la administración Bush se compromete a no atacar a Irán. Este argumento pone en evidencia una malentendido fundamental de cómo la República Islámica percibe su poder y su lugar en el Medio Oriente de hoy. Los guardianes del régimen teocrático no temen a Estados Unidos; no se relacionan con la comunidad internacional desde una posición de vulnerabilidad estratégica. Hoy Teherán no busca seguridades contra ataques militares estadounidenses, sino un reconocimiento de su estatus y su influencia.

Sin embargo, Estados Unidos no necesita hacer cambios importantes en su enfoque hacia Irán en términos de forma y fondo. Dada la naturaleza teocrática del régimen iraní y su paranoia, Washington tendrá que adaptar su retórica. Los funcionarios estadounidenses ya no pueden seguir denunciando que Irán es un "puesto de avanzada de la tiranía" o el "banquero central del terrorismo" en un momento y proponer negociaciones en el siguiente. Como todos los regímenes nacidos de una revolución, Teherán insiste en que la comunidad internacional no sólo reconozca sus intereses sino que también legitime su poder. Los teócratas de Irán no son de ningún modo únicos; recuérdese que durante décadas los soviéticos demandaron que Estados Unidos reconociera oficialmente las demarcaciones de la Posguerra en Europa del Este. Una nueva política estadounidense hacia Irán tendrá que reconocer oficialmente la autoridad de la República Islámica.

En este ánimo, Washington debe abandonar su política desesperada de un cambio de régimen, y con ella su ínfimo premio de 75 millones de dólares a los exiliados iraníes y para las emisiones en Irán. Por un lado, tal idealismo está fuera de lugar. A diferencia de Europa del Este en la década de 1980, Irán sencillamente no tiene un movimiento de oposición con capacidad aglutinadora dispuesto a aceptar la dirección y el financiamiento de Estados Unidos. Por el otro, los llamados al cambio de régimen son contraproducentes. Las arremetidas de Washington y la ayuda que presta a la (inexistente) oposición democrática han convencido a muchos iraníes de línea dura de que la oferta de Washington de negociar es un intento de socavar el régimen de Teherán. Así, cualquier esfuerzo de los moderados de comprometerse con Estados Unidos suele ser denunciado como una concesión a las maniobras subversivas del Gran Satán. Sin duda Irán cambiará, pero en sus propios términos y a su propio ritmo. Estados Unidos tiene interés en promover un gobierno más tolerante en Teherán, pero no le será de mucha ayuda transmitir los cuentos increíbles de los exiliados iraníes ni los llamados de Bush al indiferente populacho iraní. La integración de Irán a la economía mundial y a la sociedad global haría mucho más para acelerar su transformación democrática.

Reglas de compromiso

El mejor camino hacia una relación eficaz y comprometida con Irán es que Washington establezca negociaciones directas sobre temas de importancia crítica, siguiendo cuatro vías separadas. Puesto que el propósito de las conversaciones sería normalizar las relaciones, la primera vía sería tratar de establecer un itinerario para reanudar una relación diplomática, levantando gradualmente las sanciones estadounidenses y devolviendo los activos congelados de Irán. Ofrecer incentivos significativos como éstos abriría un largo camino hacia la facilitación de discusiones productivas en temas más complicados y probablemente mejoraría la buena voluntad hacia Estados Unidos entre el público iraní.

Considerando el avance del programa nuclear de Irán, este tema merece ser prioritario en las conversaciones de la segunda vía. La noción de que la República Islámica seguirá el modelo libio y desmantelará por completo su infraestructura nuclear es insostenible. La tarea de los negociadores que trabajan en este tema consistiría en diseñar medidas que Teherán podría aceptar para recuperar la confianza de la comunidad internacional, como someterse a un régimen riguroso de inspección para mostrar que su programa nuclear no está siendo desviado hacia propósitos militares. Irán debe recibir seguridades de sus derechos en el marco del NPT para desarrollar una capacidad limitada de enriquecimiento de uranio; a su vez, sin embargo, debería tener que someterse a procedimientos de verificación, como inspecciones repentinas, permitir la presencia permanente de personal de la Agencia Internacional de Energía Atómica y revelar completamente sus actividades previas. Puede ser que el objetivo definitivo de Irán sea producir armas nucleares. Pero el caso de Irak demuestra que un exigente proceso de verificación respaldado por la comunidad internacional puede obstruir tales ambiciones.

Las negociaciones de la tercera vía deberían concentrarse en torno a Irak. A la luz del informe Baker-Hamilton, muchos políticos y expertos en Washington han estado muy ocupados ofreciendo razones de por qué Irán no será de ayuda. Pero muchos de esos argumentos son falaces. El primer mito es la noción de que Teherán preferiría ver a los soldados estadounidenses permanecer y morir en Irak porque el creciente número de bajas disuadirá a Estados Unidos de embarcarse en otra desventura. De hecho, a casi cuatro años de una guerra inconclusa, los funcionarios iraníes creen que las ambiciones imperiales de Estados Unidos han disminuido lo suficiente, que el gigante ya no necesita más derramamiento de sangre. El segundo mito sostiene que ganarse la cooperación de Irán requeriría abandonar las sanciones de la ONU contra su programa nuclear. Pero tal razonamiento presupone que existe un robusto proceso de la ONU que necesita ser demorado, lo cual es inexacto. Y, a diferencia de sus homólogos estadounidenses, los dirigentes iraníes perciben poca conexión entre su política hacia Irak y su política nuclear. El consenso prevaleciente en el Teherán actual es que la ocupación estadounidense de Irak previene avances políticos mensurables allá y que la única manera de que Irak pueda ser estabilizado es el retiro gradual de las fuerzas estadounidenses.

