domingo, 10 de agosto de 2008

RUSIA SE APARTA DE OCCIDENTE


Dmitri Trenin

A 15 años de concluida la Guerra Fría, las esperanzas de integrar a Rusia en Occidente se han desvanecido, y el Kremlin ha empezado a crear su propio sistema con centro en Moscú. Pero en vez de sólo atacar esta nueva política exterior rusa, Washington debe tomar precauciones contra el regreso de la peligrosa rivalidad entre grandes potencias.

El final de una relación

Mientras el presidente Vladimir Putin se preparaba para ser anfitrión de la cumbre del G-8 (el grupo de los ocho países más industrializados) en San Petersburgo en julio de 2006, casi nadie ignoraba que las relaciones entre Rusia y Occidente habían empezado a desgastarse. Después de más de una década de conversaciones acerca de la "integración" de Rusia en Occidente y una "asociación estratégica" entre Moscú y Washington, funcionarios estadounidenses y europeos exponen ahora públicamente su preocupación sobre la situación política interna de Rusia y sus relaciones con las antiguas repúblicas soviéticas. En un discurso del 4 de mayo en Lituania, por ejemplo, el vicepresidente estadounidense Dick Cheney acusó al Kremlin de "restringir injustamente los derechos de los ciudadanos" y de utilizar sus recursos energéticos como "herramientas de intimidación y chantaje".

Aun cuando estos críticos expresan su desaliento, continúan suponiendo que si hablan alto y con insistencia Rusia les hará caso y cambiará de proceder. Desafortunadamente, están buscando el cambio en el sitio equivocado. Es verdad, como acusan, que en los últimos tiempos Putin ha controlado el disenso en toda Rusia y reprimido severamente a los separatistas en Chechenia, pero se han dado cambios más importantes en la política exterior rusa. Hasta hace poco, Rusia se consideraba como el Plutón del sistema solar occidental, un planeta muy lejano del centro pero fundamentalmente parte de él. Ahora que han salido de su órbita por completo: los dirigentes rusos han renunciado a convertirse en parte de Occidente y comenzado a crear su propio sistema con centro en Moscú.

El nuevo enfoque en materia de política exterior del Kremlin supone que, como un gran país, Rusia en lo esencial es un solitario; ninguna gran potencia quiere una Rusia fuerte, que sería un tremendo competidor, y muchos quieren una Rusia débil de la que podrían sacar provecho y a la cual podrían manipular. Según esto, Rusia tiene la opción entre aceptar la subordinación y reafirmar su condición como gran potencia, con lo que reclama su lugar legítimo en el mundo junto a Estados Unidos y China, y no como acompañante de Brasil e India.

Estados Unidos y Europa pueden protestar cuanto quieran por este cambio en la política exterior rusa, pero todo será en vano. Deben reconocer que las condiciones de la interacción Occidente-Rusia, concebida en la época de la caída de la Unión Soviética hace 15 años y que poco o nada ha cambiado desde entonces, han cambiado en lo fundamental. El antiguo paradigma se ha perdido, y ya es hora de empezar a buscar uno nuevo.

Una puerta entreabierta

Occidente merece parte de la culpa por el cambio en la política exterior rusa. El repentino colapso del poder soviético y la rapidez de la reunificación alemana tomaron por sorpresa a Estados Unidos y Europa. Los gobiernos europeos, encabezados por Francia, reaccionaron transformando a la Comunidad Europea en una Unión Europea (UE) más estrechamente entrelazada, y dejaron para después la cuestión de qué hacer acerca de Europa Oriental y Rusia. Washington, por su lado, se concentró en manejar a la cada vez más débil Unión Soviética y en regocijarse de su victoria en la Guerra Fría, sin ponerse a definir una estrategia para la Rusia postsoviética. El "nuevo orden mundial" del presidente George H.W. Bush, anunciado cuando aún existía la Unión Soviética, sólo demandaba que los soviéticos dejaran de entremeterse en los asuntos mundiales. Sólo después los trazadores de políticas públicas comenzaron a pensar en cómo organizar un verdadero orden para la Posguerra Fría, y cuando lo hicieron su enfoque para tratar con la Rusia postsoviética estaba casi condenado al fracaso.

