lunes, 15 de septiembre de 2008

EL NUEVO MEDIO ORIENTE


Richard N. Haass

El fin de una era

Poco más de dos siglos después de que la llegada de Napoleón a Egipto anunciara el advenimiento del Medio Oriente moderno -- unos 80 años después de la desaparición del Imperio Otomano, 50 años después del final del colonialismo y menos de 20 años después del final de la Guerra Fría -- la era estadounidense en Medio Oriente, la cuarta en la historia moderna de la región, ha concluido. No se concretarán las expectativas de una nueva región semejante a Europa -- con paz, prosperidad y democracia -- . Es mucho más probable que surja un nuevo Medio Oriente que cause perjuicios a sí mismo, a Estados Unidos y al mundo.

Todas las eras se han definido por la influencia recíproca de fuerzas contendientes, tanto internas como externas a la región. Lo que ha cambiado es el equilibrio entre esas influencias. La próxima era de Medio Oriente promete ser una en la que los actores externos tengan un impacto relativamente modesto y las fuerzas locales disfruten de llevar la voz cantante, y en la cual los actores locales que van adquiriendo poder son radicales determinados a cambiar el estado de cosas imperante. Definir desde fuera el nuevo Medio Oriente será extremadamente difícil, pero será -- junto con la manera de tratar con una Asia dinámica -- el principal reto de la política exterior de Estados Unidos en las próximas décadas.

El Medio Oriente moderno nació a finales del siglo XVIII. Para algunos historiadores, el acontecimiento crucial fue la firma del tratado, en 1774, que ponía fin a la guerra entre el Imperio Otomano y Rusia; puede alegarse que fue más importante la relativamente fácil entrada de Napoleón en Egipto en 1798, cosa que mostró a los europeos que la región estaba madura para la conquista e incitaba a los intelectuales árabes y musulmanes a preguntarse -- como muchos siguen haciéndolo hoy -- por qué su civilización se había rezagado tanto en comparación con la Europa cristiana. El declive otomano en combinación con la penetración europea en la región generó la llamada "Cuestión Oriental", en referencia a cómo lidiar con los efectos del declive del Imperio Otomano, que varias partes han tratado de responder, desde entonces, llevando agua a su molino.

La primera era concluyó con la Primera Guerra Mundial, la extinción del Imperio Otomano, el establecimiento de la república turca y la división de los despojos de guerra entre los vencedores europeos. Lo que siguió fue una época de régimen colonial, dominada por Francia y el Reino Unido. Esta segunda era terminó unas cuatro décadas más tarde, después de que otra guerra mundial despojara a los europeos de mucha de su fuerza, creciera el nacionalismo árabe y las dos superpotencias empezaran a confrontarse. El historiador Albert Hourani, que escribió: "Quien gobierne el Cercano Oriente gobierna el mundo, y quien tiene intereses en el mundo debe estar preocupado por el Cercano Oriente", vio con razón que la crisis de Suez de 1956 marcaba el final de la era colonial y el principio de la era de la Guerra Fría en la región.

Durante la Guerra Fría, como ya había ocurrido, fuerzas externas habían desempeñado un papel dominante en Medio Oriente. Pero la misma naturaleza de la competencia entre Estados Unidos y la Unión Soviética dio a los estados locales un considerable margen de maniobra. La prueba decisiva de la era fue la guerra de octubre de 1973, que Estados Unidos y la Unión Soviética suspendieron en lo esencial en un empate, lo que dio lugar a una diplomacia ambiciosa, que incluía el acuerdo de paz entre Egipto e Israel.


De cualquier manera sería un error considerar a esta era como simplemente la época de una competencia bien manejada entre grandes potencias. La guerra de junio de 1967 cambió para siempre el equilibrio de poder en Medio Oriente. El uso del petróleo como arma económica y política en 1973 puso el acento sobre la vulnerabilidad estadounidense e internacional ante la baja de oferta del abasto y las alzas de precios. Además, el balance de cuentas de la Guerra Fría creó un contexto en el cual las fuerzas locales en Medio Oriente adquirieron una autonomía significativa como para permitirles satisfacer sus propias agendas. La revolución de 1979 en Irán, que acabó con uno de los pilares de la política estadounidense en la región, hizo evidente que los extranjeros no estarían en condiciones de tener control sobre los acontecimientos locales. Los estados árabes se resistieron a los intentos estadounidenses de persuadirlos a unirse a los proyectos antisoviéticos. La ocupación de Líbano por parte de Israel en 1982 generó a Hezbollah; la guerra entre Irán e Irak agotó a esos dos países durante una década.