Más allá de las percepciones y motivaciones de Teherán, su influencia en Irak lo hace un socio indispensable. Aunque Irán ha estado ocupado en mejorar los destinos de sus aliados chiítas iraquíes y en armar a sus milicias, y Washington ha respondido con recriminaciones, los dos gobiernos tienen muchos objetivos en común. Teherán, como Washington, está interesado en desactivar la guerra civil en curso y mantener la unidad de Irak. La élite gobernante iraní también reconoce que la manera más conveniente de lograr sus objetivos es mediante elecciones, las cuales han de dar más capacidad a la mayoritaria comunidad chiíta. Un Estado iraquí funcional facilitaría la salida de las fuerzas estadounidenses, neutralizaría la insurgencia e incorporaría a los sunitas moderados en el orden de gobierno; todos esos objetivos sirven a los intereses tanto de Irán como de Estados Unidos.

En vez de lamentar la influencia de Irán en Irak, los políticos estadounidenses deberían concentrarse en el desafío de manejar ese poder en forma constructiva. Una vez que se reconozca la influencia legítima de Irán y se establezca un marco de armonización entre las políticas de ambos países, será más fácil para Washington hacer demandas a Teherán. La Casa Blanca estaría en una mejor posición para presionar a Teherán. Por ejemplo, atenuar las tendencias secesionistas de los chiítas iraquíes y mantener controlados a actores recalcitrantes como el jefe de milicias chiítas Muqtada al-Sadr. Además, el Irán de hoy es uno de los mayores socios comerciales de Irak. Estados Unidos debe facilitar más tal comercio porque ayuda a estabilizar el sur de Irak. Cuanto más pronto reconozca Washington que Teherán puede desempeñar un papel útil en Irak, más pronto puede ser capaz de prevenir la fragmentación de Irak y la desestabilización adicional del Golfo Pérsico.

El cuarto -- y más espinoso -- conjunto de negociaciones tendría que concentrarse en el proceso de paz palestino-israelí, al cual Teherán se ha opuesto rotundamente, a menudo dando apoyo al terrorismo. El antagonismo de Teherán hacia Israel se basa en su ideología islamista, que niega la legitimidad de la empresa sionista. El respaldo de Irán a Hezbollah y Hamas da a Teherán una voz en un área que trasciende su alcance militar. Dado que Hezbollah salió triunfante y con más popularidad que nunca de su conflicto con Israel el verano pasado, la determinación de Irán se ha endurecido aún más. Washington tendrá que cambiar esa postura. Si Irán y Estados Unidos tratan de normalizar sus relaciones, entonces, por primera vez, la beligerancia de Teherán hacia Israel podría provocar que pierda sus verdaderos beneficios.

Un examen cuidadoso de la historia de Irán revela que su comportamiento puede cambiar para bien. Por ejemplo, en la década de 1990, los incentivos correctos persuadieron a Teherán a detener los asesinatos de disidentes iraníes en Europa y el respaldo a ciertas actividades terroristas en el Golfo Pérsico. En 1997, un tribunal alemán condenó a agentes del gobierno iraní por asesinar a dirigentes de la oposición kurda en un restaurante en Berlín cinco años antes, cosa que hizo que varios gobiernos europeos retiraran a sus emisarios de Teherán e impusieran restricciones comerciales. La República Islámica rápidamente abandonó la práctica de poner en su mira a disidentes en el exilio. En una vena similar, Arabia Saudita y los estados del Golfo consintieron en normalizar relaciones con Irán en la década de 1990 sólo si éste dejaba de apoyar a los elementos radicales en esos estados. En ese caso, también, las ventajas estratégicas de la distensión convencieron a Teherán de cambiar sus formas de actuar.

Washington debería aplicar esas lecciones ahora. A medida que Estados Unidos e Irán traten de resolver sus diferencias, es probable que un ímpetu natural lleve a Teherán a abandonar su oposición al proceso de paz en Medio Oriente y a dejar de apoyar al terrorismo. Tal cambio debería ser apoyado con estímulos diplomáticos y económicos. La meta sería no persuadir a Teherán a abandonar a Hezbollah, por ejemplo, sino presionar a Teherán para que, a su vez, pueda persuadir a Hezbollah a desempeñar un papel constructivo en la política libanesa y dejar de atacar a Israel.

Durante casi tres décadas, la creación de una relación racional entre Estados Unidos e Irán ha sido obstruida por airadas emociones y discursos irresponsables. Muy a menudo el pragmatismo ha sido sacrificado en el altar de la ideología, y los intereses comunes se han oscurecido por complicados agravios históricos. Hoy, sin embargo, en Irán existe al menos una facción poderosa -- los pragmatistas de la nueva derecha -- dispuesta a considerar arreglarse con Washington. Si Washington establece una reciprocidad delineando una estrategia amplia de distensión, sería posible que Irán y Estados Unidos superen finalmente su hostilidad mutua.

Un nuevo paradigma no puede impedir la tensión, o incluso entrar en conflicto, pero podría persuadir a Teherán de que la mejor manera de servir a sus intereses sería que contuviera voluntariamente sus tendencias radicales. Irán seguirá siendo un problema para Estados Unidos en el futuro previsible; la cuestión es cómo manejar mejor sus complejidades y contradicciones. El ofrecimiento de Estados Unidos de normalizar las relaciones e iniciar conversaciones sobre todos los temas importantes entre ambos estados daría a Irán la oportunidad de elegir si quiere ser una nación que defiende imperativos legítimos o una guiada por ilusiones contraproducentes. Y, por primera vez en décadas, hay un indicio de que Irán puede optar por lo primero.