domingo, 10 de agosto de 2008

¿DETENDRÁ CACHEMIRA EL ASCENSO DE INDIA?


Sumit Ganguly

Historia de una ruptura

En los últimos años se han incrementado drásticamente el crecimiento económico, la influencia diplomática y el prestigio global de India. El nuevo perfil internacional del país añade una nueva dimensión al actual enfrentamiento con Pakistán por Cachemira. Hasta ahora el conflicto no ha impedido el ascenso indio, pero son vagas las perspectivas de que ambas partes lleguen a un acuerdo por sí mismas.

Si bien es improbable que este asunto frustre las ambiciones de India de surgir como potencia asiática -- y global -- , las crisis periódicas en torno a ese estado distraerán a sus gobernantes, y las tensiones con Pakistán podrían encender una guerra más. Estados Unidos puede, y debe, desempeñar un papel en cuanto a facilitar que se ponga fin al conflicto, presionando a ambas partes para que lleguen a un acuerdo. Con ese objetivo necesita cambiar su postura hacia ambos países, pero los beneficios potenciales -- paz en el subcontinente y una sólida asociación estratégica con Nueva Delhi -- bien valen el esfuerzo.

La disputa por Cachemira ha plagado las relaciones entre India y Pakistán desde que esos estados fueron creados mediante la partición de la India británica, en 1947. Los dos países han librado tres guerras (en 1947-1948, 1965 y 1999) por esa cuestión y otras relacionadas, y en dos ocasiones (en 1990 y 2001-2002) estuvieron a punto de recurrir a las armas nucleares. La intensa preocupación internacional ha impulsado esfuerzos multilaterales por negociar una conclusión formal de la disputa. Sin embargo, ni la guerra ni la negociación han acercado una solución, y no ha habido cambio significativo en el estatuto del territorio desde que ambas naciones intercambiaron disparos por primera vez, hace casi 60 años. (India controla alrededor de dos tercios del estado original, y Pakistán administra la mayor parte del resto. En 1963 Pakistán cedió a China una pequeña franja del territorio que reclama en el norte de Cachemira, para permitir a China construir un camino que conectara las provincias de Tíbet y Xinjiang.)

El conflicto tuvo origen en proyectos opuestos de construcción nacional. Nueva Delhi insistía en retener Cachemira para demostrar que la provincia podía prosperar en un Estado secular. (Su postura recibió la ayuda del monarca hindú de Cachemira, quien se apresuró a unirse a India en 1947 con la esperanza de evitar un levantamiento y una incursión apoyada por Pakistán.) El gobierno de Islamabad, en contraste, creía que Cachemira, cuya población es de mayoría musulmana, pertenecía a Pakistán, patria putativa de los musulmanes de Asia del Sur. Si bien hace mucho tiempo que los argumentos de cada bando se derrumbaron (el caso de Pakistán después de la separación de Bangladesh en la guerra civil de 1971) o se debilitaron (el caso de India luego del surgimiento de virulento nacionalismo hindú en Cachemira), los dos gobiernos se han negado a moderar sus pretensiones.

La disputa se enfrió por un tiempo luego de la derrota decisiva de Islamabad en la guerra indo-paquistaní de 1971 (desatada no por Cachemira, sino por la guerra civil paquistaní) y la posterior evolución de una superioridad india en armas convencionales. Entre 1971 y 1989, dirigentes paquistaníes no dedicaron más que discursos al tema. Los dirigentes indios dieron por sentado que la disputa había quedado resuelta, de facto si no de jure. Pero esas suposiciones se quebraron en 1989, cuando se desató una insurgencia de mayoría indígena, etnorreligiosa, en el valle de Cachemira, controlado por India. La creciente conciencia política y el refinamiento del pueblo cachemir, combinados con mejores oportunidades de educación y acceso a los medios masivos, habían producido una generación de jóvenes cachemires reacios a aceptar las generalizadas trampas legaloides indias que habían marcado la mayoría de las elecciones en el estado. (Durante mucho tiempo la Conferencia Nacional, partido dominante en la Cachemira dominada por India, había intimidado a los opositores políticos, rellenado urnas y coaccionado a los electores, todo con la tácita aprobación del gobierno indio.) Ante una súbita oportunidad de socavar la posición india y vengar la humillación de 1971, el gobierno paquistaní comenzó a ayudar a los rebeldes con armas, adiestramiento y refugio.