Égloga estadounidense

El término de la Guerra Fría y la desaparición de la Unión Soviética condujeron a una cuarta era en la historia de la región, durante la cual Estados Unidos disfrutó de influencia y libertad de acción sin precedentes. Los rasgos predominantes de esta era estadounidense fueron la liberación de Kuwait dirigida por Estados Unidos, la prolongada permanencia de fuerzas terrestres y aéreas estadounidenses en la Península Arábica y un interés diplomático activo en tratar de resolver el conflicto árabe-israelí de una vez por todas (que culminó en el esfuerzo intenso pero al cabo infructuoso de la administración Clinton en Camp David). Más que ningún otro, este periodo ejemplificó el tema de lo que ahora se considera "el viejo Medio Oriente". La región quedó definida por un Irak agresivo pero frustrado, un Irán dividido y relativamente débil, un Israel visto como el estado más poderoso y la única potencia nuclear de la región, los fluctuantes precios del petróleo, los inestables regímenes árabes que reprimen a sus pueblos, la agitada coexistencia ente Israel y los palestinos y árabes y, más en general, el predominio estadounidense.

Lo que llevó a su fin a esta era en menos de dos décadas son varios factores, algunos estructurales, algunos intrínsecos. El más importante ha sido la decisión del gobierno de Bush de atacar a Irak en 2003 y la conducción de las operaciones y la ocupación resultante. Una de las pérdidas de la guerra ha sido un Irak dominado por los sunitas, que adquirió las fuerzas y motivaciones suficientes para establecer un equilibrio con el Irán chiíta. Las tensiones entre sunitas y chiítas, latentes por un tiempo, han salido a la superficie en Irak y en toda la región. Los terroristas se han hecho de una base en Irak y creado un nuevo conjunto de técnicas para exportar. En buena parte de la región, la democracia se ha llegado a asociar con la pérdida del orden público y el fin de la primacía sunita. La postura antiestadounidense, ya considerable, se ha fortalecido. Y el mantener ahí una enorme porción de las fuerzas armadas estadounidenses ha reducido el marco de influencia de Estados Unidos en el resto del mundo. Es una de las ironías de la historia que la primera guerra en Irak, una guerra obligada por la necesidad, determinó el inicio de la era estadounidense en Medio Oriente y que la segunda guerra iraquí, una guerra elegida, precipitó su término.

Hay otros factores de relevancia. Uno es la extinción del proceso de paz en Medio Oriente. Tradicionalmente, Estados Unidos disfrutaba de una capacidad única de negociar con árabes e israelíes. Pero los límites de esa capacidad quedaron al descubierto en Camp David en 2000. Desde entonces, la debilidad de los sucesores de Yasser Arafat, el ascenso de Hamas y la unilateralidad de Israel contribuyeron a poner de lado a Estados Unidos, cambio que fue reforzado por la actual actitud de la administración Bush de no ejercer una diplomacia activa.

Otro factor que ha contribuido a terminar la era estadounidense ha sido la incompetencia de los regímenes árabes tradicionales para contrarrestar el llamado del islamismo radical. Enfrentadas a elegir entre lo que perciben como dirigentes distantes y corruptos y los dirigentes religiosos poderosos, muchas personas de la región han optado por los segundos. Fue necesario el 11-S para que los dirigentes estadounidenses establecieran la conexión entre las sociedades cerradas y la incubación de los radicales. Pero su reacción -- a menudo un precipitado impulso por realizar elecciones independientemente del contexto político local -- ha ofrecido a los terroristas y quienes los respaldan más oportunidades de avance de lo que antes tenían.

