lunes, 15 de septiembre de 2008

LA HORA DE LA DISTENSIÓN CON IRÁN


Ray Takeyh

Una estrella ascendente

A más de cinco años de que la administración Bush prometiera transformar Medio Oriente, la región, en efecto, es profundamente diferente. Los reveses de Washington en Irak, la humillación del poderío israelí en Líbano, el ascenso de los antes marginados chiítas y el predominio de los partidos fundamentalistas islámicos han empujado a Medio Oriente al borde del caos.

En medio de este lío está la República Islámica de Irán. Su régimen no sólo ha sobrevivido a las embestidas estadounidenses, sino que ha logrado incrementar la influencia de Irán en la región. Irán se encuentra ahora en el centro de los principales problemas de Medio Oriente -- desde las guerras civiles que se despliegan en Irak y Líbano al desafío a la seguridad en el Golfo Pérsico -- , y es difícil imaginar que cualquiera de ellos pueda resolverse sin la cooperación de Teherán. Mientras tanto, el poder de Teherán está siendo incrementado constantemente con su programa nuclear, que avanza sin dificultades serias pese a las protestas habituales de la comunidad internacional.

Esta última situación ha puesto a Washington en aprietos. Desde la revolución que derrocó al sha en 1979, Estados Unidos ha sostenido una serie de políticas incoherentes hacia Teherán. En varios momentos ha tratado de derribar al régimen, incluso, en alguna ocasión, amenazándolo con acciones militares. En otros, ha buscado mantener conversaciones sobre un conjunto limitado de temas. En todo momento ha trabajado por encajonar a Irán y limitar su influencia en la región. Pero ninguna de tales formas de proceder ha funcionado, sobre todo no la contención, que es todavía la estrategia de opción en el debate de la política hacia Irán.

Si espera poder domar a Irán, Estados Unidos debe replantear su estrategia de arriba abajo. La República Islámica no va a irse en ningún momento cercano, y no puede limitarse su creciente influencia regional. Washington debe evitar opciones militares atractivas sólo en la superficie, la expectativa de conversaciones condicionales y su política de contener a Irán, a favor de una nueva política de distensión. En particular, debería ofrecer a los pragmatistas de Teherán una oportunidad para reanudar las relaciones diplomáticas y económicas. Así, armados con la expectativa de una nueva relación con Estados Unidos, los pragmatistas estarían en posición de marginar a los radicales de Teherán y tratar de inclinar la balanza de poder a su favor. Cuanto más pronto Washington reconozca estas verdades y normalice finalmente las relaciones con su antagonista más tenaz de Medio Oriente, mejor.

Sin buenas opciones

Cuando el presidente George W. Bush se refiere a Irán, suele insistir en que "todas las opciones están sobre la mesa": un recordatorio nada sutil de que Washington podría usar la fuerza contra Teherán si todo lo demás falla. Esta amenaza pasa por alto el hecho de que Estados Unidos no tiene ninguna opción militar realista contra Irán. Para proteger sus instalaciones nucleares de posibles golpes estadounidenses, Irán las ha dispersado por todo el país y las ha ubicado muy por debajo del suelo. Así, cualquier ataque estadounidense tendría que vencer tanto los retos relacionados con la inteligencia (cómo encontrar los sitios) como los espinosos relacionados con la logística (cómo impactarlos). (Como ha mostrado la debacle en Irak, la inteligencia estadounidense no siempre es tan confiable como debería serlo.) E incluso un ataque militar exitoso no terminaría con las ambiciones nucleares de los mullahs; ello sólo los motivaría a reconstruir las instalaciones destruidas, y a hacerlo con aun menos consideración de las obligaciones consignadas en los tratados de Irán.

¿Qué pasaría si se sostiene un diálogo condicional, como el propuesto por la secretaria de Estado Condoleezza Rice? En mayo de 2006, Rice parecía haber dado un importante paso adelante cuando anunció que Estados Unidos estaría dispuesto a participar en conversaciones multilaterales con Irán sobre la cuestión nuclear si Teherán suspendía sus actividades de enriquecimiento de uranio. Pero la declaración consignaba, erróneamente, la disputa entre Estados Unidos e Irán como un mero problema de desarme. En realidad, las diferencias políticas y estratégicas entre ambos países tienen raíces mucho más profundas... y requieren un planteamiento mucho más amplio.

Dadas estas desagradables realidades, muchos políticos estadounidenses han empezado a gravitar hacia lo que ven como la opción menos objetable: la contención. Su esperanza radica en que la aplicación sistemática de la presión diplomática y las sanciones económicas contrarrestarán los propósitos inicuos de Teherán en el corto plazo y, a la larga, abrirán la puerta a un nuevo gobierno iraní, más democrático y más susceptible a los intereses estadounidenses.

