domingo, 10 de agosto de 2008

RUSIA SE APARTA DE OCCIDENTE


Dmitri Trenin

A 15 años de concluida la Guerra Fría, las esperanzas de integrar a Rusia en Occidente se han desvanecido, y el Kremlin ha empezado a crear su propio sistema con centro en Moscú. Pero en vez de sólo atacar esta nueva política exterior rusa, Washington debe tomar precauciones contra el regreso de la peligrosa rivalidad entre grandes potencias.

El final de una relación

Mientras el presidente Vladimir Putin se preparaba para ser anfitrión de la cumbre del G-8 (el grupo de los ocho países más industrializados) en San Petersburgo en julio de 2006, casi nadie ignoraba que las relaciones entre Rusia y Occidente habían empezado a desgastarse. Después de más de una década de conversaciones acerca de la "integración" de Rusia en Occidente y una "asociación estratégica" entre Moscú y Washington, funcionarios estadounidenses y europeos exponen ahora públicamente su preocupación sobre la situación política interna de Rusia y sus relaciones con las antiguas repúblicas soviéticas. En un discurso del 4 de mayo en Lituania, por ejemplo, el vicepresidente estadounidense Dick Cheney acusó al Kremlin de "restringir injustamente los derechos de los ciudadanos" y de utilizar sus recursos energéticos como "herramientas de intimidación y chantaje".

Aun cuando estos críticos expresan su desaliento, continúan suponiendo que si hablan alto y con insistencia Rusia les hará caso y cambiará de proceder. Desafortunadamente, están buscando el cambio en el sitio equivocado. Es verdad, como acusan, que en los últimos tiempos Putin ha controlado el disenso en toda Rusia y reprimido severamente a los separatistas en Chechenia, pero se han dado cambios más importantes en la política exterior rusa. Hasta hace poco, Rusia se consideraba como el Plutón del sistema solar occidental, un planeta muy lejano del centro pero fundamentalmente parte de él. Ahora que han salido de su órbita por completo: los dirigentes rusos han renunciado a convertirse en parte de Occidente y comenzado a crear su propio sistema con centro en Moscú.

El nuevo enfoque en materia de política exterior del Kremlin supone que, como un gran país, Rusia en lo esencial es un solitario; ninguna gran potencia quiere una Rusia fuerte, que sería un tremendo competidor, y muchos quieren una Rusia débil de la que podrían sacar provecho y a la cual podrían manipular. Según esto, Rusia tiene la opción entre aceptar la subordinación y reafirmar su condición como gran potencia, con lo que reclama su lugar legítimo en el mundo junto a Estados Unidos y China, y no como acompañante de Brasil e India.

Estados Unidos y Europa pueden protestar cuanto quieran por este cambio en la política exterior rusa, pero todo será en vano. Deben reconocer que las condiciones de la interacción Occidente-Rusia, concebida en la época de la caída de la Unión Soviética hace 15 años y que poco o nada ha cambiado desde entonces, han cambiado en lo fundamental. El antiguo paradigma se ha perdido, y ya es hora de empezar a buscar uno nuevo.

Una puerta entreabierta

Occidente merece parte de la culpa por el cambio en la política exterior rusa. El repentino colapso del poder soviético y la rapidez de la reunificación alemana tomaron por sorpresa a Estados Unidos y Europa. Los gobiernos europeos, encabezados por Francia, reaccionaron transformando a la Comunidad Europea en una Unión Europea (UE) más estrechamente entrelazada, y dejaron para después la cuestión de qué hacer acerca de Europa Oriental y Rusia. Washington, por su lado, se concentró en manejar a la cada vez más débil Unión Soviética y en regocijarse de su victoria en la Guerra Fría, sin ponerse a definir una estrategia para la Rusia postsoviética. El "nuevo orden mundial" del presidente George H.W. Bush, anunciado cuando aún existía la Unión Soviética, sólo demandaba que los soviéticos dejaran de entremeterse en los asuntos mundiales. Sólo después los trazadores de políticas públicas comenzaron a pensar en cómo organizar un verdadero orden para la Posguerra Fría, y cuando lo hicieron su enfoque para tratar con la Rusia postsoviética estaba casi condenado al fracaso.

Tras la caída del Muro de Berlín, en 1989, los gobiernos occidentales crearon una multitud de asociaciones con sus ex adversarios comunistas en un intento de proteger sus valores y su influencia más allá de las ruinas del muro. Esperaban que algunos países se unieran rápidamente a Europa, para entonces "completa y libre", y los demás gravitarían en torno a ella más lentamente. El conflicto en los Balcanes deprimió el entusiasmo inicial y puso de manifiesto la indiferencia de Estados Unidos y la debilidad de Europa de cara a las fuerzas liberadas por el final de la confrontación de las superpotencias.

Desde el inicio de la era de la Posguerra Fría, Occidente miraba a Rusia como un caso especial. Armada con dispositivos nucleares, con su mentalidad de gran potencia sacudida pero no quebrada, y siendo demasiado grande, Rusia recibiría un trato privilegiado pero ninguna expectativa verdadera de pertenecer a la OTAN ni a la UE. En términos oficiales, la puerta a Occidente permanecería abierta, pero la idea de que Rusia entrara de hecho a él seguía siendo impensable. La esperanza era que Rusia se transformaría gradualmente, con la asistencia occidental, en un Estado democrático y en una economía de mercado. Entre tanto, lo importante era que Rusia adoptara en lo general una política exterior prooccidental.

Moscú encontró inaceptable tal oferta. Lo único que estaba dispuesto a considerar era que su unión a Occidente fuera en términos de algo así como el copresidente del club occidental . . . o al menos miembro de su Politburó. Los dirigentes rusos no estaban dispuestos a seguir las directrices provenientes de Washington o Bruselas ni a aceptar las mismas reglas que estaban siguiendo sus ex satélites soviéticos. Así, pese a todas las conversaciones sobre la integración de Rusia a las instituciones occidentales, el proyecto nació muerto. Sólo era cuestión de tiempo para que ambos lados abrieran los ojos ante la realidad.

Mientras otros países que habían pertenecido al Pacto de Varsovia estaban siendo atraídos hacia el Occidente en expansión, a Rusia, considerada demasiado importante para pasarla por alto, se le ofrecieron nuevos arreglos, pero se le mantuvo a distancia prudente. El propósito de llevar a Rusia al G-7 (para convertirlo en el G-8) era vincular políticamente a Moscú con Occidente y crear lazos cordiales con sus dirigentes. El Consejo OTAN-Rusia habría de armonizar supuestamente las agendas de seguridad y de promover reformas en las fuerzas armadas en Rusia. La idea detrás de los "espacios comunes" de la UE y Rusia era "europeizar" a Rusia en lo económico y lo social y asociarla con Europa en el terreno político. Y se suponía que el Consejo de Europa, al que Rusia fue admitida cuando aún no se resolvía la primera guerra chechena, promovería los valores y las normas occidentales en Rusia.

No es que estos arreglos hayan sido un fracaso; más bien su desempeño fue muy insuficiente. El G-8 sigue siendo el viejo G-7 más Rusia, aun cuando Rusia tenga técnicamente una situación igual que los otros países (salvo cuando se reúnen los ministros de finanzas). El Consejo OTAN-Rusia es tan sólo un taller de cooperación técnica de bajo perfil que opera a favor de la OTAN. Los mapas de ruta UE-Rusia para la creación de "espacios comunes", que se supone incrementarían la cooperación con base en una mayor compatibilidad mutua, no ofrecen más que un conjunto de objetivos muy generales sin ningún compromiso sólido que, ante una creciente brecha, se quedan en el papel. El Consejo de Europa, en especial su Asamblea Parlamentaria, se ha convertido en un campo de batalla de oratoria entre los legisladores rusos y sus homólogos europeos en cuanto a Chechenia y otros temas de derechos humanos. (Moscú, incluso, amenazó con disminuir a la mitad su contribución al presupuesto del consejo si no cesan las críticas.) Hasta la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa y las Fuerzas Convencionales en el Tratado Europeo, que se remontan a la época de la Guerra Fría, dan traspiés. Rusia ha optado por ignorar a la primera, a la que acusa de entremetimiento político en los estados post-soviéticos, y ha señalado que podría retirarse de las disposiciones fundamentales de las segundas, que Moscú cree que impone restricciones injustas a las fuerzas rusas. Hasta ahí queda su integración con Occidente.

Tras el 11-S, Putin aprovechó la oportunidad de ofrecer a la Casa Blanca un trato. Rusia estaba dispuesta a negociar la aceptación del predominio global estadounidense por el reconocimiento de parte de Estados Unidos de su papel [de Rusia] como un aliado importante, dotado de una responsabilidad especial (es decir, hegemónica) del espacio que antes fue soviético. Ese ofrecimiento tan radical, obviamente pronunciado desde una posición de debilidad, fue rechazado por Washington, que sólo estaba dispuesto a discutir con Moscú las "reglas de tráfico" en la Comunidad de Estados Independientes (CEI) postsoviética.

El Kremlin tentó su suerte ante la Westpolitik al unirse a la "coalición de los no dispuestos" con ocasión de la guerra iraquí. Al unirse a las potencias europeas más importantes que se oponían a la invasión estadounidense, Moscú esperaba entrar al sistema occidental por la puerta europea y crear un eje ruso-germano-francés para contrarrestar a Washington y Londres. Rusia falló de nuevo. No se conformó una nueva alianza antiestadounidense; un acuerdo coyuntural con Moscú (y un desacuerdo con Washington) no podría superar el carácter fundamental de las relaciones trasatlánticas.

Por el contrario, las instituciones trasatlánticas y europeas continuaron ampliándose hacia el este, al aceptar a los demás países del previo Pacto de Varsovia y del Consejo de Ayuda Mutua Económica y los Estados bálticos. Ante la entrada de Polonia y los países bálticos a la UE, el enfoque general de la UE se tornó aún más alarmante para Moscú. Al mismo tiempo, tanto Estados Unidos como Europa empezaron a apoyar el cambio de régimen desde dentro y la reorientación geopolítica en las zonas fronterizas de Rusia, sobre todo en Ucrania y Georgia, proyectando con ello su poder de atracción más allá de la antigua frontera soviética hacia dentro de la CEI. El concepto de los "cercanos en el exterior", del que se valió Moscú en la década de 1990 para justificar su hegemonía sobre los nuevos estados en la periferia de Rusia, de pronto se reavivó . . . sólo que entonces había dos versiones del mismo: uno desde la perspectiva de Moscú y el otro desde la perspectiva de Bruselas. Y ambos reclamaban el mismo territorio. De 2003 a 2005, por primera vez desde 1991, las relaciones de Moscú con ambas partes de Occidente -- Estados Unidos y Europa -- se trastornaron al mismo tiempo.