Tras la caída del Muro de Berlín, en 1989, los gobiernos occidentales crearon una multitud de asociaciones con sus ex adversarios comunistas en un intento de proteger sus valores y su influencia más allá de las ruinas del muro. Esperaban que algunos países se unieran rápidamente a Europa, para entonces "completa y libre", y los demás gravitarían en torno a ella más lentamente. El conflicto en los Balcanes deprimió el entusiasmo inicial y puso de manifiesto la indiferencia de Estados Unidos y la debilidad de Europa de cara a las fuerzas liberadas por el final de la confrontación de las superpotencias.

Desde el inicio de la era de la Posguerra Fría, Occidente miraba a Rusia como un caso especial. Armada con dispositivos nucleares, con su mentalidad de gran potencia sacudida pero no quebrada, y siendo demasiado grande, Rusia recibiría un trato privilegiado pero ninguna expectativa verdadera de pertenecer a la OTAN ni a la UE. En términos oficiales, la puerta a Occidente permanecería abierta, pero la idea de que Rusia entrara de hecho a él seguía siendo impensable. La esperanza era que Rusia se transformaría gradualmente, con la asistencia occidental, en un Estado democrático y en una economía de mercado. Entre tanto, lo importante era que Rusia adoptara en lo general una política exterior prooccidental.

Moscú encontró inaceptable tal oferta. Lo único que estaba dispuesto a considerar era que su unión a Occidente fuera en términos de algo así como el copresidente del club occidental . . . o al menos miembro de su Politburó. Los dirigentes rusos no estaban dispuestos a seguir las directrices provenientes de Washington o Bruselas ni a aceptar las mismas reglas que estaban siguiendo sus ex satélites soviéticos. Así, pese a todas las conversaciones sobre la integración de Rusia a las instituciones occidentales, el proyecto nació muerto. Sólo era cuestión de tiempo para que ambos lados abrieran los ojos ante la realidad.

Mientras otros países que habían pertenecido al Pacto de Varsovia estaban siendo atraídos hacia el Occidente en expansión, a Rusia, considerada demasiado importante para pasarla por alto, se le ofrecieron nuevos arreglos, pero se le mantuvo a distancia prudente. El propósito de llevar a Rusia al G-7 (para convertirlo en el G-8) era vincular políticamente a Moscú con Occidente y crear lazos cordiales con sus dirigentes. El Consejo OTAN-Rusia habría de armonizar supuestamente las agendas de seguridad y de promover reformas en las fuerzas armadas en Rusia. La idea detrás de los "espacios comunes" de la UE y Rusia era "europeizar" a Rusia en lo económico y lo social y asociarla con Europa en el terreno político. Y se suponía que el Consejo de Europa, al que Rusia fue admitida cuando aún no se resolvía la primera guerra chechena, promovería los valores y las normas occidentales en Rusia.

No es que estos arreglos hayan sido un fracaso; más bien su desempeño fue muy insuficiente. El G-8 sigue siendo el viejo G-7 más Rusia, aun cuando Rusia tenga técnicamente una situación igual que los otros países (salvo cuando se reúnen los ministros de finanzas). El Consejo OTAN-Rusia es tan sólo un taller de cooperación técnica de bajo perfil que opera a favor de la OTAN. Los mapas de ruta UE-Rusia para la creación de "espacios comunes", que se supone incrementarían la cooperación con base en una mayor compatibilidad mutua, no ofrecen más que un conjunto de objetivos muy generales sin ningún compromiso sólido que, ante una creciente brecha, se quedan en el papel. El Consejo de Europa, en especial su Asamblea Parlamentaria, se ha convertido en un campo de batalla de oratoria entre los legisladores rusos y sus homólogos europeos en cuanto a Chechenia y otros temas de derechos humanos. (Moscú, incluso, amenazó con disminuir a la mitad su contribución al presupuesto del consejo si no cesan las críticas.) Hasta la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa y las Fuerzas Convencionales en el Tratado Europeo, que se remontan a la época de la Guerra Fría, dan traspiés. Rusia ha optado por ignorar a la primera, a la que acusa de entremetimiento político en los estados post-soviéticos, y ha señalado que podría retirarse de las disposiciones fundamentales de las segundas, que Moscú cree que impone restricciones injustas a las fuerzas rusas. Hasta ahí queda su integración con Occidente.