Por último, la globalización ha cambiado la región. Hoy es menos difícil que los radicales adquieran financiamiento, armas, ideas y reclutas. El crecimiento de los nuevos medios, y sobre todo de la televisión satelital, ha convertido al mundo árabe en una "aldea regional" y la ha politizado. Buena parte del contenido exhibido -- escenas de violencia y destrucción en Irak, imágenes de prisioneros iraquíes y musulmanes maltratados que sufren en Gaza, Cisjordania y ahora Líbano -- ha hecho que mucha gente de Medio Oriente se aparte más de Estados Unidos. Como resultado, los gobiernos de Medio Oriente enfrentan ahora más dificultades en colaborar abiertamente con Estados Unidos, y así la influencia estadounidense en la región ha disminuido.

Lo que queda para el futuro

Los perfiles de lo que será la quinta era de Medio Oriente aún siguen definiéndose, pero son consecuencia natural del fin de la era estadounidense. Y son una docena las características que formarán el contexto de los acontecimientos diarios.

En primer lugar, Estados Unidos seguirá disfrutando de más influencia en la región que cualquier otra potencia extranjera, pero dicha influencia será más reducida de lo que antes fue. Ello refleja el creciente impacto de una disposición de las fuerzas internas y externas, los límites inherentes del poder de Estados Unidos y los resultados de sus elecciones de política.

En segundo lugar, Estados Unidos enfrentará cada vez más el reto de las políticas exteriores de otros agentes externos. La Unión Europea será de poca ayuda en Irak y es probable que adopte un enfoque distinto en torno al problema palestino. China se resistirá a presionar a Irán y tratará de asegurar la disponibilidad de abastos energéticos. Rusia, además, se opondrá a sancionar a Irán y buscará oportunidades para demostrar su independencia respecto de Estados Unidos. Tanto China como Rusia (así como muchos estados europeos) se distanciarán de los intentos estadounidenses de promover la reforma política en estados no democráticos en Medio Oriente.

En tercer lugar, Irán será uno de los dos estados más poderosos de la región. Se equivocan quienes han considerado que Irán se halla en un momento de baja espectacular. Irán goza de una enorme riqueza, constituye la más poderosa influencia externa en Irak y sostiene un sólido impulso sobre Hamas y Hezbollah. Se trata de un poder imperial clásico, con ambiciones para reconstruir la región a su imagen y el potencial para hacer realidad sus objetivos.

Cuarto, Israel será el otro estado poderoso de la región y el único país con una economía moderna capaz de competir en el plano global. Siendo el único estado en Medio Oriente que dispone de un arsenal nuclear, también posee las fuerzas armadas convencionales más capaces de toda la región. Sin embargo, debe soportar los costos de su ocupación de Cisjordania y manejar el reto de muchos frentes y múltiples dimensiones de retos de seguridad. En términos estratégicos, Israel está hoy en una posición más débil de lo que estaba antes de la crisis del verano en Líbano. Y su situación seguirá deteriorándose -- al igual que la de Estados Unidos -- si Irán consigue tener armas nucleares.

Quinto, en el futuro previsible no se vislumbra ningún proceso que se parezca a una paz viable. Como resultado de la polémica operación israelí en Líbano, el gobierno dirigido por Kadima será casi seguramente demasiado débil como para encabezar el apoyo en el país a cualquier política percibida como riesgosa o que merezca una agresión. El retiro unilateral se ha desacreditado ahora que ha habido ataques tras la salida de Israel de Líbano y Gaza. No existe ningún socio obvio en el lado palestino que a la vez sea capaz y esté dispuesto a hacer compromisos, lo que impide aún más las oportunidades de un arreglo negociado. Estados Unidos ha perdido mucho de su posición como mediador creíble y equitativo, al menos por ahora. Entre tanto, la expansión de asentamientos y la construcción de carreteras por parte de Israel continuarán rápidamente, lo que complica más la diplomacia.

Sexto, Irak, que es por tradición un centro de poder árabe, seguirá creando problemas durante años, con un gobierno central débil, una sociedad dividida y violencia sectaria continua. En el peor de los casos, se convertirá en un estado ingobernable azotado por una guerra civil abierta que se extenderá a sus vecinos.

Séptimo, el precio del petróleo seguirá siendo alto, como resultado de la fuerte demanda de China e India, el éxito limitado de reducir su consumo en Estados Unidos y de la persistente posibilidad de escasez en el abasto. Es mucho más probable que el precio del barril de petróleo exceda los 100 dólares a que descienda por debajo de los 40 dólares. Irán, Arabia Saudita y otros grandes productores se beneficiarán en forma desproporcionada.