El paradigma perdido

Hacia finales del primer periodo presidencial de Putin, en 2004, los gobiernos occidentales finalmente concluyeron que Rusia no se democratizaría en el futuro previsible. Desde su perspectiva, Rusia ya no pertenecía al mismo grupo que Polonia, ni siquiera al de Ucrania. A regañadientes, pusieron a Rusia en la misma rendija que a China, esperando -- sin probabilidades, quizá -- lograr aun la mayor parte de la asociación establecida en una era más feliz.

Pero los cambios en el lado ruso rebasaron la política interior y tuvieron grandes implicaciones. Durante dos décadas antes de 2005, Rusia se había replegado al terreno de la política internacional. Las "revoluciones de colores" en Ucrania, Georgia y Kirgistán pusieron en claro que hasta el espacio postsoviético -- un área en que Moscú seguía siendo predominante y se sentía más o menos a gusto -- comenzaba a desintegrarse. A finales de 2004 y principios de 2005, a poco de la crisis de los rehenes escolares beslanos y el fiasco de la elección ucraniana, la confianza que se tenía el gobierno de Putin llegó a su punto más bajo.

Sorprendentemente, el Kremlin dio marcha atrás . . . y con celeridad. Se había aprendido la lección, se movilizaron nuevos recursos y se restableció la moral, todo ello ayudado con los altos precios del petróleo y el gas. Al principio, Moscú actuó con cautela, sintiéndose un tanto inseguro. Se alineó con Beijing a la hora de exigir el retiro de las fuerzas armadas estadounidenses de Asia Central. Entonces, hacia finales de 2005, con osadía abrazó la causa de Uzbekistán como aliado formal, y acabó el año con una disputa con Ucrania por los abastos gaseros. El Kremlin no titubeó en adoptar la "guía de la democracia" de las repúblicas postsoviéticas.

El año pasado, Rusia comenzó a actuar como la gran potencia que fue en tiempos zaristas. Dirigió sus primeros ejercicios militares al lado de China y en menor escala con India. Puso fin a sus subsidios gaseros para sus antiguos vecinos soviéticos y cortó su abasto a Ucrania cuando Kiev rechazó un aumento de precios de 400%. Dio la bienvenida en Moscú a los líderes de Hamas luego de que Estados Unidos y la UE declararon que no tratarían con ellos y ofreció apoyo financiero a los palestinos aun cuando los estadounidenses y europeos redujeron o suprimieron el suyo. Rusia ha rechazado rotundamente sancionar a Irán por sus actividades de enriquecimiento de uranio, y declaró que continuará su cooperación en materia de energía nuclear y tráfico de armas con Teherán y que las fuerzas armadas rusas permanecerán neutrales en caso de que Estados Unidos decida atacar a Irán.

Al haber abandonado la órbita occidental, Rusia está trabajando por crear su propio sistema solar. Por primera vez desde la desarticulación de la Unión Soviética, Moscú considera como una prioridad a las ex repúblicas soviéticas. Empezó por promover la expansión económica rusa en la CEI como un esfuerzo por tratar de obtener activos lucrativos e incrementar su influencia política.

De cara a lo que considera como un nuevo mundo emergente -- que ostenta una nueva versión de nacionalismo de gran potencia -- , la dirigencia rusa transpira confianza. Más allá del espacio que antes fue soviético, Rusia considera que la influencia estadounidense va cediendo poco a poco y que la UE se forma como una unidad económica, si bien no política o militar, que permanecerá ensimismada por un tiempo. Moscú admira el progreso de China y, con cuidado pero sin temor de su vecino gigante, está cooperando cada vez más de cerca con Beijing; y el caso más distante de India lo considera menos problemático.

Parte de la razón de la confianza de Moscú es la notablemente mejor situación financiera de Rusia y la consolidación del poder en manos del círculo gobernante. Los altos precios de los energéticos han causado un inmenso excedente en las arcas rusas, lo que ha permitido al Kremlin constituir las terceras reservas de divisas más grandes del mundo, poniendo de lado los más de 50 000 millones de dólares en un "fondo de estabilización" interna, y empezar a saldar su deuda exterior antes de lo programado. Con el ascenso en los niveles de vida en Rusia, la marginación de la oposición política y la vuelta a la centralización de la autoridad gubernamental, el Kremlin se ha vuelto más confiado en sí mismo y en ocasiones es hasta arrogante. La humildad del periodo postsoviético quedó atrás: los rusos han dejado en claro que su política interna no es asunto de nadie más -- Vladislav Surkov, el principal oficial e ideólogo político de Putin, a menudo señala que su país es una "democracia soberana" -- , y los dirigentes rusos han comenzado a tener un papel destacado como actores en la escena mundial.

De barcos de hierro a plataformas petroleras

A finales del siglo XIX, se decía que el éxito de Rusia radicaba en su ejército y en su armada; hoy, su éxito radica en su petróleo y su gas. Los energéticos son un recurso fundamental que deberían explotarse mientras sus precios son elevados, pero también son una eficaz arma política, aunque deban manejarse con cuidado. Hasta ahora, Moscú ha hecho lo correcto -- acabar con los subsidios energéticos a las antiguas repúblicas soviéticas -- , pero del modo equivocado. En vez de reformar la relación con Ucrania en materia de energéticos de una manera sostenida y abierta, por ejemplo, la compañía paraestatal de Rusia, Gazprom, recurrió a una táctica de presión de última hora, que parecía ser una especie de chantaje e hizo que Rusia tuviera el aspecto de ser una amenaza a la seguridad energética global.

En la medida en que Occidente es importante para la élite gobernante rusa, lo que le interesa es la economía, en particular los mercados de petróleo y gas. La élite rebosaba de alegría por la aguda alza de capitalización de Gazprom a principios de enero de 2006, a la que consideró como una reivindicación de sus políticas de línea dura hacia Ucrania. Quiere que los gigantes corporativos rusos se vuelvan transnacionales, y Gazprom es una de las corporaciones más grandes del mundo. En varias industrias, como la energética, metalúrgica y química, los campeones nacionales rusos están buscando competir por lugares entre los 10 mayores.

En general, sin embargo, a los dirigentes rusos no les importa mucho la aceptación de Occidente; incluso la Unión Soviética se preocupaba más por su imagen. En privado, los funcionarios moscovitas se regocijan ante las estruendosas declaraciones del senador John McCain acerca de expulsar a Rusia del G-8 porque saben que ello no va a ocurrir y les complace la supuesta impotencia de algunos adversarios importantes. Las relaciones públicas (RP) y el cabildeo sencillamente no son prioritarios en la agenda del Kremlin. Las RG -- relaciones gubernamentales -- se consideran más importantes que las RP. Los halagos del ex canciller alemán Gerhard Schröder por el proyecto de un gasoducto y los cortejos de Donald Evans, ex secretario de Comercio estadounidense, por un acuerdo petrolero son sólo dos ejemplos excelentes de este enfoque. Rusia, cree el Kremlin, obtendrá titulares de censura en Occidente casi independientemente de lo que haga, así que ¿para qué tomarse alguna molestia?

Todo esto permite avizorar serias tensiones, e incluso conflictos, entre Rusia y Occidente, aunque nada parecido a una vuelta a la Guerra Fría. No existe antagonismo ideológico, ya que la Rusia de hoy carece de una ideología estatal. Y en varias áreas importantes -- entre ellas el combate al radicalismo islámico -- habrá cooperación. En otros temas, como el ascenso de China y la seguridad energética, habrá una cooperación parcial, pero es difícil que sea cierto que Rusia se ponga del lado de Occidente. En el caso de prueba de Irán, si las cosas llegan a un extremo, Moscú preferiría ver que Teherán continúe con su programa nuclear, incluso si sus salvaguardas son imperfectas, a que Estados Unidos realice un ataque para detenerlo. Mientras que la guerra en Irak apartó al Kremlin de la Casa Blanca y lo aproximó al Palacio del Elíseo, es muy probable que una guerra en Irán aparte aún más a Moscú tanto de Washington como de Bruselas . . . y lo acerque a Beijing.

Ni con nosotros no contra nosotros

Occidente necesita replantearse los fundamentos de su postura frente a Rusia. La transformación interna rusa no seguirá el camino, por ejemplo, de Polonia: no será una opción modernizar Rusia mediante su integración a la UE. Tampoco adoptará Rusia el planteamiento francés: una política en ocasiones disidente pero de fuerte inclinación euro-atlántica en materia de política exterior y de seguridad. Tampoco deberá Occidente confiar mucho en un atajo histórico: no surgirá de repente ningún zar democrático prooccidental de alguna revolución colorida que enganche a Rusia en el tren de Estados Unidos y la Unión Europea.

Por otro lado, la Rusia de hoy no es, y no es probable que lo llegue a ser, una segunda Unión Soviética. No se trata de un agresor revanchista e imperialista proclive a reabsorber sus provincias de antaño. No se trata de un Estado villano, ni de un aliado natural de los estados que pueden llamarse villanos. Una alianza sino-rusa contra Estados Unidos sólo podría darse como consecuencia de una política exterior excepcionalmente miope y torpe de parte de Washington. Puede que la Rusia de hoy no sea prooccidental, pero tampoco es antioccidental.

A la luz de la nueva política exterior de Rusia, Occidente necesita serenarse y considerar a Rusia como lo que es: un actor extranjero de importancia que no es ni el eterno enemigo ni un amigo automático. Los dirigentes occidentales deben salir del error de creer que al pregonar valores podrán de hecho implantarlos. Rusia seguirá cambiando, pero a su propio ritmo. Los impulsores cruciales de ese cambio deben ser el crecimiento del capitalismo en su país y la apertura hacia el mundo externo. Occidente necesita adoptar un enfoque basado en temas a la hora de tratar con el gobierno ruso, pero no debe esperar que Moscú siga siempre su guía. Ya pasó la hora de ganarse a Rusia con halagos y, lograr compromisos con Rusia, siempre que sea posible y deseable, debe basarse en buscar la mutua satisfacción de los propios intereses. Más importante aún, los dirigentes occidentales deben evitar hacerse las ilusiones a la hora de tratar de ganarse al rector del Kremlin o a una figura liberal de la oposición.