Tras el 11-S, Putin aprovechó la oportunidad de ofrecer a la Casa Blanca un trato. Rusia estaba dispuesta a negociar la aceptación del predominio global estadounidense por el reconocimiento de parte de Estados Unidos de su papel [de Rusia] como un aliado importante, dotado de una responsabilidad especial (es decir, hegemónica) del espacio que antes fue soviético. Ese ofrecimiento tan radical, obviamente pronunciado desde una posición de debilidad, fue rechazado por Washington, que sólo estaba dispuesto a discutir con Moscú las "reglas de tráfico" en la Comunidad de Estados Independientes (CEI) postsoviética.

El Kremlin tentó su suerte ante la Westpolitik al unirse a la "coalición de los no dispuestos" con ocasión de la guerra iraquí. Al unirse a las potencias europeas más importantes que se oponían a la invasión estadounidense, Moscú esperaba entrar al sistema occidental por la puerta europea y crear un eje ruso-germano-francés para contrarrestar a Washington y Londres. Rusia falló de nuevo. No se conformó una nueva alianza antiestadounidense; un acuerdo coyuntural con Moscú (y un desacuerdo con Washington) no podría superar el carácter fundamental de las relaciones trasatlánticas.

Por el contrario, las instituciones trasatlánticas y europeas continuaron ampliándose hacia el este, al aceptar a los demás países del previo Pacto de Varsovia y del Consejo de Ayuda Mutua Económica y los Estados bálticos. Ante la entrada de Polonia y los países bálticos a la UE, el enfoque general de la UE se tornó aún más alarmante para Moscú. Al mismo tiempo, tanto Estados Unidos como Europa empezaron a apoyar el cambio de régimen desde dentro y la reorientación geopolítica en las zonas fronterizas de Rusia, sobre todo en Ucrania y Georgia, proyectando con ello su poder de atracción más allá de la antigua frontera soviética hacia dentro de la CEI. El concepto de los "cercanos en el exterior", del que se valió Moscú en la década de 1990 para justificar su hegemonía sobre los nuevos estados en la periferia de Rusia, de pronto se reavivó . . . sólo que entonces había dos versiones del mismo: uno desde la perspectiva de Moscú y el otro desde la perspectiva de Bruselas. Y ambos reclamaban el mismo territorio. De 2003 a 2005, por primera vez desde 1991, las relaciones de Moscú con ambas partes de Occidente -- Estados Unidos y Europa -- se trastornaron al mismo tiempo.

El paradigma perdido

Hacia finales del primer periodo presidencial de Putin, en 2004, los gobiernos occidentales finalmente concluyeron que Rusia no se democratizaría en el futuro previsible. Desde su perspectiva, Rusia ya no pertenecía al mismo grupo que Polonia, ni siquiera al de Ucrania. A regañadientes, pusieron a Rusia en la misma rendija que a China, esperando -- sin probabilidades, quizá -- lograr aun la mayor parte de la asociación establecida en una era más feliz.

Pero los cambios en el lado ruso rebasaron la política interior y tuvieron grandes implicaciones. Durante dos décadas antes de 2005, Rusia se había replegado al terreno de la política internacional. Las "revoluciones de colores" en Ucrania, Georgia y Kirgistán pusieron en claro que hasta el espacio postsoviético -- un área en que Moscú seguía siendo predominante y se sentía más o menos a gusto -- comenzaba a desintegrarse. A finales de 2004 y principios de 2005, a poco de la crisis de los rehenes escolares beslanos y el fiasco de la elección ucraniana, la confianza que se tenía el gobierno de Putin llegó a su punto más bajo.