La idea de contener a Irán no es nueva; de una forma u otra, ha sido la política de facto de Estados Unidos desde el inicio de la República Islámica, y ha disfrutado de amplio respaldo bipartidista en Washington. Sin embargo, para suscribirla hoy con buena conciencia, uno debe responder importantes preguntas: ¿puede contenerse realmente a un Estado que proyecta su influencia a través de medios indirectos, como son apoyar el terrorismo, financiar delegados y asociarse con partidos chiítas extranjeros? ¿Estarán dispuestas otras naciones de la región a ayudar a Estados Unidos a aislar a Irán?

Si Washington se pusiera a considerar racionalmente sus alternativas, rápidamente se daría cuenta de que las respuestas a estas preguntas son negativas. Pero la política estadounidense ha estado dominada por mucho tiempo por una sospecha visceral respecto de Teherán. Durante los impetuosos días posteriores a la revolución de 1979, la rabia islamista de Irán pareció imponente y peligrosamente expansiva. La élite clerical en el poder vio las fronteras de Irán como reliquias de un pasado deshonroso y pareció comprometida con exportar la revolución. Sin embargo, el orden regional resultó ser más duradero de lo que los mullahs esperaban, y la mayor parte de los sueños revolucionarios de Irán perecieron en los campos de batalla de Irak en la década de 1980. La costosa guerra con Bagdad obligó a la élite clerical a reconocer los límites de su poder y la impracticabilidad de sus ambiciones. Teherán persistió con su retórica universalista, pero su política exterior se volvió bastante pragmática. De todos modos, una percepción de Irán como fuerza de desestabilización cuajó en la imaginación estadounidense y ha perdurado desde entonces, aun cuando Irán dejó de ser un Estado revisionista desde hace mucho y ahora se ha vuelto una potencia mediana que busca la preeminencia regional. En otras palabras, la contención ya dejó de ser apropiada debido a que Irán dejó de ser un Estado revolucionario inclinado a exportar por la fuerza su modelo de gobierno.

De hecho, la contención nunca funcionó, y tiene aún menos oportunidades de funcionar en el futuro. Sus fracasos han sido bien documentados en informes anuales del Departamento de Estado, los cuales detallan el actual apoyo de Irán al terrorismo y advierten sobre los adelantos en su programa nuclear.

Las sanciones y otras formas de presión estadounidense no han logrado evitar la mala conducta iraní. Peor aún, recientemente la administración Bush ha dado pasos que hacen de la contención una política todavía menos efectiva. La mal aconsejada invasión de Irak por parte de Washington ha beneficiado a Teherán al elevar las simpatías de los partidos chiítas locales hacia Irán. Muy lejos quedaron los días en que un Irak poderoso y de predominio sunita podía funcionar como contrapeso al poder chiíta en Irán. Los chiítas de Irak apenas son homogéneos, pero los principales partidos chiítas en el poder en Bagdad -- Dawa y el Consejo Supremo para la Revolución Islámica en Irak -- mantienen estrechos lazos con Teherán. Ello no significa que los nuevos dirigentes de Irak estén dispuestos a subordinar sus intereses a los de Irán, pero es improbable que se confronten con la República Islámica a instancias de Washington.

Tampoco es probable que cualquier otro país de Medio Oriente se enfrente resueltamente a Irán el día de hoy. Una larga tradición de ganarse la seguridad del Imperio Británico y luego de Estados Unidos ofreció históricamente a los dominios de los jeques árabes del Golfo Pérsico un grado de independencia vis-à-vis su poderoso vecino persa. Pero la impetuosa conducta de la administración Bush y su ineficiencia para pacificar Irak han destrozado la confianza local en las capacidades estadounidenses. Un generalizado sentimiento contra Estados Unidos ha hecho más difícil que los gobiernos de la región puedan cooperar con Washington o permitir la presencia de sus fuerzas armadas en su suelo. Estados Unidos puede ser capaz de mantener fuerzas navales frente a las costas y pequeñas bases en estados confiables como Kuwait, pero es improbable que tenga una presencia significativa en la región, ya que es demasiado impopular entre las masas y parece demasiado errático a las élites. Muchos estados del Golfo Pérsico tienen más confianza en las motivaciones de Irán que en los propósitos desestabilizadores de Estados Unidos. Así, mientras crece el poder de Irán, es probable que los dominios de los jeques locales opten más por acomodarse con Teherán que por confrontarlo.

La comunidad internacional también ha mostrado cierta indiferencia respecto de las acciones de Irán. Durante el año pasado, la administración Bush se apuntó varios puntos procesales contra Teherán: por ejemplo, a insistencia de Washington, el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas censuró a Irán y lo conminó a la suspensión de su programa nuclear. A pesar de tales éxitos simbólicos, sin embargo, hoy son pocas las grandes potencias que apoyan la imposición de sanciones enérgicas a la República Islámica. Ello no se debe a que los franceses sean pusilánimes o a que los rusos carezcan de principios, sino a que los aliados de Washington no están de acuerdo en que Irán represente una amenaza importante y urgente.