Mirando hacia el futuro, es probable que las complicaciones actuales empeoren en los plazos corto y mediano. En la cumbre del G-8 en San Petersburgo, habrá fuertes críticas en los medios occidentales de las políticas del Kremlin. El proceso de acceso de Rusia a la Organización Mundial del Comercio se ha retrasado como resultado de las demandas de Estados Unidos y la UE. La próxima independencia formal de Kosovo respecto de Serbia será considerada por Rusia como un modelo para resolver los conflictos que se encuentran en un punto muerto en Georgia y Moldavia, donde Occidente insiste en la unidad territorial y Moscú apoya a los enclaves separatistas. En cuanto al tema crucial de Irán, en lo esencial Rusia seguirá compartiendo los objetivos occidentales y, a la vez, seguirá oponiéndose a las políticas occidentales (y especialmente las estadounidenses) de línea dura.

Las tensiones terminarán en 2008, el año de las elecciones rusas y estadounidenses. Probablemente el poder supremo se transferirá del actual jefe de Estado a otro miembro del círculo gobernante de Moscú, y este ungimiento se legitimará en una elección nacional. (Por supuesto, hay otros escenarios -- que van de una carrera de Putin a su tercer periodo a una unión con Belarús -- , pero de momento parecen menos probables.) Así, la verdadera cuestión no se tratará de la elección rusa sino de la reacción que haya en Occidente ante la elección, y sobre todo en Estados Unidos. ¿Se declarará que fue libre pero no justa, como antes? ¿O ni libre ni justa? Declarar que la dirigencia rusa después de 2008 sería ilegítima podría hacer que la relación estadounidense-rusa pasara del frío extrañamiento a una verdadera alienación. Y todo ello sucedería en medio de la campaña presidencial estadounidense y podría coincidir con el importante paso de Ucrania para unirse a la OTAN.

Dado que las relaciones entre Estados Unidos y Rusia están en su punto más bajo -- y el Kremlin está muy seguro de ello -- desde 1991, Washington debe reconocer que es estéril subestimar a Rusia. Debe entender que los cambios positivos en Rusia sólo pueden provenir del interior y que las realidades económicas, más que los ideales democráticos, serán el vehículo de tal cambio. Y, lo que es más importante, como presidente y director general del sistema internacional, Estados Unidos debe hacer todo lo que pueda para asegurar que el sistema sucumba otra vez ante la peligrosa y desestabilizadora rivalidad entre las grandes potencias.

¿DETENDRÁ CACHEMIRA EL ASCENSO DE INDIA?


Sumit Ganguly

Historia de una ruptura

En los últimos años se han incrementado drásticamente el crecimiento económico, la influencia diplomática y el prestigio global de India. El nuevo perfil internacional del país añade una nueva dimensión al actual enfrentamiento con Pakistán por Cachemira. Hasta ahora el conflicto no ha impedido el ascenso indio, pero son vagas las perspectivas de que ambas partes lleguen a un acuerdo por sí mismas.

Si bien es improbable que este asunto frustre las ambiciones de India de surgir como potencia asiática -- y global -- , las crisis periódicas en torno a ese estado distraerán a sus gobernantes, y las tensiones con Pakistán podrían encender una guerra más. Estados Unidos puede, y debe, desempeñar un papel en cuanto a facilitar que se ponga fin al conflicto, presionando a ambas partes para que lleguen a un acuerdo. Con ese objetivo necesita cambiar su postura hacia ambos países, pero los beneficios potenciales -- paz en el subcontinente y una sólida asociación estratégica con Nueva Delhi -- bien valen el esfuerzo.

La disputa por Cachemira ha plagado las relaciones entre India y Pakistán desde que esos estados fueron creados mediante la partición de la India británica, en 1947. Los dos países han librado tres guerras (en 1947-1948, 1965 y 1999) por esa cuestión y otras relacionadas, y en dos ocasiones (en 1990 y 2001-2002) estuvieron a punto de recurrir a las armas nucleares. La intensa preocupación internacional ha impulsado esfuerzos multilaterales por negociar una conclusión formal de la disputa. Sin embargo, ni la guerra ni la negociación han acercado una solución, y no ha habido cambio significativo en el estatuto del territorio desde que ambas naciones intercambiaron disparos por primera vez, hace casi 60 años. (India controla alrededor de dos tercios del estado original, y Pakistán administra la mayor parte del resto. En 1963 Pakistán cedió a China una pequeña franja del territorio que reclama en el norte de Cachemira, para permitir a China construir un camino que conectara las provincias de Tíbet y Xinjiang.)

El conflicto tuvo origen en proyectos opuestos de construcción nacional. Nueva Delhi insistía en retener Cachemira para demostrar que la provincia podía prosperar en un Estado secular. (Su postura recibió la ayuda del monarca hindú de Cachemira, quien se apresuró a unirse a India en 1947 con la esperanza de evitar un levantamiento y una incursión apoyada por Pakistán.) El gobierno de Islamabad, en contraste, creía que Cachemira, cuya población es de mayoría musulmana, pertenecía a Pakistán, patria putativa de los musulmanes de Asia del Sur. Si bien hace mucho tiempo que los argumentos de cada bando se derrumbaron (el caso de Pakistán después de la separación de Bangladesh en la guerra civil de 1971) o se debilitaron (el caso de India luego del surgimiento de virulento nacionalismo hindú en Cachemira), los dos gobiernos se han negado a moderar sus pretensiones.

La disputa se enfrió por un tiempo luego de la derrota decisiva de Islamabad en la guerra indo-paquistaní de 1971 (desatada no por Cachemira, sino por la guerra civil paquistaní) y la posterior evolución de una superioridad india en armas convencionales. Entre 1971 y 1989, dirigentes paquistaníes no dedicaron más que discursos al tema. Los dirigentes indios dieron por sentado que la disputa había quedado resuelta, de facto si no de jure. Pero esas suposiciones se quebraron en 1989, cuando se desató una insurgencia de mayoría indígena, etnorreligiosa, en el valle de Cachemira, controlado por India. La creciente conciencia política y el refinamiento del pueblo cachemir, combinados con mejores oportunidades de educación y acceso a los medios masivos, habían producido una generación de jóvenes cachemires reacios a aceptar las generalizadas trampas legaloides indias que habían marcado la mayoría de las elecciones en el estado. (Durante mucho tiempo la Conferencia Nacional, partido dominante en la Cachemira dominada por India, había intimidado a los opositores políticos, rellenado urnas y coaccionado a los electores, todo con la tácita aprobación del gobierno indio.) Ante una súbita oportunidad de socavar la posición india y vengar la humillación de 1971, el gobierno paquistaní comenzó a ayudar a los rebeldes con armas, adiestramiento y refugio.

La ayuda paquistaní transformó el levantamiento, a medida que la liberalidad de Islamabad atrajo a organizaciones terroristas islámicas, como Lashkar-e-Taiba y Jaish-e-Muhammad, que remplazaron a los insurgentes locales. A su vez, estos grupos captaron combatientes impulsados menos por la causa de la libre determinación política de los musulmanes cachemires que por la sed de sangre, el fervor religioso y la codicia. Durante la década de 1990 la insurgencia en Cachemira se volvió una red de extorsión bien organizada y con carga ideológica, y en el proceso perdió el apoyo de mucha de la población local. Perdió arraigo popular por su disposición a hostilizar, y a menudo aterrar a los cachemires de cualquier afiliación religiosa. Entre tanto, las fuerzas de seguridad indias se volvieron más diestras en operaciones de contrainsurgencia y lograron contener a los rebeldes, si bien no suprimirlos del todo. Una vez que se restauraron elementos de normalidad política, India minó aún más el atractivo popular de los insurgentes al realizar dos elecciones en el estado, en 1996 y 2002, que observadores y periodistas internacionales consideraron libres e imparciales en términos generales.

Tres crisis recientes han atraído renovada atención internacional a la disputa. Primero, en 1998 tanto India como Pakistán ensayaron armas nucleares. Los ensayos estremecieron al mundo, aunque desde hacía tiempo los observadores sospechaban que ambos países tenían activos programas de armamento nuclear. Luego, en 1999, Pakistán provocó una guerra no declarada con India en un esfuerzo por atraer la atención internacional de nuevo sobre Cachemira. Calculando que la demostrada capacidad nuclear de Islamabad había neutralizado con eficacia la superioridad marginal de India en armas convencionales, el gobierno paquistaní envió soldados disfrazados de pobladores tribales locales a cruzar la frontera de facto en Cachemira (conocida como Línea de Control) y ocupar tres posiciones remotas, pero de importancia estratégica. Para sorpresa de Islamabad, las fuerzas indias organizaron un vigoroso contraataque. Estados Unidos y la comunidad internacional condenaron la agresión paquistaní y apoyaron abiertamente a India. Luego de una intervención personal del presidente Bill Clinton, los paquistaníes retiraron sus tropas. Pese a su derrota, Islamabad probó tener razón en un aspecto: la nuclearización del subcontinente había inhibido a Nueva Delhi de lanzar una guerra abierta o intensificar horizontalmente el conflicto (por ejemplo atacando al otro lado de la frontera internacional en Punyab o Rajastán).

La tercera crisis reciente reveló el poder de los grupos terroristas apoyados por Pakistán. El 13 de diciembre de 2001, miembros fuertemente armados de Lashkar-e-Taiba y Jaish-e-Muhammad atacaron el edificio del Parlamento indio en Nueva Delhi cuando había miembros de ambas cámaras de la legislatura en el interior. Para expresar su creciente frustración y demostrar su determinación, India emprendió un gran ejercicio de diplomacia coercitiva. Su esfuerzo comprendió una impresionante movilización de tropas y vehículos blindados a lo largo de la frontera con Pakistán, que puso a ambos estados peligrosamente al borde de la guerra a finales de la primavera de 2002. Se requirió la presión internacional, que contempló la declaración oficial de Estados Unidos de que Lashkar-e-Taiba y Jaish-e-Muhammad eran grupos terroristas y su proscripción por parte de Pakistán (aunque sólo en el papel), para reducir las tensiones.