Sorprendentemente, el Kremlin dio marcha atrás . . . y con celeridad. Se había aprendido la lección, se movilizaron nuevos recursos y se restableció la moral, todo ello ayudado con los altos precios del petróleo y el gas. Al principio, Moscú actuó con cautela, sintiéndose un tanto inseguro. Se alineó con Beijing a la hora de exigir el retiro de las fuerzas armadas estadounidenses de Asia Central. Entonces, hacia finales de 2005, con osadía abrazó la causa de Uzbekistán como aliado formal, y acabó el año con una disputa con Ucrania por los abastos gaseros. El Kremlin no titubeó en adoptar la "guía de la democracia" de las repúblicas postsoviéticas.

El año pasado, Rusia comenzó a actuar como la gran potencia que fue en tiempos zaristas. Dirigió sus primeros ejercicios militares al lado de China y en menor escala con India. Puso fin a sus subsidios gaseros para sus antiguos vecinos soviéticos y cortó su abasto a Ucrania cuando Kiev rechazó un aumento de precios de 400%. Dio la bienvenida en Moscú a los líderes de Hamas luego de que Estados Unidos y la UE declararon que no tratarían con ellos y ofreció apoyo financiero a los palestinos aun cuando los estadounidenses y europeos redujeron o suprimieron el suyo. Rusia ha rechazado rotundamente sancionar a Irán por sus actividades de enriquecimiento de uranio, y declaró que continuará su cooperación en materia de energía nuclear y tráfico de armas con Teherán y que las fuerzas armadas rusas permanecerán neutrales en caso de que Estados Unidos decida atacar a Irán.

Al haber abandonado la órbita occidental, Rusia está trabajando por crear su propio sistema solar. Por primera vez desde la desarticulación de la Unión Soviética, Moscú considera como una prioridad a las ex repúblicas soviéticas. Empezó por promover la expansión económica rusa en la CEI como un esfuerzo por tratar de obtener activos lucrativos e incrementar su influencia política.

De cara a lo que considera como un nuevo mundo emergente -- que ostenta una nueva versión de nacionalismo de gran potencia -- , la dirigencia rusa transpira confianza. Más allá del espacio que antes fue soviético, Rusia considera que la influencia estadounidense va cediendo poco a poco y que la UE se forma como una unidad económica, si bien no política o militar, que permanecerá ensimismada por un tiempo. Moscú admira el progreso de China y, con cuidado pero sin temor de su vecino gigante, está cooperando cada vez más de cerca con Beijing; y el caso más distante de India lo considera menos problemático.

Parte de la razón de la confianza de Moscú es la notablemente mejor situación financiera de Rusia y la consolidación del poder en manos del círculo gobernante. Los altos precios de los energéticos han causado un inmenso excedente en las arcas rusas, lo que ha permitido al Kremlin constituir las terceras reservas de divisas más grandes del mundo, poniendo de lado los más de 50 000 millones de dólares en un "fondo de estabilización" interna, y empezar a saldar su deuda exterior antes de lo programado. Con el ascenso en los niveles de vida en Rusia, la marginación de la oposición política y la vuelta a la centralización de la autoridad gubernamental, el Kremlin se ha vuelto más confiado en sí mismo y en ocasiones es hasta arrogante. La humildad del periodo postsoviético quedó atrás: los rusos han dejado en claro que su política interna no es asunto de nadie más -- Vladislav Surkov, el principal oficial e ideólogo político de Putin, a menudo señala que su país es una "democracia soberana" -- , y los dirigentes rusos han comenzado a tener un papel destacado como actores en la escena mundial.