Para ellos, las ambiciones nucleares de Irán e incluso su tendencia al terrorismo son desafíos perturbadores pero manejables, que pueden abordarse sin recurrir a la fuerza militar o a medidas económicas coercitivas. Durante los primeros días de la Guerra Fría, Estados Unidos era capaz de otorgar apoyo para contener a la Unión Soviética porque la mayoría de sus asociados europeos estaban igual de preocupados por los soviéticos que la Unión Americana. No pasa lo mismo con el Irán de hoy; con la excepción de Israel, son pocos los amigos de Estados Unidos que parecen estar muy preocupados.

Un asunto para recordar

A fin de desplegar una política más inteligente hacia Irán, los dirigentes estadounidenses deben aceptar primero ciertos hechos desagradables -- como el predominio de Irán como potencia regional y la resistencia de su régimen -- y luego preguntarse cómo pueden resolverse. Pese a su incendiaria retórica y sus extravagantes demandas, la República Islámica no es la Alemania nazi. Es una potencia oportunista que busca afirmar su predominio en su vecindario inmediato sin recurrir a la guerra. Reconociendo que Irán es una potencia en ascenso, Estados Unidos debería entablar conversaciones con miras a crear un marco para regular la influencia de Teherán, manifestar una disposición para coexistir con Irán y a la vez limitar sus excesos. En otras palabras, Washington debe abrazar una política de distensión.

Con todo lo descabellado que pueda parecer este planteamiento, Estados Unidos tiene la experiencia de lidiar con potencias aparentemente intratables. A finales de la década de 1960, cuando en Asia menguaba la presencia estadounidense, China empezó a ejercitar sus músculos en su vecindario. El presidente Richard Nixon y Henry Kissinger, su consejero de seguridad nacional, no reaccionaron negando la realidad del poderío chino. Iniciaron conversaciones con Beijing, pronto obtuvieron la asistencia de China para finalizar la Guerra de Vietnam y para estabilizar a Asia del Este. De manera similar, la política de distensión del gobierno de Nixon hacia la Unión Soviética tuvo éxito no sólo en prevenir el conflicto con Moscú, sino en ganar su cooperación en temas críticos sobre el control de armas.

No es del todo claro si hoy Irán estaría tan dispuesto a ser un socio negociador como antes lo fueron China y la Unión Soviética. Pero hay una razón para esperar que así sea. Los recientes acontecimientos en Medio Oriente y las propias convulsiones internas de Irán han colocado a Teherán en una coyuntura crítica: la emergencia de Irán como el Estado más poderoso en el Golfo Pérsico indica que Teherán podría alterar a la larga su relación con su gran Némesis; debe moverse hacia la coexistencia o hacia la confrontación con Estados Unidos.

En previos intentos de negociaciones con Washington, el gobierno iraní había preferido conversaciones amplias sobre discusiones de un solo tema. En su última respuesta a la oferta conjunta de Estados Unidos y la Unión Europea en el verano pasado, Teherán subrayó su disposición a "una cooperación de largo plazo en áreas de seguridad, económicas y políticas y energéticas a fin de alcanzar la seguridad sostenible en la región y la seguridad energética de largo plazo". También sostuvo que "para resolver el problema a la vista de manera sostenible, no habría más alternativa que reconocer y eliminar las raíces subyacentes y las causas que habían llevado a ambas partes a la actualmente complicada posición".

Dejar atrás esta "complicada posición" puede requerir que Washington preste una atención más estrecha a los recientes cambios en Teherán. La necesidad de Teherán de una política exterior mejor adaptada a los cambios en Medio Oriente, el carácter faccioso y permanente del régimen y, quizás lo más importante, el ascenso de una nueva generación de dirigentes en Teherán han despertado importantes debates dentro del propio régimen. Si Estados Unidos juega bien sus cartas, podría convertirse en un árbitro importante en tales deliberaciones.

Los occidentales tienden a considerar la política interna de Irán como una disputa entre los de línea dura y los pragmatistas. Los engaños del ex presidente Hashemi Rafsanjani y el dirigente supremo, Ali Khamenei, junto con los flujos y reflujos del movimiento de reformas, han preocupado a los extranjeros que esperan inclinar la política iraní hacia la democratización. Pero esos observadores no han logrado darse cuenta de que el viejo modelo de liberales versus conservadores ya no se sostiene. El régimen iraní está en proceso de transformarse, bajo la influencia de un grupo en ascenso de jóvenes conservadores. Los ancianos de la revolución aún retienen la autoridad definitiva, pero cada vez más están reaccionando a las iniciativas lanzadas por sus discípulos más enérgicos. Ya no existe una línea de falla principal que va entre la izquierda y la derecha; hoy, las fisuras en Teherán van entre los ancianos y los jóvenes, y entre los jóvenes de la nueva derecha.