¿Sin novedad en el frente?

Luego de los ataques al Parlamento, India y Pakistán reanudaron pláticas. Las conversaciones han producido algunos logros tangibles, como un cese del fuego a lo largo de la Línea de Control, la instalación de un nuevo servicio de autobuses entre Srinagar y Muzafarabad (capitales de la Cachemira controlada por India y la controlada por Pakistán, respectivamente), y permiso a miembros de la Conferencia Hurriyat de Todos los Partidos, o CHTP (aglomeración informal de partidos políticos cachemires opuestos al dominio indio), de viajar a Pakistán. Pese a estas medidas y a una serie de reuniones de alto nivel, ha habido poco progreso en el asunto territorial que es el núcleo de la disputa. Pese a sus atisbos iniciales de flexibilidad y a ciertos esfuerzos superficiales por mejorar las relaciones bilaterales, el gobierno paquistaní del general Pervez Musharraf se ha replegado hacia las duras posturas del pasado. Lo más importante es que Pakistán se ha negado a dejar de apoyar a los insurgentes. También India ha incumplido sus compromisos, aunque el gobierno del primer ministro Manmohan Singh ha expresado su disposición a comenzar negociaciones directas con la CHTP en cuestiones de representación política y autonomía.

Si bien las tasas de infiltración de la Cachemira controlada por Pakistán en la parte dominada por India han disminuido en los dos años pasados -- y sin duda el nivel de violencia en el estado se ha reducido -- , aún no se ha erradicado la insurgencia. Las fuerzas indias de seguridad aprehenden y dan muerte con regularidad a presuntos infiltrados. Pese a que desde 2000 existe un gobierno electo limpiamente en la zona bajo control indio, Nueva Delhi mantiene allí gran cantidad de elementos armados (unos 250000 soldados regulares y más de 100000 irregulares en unidades paramilitares) para custodiar la seguridad y el orden público. Y aunque la situación está lejos de la pesadilla de principios de la década de 1990, las condiciones distan de ser tranquilas. Persisten manifestaciones ocasionales contra el dominio indio, ataques con bomba y combates con armas de fuego entre fuerzas de seguridad y grupos insurgentes. Además, grandes segmentos de la población, en especial en el valle de Cachemira, de predominio musulmán, permanecen profundamente alejados del dominio indio. Al mismo tiempo se muestran muy escépticos en cuanto a las intenciones de Pakistán y completamente a disgusto con los grupos insurgentes apoyados por Islamabad. Dejados a su arbitrio, es probable que muchos optarían por alguna forma de autonomía, si no de plena independencia.

Entre tanto, Musharraf es presionado por el clero islámico radical y sus aliados en el Parlamento y por las fuerzas armadas para mostrar avances sobre Cachemira. En consecuencia, el gobierno paquistaní continúa apoyando a los insurgentes, aunque en una forma más sutil que antes. Pero lo que el régimen de Musharraf y sus aliados islámicos más intransigentes no reconocen es que la paciencia de India con la violencia patrocinada por Islamabad en Cachemira y otras partes de India está por acabarse. Aunque en gran medida ignorados por los medios estadounidenses, los bombazos durante el festival por la celebración hindú de Diwali en Nueva Delhi, en noviembre de 2005, en los que participaron grupos con base en Pakistán, casi precipitaron otra crisis importante, que sólo fue evitada por la prudencia de los gobernantes indios. Pero no está claro que esa contención pueda sobrevivir a otro ataque. Además, en contraste con la crisis de 2001-2002, en la que las fuerzas armadas indias carecían de planes viables para responder a un ataque terrorista lanzado desde Pakistán, hoy están bien preparadas para emprender una acción rápida y decisiva lanzando ataques de represalia contra objetivos en Pakistán en momentos y lugares de su elección. Por desgracia, la dirigencia paquistaní parece indiferente a la creciente frustración de India. En consecuencia, aunque otra guerra indo-paquistaní no es probable, sigue siendo posible.

El arte de lo imposible

Ni la disputa ni la insurgencia han tenido efecto significativo en el ascenso de India a la prominencia internacional. En la década de 1960, los comentaristas hablaban abiertamente de la posibilidad de que el país se derrumbara a causa del incontenible aumento de la población, la atropellada expansión económica, los nacientes movimientos comunistas y las divisiones por razones étnicas, religiosas y de castas. Sin embargo, el Estado indio ha mostrado notable resistencia y, aparte de una breve suspensión de las libertades políticas a finales de la década de 1970, ha logrado manejar las crisis sin abandonar su compromiso con las prácticas democráticas.

Hoy India se tiene confianza, y con razón. Aunque todavía la acosan algunos desafíos heredados de la década de 1960, como las guerrillas maoístas en las zonas oriental y central, el extremismo religioso y la pobreza rural, India ha logrado tasas impresionantes de crecimiento económico desde la década de 1980; ha abandonado sus políticas anticuadas de no alineación y solidaridad con el Tercer Mundo, y ha mejorado en forma radical sus relaciones con Estados Unidos. Es notable que la mayor parte de este progreso haya ocurrido cuando persistía la insurgencia en Cachemira e incluso cuando la violencia en otras partes, sobre todo en la región nororiental, perturbada desde hace mucho, estallaba de vez en vez. En consecuencia, hay poca razón para creer que India no pueda continuar su nueva política exterior, mantener su estabilidad interna y promover el crecimiento económico, aunque no pueda resolver el conflicto por Cachemira.

Con todo, decir que esa disputa no obstruirá el progreso de India no significa que el tema carezca de importancia. La continuación de la insurgencia en ese estado y las malas relaciones con Pakistán distraerán a Nueva Delhi, y por tanto impondrán costos significativos en oportunidad política. Además, la continuación de tensiones en Cachemira tentará a Islamabad a fomentar mayor discordia. Por consiguiente, la disputa seguirá siendo un importante punto crítico, que puede disparar un conflicto más entre ambas naciones, en el cual Washington tendría que tratar una vez más de impedir que las tensiones se intensifiquen. La posibilidad de tal crisis podría también alejar inversionistas, aunque es fácil exagerar ese riesgo: los capitalistas no han vacilado en invertir en China pese a su inestabilidad interna, sus recurrentes tensiones con Japón y las ocasionales protestas antijaponesas, e incluso varias crisis en el Estrecho de Formosa. La inversión en India también debería ser capaz de resistir tormentas políticas periódicas.

Es fácil argüir que a India le conviene acabar lo antes posible con la insurgencia en Cachemira y resolver su disputa con Pakistán. Sin embargo, trazar un conjunto de opciones viables es una tarea extremadamente difícil. Académicos y políticos por igual han propuesto un sinfín de soluciones, desde plebiscitos regionales hasta la creación de una región autónoma o la plena independencia de Cachemira. La vasta mayoría de estas propuestas han encallado en los médanos de la viabilidad política.

Cualquier acuerdo tendrá que equilibrar demandas opuestas de justicia y poder. Idealmente, todos los cachemires, sean musulmanes (tanto sunitas como chiítas), hindúes o budistas, deberían ser capaces de ejercer su derecho a la libre determinación. Pero no hay método practicable para producir tal resultado. Ni siquiera un plebiscito sobre el estatuto final de la región lograría atender las necesidades de los grupos minoritarios. Pocos cachemires, hindúes, budistas o musulmanes chiítas, se inclinarían a unirse a una Cachemira independiente dominada por los sunitas, aun cuando su gobierno se comprometiera a proteger los derechos de las minorías. La trágica experiencia de las minorías en Pakistán -- y la violencia sunita-chiíta en Irak -- despertarían dudas en ellos y en el resto del mundo.

El mejor resultado para las minorías de Cachemira sería la continuación de la experiencia de ésta como parte de un Estado indio multiétnico, multirreligioso y secular. Pero tal solución no satisface la aspiración de Islamabad: la separación de Cachemira de India y su completa integración a Pakistán. Si no se logra, Islamabad preferiría ver la instauración de una Cachemira independiente, dominada por los musulmanes y simpatizante con Pakistán. Pero fuerzas normativas y estructurales obran en contra de tal resultado. Pakistán, el abogado más vehemente de los derechos cachemires, tiene un pésimo historial en cuanto a derechos de las minorías y gobierno democrático: Bangladesh se separó por el maltrato paquistaní a su población bengalí. (Irónicamente, los regímenes no representativos y a menudo abiertamente dictatoriales de Pakistán han sido los más prominentes campeones de los derechos políticos de los musulmanes en la Cachemira dominada por India.) Además, dada la absoluta falta de instituciones o prácticas democráticas en la parte de Cachemira bajo dominio paquistaní de 1947 en adelante, no está del todo clara la forma en que una Cachemira independiente y consolidada pudiera funcionar en lo político. Asimismo, el gobierno indio sencillamente no hará ninguna concesión territorial significativa. Singh, a quien se puede considerar el dirigente indio más ilustrado en décadas, ha dejado en claro que no contemplará ningún ajuste territorial en Cachemira. India enfrenta muchos movimientos secesionistas y teme el efecto que podría tener una Cachemira independiente en las manifestaciones en su territorio. (En silencio China se opone a la independencia de Cachemira por la misma razón.) Cualquier negociación debe comenzar, por tanto, con la presunción de que no habrá cambios territoriales.

Para que un acuerdo sea viable, necesitaría atender los genuinos agravios de los musulmanes cachemires en la zona controlada por India sin concederles soberanía territorial. También requeriría garantizar los derechos de todas las minorías étnicas y religiosas del estado. Por último, tendría que avanzar en hacer de la Línea de Control una frontera internacional permanente y a la vez permitir contacto entre las comunidades de uno y otro lado de la división. Sin alguna forma de intervención exterior sutil, pero firme, semejante acuerdo es muy improbable.

¿El comienzo de una bella amistad?