Octavo, la formación de milicias continuará a buen paso. Los ejércitos privados se están volviendo más poderosos en Irak, Líbano y las áreas palestinas. Surgirán milicias, producto y causa a la vez de estados débiles, en cualquier parte donde haya un déficit percibido o real de autoridad y capacidad estatal. Los recientes combates en Líbano agravarán esta tendencia, pues Hezbollah ha ganado al no sufrir una derrota total mientras que Israel ha perdido al no conseguir una victoria total; este resultado envalentonará a Hezbollah y a quienes lo emulan.

Noveno, el terrorismo, definido como el uso intencional de la fuerza contra civiles a fin de lograr metas políticas, seguirá siendo una característica de la región. Se presentará en sociedades divididas, como Irak, y en sociedades donde los grupos radicales buscan debilitar y desacreditar al gobierno, como Arabia Saudita y Egipto. El terrorismo será cada vez más sofisticado y seguirá siendo una herramienta utilizada contra Israel y la presencia de Estados Unidos y otras potencias no autóctonas.

Décimo, el Islam cada vez más llenará el vacío político e intelectual en el mundo árabe y constituirá un fundamento para la política de una mayoría de habitantes de la región. El nacionalismo árabe y el socialismo árabe son cosas del pasado, y la democracia pertenece a un futuro distante, en el mejor de los casos. La unidad árabe es una consigna, no una realidad. La influencia de Irán y grupos asociados con él se ha fortalecido, y los esfuerzos por mejorar los lazos entre los gobiernos árabes e Israel y Estados Unidos se han complicado. Por su parte las tensiones entre sunitas y chiítas crecerán en todo Medio Oriente, causando problemas en países con sociedades divididas, como Bahrein, Líbano y Arabia Saudita.

Undécimo, es probable que los regímenes árabes permanezcan autoritarios y asuman una mayor intolerancia religiosa y una mayor actitud antiestadounidense. Dos protagonistas serán Egipto y Arabia Saudita. Egipto, que reúne aproximadamente a un tercio de la población del mundo árabe, ha introducido algunas reformas económicas constructivas. Pero su política no ha podido ir a la par. Por el contrario, el régimen parece decidido a reprimir a los pocos liberales del país y presenta al pueblo egipcio una opción entre los autoritarios tradicionales y la Fraternidad Musulmana. El riesgo es que un día los egipcios opten por la segunda, menos porque la respalden del todo sino porque están hartos de los primeros. Alternativamente, el régimen podría hacer suyas las banderas de sus opositores islamistas en un intento de aceptar su llamamiento y, en el proceso, distanciarse de Estados Unidos. En Arabia Saudita, el gobierno y la élite de la realeza usan grandes cantidades de las utilidades de los energéticos para aplacar los llamados internos al cambio. El problema es que la mayor parte de la presión a la que han respondido ha provenido de la derecha religiosa más que de la izquierda liberal, lo que los ha hecho abrazar la agenda de las autoridades religiosas.

Finalmente, las instituciones regionales seguirán siendo débiles, quedándose muy atrás de las de otras partes del mundo. La organización más conocida de Medio Oriente, la Liga Árabe, excluye a los dos estados más poderosos de la región, Israel e Irán. El duradero conflicto árabe-israelí seguirá imposibilitando la participación de Israel en cualquier relación regional sostenida. La tensión entre Irán y la mayoría de los estados árabes también frustrará el surgimiento del regionalismo. El comercio en Medio Oriente permanecerá dentro de modestos márgenes porque pocos países ofrecen bienes y servicios que los otros quieran comprar en gran escala, y los bienes manufacturados avanzados continuarán llegando de otros lados. Pocas de las ventajas de la integración económica global llegarán a esta parte del mundo, pese a la apremiante necesidad que se tiene de ellas.