A diferencia de sus predecesores de la década de 1980, estos nuevos dirigentes -- incluso el provocador presidente iraní, Mahmoud Ahmadinejad -- se han abstenido de denunciar y maquinar el derrocamiento de las monarquías del Golfo Pérsico y los regímenes pro-occidentales de Egipto y Jordania; están más interesados en las relaciones externas de estos estados que en su composición interna. También se han abstenido de exportar la Revolución Iraní a los fértiles suelos de Irak. Previendo la oposición a tales intentos de los clérigos y políticos chiítas iraquíes de alto nivel, los funcionarios iraníes han preferido concentrarse en asuntos más prácticos. Aunque quieren un vecino amistoso y complaciente, no se hacen ilusiones de que los chiítas iraquíes cederían a los mandatos de Teherán. Continúan apoyando a los partidos chiítas en Irak no porque quieran instalar un títere o un delegado suyo allá, sino porque esperan prevenir el ascenso de otro régimen hostil dominado por los sunitas.

Esto no debe sugerir que la nueva derecha no esté buscando cambios significativos en las relaciones internacionales de Irán. Pero los debates que atraen la atención en el Teherán de hoy se concentran en cómo el régimen puede consolidar su esfera de influencia y aprovechar mejor su condición hegemónica en la región emergente. El desplazamiento del Talibán en Afganistán y de Saddam Hussein, así como el embrollo de Estados Unidos en Irak, han hecho que los inexpertos revolucionarios de Irán perciban oportunidades únicas para el predominio de su país. Irán ahora se considera como la nación indispensable en Medio Oriente.

Divididos nos mantenemos en pie

Como es habitual en cualquier facción dominante en la política iraní, sin embargo, la nueva derecha misma está fracturada. Y uno de los asuntos que la dividen es si los intereses de Irán serán mejor servidos coexistiendo con Estados Unidos o desafiándolo. En un extremo del espectro están los radicales, cuyo exponente más prominente es el presidente Ahmadinejad pero también incluye a individuos en otros puestos críticos, como Morteza Rezai, subcomandante de las Guardias Revolucionarias, y Mojtaba Hashemi Samareh, viceministro del Interior. Al derivar su poder de las Guardias Revolucionarias (en especial de su aparato de inteligencia), la fuerza paramilitar Basij y grupos como la Alianza de los Urbanizadores del Irán Islámico y la Asociación Islámica de Ingenieros, los radicales no pueden ser fácilmente ignorados. Aunque muchos miembros de alto nivel del clero descartan las pretensiones religiosas de Ahmadinejad, éste ha obtenido el apoyo de un estrecho segmento de la clase clerical, en especial el ultrarreaccionario ayatolá Muhammad Taqi Mesbah-Yazdi, guía espiritual de muchos jóvenes reaccionarios.

La experiencia política formativa de muchos de estos radicales no fue la revolución de 1979, sino la guerra contra Irak en la década de 1980, que los dejó con un gran desdén por Estados Unidos y la comunidad internacional y obsesionados con la confianza en sí mismos. Según estos veteranos, la guerra mostró que los intereses de Irán no pueden ser salvaguardados adhiriéndose a los tratados internacionales o apelando a la opinión occidental. En particular, Ahmadinejad y sus aliados consideran a Estados Unidos como "el Gran Satán", fuente de contaminación cultural y potencia capitalista rapaz que explota los recursos indígenas. De acuerdo con su visión, Estados Unidos ha causado todas las desventuras de Irán, desde el régimen del sha hasta la invasión del país por parte del Irak de Saddam. Pero además consideran que Estados Unidos es una potencia en declive. El general Hussein Salami, comandante de las Guardias Revolucionarias, dijo en marzo de 2006: "Hemos evaluado el poder máximo de la arrogancia global, y con base en ello no hay nada de qué preocuparse".

Pese a sus profundas convicciones religiosas, Ahmadinejad no es un mesianista que busque introducir un nuevo orden mundial; es un astuto manipulador que trata de despertar la indignación pública en un vecindario caótico. Él entiende que las matanzas en Irak, el estancado proceso de paz entre Israel y los palestinos, y la incapacidad de los gobernantes árabes para hacer frente a Washington han creado una intensa actitud antiestadounidense en todo Medio Oriente, y que hay una creciente ansia popular de encontrar un dirigente dispuesto a enfrentarse a Israel y a Estados Unidos. Y él desea demasiado ser ese dirigente. Para tal fin, ha empleado un discurso incendiario acerca del Holocausto y de Israel, apoya a Hezbollah y apela a la solidaridad musulmana para superar las divisiones sectarias, convirtiendo a su país persa chiíta en objeto de admiración de los árabes sunitas, inclusive.