Pakistán ha confiado a menudo en la ayuda de potencias externas, sobre todo Estados Unidos y China, para fortalecer su postura en la disputa por Cachemira. Pese a sus esfuerzos a veces diestros y siempre persistentes, no está más cerca hoy que en 1948 de desligar a India de Cachemira. Hoy día China no desea ni es capaz de ofrecer nada más que respaldo retórico a Pakistán, y por tanto Estados Unidos debe actuar para disipar cualesquiera ilusiones de Islamabad respecto de su posición.

Washington debe expresar de manera inequívoca a Islamabad que, como dijo Clinton en 1999, "no se puede volver a trazar las fronteras con sangre". Washington también debe informar a Islamabad que su política de dos caras en la guerra al terrorismo es intolerable: Pakistán no debe continuar con su política de cooperación limitada con Estados Unidos en el combate a Al Qaeda al mismo tiempo que apoya a terroristas en Cachemira. Las principales organizaciones terroristas que operan en ésta no despiertan lealtad en el valle de Cachemira ni propugnan por la democracia. Si no se pone fin a la violencia allí, ningún gobierno de Nueva Delhi estará en posición de hacer concesiones significativas. En cambio, los negociadores indios sólo darán pasos graduales, destinados a aplacar a la opinión pública interna, lo cual a su vez impulsará a los elementos más radicales del poder establecido político y militar de Pakistán a continuar sembrando discordia en la región.

La paz en Cachemira requerirá una nueva política de Estados Unidos hacia Pakistán. Washington ha ayudado en repetidas ocasiones a gobiernos paquistaníes estables, pero autoritarios, por motivos de conveniencia. Esta política fue adoptada primero por el gobierno de Eisenhower, el cual apoyó al general Muhammad Ayub Khan, dictador aparentemente anticomunista, y resucitada por el gobierno de Reagan tras la invasión soviética de Afganistán. Su última encarnación es la actitud del gobierno de Bush como campeón del régimen de Musharraf. El autoritarismo en Pakistán tiene raíces profundas, pero también ocurre que la ayuda estadounidense a gobiernos autocráticos ha socavado las instituciones democráticas del país y permitido que el conjunto de las fuerzas armadas surja como primus inter pares dentro del Estado paquistaní. El resultado es que, aun cuando regímenes civiles han llegado al poder en Islamabad, los militares han ejercido un veto efectivo sobre cualquier acción tendente a relajar tensiones con India. Si Washington continúa su apoyo carente de sentido crítico al régimen militar de Musharraf (o respalda de manera similar a sus probables sucesores), cancelará la posibilidad de cualquier entendimiento entre Pakistán e India. Ha llegado la hora de que Estados Unidos sostenga los principios democráticos que postula. La equivocación sólo prolongará el imperio autocrático en Pakistán.

Estados Unidos no avanzará mucho con India en otros asuntos si no cambia su política hacia Cachemira. En años recientes gobiernos tanto demócratas como republicanos han reconocido el potencial de India como socio estratégico. Sin embargo, los recuerdos de la disposición de Estados Unidos a pasar por alto la mala conducta de Islamabad en Cachemira pesan mucho en la mente de los políticos en India y arrojan dudas sobre las promesas de amistad de Washington. Pocos temas en las relaciones indo-estadounidenses soportan una carga tan emocional. Para forjar una sociedad robusta y perdurable con India, Estados Unidos tiene que dejar de ignorar los esfuerzos de Pakistán por arrebatar Cachemira a su vecina.

Conflicto asimétrico

Las disparidades económicas, militares y políticas entre India y Pakistán son cada vez más patentes. Diferentes estimaciones ubican el tamaño de la clase media india entre 100 y 300 millones de personas y, pese a un drástico aumento en los precios del petróleo en 2005-2006 (el país depende de fuentes petroleras externas), India registró su mayor tasa de crecimiento del PIB en la historia en el último trimestre de 2005, llegando a una tasa anual proyectada de 8.1%. La economía de Pakistán, aunque apoyada por sustanciales remesas de expatriados y por la ayuda estadounidense, crecerá, según proyecciones, 6% en 2007. El ejército indio está en constante modernización, mientras el de Pakistán, aun con sus intentos de adquirir nuevos aviones, enfrenta grandes restricciones financieras. Y pese a sus fallas, las robustas instituciones democráticas de India tienen un marcado contraste con las de la dictadura militar paquistaní, incluso con su fachada civil.

Por estas razones, el futuro favorece a India, sea que alcance o no un acuerdo con Pakistán respecto de Cachemira. La creciente prosperidad del país le permitirá sufragar con más facilidad los costos de mantener una presencia militar sustancial en la región y aumentar al mismo tiempo su adiestramiento y equipamiento militar. Además, a medida que sus tácticas de contrainsurgencia se vuelven más efectivas, su historial en derechos humanos ha mejorado, y sus fuerzas de seguridad, a diferencia de las paquistaníes, no reciben la censura rutinaria de organismos internacionales, tendencia que facilitará a India ganarse al pueblo cachemir.

Puede ser que los políticos en Pakistán -- sobre todo los miembros clave del poder militar -- persistan en lo que llaman "una guerra de mil cortes" contra India. Pero su estrategia ha fallado. El ascenso económico, militar y político de India hace cada vez menos probable que la insurgencia alimentada por Pakistán en Cachemira afecte la determinación de India o sus recursos. Más importante: desde el fin de la Guerra Fría, gran parte del mundo ha perdido interés en la idea fija de Pakistán con respecto a Cachemira. A medida que los mercados de India atraigan, su comercio se expanda y su poderío militar crezca, el mundo se preocupará aún menos. Lo peor, desde el punto de vista de Islamabad, es que el futuro de Pakistán se vislumbra aún más sombrío que ahora. Los fundamentalistas islámicos radicales amenazan continuamente con desgarrar el de por sí frágil tejido social, y la unidad del Estado a largo plazo no puede darse por segura: los separatistas de la provincia de Baluchistán, en la frontera con Irán, han dicho que aspiran a crear "un segundo Bangladesh". Tales amenazas internas han embargado sustanciales recursos militares paquistaníes. La disputa por Cachemira podría terminar resolviéndose no por la negociación, sino por el agotamiento paquistaní.

Estados Unidos e India no lograron vincularse durante gran parte de la Guerra Fría, pero hoy día han hecho a un lado muchas diferencias del pasado y han emprendido una ruta hacia una relación viable y multifacética. Sería muy desafortunado que el pasado colonial del subcontinente fuera ahora a obstruir el desarrollo de un lazo mutuamente benéfico.

LA NUEVA ESTRATEGIA DE ISRAEL


Barry Rubin

El final de la ocupación

La política y los programas gubernamentales israelíes se someten a una transformación revolucionaria, una de las cadenas de hechos más importante en la historia de la nación. Así de extraordinarios como los acontecimientos recientes, lo es la aparición de un nuevo paradigma estratégico que revierte 30 años de debate y práctica y destruye algunas de las suposiciones israelíes más fundamentales.

¿Por qué han cambiado en forma tan notable las percepciones, la política y la estrategia? El cambio empezó cuando el primer ministro Ariel Sharon ordenó el retirado completo de la Franja de Gaza y de partes de Cisjordania, incluso el desmantelamiento de los asentamientos judíos en esas áreas. En pocos meses, el Partido Likud de Sharon se rebelaba en su contra; Sharon abandonaba el Likud y formaba otro partido, el Kadima; el Partido Laborista elegía como dirigente a un personaje externo, populista; la coalición gobernante se disolvía, lo que obligó a la realización de nuevas elecciones; Sharon quedó incapacitado físicamente por un ataque apoplético y fue sustituido por un destacado diputado, Ehud Olmert, y Olmert logró ganar las elecciones de marzo de 2006. La victoria de Hamas en las elecciones palestinas de enero de 2006 sólo subrayó las ya existentes tendencias.

La nueva política que está surgiendo se basa en un amplio reconocimiento israelí de que mantener Cisjordania y la Franja de Gaza sencillamente no sirve a los intereses de Israel, pese al hecho de que las autoridades palestinas se han mostrado apáticas respecto a la paz, e incapaces de realizarla, y de que tanto Fatah como Hamas utilizarán esas tierras para tratar de lanzar ataques contra Israel. Los territorios ya no ofrecen una función estratégica para Israel, dado lo improbable de un ataque convencional por parte de los ejércitos estatales árabes, e Israel podría defender mejor a sus ciudadanos creando una fuerte línea defensiva en vez de dispersar sus fuerzas. Es más, como no es probable que se alcance un amplio acuerdo de paz por muchos años, los territorios ya no tienen valor como elementos para la negociación. Durante el largo tiempo que pasará antes de que los palestinos estén bien organizados y lo suficientemente moderados para hacer la paz, Israel tiene que establecer su propia estrategia basada en esta realidad.

¿Territorio por paz?

La situación internacional cambió drásticamente en la década de 1990, pero hasta hace poco Israel estaba demasiado ocupado con crisis de plazo más corto y asuntos más cercanos como para integrar la nueva realidad externa a su ideario. La Guerra Fría terminó, la Unión Soviética cayó y Estados Unidos se convirtió en la única superpotencia mundial. En 1991, la coalición encabezada por los estadounidenses derrotó a Irak y lo obligó a salir de Kuwait. Mientras tanto, los Estados árabes fueron perdiendo interés en luchar en el conflicto árabe-israelí; la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), después de décadas de combatir con Israel sin lograr sus objetivos, llegó a uno de sus puntos más bajos.

Al principio, pareció que tales cambios -- más una acumulación de derrotas y problemas internos en Palestina -- impulsarían a los dirigentes palestinos, a Siria y a la mayor parte de los Estados árabes hacia un acuerdo de paz con Israel. El proceso de paz fue un experimento para ver si éste podría ocurrir de hecho. En 2000, tanto Siria como los palestinos (siguiendo el Plan Clinton y los acuerdos de Camp David) rechazaron la paz, demostrando así que tales expectativas eran erróneas.

Según concluyó la mayoría de los israelíes, ese resultado no era producto de algún malentendido, de la intransigencia estadounidense o israelí, de un leve paso en falso diplomático o de la necesidad de hacer cambios menores en el trato que se ofrecía. Al contrario, las dirigencias palestina y siria sencillamente no estaban listas para la paz . . . debido a las fuerzas e ideologías radicales, a las personalidades de línea dura, a los objetivos extremistas y al hecho de que el conflicto fortalecía a los dictadores que, de otro modo, enfrentarían serios problemas internos. Al ver frustradas sus propias esperanzas, los israelíes de todo el espectro político aceptaron de mala gana que el conflicto persistiría durante mucho tiempo.