Errores y oportunidades

Si bien las características básicas de esta quinta era del moderno Medio Oriente son poco atractivas en gran medida, no debe ello obligarnos a caer en el fatalismo. Buena parte es cuestión de grados. Hay una diferencia fundamental entre un Medio Oriente que carece de acuerdos formales de paz y uno definido por el terrorismo, el conflicto entre estados y la guerra civil, entre uno que aloja a un Irán poderoso y uno dominado por Irán, o entre uno que tiene una relación incómoda con Estados Unidos y uno lleno de odio contra este país. El tiempo también cuenta. En Medio Oriente las eras pueden durar tanto como un siglo o tan poco como una década y media. Está claro que para Estados Unidos y Europa es conveniente que la era emergente sea lo más breve posible. Y que la siguiente sea más benigna.

Para asegurar esto, los gobernantes estadounidenses necesitan evitar dos errores y aprovechar dos oportunidades. El primer error sería confiar demasiado en el poder militar. Como ha aprendido Estados Unidos a expensas de grandes costos en Irak -- e Israel en Líbano -- la fuerza militar no es la panacea. No es de gran utilidad contra milicias mal organizadas y terroristas bien armados, aceptados por la población local y dispuestos a morir por su causa. Además, ejecutar un golpe preventivo contra las instalaciones nucleares iraníes tampoco hará mucho bien. No sólo un ataque puede fallar en destruir todas las instalaciones, sino que podría hacer que Teherán recomenzara su programa con mayor secreto, inclinar a los iraníes a apoyar más a su régimen y persuadir a Irán a realizar represalias (lo más probable mediante sustitutos) contra los intereses estadounidenses en Afganistán e Irak y quizá directamente contra Estados Unidos. Además radicalizaría a los mundos árabe y musulmán y generaría más terrorismo y actividades antiestadounidenses. La acción militar contra Irán también llevaría los precios del petróleo a nuevas alturas, incrementándose así las posibilidades de una crisis económica internacional y una recesión mundial. Por todas estas razones, la fuerza militar sólo debería considerarse como un último recurso.

El segundo error sería contar con la aparición de la democracia para pacificar la región. Es cierto que las democracias maduras tienden a no entablar guerras entre sí. Desafortunadamente, crear democracias maduras no es una tarea fácil, e incluso si el esfuerzo llega a lograr sus fines, se requieren décadas. En el ínterin, el gobierno de Estados Unidos debe continuar colaborando con muchos gobiernos no democráticos. La democracia tampoco es la respuesta al terrorismo. Es verosímil que hombres y mujeres jóvenes que llegan a la mayoría de edad no se conviertan en terroristas si pertenecen a sociedades que les ofrecen oportunidades políticas y económicas. Pero los acontecimientos recientes indican que incluso quienes crecen en democracias maduras, como el Reino Unido, no son inmunes al llamado del radicalismo. El hecho de que tanto Hamas como Hezbollah hayan tenido buenos resultados en elecciones y luego hayan realizado ataques violentos refuerza el punto de que las reformas democráticas no garantizan la tranquilidad. Y la democratización es de poca utilidad a la hora de tratar con radicales cuyas plataformas no tienen ninguna esperanza de recibir un apoyo mayoritario. Iniciativas más útiles serían acciones destinadas a reformar los sistemas educativos, promover la liberalización económica y los mercados abiertos, alentar a las autoridades árabes y musulmanas a expresarse en modos que deslegitimen el terrorismo y degraden a sus defensores, y resolver los agravios que motivan a hombres y mujeres jóvenes a sumarse a él.

En cuanto a las oportunidades que hay que aprovechar, la primera es intervenir más en los asuntos de Medio Oriente con instrumentos no militares. En el caso de Irak, además de cualquier despliegue de tropas estadounidenses en otras áreas y del entrenamiento de fuerzas militares y policiacas locales, Estados Unidos debe establecer un foro regional para los vecinos de Irak (en especial Turquía y Arabia Saudita) y otras partes interesadas semejante al que se usó para ayudar a manejar los acontecimientos en Afganistán después de la intervención en ese país en 2001. Para hacerlo será necesario contar con Irán y Siria. Siria, que puede llevar el movimiento de los combatientes hacia Irak y armas a Líbano, debe ser persuadido a cerrar sus fronteras a cambio de beneficios económicos (de parte de los gobiernos árabes, Europa y Estados Unidos) y a un compromiso para reiniciar las negociaciones sobre la condición de las Alturas del Golán. En el nuevo Medio Oriente, existe el peligro de que a Siria le interese más colaborar con Teherán que con Washington. Sin embargo, se unió a la coalición encabezada por Estados Unidos durante la Guerra del Golfo Pérsico y asistió a la conferencia de paz de Madrid en 1991: dos gestos que indican que podría estar dispuesta a tratar con Estados Unidos en el futuro.