Es comprensible, también, que Ahmadinejad y sus aliados consideren la adquisición de armas nucleares como algo crítico para consolidar la posición de Irán y ayudar al país a eclipsar la influencia estadounidense en la región: un premio cuyo logro bien vale la pena sufrir dolores y sanciones. El ayatolá Mesbah-Yazdi ha declarado que esa tarea es una "gran prueba divina", y el periódico Kayhan, portavoz de la extrema derecha, ha sostenido que "el conocimiento y la capacidad de hacer armas nucleares" son "necesarios para la preparación de la siguiente fase" en "el campo de batalla futuro". Dada su desconfianza en Washington, los partidarios de la línea dura suponen que las objeciones de Estados Unidos a sus ambiciones nucleares tienen menos que ver con contrarrestar la proliferación que con aprovechar ese tema para conseguir el respaldo de los aliados de Estados Unidos contra Irán. Como lo planteó Ahmadinejad: "Si se resuelve este problema, entonces [los estadounidenses] recurrirán al tema de los derechos humanos. Si se resuelve el tema de los derechos humanos, entonces probablemente recurrirán al tema de los derechos de los animales".

Las balandronadas de Ahmadinejad han logrado convertirlo en objeto de la atención internacional en los últimos dos años, cosa que ha facilitado que los observadores externos pasen por alto el surgimiento de otra facción importante dentro de la nueva derecha de Irán. Este grupo, aunque también conservador, tiende a poner por delante el nacionalismo iraní sobre la identidad islámica y el pragmatismo sobre la ideología. Entre los dirigentes del grupo están Ali Larijani, presidente del Consejo Supremo de Seguridad Nacional; Abbas Mohtaj, comandante de la armada de Irán, y Ezzatollah Zarghami, director de Radiodifusión de la República Islámica de Irán; todos ellos son nacionalistas que, como los radicales, se formaron en la Guerra Irán-Irak pero extrajeron conclusiones diferentes de ella. Durante la década de 1990, cuando los reformistas se apoderaban de muchas de las instituciones estatales iraníes, estos conservadores se replegaron a los centros de investigación, en especial la Universidad Imam Hussein, para reevaluar las relaciones internacionales de Irán. Si juzgamos por sus escritos y discursos, parecen haber concluido que el fin de la Guerra Fría y la ubicación geográfica única de Irán lo convertía en una potencia regional natural y que el progreso de su país había sido obstaculizado por los excesos ideológicos del régimen y su posición innecesariamente hostil hacia Occidente. La única forma de que Irán materializara su potencial, sostenían, era que se comportara con más prudencia, y ello significaba limitar algunas expresiones de su influencia, accediendo a ciertas normas internacionales y negociando pactos mutuamente aceptables con sus adversarios. En los dos últimos años, muchos miembros de esta facción pragmática se han alzado para influir dentro del Consejo Supremo de Seguridad Nacional, la comunidad de inteligencia y las fuerzas armadas. Valiéndose de sus enlaces con las redes clericales tradicionales y sus muy cercanos lazos con el dirigente supremo, están tratando de arrebatar el control de las relaciones internacionales de Irán de las manos de los militantes. La verdadera importancia de las elecciones municipales de Irán en diciembre de 2006, en las cuales la facción de Ahmadinejad obtuvo resultados decepcionantes, radicó no tanto en la restauración del movimiento reformista como en el hecho de que muchos de los conservadores más jóvenes que no estaban a gusto con las políticas de Ahmadinejad hicieron bien su labor.

Nada divide más a los dos grupos de la nueva derecha que su actitud hacia Estados Unidos. Los pragmatistas sostienen que el predominio de Irán no puede garantizarse sin una relación más racional con Washington. En una entrevista a finales de 2005, Larijani dijo: "Es muy posible que los estadounidenses sean nuestros enemigos", pero "colaborar con el enemigo es parte de la labor de la política". Y añadió: "La estrategia de contener y reducir los desbarajustes y normalizar las relaciones es en sí misma beneficiosa en el largo plazo". A semejanza de los halcones, Larijani y sus aliados sostienen que la presencia estadounidense en Medio Oriente está obligada a disminuir, pero, a diferencia de los halcones, les preocupa que ésta continúe impidiendo el resurgimiento de Teherán. Desde su punto de vista, allanar las relaciones con Estados Unidos permitiría a Irán incrementar su influencia en la región.

Los moderados están de acuerdo con los radicales en que para aumentar su influencia Irán necesita una capacidad de armas nucleares. Como ha resaltado el subdirector del Consejo Supremo de Seguridad Nacional, Ali Hosseinitash: "El programa nuclear es una oportunidad para esforzarnos en adquirir una posición estratégica y consolidar nuestra identidad nacional". Pero los moderados también creen en la restricción. Defienden que Irán mantenga su adhesión a sus obligaciones consignadas en el Tratado de No Proliferación Nuclear (NPT, por sus siglas en inglés) y destacan la importancia de conceder medidas de construcción de confianza a la comunidad internacional. Tienen la esperanza de que al mejorar la relación de Teherán con Washington puedan mitigar las preocupaciones estadounidenses sobre el desarrollo nuclear iraní sin tener que abandonar del todo el programa.