La respuesta israelí a este reconocimiento se definió en el histórico debate israelí sobre la estrategia nacional, las lecciones percibidas de la experiencia de Oslo y el análisis israelí de la realidad política palestina. Un sector del público israelí siempre ha querido conservar los territorios capturados en la Guerra de los Seis Días de 1967 por motivos religiosos o nacionalistas, pero siempre fue una posición minoritaria y no la política del gobierno, con la excepción del caso de Jerusalén Oriental. Los verdaderos argumentos importantes para retener los territorios eran de índole estratégica y diplomática: primero, mantener Cisjordania y la Franja de Gaza daría a Israel profundidad estratégica, que podría utilizarse para defenderse contra un ataque militar convencional; y segundo, los territorios podrían emplearse como elementos de negociación cuando hubiera un socio palestino dispuesto a hacer una paz duradera . . . un "territorio por paz", como indicaba la consigna. El Partido Laborista y el Likud por igual invocaron estos argumentos para apoyar los asentamientos judíos en los territorios. Ambos partidos preferían mantener Cisjordania y la Franja de Gaza hasta lograr un verdadero avance en el frente diplomático.

Esta posición era racional por varias razones. Para la mayor parte de la historia de Israel, la principal amenaza estratégica al país fue una guerra convencional en sus fronteras con los Estados árabes. En tal contexto, era vital poseer Cisjordania, en especial para controlar el Valle del Jordán y utilizar las serranías que, de norte a sur, se extienden por el oeste como posiciones para defenderse contra un ataque de las fuerzas iraquíes, jordanas, sauditas o sirias. La posesión de los territorios también daba a Israel un colchón de seguridad contra los ataques terroristas palestinos desde el otro lado de la frontera, una amenaza que se magnificaba por lo irritante y real debido al hecho de que tales fuerzas contaban con la ayuda árabe y del bloque soviético. Al mismo tiempo, se suponía que los que estaban "detrás" de las líneas defensivas israelíes -- los palestinos de Cisjordania y de Gaza -- sólo representarían un problema de seguridad limitado.

El concepto estratégico funcionó muy bien durante 20 años -- hasta la primera intifada a finales de los ochenta -- y razonablemente bien durante otra década. A medida que pasaba el tiempo y que muchos israelíes llegaron a creer que había una posibilidad real de alcanzar una solución negociada, el argumento de "territorio por paz" se fortaleció aún más. Esa idea fue la base del Acuerdo de Oslo de 1993 con la OLP. El primer ministro Isaac Rabin, el ministro de Asun¬to Exteriores Shimon Peres y otros dirigentes israelíes pensaron que ceder territorio sería la medida de creación de confianza que persuadiría a los palestinos de que Israel estaba listo para un acuerdo.

El fracaso de Oslo

La experiencia de Israel con el proceso de paz de Oslo de 1993 a 2000 dio nueva forma a ese pensamiento estratégico. Creyendo que la paz era posible, Israel hizo grandes concesiones y aceptó verdaderos riesgos, y una mayoría de sus dirigentes y su pueblo aceptaron la creación de un Estado palestino y la retirada de casi todos los territorios capturados en 1967 como compromisos tolerables para lograr la paz. Israel reconoció a la OLP, permitió que sus fuerzas -- incluidos muchos terroristas -- volvieran del exilio a Cisjordania y Gaza, y entregó armas y el control sobre el territorio. Esta política se basó en las promesas de la OLP de que reconocería a Israel y detendría la incitación para destruir Israel, pondría un alto a su propio terrorismo y desmantelaría a los grupos asentados en los territorios que trataban de atacar a Israel. Aunque pocos de estos compromisos se cumplieron, muchos israelíes sostuvieron que todos estos problemas se resolverían cuando empezaran las negociaciones finales y los palestinos vieran un verdadero progreso hacia el final de la ocupación y recibieran un Estado propio y miles de millones de dólares en ayuda de compensación.

Pero el proceso de Oslo fracasó, y más allá de la responsabilidad de Israel por este fracaso, los israelíes concluyeron que la falla principal estaba del otro lado. Hasta 2000, muchos israelíes creyeron que si sólo seguían ofreciendo y dando más -- si sólo hicieran un mejor trabajo de implementación o mostraran más empatía -- sería posible alcanzar la paz completa. Este anhelo, junto con la ardiente autocrítica tan característica de la sociedad israelí, inspiró muchas ilusiones. Sin embargo, al final, incluso una mayoría de la izquierda llegó a reconocer que tal optimismo no concordaba con los hechos ni ofrecía bases para una política sobre el tema . . . al menos no si Israel habría de sobrevivir.

Cuando en 2000 el primer ministro Ehud Barak ofreció a los palestinos un Estado independiente con capital en Jerusalén Oriental a cambio de una paz total, la dirigencia palestina desaprovechó la oportunidad. En cambio, lo que siguió fue una guerra terrorista de cinco años en la cual murieron más de mil israelíes . . . muchos de ellos con las armas que Israel había permitido que tuviera la Autoridad Palestina (AP) y por parte de bandidos que Israel había liberado de prisión o dejado que volvieran a los territorios. La incitación antiisraelí en las declaraciones oficiales de la AP y en las escuelas, mezquitas y medios de comunicación palestinos impulsó la destrucción de Israel y el asesinato de sus ciudadanos. Las concesiones israelíes se convirtieron en armas que se usaron para matar a la gente de Israel, lección que no debe dejar de tomarse en cuenta. Aunque hubieran preferido no llegar a esta conclusión, una abrumadora mayoría de israelíes llegó a poner en duda que la existente dirigencia palestina sería alguna vez un verdadero socio para la paz.

Al principio, la experiencia de Oslo pareció haber demolido principalmente la posición de la izquierda en Israel, pero de hecho demostró que tanto la izquierda como la derecha se habían equivocado. La izquierda había pensado que el líder palestino Yaser Arafat haría un trato y se apegaría a él, y la derecha había esperado que hiciera un trato y lo rompiera. Los defensores del proceso sostenían que si se ofrecía un buen trato a Arafat -- un Estado palestino en Cisjordania y Gaza, la mayor parte de Jerusalén Oriental, el final de la ocupación y mucho dinero por compensaciones -- , éste haría la paz. El Estado palestino resultante tendría interés en mantener la estabilidad y elevar los niveles de vida de sus ciudadanos; los refugiados palestinos regresarían con miles de millones de dólares del extranjero; los Estados árabes se alinearían para hacer la paz, y el conflicto habría terminado. Mientras tanto, la derecha criticaba el proceso de paz no en rechazo a la paz sino porque suponía que el proceso era una trampa. Pensaba que Arafat tomaría Cisjordania y Gaza, crearía un Estado palestino y luego utilizaría ese Estado como trampolín para tratar de borrar a Israel del mapa. Con ataques fronterizos, y con los Estados árabes o Irán enviando armas y ejércitos, nunca acabaría el conflicto . . . y se habría deteriorado la posición estratégica de Israel.

Ninguna de ambas cosas llegó a pasar. Nadie previó que a Arafat se le ofrecería el trato que propuso la izquierda, que lo rechazaría y que recurriría a una guerra total. Para los israelíes, el año 2000 fue una revelación. Los dirigentes palestinos y sirios considerados dispuestos para la paz optaron en cambio por continuar el conflicto. Los dirigentes palestinos mantuvieron el "derecho a volver" de los refugiados como su mayor prioridad, cosa que los israelíes vieron como un signo de que la destrucción de Israel era más importante para los líderes palestinos que poner fin a la ocupación. Los israelíes concluyeron que su vieja creencia en el deseo de los palestinos de la paz se había debilitado en lo fundamental.

A partir de entonces, se consideró que la dirigencia palestina no estaba preparada para la paz, y sin duda no le entusiasmaba. El proceso de construcción de confianza había fracasado. El resultado de las concesiones había sido desgastar nuevamente al país en vez de recompensarlo. ¿Cómo, preguntaban los israelíes, podrían reaccionar a estas revelaciones a fin de desarrollar un nuevo enfoque?

Cambio de paradigma

Desde el fracaso del proceso de paz de 2000, el pensamiento de los israelíes se ha visto muy afectado por la experiencia de la necesidad de defenderse contra uno de los ataques más sangrientos de terrorismo en la historia, además de una campaña internacional que etiqueta a Israel como un Estado paria que no merece existir. Pero otros acontecimientos en otras partes también ayudaron a crear un nuevo paradigma estratégico. Entre ellos están los ataques del 11 de septiembre de 2001 contra Estados Unidos, la guerra contra el terrorismo, el derrocamiento de Saddam Hussein, la aparición de un movimiento árabe por la democracia que desafía al orden imperante, la muerte de Arafat y la falta de un fuerte líder palestino nacionalista que lo sustituya, y la preponderancia adquirida por Hamas y otros movimientos islámicos radicales en el mundo árabe. Muchos de estos acontecimientos aumentaron la percepción profunda en Israel de que el problema no derivaba de la falta de generosidad de Israel sino de la naturaleza misma de su adversario. Alcanzar la paz, concluyeron los israelíes, sería más difícil y tardaría más de lo que habían considerado o esperado.

Al mismo tiempo, muchos otros acontecimientos que se sumaban indicaban que, aunque el conflicto continuaría, no se extendería ni se agravaría. Por su parte, la caída de Hussein eliminó una amenaza fundamental. Mientras tanto, otros regímenes árabes -- desafiados por los islamistas y estratégicamente débiles -- empezaron a estar dispuestos a sacrificar parte de su apoyo a los palestinos a cambio de una mejora de sus relaciones con Estados Unidos. Aun si no hacían la paz con Israel, tampoco querían la guerra y su respaldo a los palestinos llegó a su punto más bajo. Todo esto reforzó las tendencias desatadas por el final de la Guerra Fría y el cambio consiguiente en el equilibrio internacional de poder. El ambiente de seguridad de Israel empezó a tener un aspecto muy diferente. Los ejércitos y las armas árabes parecieron menos peligrosos, y la ocupación de territorios se volvió menos importante que mantener claras líneas defensivas que no encerraran a una población hostil.

