lunes, 10 de marzo de 2008

ESTADOS UNIDOS Y LA DEMOCRATIZACION DEL MUNDO ARABE


Julia Choucair Vizoso

La cuestión de la democracia en los países árabes irrumpió en la escena política estadounidense tras los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001. Ese día marcó un cambio de rumbo en la visión geoestratégica de EEUU e impulsó a la Administración del presidente George Bush a replantearse seriamente la lógica que había guiado durante décadas la política estadounidense hacia la región. Esta lógica estaba basada en la noción de que la estabilidad proporcionada por los regímenes árabes autocráticos formaba parte esencial de los intereses nacionales de EEUU.

En las décadas de 1970 y 1980, la política estadounidense en la región se centró en garantizar un ambiente estable que facilitara el acceso al petróleo y que permitiese establecer bases militares estadounidenses para coordinar operaciones en Asia y África. Al mismo tiempo, existía un interés especial en conseguir acuerdos de paz entre árabes e israelíes. Para lograr estos objetivos, la política estadounidense se centró en el desarrollo económico de algunos países árabes a través de la privatización de algunos sectores y del fomento de la inversión, además de las ayudas directas en materia de defensa y seguridad. El tema de la reforma política empezó a abrirse paso en la agenda estadounidense a mediados de la década de 1990, después de que el final de la Guerra Fría elevase la importancia de las transiciones democráticas en el panorama mundial en general, y en el llamado tercer mundo en particular.

Sin embargo, cabe indicar que este nuevo elemento en la agenda estadounidense no supuso un cambio sustancial en la estrategia seguida hasta la fecha, ya que se trataba de programas de asistencia muy limitados, cuyo fin era impulsar cambios a muy largo plazo en los países de la región. Los primeros programas de este tipo en países árabes se introdujeron a través de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID, en sus siglas en inglés), una agencia gubernamental responsable de planificar y administrar la asistencia económica y humanitaria exterior de EEUU. Al principio, estos programas se limitaban a apoyar reformas en el ámbito económico, pero con el tiempo pasaron a financiar también programas destinados a mejorar la función del gobierno (good governance) y a prestar apoyo a la sociedad civil.

Entre 1991 y 2001, el Gobierno de EEUU gastó alrededor de 250 millones de dólares en programas dedicados a la promoción de la democracia, una suma bastante modesta en comparación con el apoyo económico y militar dado a varios gobiernos árabes. En esos diez años, las reformas políticas casi nunca se mencionaron en reuniones entre altos cargos estadounidenses y dirigentes árabes, y la cooperación se centró en asuntos de defensa y economía, así como en la prioridad estadounidense de resolver el conflicto árabe-israelí.

La lógica subyacente era que un impulso verdadero a la democracia podría desestabilizar la zona y, como consecuencia, perjudicar los intereses estadounidenses. La violencia en Argelia tras las elecciones de 1991 habría convencido a EEUU de que las aperturas políticas en la región podrían tener consecuencias desastrosas. Por otro lado, EEUU también temía que la democratización impidiera la resolución del conflicto árabe-israelí, porque sería más fácil negociar con líderes autocráticos que con parlamentos heterogéneos e indecisos que reflejasen la realidad de la calle árabe.

Cambio de contexto desde el 11 de septiembre

Tras el 11 de septiembre de 2001, un número creciente de políticos en busca de explicaciones y soluciones a la amenaza del terrorismo internacional concluyeron que el radicalismo islámico violento se debía principalmente a la falta de democracia en el mundo árabe. De ese modo, la promoción de la democracia en los países árabes pasó de ser una causa impulsada por algunos entusiastas a convertirse en una prioridad para la seguridad nacional de EEUU. La propuesta apareció por primera vez en la agenda internacional el 6 de noviembre de 2003, cuando el presidente Bush declaró: “Mientras Oriente Medio sea un lugar donde no florezca la libertad, seguirá siendo una zona de estancamiento, resentimiento y violencia lista para exportar. Con la proliferación de armas que pueden generar un daño catastrófico a nuestro país y a nuestros amigos, sería imprudente aceptar el statu quo”(1). Tras ser proclamada parte esencial de la llamada “guerra contra el terrorismo” iniciada por EEUU, la promoción de la democracia en los países del norte de África y Oriente Medio fue adquiriendo relevancia creciente en la diplomacia internacional.