Sobre este debate atraviesa el indeciso dirigente supremo, quien hasta ahora ha apoyado provisionalmente el impulso de los pragmatistas para realizar negociaciones con Estados Unidos. Por el otro lado, Khamenei, decidido ideólogo de la sospecha hacia Estados Unidos, parece suscribir las encendidas denuncias de Ahmadinejad respecto de Occidente tanto como su activo islamismo. Khamenei tiene deficientes credenciales religiosas -- su falta de erudición lo coloca en desventaja en el estado clerical jerárquico -- y tal debilidad lo ha obligado a confiar en elementos reaccionarios para asentar su poder; le sería difícil refrenar al resuelto Ahmadinejad. Por otro lado, la relación de Khamenei con los defensores de la línea dura siempre ha sido preocupante, pues han puesto en duda su resolución durante tiempos de crisis. A fin de sobrevivir a la traicionera política de la República Islámica, Khamenei ha equilibrado a las diferentes facciones sin autorizar excesivamente a cualquiera de ellas.

Hasta ahora, los pragmatistas han logrado empujar a Khamenei a aceptar negociaciones potenciales con Estados Unidos en temas de interés mutuo. Pero el panorama político de Irán está cambiando con rapidez. El declive en la suerte de Estados Unidos en Irak, la oportuna victoria de Hezbollah contra Israel en el verano pasado y el éxito de la desafiante diplomacia nuclear de Ahmadinejad parecen haber obtenido buenos resultados para quienes buscan la confrontación. El dirigente supremo, propenso a la indecisión, ahora parece evasivo para resolver los debates internos en Teherán de una manera concluyente.

Juntos

El camino más eficaz para que Washington resuelva su incertidumbre a su favor sería poner en práctica una diplomacia más imaginativa. Ello requeriría más que un cambio de políticas; requeriría un cambio de paradigma. Guiados por la noción de la contención, desde hace mucho tiempo los políticos estadounidenses han visto en la normalización de las relaciones el resultado final de un largo proceso de negociaciones. Pero con una nueva política de compromiso, la normalización tendría que ser el punto de partida de las conversaciones; esto facilitaría, entonces, las discusiones en temas como las armas nucleares y el terrorismo. Una estrategia que procure crear una red de seguridad mutuamente reforzadora y arreglos económicos tiene la mejor posibilidad de vincular a Irán a la situación que hoy predomina en la región. En esencia, se crearía una nueva situación, en la cual la relación de Teherán con Washington sería más valiosa para el régimen que sus lazos con Hezbollah o su afán de tener armas nucleares.

Para provocar tal cambio, Washington debe fortalecer las manos de los pragmatistas de Teherán ofreciendo a Irán suavizar las sanciones y establecer relaciones diplomáticas. El reconocimiento de Washington de la posición regional de Irán y más profundos lazos económicos con Occidente podrían, a la larga, hacer que Khamenei marginara a los radicales que insisten en que sólo la confrontación con Estados Unidos puede permitir a Irán lograr sus objetivos nacionales.

A medida que Estados Unidos reconsidera su política hacia Irán, debería prescindir de la noción de ofrecer a Teherán garantías de seguridad. Es algo convencional, y hasta rutinario, en círculos de política exterior de Washington apuntar que el enigma de Irán sólo puede resolverse si la administración Bush se compromete a no atacar a Irán. Este argumento pone en evidencia una malentendido fundamental de cómo la República Islámica percibe su poder y su lugar en el Medio Oriente de hoy. Los guardianes del régimen teocrático no temen a Estados Unidos; no se relacionan con la comunidad internacional desde una posición de vulnerabilidad estratégica. Hoy Teherán no busca seguridades contra ataques militares estadounidenses, sino un reconocimiento de su estatus y su influencia.

Sin embargo, Estados Unidos no necesita hacer cambios importantes en su enfoque hacia Irán en términos de forma y fondo. Dada la naturaleza teocrática del régimen iraní y su paranoia, Washington tendrá que adaptar su retórica. Los funcionarios estadounidenses ya no pueden seguir denunciando que Irán es un "puesto de avanzada de la tiranía" o el "banquero central del terrorismo" en un momento y proponer negociaciones en el siguiente. Como todos los regímenes nacidos de una revolución, Teherán insiste en que la comunidad internacional no sólo reconozca sus intereses sino que también legitime su poder. Los teócratas de Irán no son de ningún modo únicos; recuérdese que durante décadas los soviéticos demandaron que Estados Unidos reconociera oficialmente las demarcaciones de la Posguerra en Europa del Este. Una nueva política estadounidense hacia Irán tendrá que reconocer oficialmente la autoridad de la República Islámica.