La ayuda paquistaní transformó el levantamiento, a medida que la liberalidad de Islamabad atrajo a organizaciones terroristas islámicas, como Lashkar-e-Taiba y Jaish-e-Muhammad, que remplazaron a los insurgentes locales. A su vez, estos grupos captaron combatientes impulsados menos por la causa de la libre determinación política de los musulmanes cachemires que por la sed de sangre, el fervor religioso y la codicia. Durante la década de 1990 la insurgencia en Cachemira se volvió una red de extorsión bien organizada y con carga ideológica, y en el proceso perdió el apoyo de mucha de la población local. Perdió arraigo popular por su disposición a hostilizar, y a menudo aterrar a los cachemires de cualquier afiliación religiosa. Entre tanto, las fuerzas de seguridad indias se volvieron más diestras en operaciones de contrainsurgencia y lograron contener a los rebeldes, si bien no suprimirlos del todo. Una vez que se restauraron elementos de normalidad política, India minó aún más el atractivo popular de los insurgentes al realizar dos elecciones en el estado, en 1996 y 2002, que observadores y periodistas internacionales consideraron libres e imparciales en términos generales.

Tres crisis recientes han atraído renovada atención internacional a la disputa. Primero, en 1998 tanto India como Pakistán ensayaron armas nucleares. Los ensayos estremecieron al mundo, aunque desde hacía tiempo los observadores sospechaban que ambos países tenían activos programas de armamento nuclear. Luego, en 1999, Pakistán provocó una guerra no declarada con India en un esfuerzo por atraer la atención internacional de nuevo sobre Cachemira. Calculando que la demostrada capacidad nuclear de Islamabad había neutralizado con eficacia la superioridad marginal de India en armas convencionales, el gobierno paquistaní envió soldados disfrazados de pobladores tribales locales a cruzar la frontera de facto en Cachemira (conocida como Línea de Control) y ocupar tres posiciones remotas, pero de importancia estratégica. Para sorpresa de Islamabad, las fuerzas indias organizaron un vigoroso contraataque. Estados Unidos y la comunidad internacional condenaron la agresión paquistaní y apoyaron abiertamente a India. Luego de una intervención personal del presidente Bill Clinton, los paquistaníes retiraron sus tropas. Pese a su derrota, Islamabad probó tener razón en un aspecto: la nuclearización del subcontinente había inhibido a Nueva Delhi de lanzar una guerra abierta o intensificar horizontalmente el conflicto (por ejemplo atacando al otro lado de la frontera internacional en Punyab o Rajastán).

La tercera crisis reciente reveló el poder de los grupos terroristas apoyados por Pakistán. El 13 de diciembre de 2001, miembros fuertemente armados de Lashkar-e-Taiba y Jaish-e-Muhammad atacaron el edificio del Parlamento indio en Nueva Delhi cuando había miembros de ambas cámaras de la legislatura en el interior. Para expresar su creciente frustración y demostrar su determinación, India emprendió un gran ejercicio de diplomacia coercitiva. Su esfuerzo comprendió una impresionante movilización de tropas y vehículos blindados a lo largo de la frontera con Pakistán, que puso a ambos estados peligrosamente al borde de la guerra a finales de la primavera de 2002. Se requirió la presión internacional, que contempló la declaración oficial de Estados Unidos de que Lashkar-e-Taiba y Jaish-e-Muhammad eran grupos terroristas y su proscripción por parte de Pakistán (aunque sólo en el papel), para reducir las tensiones.

¿Sin novedad en el frente?