Lo que surgió de la conmoción del fracaso de Oslo y de la guerra terrorista de cinco años que lo siguió fue una nueva síntesis en el pensamiento israelí: un consenso nacional a lo largo de líneas centristas, trazando ideas desde más allá del espectro político. De la izquierda provino la idea de que Israel debería retirarse de los territorios capturados, desmantelar muchos de los asentamientos y aceptar un Estado palestino independiente a cambio de una paz verdadera. Esto se mezclaba con la creencia de la derecha de que no habría ningún socio con el cual hacer una paz verdadera, durante mucho tiempo por venir.

Estas dos ideas se fundieron en un nuevo paradigma, que predomina en la política y el ideario israelíes, incluso cuando los palestinos se atengan a una política que combina la debilidad y la intransigencia. Aunque las esperanzas más optimistas de Israel se han desvanecido, la mayoría de los israelíes ahora cree que la situación puede hacerse más segura con el enfoque de la derecha.

Los militares israelíes desempeñaron un papel considerable en el desarrollo de este nuevo punto de vista. Su misión principal, concluyeron sus generales, había sido la de patrullar Cisjordania y la Franja de Gaza, donde protegía caminos y asentamientos a la vez que combatía a los terroristas en términos establecidos en buena parte por el enemigo. Ello no sólo debilitó demasiado a sus fuerzas, sino que también sacrificó las ventajas estratégicas que Israel sostenía. Además, la protección del territorio y de los ciudadanos de Israel se había hecho más difícil por la falta de una frontera perceptible o defendible. El problema no podía remediarse mientras se requiriera que el ejército defendiera cada asentamiento judío y tratara con una amplia y hostil población civil.

La idea de una defensa basada en una línea clara establecida a lo largo de un terreno ventajoso era mucho más atractiva para los estrategas. Los asentamientos peligrosamente expuestos podrían ser evacuados, y las nuevas cercas de seguridad ofrecerían una protección adicional a los ciudadanos israelíes. Con la protección de patrullas marítimas en la costa de la Franja de Gaza, con poderío aéreo e incursiones de corto plazo en los territorios, el único punto vulnerable que quedaba serían los misiles disparados desde el otro lado de la frontera, cosa que casi equivalía al problema enfrentado por las fuerzas israelíes cuando estaban realmente en el terreno en Cisjordania y Gaza.

El final de las ilusiones

Junto con los oficiales del ejército, tanto los políticos como el público israelíes reconocieron que la adopción de un marco sostenible para la defensa implicaría renunciar a la idea de que la AP ayudaría alguna vez a combatir el terrorismo; la experiencia había enseñado a Israel que la dirigencia palestina era, en el mejor de los casos, inútil y, en el peor, un aliado de facto de los terroristas. En una entrevista de oc¬tubre de 2004 concedida a Haaretz, Dov Weisglass, consejero de Sharon, dijo que durante mucho tiempo, la "suposición era que cuando la mayoría palestina obtuviera la satisfacción nacional, ellos de¬pondrían las armas y que los 'ocupantes' y los 'ocupados' saldrían de las trincheras y se abrazarían y besarían". Pero Sharon entendió que ninguna dirigencia palestina forzaría una política moderada contra su sociedad y que, en palabras de Weisglass, "el terrorismo palestino, en parte, no tiene un carácter nacional en lo absoluto, sino religioso. Por tanto, garantizar la satisfacción nacional no resolverá el problema de este terrorismo".

El consenso estribaba en que había pocas posibilidades de lograr un acuerdo con los palestinos debido a la naturaleza de su política y dirigencia. Prácticamente nadie en la dirigencia palestina trató realmente de alterar esa naturaleza en la década de 1990, y los líderes palestinos cada vez más intensa y abiertamente suscribieron las posiciones radicales después de 2000. Más allá de las buenas intenciones que pueda tener el dirigente palestino Mahmoud Abbas, es demasiado débil para imponer el orden o tomar las duras decisiones necesarias para la paz, sobre todo ante la ausencia de cualquier facción moderada fuerte que pudiera contribuir a rehacer la política palestina. Cuando tuvo el control, el movimiento Fatah de Arafat sencillamente no ofreció tal liderazgo, y la corrupción y la incompetencia fueron destruyéndolo (como se hizo evidente cuando fue derrotado en las elecciones de enero de 2006). Además, la clara multiplicidad y rebeldía de varias facciones palestinas hicieron casi imposible la imposición del orden, por no hablar de una política coherente, aparte de la opción, comprendida y aceptada por la mayoría, de continuar con el conflicto. Y aunque Fatah estaba abrumadoramente dominada por los extremistas, que incluían tanto a los viejos e intransigentes seguidores de línea dura como a una generación más joven que ensalzaban el terrorismo de las Brigadas de Al Aqsa, Hamas iba adquiriendo cada vez más poder.

Mientras tanto, el deseo de los palestinos de eliminar a Israel resultó ser demasiado fuerte de vencer, y su glorificación de la violencia demasiado poderosa. Parecía que los dirigentes palestinos nunca dejarían de incitar al terrorismo o de armar a grupos terroristas. Los líderes palestinos, los activistas palestinos y el público palestino en general seguían creyendo que la victoria total, es decir la destrucción de Israel, era posible. Incluso cuando las encuestas mostraron la existencia de opiniones más moderadas entre los palestinos promedio, éstas nunca entraron en los programas de la dirigencia, mucho menos en las agendas de los hombres armados que atacaban Israel y sembraban el caos entre su propio pueblo.

Este análisis se resume en la descripción que hizo Weisglass de las opiniones de Sharon, a las que Olmert, su lugarteniente más cercano y hoy su sucesor, dio forma. Weisglass explicó: "Sharon no piensa que después de un conflicto de 104 años sea posible obtener un pedazo de papel que ponga fin al asunto. Piensa que la otra parte debe someterse a un profundo y amplio cambio sociopolítico". La mayoría de los israelíes no ve ningún indicio de que tal proceso haya empezado. Por el contrario, la política palestina ha ido en la dirección contraria, como claramente demostraría la reciente elección de Hamas. Con Hamas en el poder, Abbas ha perdido aún más poder, Fatah se ha radicalizado y se ha vuelto más violento en un esfuerzo desesperado por competir con los islamistas, y se ha intensificado la incitación de la generación palestina más joven a continuar la lucha durante muchos años.

Los israelíes esperan que algún día las cosas sean diferentes, pero son conscientes de que ese día podría estar muy lejos en el futuro. Sin embargo, en el caso de que así suceda, la nueva política de Israel ha puesto en claro su disposición a establecer un compromiso verdadero por la paz. No obstante, mientras tanto, Israel necesitaba una nueva estrategia que se adecuara a las condiciones existentes. Como dijo Weisglass: "Cuando se juega a solas, cuando nadie está sentado al otro lado de la mesa, no hay más opción que barajar los naipes uno mismo".

Cuando Weisglass dijo que el proceso de paz debía ponerse en "formaldehído", no quiso decir que Sharon trataba de aniquilarlo. Uno no aniquila algo con el formaldehído; lo conserva para el futuro. Lo que Weisglass quiso decir era que la política israelí debía mantener abierta la posibilidad de entablar negociaciones exitosas con los palestinos, pero que para ello se requería una etapa de transición.

Ir por la libre

Tal fue el contexto en el que Sharon decidió completar el retiro de la Franja de Gaza y desmantelar varios asentamientos de Cisjordania. Como paso siguiente, durante la campaña electoral de 2006, su sucesor, Olmert, anunció una política de "convergencia", en la que Israel se retiraría de la mayor parte de las posiciones que le quedaban en Cisjordania, desmantelaría muchos más asentamientos y consolidaría los "bloques de asentamientos" que tuviera la intención de reclamar en el futuro.

La idea de la separación entre Israel y los territorios tiene una historia bipartidista. Primero fue planteada por el ex ministro de Defensa Yitzhak Mordechai, del Likud, y luego por Barak, del Laborista. El retiro unilateral fue defendido por los laboristas en las elecciones de 2002 (aunque los votantes rechazaron la idea, y Sharon se opuso a ella, cuando fue presentada como parte de un esfuerzo para persuadir a los palestinos de la buena fe de Israel, más que como parte de una política estratégica coherente). En sus primeros años en el poder, Sharon tampoco mostraba entusiasmo por construir una cerca de seguridad en Cisjordania. Históricamente, la derecha política en Israel se opuso a este proyecto por temor de que ello pudiera demostrar que Israel estaba preparado para dejar casi toda Cisjordania. En torno a esto, como en la cuestión del retiro unilateral de Gaza, Sharon haría un cambio de posición total.

¿Qué fue lo que ocurrió que hizo a Sharon dar marcha atrás por completo, al punto de que muchos de sus colegas del partido lo reprobaron? Olmert afirma que él fue el primero en presentar la idea, la cual, junto con el análisis del establecimiento de defensa de los factores antes mencionados, instigó a Sharon a repensar las cosas en forma importante.

Es cierto que Israel nunca había querido la Franja de Gaza para mucho, a no ser para propósitos defensivos. En 1992, al comenzar las conversaciones con la OLP, la oferta inicial de Israel incluyó entregar la Franja de Gaza al dominio palestino. Desde 1994, la mayor parte del territorio había estado bajo el control de la AP. Una década más tarde, los israelíes estaban poco dispuestos a retirarse, no por algún deseo intrínseco de conservarlo, sino por su preocupación de que el área se convirtiera en una base para atacar a Israel. A muchos también les preocupaba que el retiro de Gaza fuera tomado como un precedente para dejar toda Cisjordania y que los terroristas lo consideraran como una victoria, con lo que se alentarían más acciones de terrorismo y se reducirían los esfuerzos de Israel para negociar sobre algo más. Eran argumentos muy impresionantes, pero para 2004 ya no persuadían ni siquiera a un primer ministro que históricamente era de línea dura.