En este ánimo, Washington debe abandonar su política desesperada de un cambio de régimen, y con ella su ínfimo premio de 75 millones de dólares a los exiliados iraníes y para las emisiones en Irán. Por un lado, tal idealismo está fuera de lugar. A diferencia de Europa del Este en la década de 1980, Irán sencillamente no tiene un movimiento de oposición con capacidad aglutinadora dispuesto a aceptar la dirección y el financiamiento de Estados Unidos. Por el otro, los llamados al cambio de régimen son contraproducentes. Las arremetidas de Washington y la ayuda que presta a la (inexistente) oposición democrática han convencido a muchos iraníes de línea dura de que la oferta de Washington de negociar es un intento de socavar el régimen de Teherán. Así, cualquier esfuerzo de los moderados de comprometerse con Estados Unidos suele ser denunciado como una concesión a las maniobras subversivas del Gran Satán. Sin duda Irán cambiará, pero en sus propios términos y a su propio ritmo. Estados Unidos tiene interés en promover un gobierno más tolerante en Teherán, pero no le será de mucha ayuda transmitir los cuentos increíbles de los exiliados iraníes ni los llamados de Bush al indiferente populacho iraní. La integración de Irán a la economía mundial y a la sociedad global haría mucho más para acelerar su transformación democrática.

Reglas de compromiso

El mejor camino hacia una relación eficaz y comprometida con Irán es que Washington establezca negociaciones directas sobre temas de importancia crítica, siguiendo cuatro vías separadas. Puesto que el propósito de las conversaciones sería normalizar las relaciones, la primera vía sería tratar de establecer un itinerario para reanudar una relación diplomática, levantando gradualmente las sanciones estadounidenses y devolviendo los activos congelados de Irán. Ofrecer incentivos significativos como éstos abriría un largo camino hacia la facilitación de discusiones productivas en temas más complicados y probablemente mejoraría la buena voluntad hacia Estados Unidos entre el público iraní.

Considerando el avance del programa nuclear de Irán, este tema merece ser prioritario en las conversaciones de la segunda vía. La noción de que la República Islámica seguirá el modelo libio y desmantelará por completo su infraestructura nuclear es insostenible. La tarea de los negociadores que trabajan en este tema consistiría en diseñar medidas que Teherán podría aceptar para recuperar la confianza de la comunidad internacional, como someterse a un régimen riguroso de inspección para mostrar que su programa nuclear no está siendo desviado hacia propósitos militares. Irán debe recibir seguridades de sus derechos en el marco del NPT para desarrollar una capacidad limitada de enriquecimiento de uranio; a su vez, sin embargo, debería tener que someterse a procedimientos de verificación, como inspecciones repentinas, permitir la presencia permanente de personal de la Agencia Internacional de Energía Atómica y revelar completamente sus actividades previas. Puede ser que el objetivo definitivo de Irán sea producir armas nucleares. Pero el caso de Irak demuestra que un exigente proceso de verificación respaldado por la comunidad internacional puede obstruir tales ambiciones.

Las negociaciones de la tercera vía deberían concentrarse en torno a Irak. A la luz del informe Baker-Hamilton, muchos políticos y expertos en Washington han estado muy ocupados ofreciendo razones de por qué Irán no será de ayuda. Pero muchos de esos argumentos son falaces. El primer mito es la noción de que Teherán preferiría ver a los soldados estadounidenses permanecer y morir en Irak porque el creciente número de bajas disuadirá a Estados Unidos de embarcarse en otra desventura. De hecho, a casi cuatro años de una guerra inconclusa, los funcionarios iraníes creen que las ambiciones imperiales de Estados Unidos han disminuido lo suficiente, que el gigante ya no necesita más derramamiento de sangre. El segundo mito sostiene que ganarse la cooperación de Irán requeriría abandonar las sanciones de la ONU contra su programa nuclear. Pero tal razonamiento presupone que existe un robusto proceso de la ONU que necesita ser demorado, lo cual es inexacto. Y, a diferencia de sus homólogos estadounidenses, los dirigentes iraníes perciben poca conexión entre su política hacia Irak y su política nuclear. El consenso prevaleciente en el Teherán actual es que la ocupación estadounidense de Irak previene avances políticos mensurables allá y que la única manera de que Irak pueda ser estabilizado es el retiro gradual de las fuerzas estadounidenses.

Más allá de las percepciones y motivaciones de Teherán, su influencia en Irak lo hace un socio indispensable. Aunque Irán ha estado ocupado en mejorar los destinos de sus aliados chiítas iraquíes y en armar a sus milicias, y Washington ha respondido con recriminaciones, los dos gobiernos tienen muchos objetivos en común. Teherán, como Washington, está interesado en desactivar la guerra civil en curso y mantener la unidad de Irak. La élite gobernante iraní también reconoce que la manera más conveniente de lograr sus objetivos es mediante elecciones, las cuales han de dar más capacidad a la mayoritaria comunidad chiíta. Un Estado iraquí funcional facilitaría la salida de las fuerzas estadounidenses, neutralizaría la insurgencia e incorporaría a los sunitas moderados en el orden de gobierno; todos esos objetivos sirven a los intereses tanto de Irán como de Estados Unidos.