Luego de los ataques al Parlamento, India y Pakistán reanudaron pláticas. Las conversaciones han producido algunos logros tangibles, como un cese del fuego a lo largo de la Línea de Control, la instalación de un nuevo servicio de autobuses entre Srinagar y Muzafarabad (capitales de la Cachemira controlada por India y la controlada por Pakistán, respectivamente), y permiso a miembros de la Conferencia Hurriyat de Todos los Partidos, o CHTP (aglomeración informal de partidos políticos cachemires opuestos al dominio indio), de viajar a Pakistán. Pese a estas medidas y a una serie de reuniones de alto nivel, ha habido poco progreso en el asunto territorial que es el núcleo de la disputa. Pese a sus atisbos iniciales de flexibilidad y a ciertos esfuerzos superficiales por mejorar las relaciones bilaterales, el gobierno paquistaní del general Pervez Musharraf se ha replegado hacia las duras posturas del pasado. Lo más importante es que Pakistán se ha negado a dejar de apoyar a los insurgentes. También India ha incumplido sus compromisos, aunque el gobierno del primer ministro Manmohan Singh ha expresado su disposición a comenzar negociaciones directas con la CHTP en cuestiones de representación política y autonomía.

Si bien las tasas de infiltración de la Cachemira controlada por Pakistán en la parte dominada por India han disminuido en los dos años pasados -- y sin duda el nivel de violencia en el estado se ha reducido -- , aún no se ha erradicado la insurgencia. Las fuerzas indias de seguridad aprehenden y dan muerte con regularidad a presuntos infiltrados. Pese a que desde 2000 existe un gobierno electo limpiamente en la zona bajo control indio, Nueva Delhi mantiene allí gran cantidad de elementos armados (unos 250000 soldados regulares y más de 100000 irregulares en unidades paramilitares) para custodiar la seguridad y el orden público. Y aunque la situación está lejos de la pesadilla de principios de la década de 1990, las condiciones distan de ser tranquilas. Persisten manifestaciones ocasionales contra el dominio indio, ataques con bomba y combates con armas de fuego entre fuerzas de seguridad y grupos insurgentes. Además, grandes segmentos de la población, en especial en el valle de Cachemira, de predominio musulmán, permanecen profundamente alejados del dominio indio. Al mismo tiempo se muestran muy escépticos en cuanto a las intenciones de Pakistán y completamente a disgusto con los grupos insurgentes apoyados por Islamabad. Dejados a su arbitrio, es probable que muchos optarían por alguna forma de autonomía, si no de plena independencia.

Entre tanto, Musharraf es presionado por el clero islámico radical y sus aliados en el Parlamento y por las fuerzas armadas para mostrar avances sobre Cachemira. En consecuencia, el gobierno paquistaní continúa apoyando a los insurgentes, aunque en una forma más sutil que antes. Pero lo que el régimen de Musharraf y sus aliados islámicos más intransigentes no reconocen es que la paciencia de India con la violencia patrocinada por Islamabad en Cachemira y otras partes de India está por acabarse. Aunque en gran medida ignorados por los medios estadounidenses, los bombazos durante el festival por la celebración hindú de Diwali en Nueva Delhi, en noviembre de 2005, en los que participaron grupos con base en Pakistán, casi precipitaron otra crisis importante, que sólo fue evitada por la prudencia de los gobernantes indios. Pero no está claro que esa contención pueda sobrevivir a otro ataque. Además, en contraste con la crisis de 2001-2002, en la que las fuerzas armadas indias carecían de planes viables para responder a un ataque terrorista lanzado desde Pakistán, hoy están bien preparadas para emprender una acción rápida y decisiva lanzando ataques de represalia contra objetivos en Pakistán en momentos y lugares de su elección. Por desgracia, la dirigencia paquistaní parece indiferente a la creciente frustración de India. En consecuencia, aunque otra guerra indo-paquistaní no es probable, sigue siendo posible.

El arte de lo imposible

Ni la disputa ni la insurgencia han tenido efecto significativo en el ascenso de India a la prominencia internacional. En la década de 1960, los comentaristas hablaban abiertamente de la posibilidad de que el país se derrumbara a causa del incontenible aumento de la población, la atropellada expansión económica, los nacientes movimientos comunistas y las divisiones por razones étnicas, religiosas y de castas. Sin embargo, el Estado indio ha mostrado notable resistencia y, aparte de una breve suspensión de las libertades políticas a finales de la década de 1970, ha logrado manejar las crisis sin abandonar su compromiso con las prácticas democráticas.