De barcos de hierro a plataformas petroleras

A finales del siglo XIX, se decía que el éxito de Rusia radicaba en su ejército y en su armada; hoy, su éxito radica en su petróleo y su gas. Los energéticos son un recurso fundamental que deberían explotarse mientras sus precios son elevados, pero también son una eficaz arma política, aunque deban manejarse con cuidado. Hasta ahora, Moscú ha hecho lo correcto -- acabar con los subsidios energéticos a las antiguas repúblicas soviéticas -- , pero del modo equivocado. En vez de reformar la relación con Ucrania en materia de energéticos de una manera sostenida y abierta, por ejemplo, la compañía paraestatal de Rusia, Gazprom, recurrió a una táctica de presión de última hora, que parecía ser una especie de chantaje e hizo que Rusia tuviera el aspecto de ser una amenaza a la seguridad energética global.

En la medida en que Occidente es importante para la élite gobernante rusa, lo que le interesa es la economía, en particular los mercados de petróleo y gas. La élite rebosaba de alegría por la aguda alza de capitalización de Gazprom a principios de enero de 2006, a la que consideró como una reivindicación de sus políticas de línea dura hacia Ucrania. Quiere que los gigantes corporativos rusos se vuelvan transnacionales, y Gazprom es una de las corporaciones más grandes del mundo. En varias industrias, como la energética, metalúrgica y química, los campeones nacionales rusos están buscando competir por lugares entre los 10 mayores.

En general, sin embargo, a los dirigentes rusos no les importa mucho la aceptación de Occidente; incluso la Unión Soviética se preocupaba más por su imagen. En privado, los funcionarios moscovitas se regocijan ante las estruendosas declaraciones del senador John McCain acerca de expulsar a Rusia del G-8 porque saben que ello no va a ocurrir y les complace la supuesta impotencia de algunos adversarios importantes. Las relaciones públicas (RP) y el cabildeo sencillamente no son prioritarios en la agenda del Kremlin. Las RG -- relaciones gubernamentales -- se consideran más importantes que las RP. Los halagos del ex canciller alemán Gerhard Schröder por el proyecto de un gasoducto y los cortejos de Donald Evans, ex secretario de Comercio estadounidense, por un acuerdo petrolero son sólo dos ejemplos excelentes de este enfoque. Rusia, cree el Kremlin, obtendrá titulares de censura en Occidente casi independientemente de lo que haga, así que ¿para qué tomarse alguna molestia?

Todo esto permite avizorar serias tensiones, e incluso conflictos, entre Rusia y Occidente, aunque nada parecido a una vuelta a la Guerra Fría. No existe antagonismo ideológico, ya que la Rusia de hoy carece de una ideología estatal. Y en varias áreas importantes -- entre ellas el combate al radicalismo islámico -- habrá cooperación. En otros temas, como el ascenso de China y la seguridad energética, habrá una cooperación parcial, pero es difícil que sea cierto que Rusia se ponga del lado de Occidente. En el caso de prueba de Irán, si las cosas llegan a un extremo, Moscú preferiría ver que Teherán continúe con su programa nuclear, incluso si sus salvaguardas son imperfectas, a que Estados Unidos realice un ataque para detenerlo. Mientras que la guerra en Irak apartó al Kremlin de la Casa Blanca y lo aproximó al Palacio del Elíseo, es muy probable que una guerra en Irán aparte aún más a Moscú tanto de Washington como de Bruselas . . . y lo acerque a Beijing.

Ni con nosotros no contra nosotros

Occidente necesita replantearse los fundamentos de su postura frente a Rusia. La transformación interna rusa no seguirá el camino, por ejemplo, de Polonia: no será una opción modernizar Rusia mediante su integración a la UE. Tampoco adoptará Rusia el planteamiento francés: una política en ocasiones disidente pero de fuerte inclinación euro-atlántica en materia de política exterior y de seguridad. Tampoco deberá Occidente confiar mucho en un atajo histórico: no surgirá de repente ningún zar democrático prooccidental de alguna revolución colorida que enganche a Rusia en el tren de Estados Unidos y la Unión Europea.