El de Irán es un caso más difícil. Pero, como el cambio de régimen en Teherán no es una perspectiva en el corto plazo, los ataques militares contra las instalaciones nucleares en Irán serían peligrosos y la disuasión es incierta, la diplomacia es la mejor opción con que cuenta Washington. El gobierno de Estados Unidos debe abrir, sin condiciones previas, conversaciones de amplio espectro que enfrenten el programa nuclear iraní y su respaldo al terrorismo y las milicias extranjeras. A Irán deberá ofrecérsele un conjunto de incentivos económicos, políticos y de seguridad. Podría permitírsele un programa de prueba de enriquecimiento de uranio muy limitado siempre y cuando acepte inspecciones muy acuciosas. Un ofrecimiento así tendría amplio respaldo internacional, que es un requisito previo si Estados Unidos quiere apoyo para imponer sanciones o llegar a otras opciones en caso de que la diplomacia falle. Hacer públicas las condiciones de tal ofrecimiento incrementaría las probabilidades de éxito de la diplomacia. El pueblo iraní debe conocer el precio que ha de pagar por la política exterior radical de su gobierno. Si el gobierno de Teherán se halla ocupado en una posible reacción pública adversa, es más probable que acepte el ofrecimiento estadounidense.

También es necesario que la diplomacia vuelva al conflicto palestino-israelí, que aún es el tema que define (y radicaliza) más a la opinión pública en la región. La meta en este punto sería no llevar a las partes a Camp David o cualquier otro sitio, sino empezar a crear las condiciones en que pueda restablecerse ventajosamente la diplomacia. Estados Unidos debe enunciar claramente los principios que cree que deben constituir los elementos de una resolución final, entre ellos la creación de un estado palestino con base en los lineamientos de 1967. (Los lineamientos tendrían que reajustarse para salvaguardar la seguridad de Israel y dar cabida a los cambios demográficos, y los palestinos tendrían que ser compensados por cualesquiera pérdidas ocasionadas por los ajustes.) Cuanto más generoso y detallado sea el plan, más difícil será que Hamas rechace la negociación y se incline por la confrontación. Congruentes con su planteamiento, los funcionarios estadounidenses tienen que sentarse con los funcionarios de Hamas, en forma muy parecida a como lo hicieron con los dirigentes de Sinn Féin, algunos de los cuales también eran dirigentes del Ejército Republicano Irlandés. Y tales intercambios deben considerarse no como una forma de recompensar las tácticas terroristas, sino como instrumentos con el potencial de alinear su conducta a las políticas estadounidenses para el exterior.

La segunda oportunidad implica que Estados Unidos se aísle tanto como sea posible de la inestabilidad de la región. Ello significaría reducir el consumo petrolero y la dependencia estadounidense de los recursos energéticos de Medio Oriente, metas que se lograrán del mejor modo limitando la demanda (digamos, incrementando los impuestos al bombeo -- compensado ello con reducciones fiscales en otros rubros -- y promoviendo políticas que acelerarían la introducción de fuentes alternativas de energía). Asimismo, Washington debe hacer más para reducir su exposición al terrorismo. Tal como la vulnerabilidad a las enfermedades, la vulnerabilidad al terrorismo no puede eliminarse por completo. Pero puede hacerse más, y debería hacerse más, para proteger mejor el territorio estadounidense y para estar mejor preparados para esas inevitables ocasiones en que los terroristas tengan éxito.

Evitar estos errores y aprovechar estas oportunidades ayudarían, pero es importante reconocer que no hay soluciones rápidas ni fáciles a los problemas que plantea la nueva era. Durante décadas, Medio Oriente seguirá siendo una agitada y problemática parte del mundo. Todo ello basta para mirar con cierta nostalgia lo que fue el viejo Medio Oriente.