Hoy India se tiene confianza, y con razón. Aunque todavía la acosan algunos desafíos heredados de la década de 1960, como las guerrillas maoístas en las zonas oriental y central, el extremismo religioso y la pobreza rural, India ha logrado tasas impresionantes de crecimiento económico desde la década de 1980; ha abandonado sus políticas anticuadas de no alineación y solidaridad con el Tercer Mundo, y ha mejorado en forma radical sus relaciones con Estados Unidos. Es notable que la mayor parte de este progreso haya ocurrido cuando persistía la insurgencia en Cachemira e incluso cuando la violencia en otras partes, sobre todo en la región nororiental, perturbada desde hace mucho, estallaba de vez en vez. En consecuencia, hay poca razón para creer que India no pueda continuar su nueva política exterior, mantener su estabilidad interna y promover el crecimiento económico, aunque no pueda resolver el conflicto por Cachemira.

Con todo, decir que esa disputa no obstruirá el progreso de India no significa que el tema carezca de importancia. La continuación de la insurgencia en ese estado y las malas relaciones con Pakistán distraerán a Nueva Delhi, y por tanto impondrán costos significativos en oportunidad política. Además, la continuación de tensiones en Cachemira tentará a Islamabad a fomentar mayor discordia. Por consiguiente, la disputa seguirá siendo un importante punto crítico, que puede disparar un conflicto más entre ambas naciones, en el cual Washington tendría que tratar una vez más de impedir que las tensiones se intensifiquen. La posibilidad de tal crisis podría también alejar inversionistas, aunque es fácil exagerar ese riesgo: los capitalistas no han vacilado en invertir en China pese a su inestabilidad interna, sus recurrentes tensiones con Japón y las ocasionales protestas antijaponesas, e incluso varias crisis en el Estrecho de Formosa. La inversión en India también debería ser capaz de resistir tormentas políticas periódicas.

Es fácil argüir que a India le conviene acabar lo antes posible con la insurgencia en Cachemira y resolver su disputa con Pakistán. Sin embargo, trazar un conjunto de opciones viables es una tarea extremadamente difícil. Académicos y políticos por igual han propuesto un sinfín de soluciones, desde plebiscitos regionales hasta la creación de una región autónoma o la plena independencia de Cachemira. La vasta mayoría de estas propuestas han encallado en los médanos de la viabilidad política.

Cualquier acuerdo tendrá que equilibrar demandas opuestas de justicia y poder. Idealmente, todos los cachemires, sean musulmanes (tanto sunitas como chiítas), hindúes o budistas, deberían ser capaces de ejercer su derecho a la libre determinación. Pero no hay método practicable para producir tal resultado. Ni siquiera un plebiscito sobre el estatuto final de la región lograría atender las necesidades de los grupos minoritarios. Pocos cachemires, hindúes, budistas o musulmanes chiítas, se inclinarían a unirse a una Cachemira independiente dominada por los sunitas, aun cuando su gobierno se comprometiera a proteger los derechos de las minorías. La trágica experiencia de las minorías en Pakistán -- y la violencia sunita-chiíta en Irak -- despertarían dudas en ellos y en el resto del mundo.