El retiro de la Franja de Gaza seguía siendo algo doloroso para los dirigentes y los ciudadanos de Israel. El abandono voluntario del territorio capturado en una guerra en curso, cuando uno de los adversarios se niega a hacer la paz (o incluso aceptar el derecho de su enemigo de existir), prácticamente carece de precedentes. Para alcanzar una opción democrática, con un abrumador respaldo de la opinión pública israelí, poner en práctica este retiro demandaba reconsiderar las suposiciones básicas. ¿Podía Israel replegarse sin que ello pareciera una victoria del terrorismo? ¿Estaba preparado el país para desarraigar a ciudadanos que habían vivido en Gaza durante décadas? ¿Significaba el repliegue ceder un activo en el proceso de negociación sin, a la vez, recibir nada a cambio? ¿El territorio abandonado se convertiría sencillamente en una base para más ataques terroristas contra Israel?

Al cambiar el concepto estratégico del país, Sharon tenía que responder a esas preguntas . . . a riesgo de pagar un alto precio político. Antes de anunciar su plan de retirada, gozaba de una inmensa popularidad tanto en la derecha como en la izquierda. Sin duda, su Partido Likud lo apoyaba sólidamente, y podía continuar como primer ministro mientras así lo quisiera. Después su partido se dividió, y la mitad estaba furiosa y lista para sustituirlo; su futuro político estaba en entredicho, aunque fuera temporalmente.

Sharon tenía varios motivos serios para correr tan grandes riesgos políticos y estratégicos. Quería que su legado mostrara que era un moderado que había buscado la paz y hecho de Israel un país más seguro. Pero reconoció la necesidad de Israel de una postura estratégica sostenible mientras estuviera fuera del alcance una solución diplomática completa. Llegó a darse cuenta de que mantener los territorios ya no era algo ventajoso en términos estratégicos (y era quizá perjudicial en una larga guerra de desgaste) y aceptó la realidad demográfica de que Israel, si no cambiaba de enfoque, pronto estaría gobernando sobre una población árabe que excedería en número a su propia población judía. Sharon también quería poner el balón en el campo palestino, obligándolos a demostrar si serían capaces de gobernar un territorio que, para la mayoría de los propósitos prácticos, era un Estado. Entregar la Franja de Gaza, dijo Weisglass, significaba que "no había más excusas. [ . . . ] El mundo entero está preguntándose qué se proponen hacer con esta rebanada de tierra". Al final, Israel incluso entregó el control de la frontera de Gaza con Egipto a la AP. Ante el argumento de que mantener la tierra proporcionaba un elemento de negociación en las conversaciones, Sharon sencillamente preguntó: ¿De qué nos sirven elementos de negociación cuando no hay nadie con quien negociar?

Mientras tanto, Sharon creía que las cercas de seguridad ofrecerían una línea viable hacia la cual podían retirarse las fuerzas israelíes y que, habiendo ganado la guerra de 2000-2005, Israel podía desplegar de nuevo sus tropas en sus propios términos: el resultado de una victoria sobre el terrorismo y no una derrota por parte del mismo. De todos modos, Israel podría ejercer acciones de represalia cuando fuera necesario, y las medidas defensivas de seguridad parecían prometedoras. Según encuestas, alrededor de 80% de los israelíes consideró atractiva el retiro unilateral de Gaza y de partes de Cisjordania.

Si la política palestina hubiera sido diferente, el retiro de Gaza podría haber iniciado un verdadero progreso hacia la paz. Si las autoridades palestinas hubieran sido capaces de mantener el orden, detener el terrorismo y hacer de la Franja de Gaza el escaparate de un Estado palestino moderado, habrían atraído el respaldo internacional y dentro del mismo Israel para buscar una solución de amplio espectro. Pocos israelíes esperaban que esto ocurriera, pero el retiro era una oportunidad genuina para que la dirigencia palestina demostrara que tal escepticismo era incorrecto. Pero no fue así.

Un nuevo consenso

La traducción del nuevo paradigma de la estrategia de Israel en acciones empezó con un movimiento de Sharon, que no sólo excluyó a los palestinos sino que además se hizo sin consultar a su propio partido. Cuando el polvo se asentó, la realineación política puso al Partido Laborista a la izquierda de Sharon, a su nuevo Partido Kadima en el centro y al Likud a su derecha.

Quienes permanecieron en el Likud, ahora conducido por el ex primer ministro Benjamin Netanyahu, adoptaron la postura tradicional de tratar de mantener todo lo que quedara del territorio capturado en 1967; en ello estaban de acuerdo con que el actual movimiento palestino no era un socio para la paz, pero rechazaban el nuevo paradigma con el que supuestamente se respondería a esta situación. Sin embargo, incluso en el Likud, una amplia facción encabezada por el ex ministro de Asuntos Exteriores, Silvan Shalom, aceptó en lo fundamental el nuevo concepto estratégico Sharon-Olmert.

El Partido Laborista se concentró en una parte completamente diferente del consenso nacional. Ya que su pasada impaciencia para hacer concesiones había cobrado tanto descrédito, subrayó en cambio temas sociales internos. Al mismo tiempo, sus dirigentes aceptaron en lo esencial el nuevo paradigma estratégico, postura que se endureció tras la victoria electoral de Hamas.

El Partido Kadima encarnó el nuevo consenso nacional, y así ganó las elecciones de marzo de 2006. El objetivo común de sus diversos miembros y partidarios era dar prioridad a la nueva agenda estratégica: garantizar la seguridad de Israel mediante el reforzamiento de sus defensas contra el terrorismo, rechazar las ilusiones y consolidar el control sobre las relativamente pequeñas porciones de Cisjordania que Israel se propone reclamar como parte de un acuerdo diplomático.

Todo este replanteamiento y el relanzamiento de la política tuvieron lugar antes de que Hamas ganara en las elecciones palestinas de enero de 2006. Cuando los israelíes concluyeron que no había ningún socio palestino para la paz, pensaban más bien en Fatah y Abbas, no en Hamas. La victoria de Hamas sólo reforzó esta perspectiva, y también demostró su exactitud a muchos observadores extranjeros.

Con Sharon postrado en la incapacidad y con una inevitable victoria del Kadima, el partido de Olmert no logró todo lo que se esperaba de él en las elecciones de marzo. Algunos votantes se quedaron en casa; otros emitieron sus votos para expresar su respaldo a partidos de intereses especiales. Sin embargo, los partidos que suscribieron el nuevo paradigma tuvieron en general buenos resultados, y a los de la extrema izquierda y la extrema derecha les fue muy mal. Habiendo puesto en claro su plan antes del día de las elecciones, Olmert podía afirmar que se le había entregado dicho mandato.

Los elementos básicos del nuevo paradigma ahora constituyen el programa del nuevo gobierno de Israel, y es probable que lo siga siendo durante mucho tiempo. Israel quiere la paz. Está dispuesto a ser flexible, a correr riesgos y hacer concesiones, y a lograr un acuerdo con un Estado palestino en buena parte de lo relacionado con Cisjordania y en todo lo relativo a la Franja de Gaza. El objetivo no es la ocupación, sino la seguridad y el derecho de existir como una sociedad que no es objeto de un ataque exterior. Al mismo tiempo, los israelíes creen que no se cuenta con ningún socio para la paz, y que no lo habrá pronto. Unas cuantas declaraciones dispersas, ambiguamente "moderadas", de Hamas no los engañarán para hacerlos pensar que Hamas ha cambiado, sobre todo porque sigue incitando, facilitando y respaldando los ataques terroristas.

La política de "convergencia" de Olmert es la expresión de esas creencias. En una entrevista concedida el 9 de abril a The Washington Post, Olmert presentó un resumen sucinto de dicha política. Los asentamientos que queden fuera de la cerca de seguridad a la larga serán eliminados y sus residentes "convergerán hacia los bloques de asentamientos que permanecerán bajo control israelí. [ . . . ] En el resto de los territorios no habrá ninguna presencia israelí y se permitirá la contigüidad territorial con un futuro Estado palestino". El objetivo de Israel, que perseguirá en forma temporal, es tener fronteras muy cercanas, pero no exactamente coincidentes, con las del periodo anterior a 1967.

Un factor decisivo en esta orientación defensiva será la culminación de la cerca de seguridad para proteger a Israel contra ataques; pero se harán esfuerzos para minimizar el sufrimiento de los palestinos, contando en ello la posible alteración del trazo de la cerca en respuesta a juicios palestinos ante tribunales israelíes. Otro elemento vital será que Israel mantendrá su derecho a la acción militar para prevenir ataques terroristas, incluido el lanzamiento de misiles, y el de garantizar que quienes realicen tales operaciones no serán capaces de repetirlas en el futuro.

A pesar de su evaluación crítica de la política palestina, Israel tratará de ayudar a moderar a los palestinos, pero sin guardar expectativas ilusorias respecto a su poder o a su grado de pragmatismo. Lo importante no es si los funcionarios israelíes se reúnen con funcionarios de Abbas u otros funcionarios palestinos, sino si hay alguna razón para creer que tales debates podrían tener un verdadero resultado.

Por último, dado este nuevo consenso sobre la paz y los temas de seguridad, los israelíes se concentran en los asuntos internos de ín¬dole socioeconómica. Israel ha tenido un desempeño notablemente satisfactorio en cuanto a la construcción de su economía e infraestructura y en cuanto a elevar sus niveles de vida pese a las fuertes tensiones causadas por sus necesidades de seguridad y al gasto en los asentamientos. Sin embargo, los cambios en los últimos años, muchos de los cuales corren en paralelo con las tendencias en otras partes del mundo, han ampliado las brechas socioeconómicas, socavado el sentido de comunidad de Israel e impedido que mejoren las instituciones de asistencia a la salud, educativas y de otro tipo. Con un nuevo paradigma de seguridad y dar por concluidos muchos añejos debates, los israelíes creen que ha llegado la hora de concentrarse en esos problemas.

Esta revolución ha promovido la unidad nacional. Quienes piensan que Israel puede obtener la paz sencillamente cediendo más, así como quienes piensan que Israel debería conservar todos los territorios, se han visto empujados hacia los márgenes de la política y el debate. Enfrentar la realidad y sacar el mejor partido de las difíciles condiciones ha triunfado sobre las ilusiones. Tal es el tipo de enfoque que satisface a una cultura política israelí que siempre se ha concentrado en el arte de lo posible. En este caso, un optimismo relativo es el resultado de sacar el mayor provecho posible de una situación aparentemente irresoluble que, de no lograrse, sólo puede engendrar la desesperanza.