En vez de lamentar la influencia de Irán en Irak, los políticos estadounidenses deberían concentrarse en el desafío de manejar ese poder en forma constructiva. Una vez que se reconozca la influencia legítima de Irán y se establezca un marco de armonización entre las políticas de ambos países, será más fácil para Washington hacer demandas a Teherán. La Casa Blanca estaría en una mejor posición para presionar a Teherán. Por ejemplo, atenuar las tendencias secesionistas de los chiítas iraquíes y mantener controlados a actores recalcitrantes como el jefe de milicias chiítas Muqtada al-Sadr. Además, el Irán de hoy es uno de los mayores socios comerciales de Irak. Estados Unidos debe facilitar más tal comercio porque ayuda a estabilizar el sur de Irak. Cuanto más pronto reconozca Washington que Teherán puede desempeñar un papel útil en Irak, más pronto puede ser capaz de prevenir la fragmentación de Irak y la desestabilización adicional del Golfo Pérsico.

El cuarto -- y más espinoso -- conjunto de negociaciones tendría que concentrarse en el proceso de paz palestino-israelí, al cual Teherán se ha opuesto rotundamente, a menudo dando apoyo al terrorismo. El antagonismo de Teherán hacia Israel se basa en su ideología islamista, que niega la legitimidad de la empresa sionista. El respaldo de Irán a Hezbollah y Hamas da a Teherán una voz en un área que trasciende su alcance militar. Dado que Hezbollah salió triunfante y con más popularidad que nunca de su conflicto con Israel el verano pasado, la determinación de Irán se ha endurecido aún más. Washington tendrá que cambiar esa postura. Si Irán y Estados Unidos tratan de normalizar sus relaciones, entonces, por primera vez, la beligerancia de Teherán hacia Israel podría provocar que pierda sus verdaderos beneficios.

Un examen cuidadoso de la historia de Irán revela que su comportamiento puede cambiar para bien. Por ejemplo, en la década de 1990, los incentivos correctos persuadieron a Teherán a detener los asesinatos de disidentes iraníes en Europa y el respaldo a ciertas actividades terroristas en el Golfo Pérsico. En 1997, un tribunal alemán condenó a agentes del gobierno iraní por asesinar a dirigentes de la oposición kurda en un restaurante en Berlín cinco años antes, cosa que hizo que varios gobiernos europeos retiraran a sus emisarios de Teherán e impusieran restricciones comerciales. La República Islámica rápidamente abandonó la práctica de poner en su mira a disidentes en el exilio. En una vena similar, Arabia Saudita y los estados del Golfo consintieron en normalizar relaciones con Irán en la década de 1990 sólo si éste dejaba de apoyar a los elementos radicales en esos estados. En ese caso, también, las ventajas estratégicas de la distensión convencieron a Teherán de cambiar sus formas de actuar.

Washington debería aplicar esas lecciones ahora. A medida que Estados Unidos e Irán traten de resolver sus diferencias, es probable que un ímpetu natural lleve a Teherán a abandonar su oposición al proceso de paz en Medio Oriente y a dejar de apoyar al terrorismo. Tal cambio debería ser apoyado con estímulos diplomáticos y económicos. La meta sería no persuadir a Teherán a abandonar a Hezbollah, por ejemplo, sino presionar a Teherán para que, a su vez, pueda persuadir a Hezbollah a desempeñar un papel constructivo en la política libanesa y dejar de atacar a Israel.

Durante casi tres décadas, la creación de una relación racional entre Estados Unidos e Irán ha sido obstruida por airadas emociones y discursos irresponsables. Muy a menudo el pragmatismo ha sido sacrificado en el altar de la ideología, y los intereses comunes se han oscurecido por complicados agravios históricos. Hoy, sin embargo, en Irán existe al menos una facción poderosa -- los pragmatistas de la nueva derecha -- dispuesta a considerar arreglarse con Washington. Si Washington establece una reciprocidad delineando una estrategia amplia de distensión, sería posible que Irán y Estados Unidos superen finalmente su hostilidad mutua.

Un nuevo paradigma no puede impedir la tensión, o incluso entrar en conflicto, pero podría persuadir a Teherán de que la mejor manera de servir a sus intereses sería que contuviera voluntariamente sus tendencias radicales. Irán seguirá siendo un problema para Estados Unidos en el futuro previsible; la cuestión es cómo manejar mejor sus complejidades y contradicciones. El ofrecimiento de Estados Unidos de normalizar las relaciones e iniciar conversaciones sobre todos los temas importantes entre ambos estados daría a Irán la oportunidad de elegir si quiere ser una nación que defiende imperativos legítimos o una guiada por ilusiones contraproducentes. Y, por primera vez en décadas, hay un indicio de que Irán puede optar por lo primero.