El mejor resultado para las minorías de Cachemira sería la continuación de la experiencia de ésta como parte de un Estado indio multiétnico, multirreligioso y secular. Pero tal solución no satisface la aspiración de Islamabad: la separación de Cachemira de India y su completa integración a Pakistán. Si no se logra, Islamabad preferiría ver la instauración de una Cachemira independiente, dominada por los musulmanes y simpatizante con Pakistán. Pero fuerzas normativas y estructurales obran en contra de tal resultado. Pakistán, el abogado más vehemente de los derechos cachemires, tiene un pésimo historial en cuanto a derechos de las minorías y gobierno democrático: Bangladesh se separó por el maltrato paquistaní a su población bengalí. (Irónicamente, los regímenes no representativos y a menudo abiertamente dictatoriales de Pakistán han sido los más prominentes campeones de los derechos políticos de los musulmanes en la Cachemira dominada por India.) Además, dada la absoluta falta de instituciones o prácticas democráticas en la parte de Cachemira bajo dominio paquistaní de 1947 en adelante, no está del todo clara la forma en que una Cachemira independiente y consolidada pudiera funcionar en lo político. Asimismo, el gobierno indio sencillamente no hará ninguna concesión territorial significativa. Singh, a quien se puede considerar el dirigente indio más ilustrado en décadas, ha dejado en claro que no contemplará ningún ajuste territorial en Cachemira. India enfrenta muchos movimientos secesionistas y teme el efecto que podría tener una Cachemira independiente en las manifestaciones en su territorio. (En silencio China se opone a la independencia de Cachemira por la misma razón.) Cualquier negociación debe comenzar, por tanto, con la presunción de que no habrá cambios territoriales.

Para que un acuerdo sea viable, necesitaría atender los genuinos agravios de los musulmanes cachemires en la zona controlada por India sin concederles soberanía territorial. También requeriría garantizar los derechos de todas las minorías étnicas y religiosas del estado. Por último, tendría que avanzar en hacer de la Línea de Control una frontera internacional permanente y a la vez permitir contacto entre las comunidades de uno y otro lado de la división. Sin alguna forma de intervención exterior sutil, pero firme, semejante acuerdo es muy improbable.

¿El comienzo de una bella amistad?

Pakistán ha confiado a menudo en la ayuda de potencias externas, sobre todo Estados Unidos y China, para fortalecer su postura en la disputa por Cachemira. Pese a sus esfuerzos a veces diestros y siempre persistentes, no está más cerca hoy que en 1948 de desligar a India de Cachemira. Hoy día China no desea ni es capaz de ofrecer nada más que respaldo retórico a Pakistán, y por tanto Estados Unidos debe actuar para disipar cualesquiera ilusiones de Islamabad respecto de su posición.

Washington debe expresar de manera inequívoca a Islamabad que, como dijo Clinton en 1999, "no se puede volver a trazar las fronteras con sangre". Washington también debe informar a Islamabad que su política de dos caras en la guerra al terrorismo es intolerable: Pakistán no debe continuar con su política de cooperación limitada con Estados Unidos en el combate a Al Qaeda al mismo tiempo que apoya a terroristas en Cachemira. Las principales organizaciones terroristas que operan en ésta no despiertan lealtad en el valle de Cachemira ni propugnan por la democracia. Si no se pone fin a la violencia allí, ningún gobierno de Nueva Delhi estará en posición de hacer concesiones significativas. En cambio, los negociadores indios sólo darán pasos graduales, destinados a aplacar a la opinión pública interna, lo cual a su vez impulsará a los elementos más radicales del poder establecido político y militar de Pakistán a continuar sembrando discordia en la región.

La paz en Cachemira requerirá una nueva política de Estados Unidos hacia Pakistán. Washington ha ayudado en repetidas ocasiones a gobiernos paquistaníes estables, pero autoritarios, por motivos de conveniencia. Esta política fue adoptada primero por el gobierno de Eisenhower, el cual apoyó al general Muhammad Ayub Khan, dictador aparentemente anticomunista, y resucitada por el gobierno de Reagan tras la invasión soviética de Afganistán. Su última encarnación es la actitud del gobierno de Bush como campeón del régimen de Musharraf. El autoritarismo en Pakistán tiene raíces profundas, pero también ocurre que la ayuda estadounidense a gobiernos autocráticos ha socavado las instituciones democráticas del país y permitido que el conjunto de las fuerzas armadas surja como primus inter pares dentro del Estado paquistaní. El resultado es que, aun cuando regímenes civiles han llegado al poder en Islamabad, los militares han ejercido un veto efectivo sobre cualquier acción tendente a relajar tensiones con India. Si Washington continúa su apoyo carente de sentido crítico al régimen militar de Musharraf (o respalda de manera similar a sus probables sucesores), cancelará la posibilidad de cualquier entendimiento entre Pakistán e India. Ha llegado la hora de que Estados Unidos sostenga los principios democráticos que postula. La equivocación sólo prolongará el imperio autocrático en Pakistán.