Por otro lado, la Rusia de hoy no es, y no es probable que lo llegue a ser, una segunda Unión Soviética. No se trata de un agresor revanchista e imperialista proclive a reabsorber sus provincias de antaño. No se trata de un Estado villano, ni de un aliado natural de los estados que pueden llamarse villanos. Una alianza sino-rusa contra Estados Unidos sólo podría darse como consecuencia de una política exterior excepcionalmente miope y torpe de parte de Washington. Puede que la Rusia de hoy no sea prooccidental, pero tampoco es antioccidental.

A la luz de la nueva política exterior de Rusia, Occidente necesita serenarse y considerar a Rusia como lo que es: un actor extranjero de importancia que no es ni el eterno enemigo ni un amigo automático. Los dirigentes occidentales deben salir del error de creer que al pregonar valores podrán de hecho implantarlos. Rusia seguirá cambiando, pero a su propio ritmo. Los impulsores cruciales de ese cambio deben ser el crecimiento del capitalismo en su país y la apertura hacia el mundo externo. Occidente necesita adoptar un enfoque basado en temas a la hora de tratar con el gobierno ruso, pero no debe esperar que Moscú siga siempre su guía. Ya pasó la hora de ganarse a Rusia con halagos y, lograr compromisos con Rusia, siempre que sea posible y deseable, debe basarse en buscar la mutua satisfacción de los propios intereses. Más importante aún, los dirigentes occidentales deben evitar hacerse las ilusiones a la hora de tratar de ganarse al rector del Kremlin o a una figura liberal de la oposición.

Mirando hacia el futuro, es probable que las complicaciones actuales empeoren en los plazos corto y mediano. En la cumbre del G-8 en San Petersburgo, habrá fuertes críticas en los medios occidentales de las políticas del Kremlin. El proceso de acceso de Rusia a la Organización Mundial del Comercio se ha retrasado como resultado de las demandas de Estados Unidos y la UE. La próxima independencia formal de Kosovo respecto de Serbia será considerada por Rusia como un modelo para resolver los conflictos que se encuentran en un punto muerto en Georgia y Moldavia, donde Occidente insiste en la unidad territorial y Moscú apoya a los enclaves separatistas. En cuanto al tema crucial de Irán, en lo esencial Rusia seguirá compartiendo los objetivos occidentales y, a la vez, seguirá oponiéndose a las políticas occidentales (y especialmente las estadounidenses) de línea dura.

Las tensiones terminarán en 2008, el año de las elecciones rusas y estadounidenses. Probablemente el poder supremo se transferirá del actual jefe de Estado a otro miembro del círculo gobernante de Moscú, y este ungimiento se legitimará en una elección nacional. (Por supuesto, hay otros escenarios -- que van de una carrera de Putin a su tercer periodo a una unión con Belarús -- , pero de momento parecen menos probables.) Así, la verdadera cuestión no se tratará de la elección rusa sino de la reacción que haya en Occidente ante la elección, y sobre todo en Estados Unidos. ¿Se declarará que fue libre pero no justa, como antes? ¿O ni libre ni justa? Declarar que la dirigencia rusa después de 2008 sería ilegítima podría hacer que la relación estadounidense-rusa pasara del frío extrañamiento a una verdadera alienación. Y todo ello sucedería en medio de la campaña presidencial estadounidense y podría coincidir con el importante paso de Ucrania para unirse a la OTAN.

Dado que las relaciones entre Estados Unidos y Rusia están en su punto más bajo -- y el Kremlin está muy seguro de ello -- desde 1991, Washington debe reconocer que es estéril subestimar a Rusia. Debe entender que los cambios positivos en Rusia sólo pueden provenir del interior y que las realidades económicas, más que los ideales democráticos, serán el vehículo de tal cambio. Y, lo que es más importante, como presidente y director general del sistema internacional, Estados Unidos debe hacer todo lo que pueda para asegurar que el sistema sucumba otra vez ante la peligrosa y desestabilizadora rivalidad entre las grandes potencias.