Estados Unidos no avanzará mucho con India en otros asuntos si no cambia su política hacia Cachemira. En años recientes gobiernos tanto demócratas como republicanos han reconocido el potencial de India como socio estratégico. Sin embargo, los recuerdos de la disposición de Estados Unidos a pasar por alto la mala conducta de Islamabad en Cachemira pesan mucho en la mente de los políticos en India y arrojan dudas sobre las promesas de amistad de Washington. Pocos temas en las relaciones indo-estadounidenses soportan una carga tan emocional. Para forjar una sociedad robusta y perdurable con India, Estados Unidos tiene que dejar de ignorar los esfuerzos de Pakistán por arrebatar Cachemira a su vecina.

Conflicto asimétrico

Las disparidades económicas, militares y políticas entre India y Pakistán son cada vez más patentes. Diferentes estimaciones ubican el tamaño de la clase media india entre 100 y 300 millones de personas y, pese a un drástico aumento en los precios del petróleo en 2005-2006 (el país depende de fuentes petroleras externas), India registró su mayor tasa de crecimiento del PIB en la historia en el último trimestre de 2005, llegando a una tasa anual proyectada de 8.1%. La economía de Pakistán, aunque apoyada por sustanciales remesas de expatriados y por la ayuda estadounidense, crecerá, según proyecciones, 6% en 2007. El ejército indio está en constante modernización, mientras el de Pakistán, aun con sus intentos de adquirir nuevos aviones, enfrenta grandes restricciones financieras. Y pese a sus fallas, las robustas instituciones democráticas de India tienen un marcado contraste con las de la dictadura militar paquistaní, incluso con su fachada civil.

Por estas razones, el futuro favorece a India, sea que alcance o no un acuerdo con Pakistán respecto de Cachemira. La creciente prosperidad del país le permitirá sufragar con más facilidad los costos de mantener una presencia militar sustancial en la región y aumentar al mismo tiempo su adiestramiento y equipamiento militar. Además, a medida que sus tácticas de contrainsurgencia se vuelven más efectivas, su historial en derechos humanos ha mejorado, y sus fuerzas de seguridad, a diferencia de las paquistaníes, no reciben la censura rutinaria de organismos internacionales, tendencia que facilitará a India ganarse al pueblo cachemir.

Puede ser que los políticos en Pakistán -- sobre todo los miembros clave del poder militar -- persistan en lo que llaman "una guerra de mil cortes" contra India. Pero su estrategia ha fallado. El ascenso económico, militar y político de India hace cada vez menos probable que la insurgencia alimentada por Pakistán en Cachemira afecte la determinación de India o sus recursos. Más importante: desde el fin de la Guerra Fría, gran parte del mundo ha perdido interés en la idea fija de Pakistán con respecto a Cachemira. A medida que los mercados de India atraigan, su comercio se expanda y su poderío militar crezca, el mundo se preocupará aún menos. Lo peor, desde el punto de vista de Islamabad, es que el futuro de Pakistán se vislumbra aún más sombrío que ahora. Los fundamentalistas islámicos radicales amenazan continuamente con desgarrar el de por sí frágil tejido social, y la unidad del Estado a largo plazo no puede darse por segura: los separatistas de la provincia de Baluchistán, en la frontera con Irán, han dicho que aspiran a crear "un segundo Bangladesh". Tales amenazas internas han embargado sustanciales recursos militares paquistaníes. La disputa por Cachemira podría terminar resolviéndose no por la negociación, sino por el agotamiento paquistaní.

Estados Unidos e India no lograron vincularse durante gran parte de la Guerra Fría, pero hoy día han hecho a un lado muchas diferencias del pasado y han emprendido una ruta hacia una relación viable y multifacética. Sería muy desafortunado que el pasado colonial del subcontinente fuera ahora a obstruir el desarrollo de un lazo mutuamente benéfico.