Desde su nacimiento, la nueva orientación fue acogida con escepticismo. Aunque para algunos suponía un giro radical en la política exterior de EEUU, muchos otros argumentaron que el apoyo estadounidense a líderes autocráticos en la región se había basado en intereses que no podrían ser desechados fácilmente. Según estas opiniones, la necesidad de mantener la cooperación militar, la estabilidad energética y el proceso de paz en Oriente Medio no se integraría fácilmente con la nueva estrategia. La invasión de Irak poco después de este anunciado cambio en la política estadounidense generó controversia en torno a la iniciativa. Según altos cargos en la Administración Bush, la guerra en Irak crearía un gobierno democrático en el corazón del mundo árabe que serviría de modelo para los otros países de la región. Para muchos críticos de la guerra, la invasión sin el respaldo internacional demostraba que la propuesta estadounidense de promover la democracia servía de excusa para una política intervencionista e irrespetuosa con la soberanía nacional. Cuatro años después, el futuro de Irak sigue envuelto en la incertidumbre y la esperanza de un Irak estable y democrático se ha visto eclipsada por la duda de si se puede salvaguardar la unidad del territorio nacional de Irak y del pueblo iraquí.

Pero el énfasis estadounidense en la democratización de la región va más allá que la intervención en Irak. En los cuatro últimos años, la Administración Bush también ha iniciado otro proceso más amplio y menos agresivo con la intención de instigar y apoyar reformas democráticas en los países árabes. Este proceso se centra en facilitar transiciones graduales en los países árabes a través de una mezcla de presión diplomática y de programas de asistencia. En el área de la diplomacia, los elementos más visibles son las declaraciones y acciones de los altos cargos del Gobierno estadounidense respecto al tema de la democratización. Desde 2004, el presidente Bush y la secretaria de Estado, Condoleezza Rice, se han pronunciado con frecuencia sobre la promoción de la democracia y han ido incorporando el mensaje pro-democrático en reuniones públicas y privadas con dirigentes árabes. En cuanto a los programas de asistencia, se lanzaron dos iniciativas principales con el fin de aumentar el apoyo a la sociedad civil árabe y con una clara intención de acercarse a la población.

MEPI y BMENA: una mirada preliminar

La Iniciativa para el Amplio Oriente Medio y Norte de África (Broader Middle East and North Africa Initiative, BMENA) es una iniciativa multilateral a través de la cual EEUU, la Unión Europea y varios países árabes se comprometen a cooperar en el desarrollo político y económico de la región del Amplio Oriente Medio, una zona que incluye Afganistán, Arabia Saudí, Argelia, Bahrein, Egipto, los Emiratos Árabes Unidos, Irán, Irak, Jordania, Kuwait, Líbano, Marruecos, Omán, Pakistán, Qatar, Siria, los Territorios Palestinos, Túnez y Yemen.

La iniciativa no tuvo un buen comienzo. Meses antes de su presentación oficial por el Gobierno estadounidense en la cumbre del G-8 en Sea Island (Georgia) en junio de 2004, los detalles de la propuesta se filtraron y se divulgaron en la prensa árabe, lo que suscitó las primeras críticas. En los países árabes, la propuesta fue percibida como un intento por parte de EEUU de imponer valores occidentales, sin tomar en consideración las opiniones y los verdaderos intereses de los países de la región. Por su parte, varios países de la Unión Europea, especialmente Francia, criticaron a EEUU por no haber consultado con los gobiernos y grupos de la sociedad civil árabes y por haber desdeñado la política Europea hacia la región, encarnada en el Proceso de Barcelona iniciado en 1995. Desde el punto de vista de los miembros de la Unión Europea, el éxito de la iniciativa dependía de si era vista como una colaboración real entre los países del G-8 y los de la región y de si incluía un compromiso de resolver el conflicto árabe-israelí. Para lograr la aprobación de su iniciativa en la cumbre del G-8, la Administración Bush debió realizar notables concesiones en el campo político y económico, tanto a los árabes como a los europeos. EEUU sometió la propuesta a varios cambios, empezando por su propio nombre, que en un principio se llamó Iniciativa del Gran Oriente Medio (Greater Middle East Initiative). Entre las modificaciones figuraba la inclusión de una importante referencia al conflicto palestino-israelí, así como la inserción de una mención explícita al Proceso de Barcelona y a la necesidad de un enfoque multilateral.

En la cumbre se acordó la creación del Foro para el Futuro, una instancia de nivel ministerial cuyo objetivo es dar continuidad a las discusiones sobre las propuestas de reforma, y en torno a la cual se reúnan cada año funcionarios de los Estados participantes con representantes de la sociedad civil. En el segundo encuentro del Foro para el Futuro, que tuvo lugar en Bahrein los días 11 y 12 de noviembre de 2005 y en la cual participaron los ministros de Asuntos Exteriores y Economía de los países del G-8 y de una veintena de países árabes, así como otros países occidentales con presencia e intereses relevantes en la región (como es el caso de España), se crearon dos iniciativas: por un lado, la Fundación para el Futuro, encargada de proporcionar fondos para iniciativas de la sociedad civil a favor de principios democráticos. Por otro lado, el Fondo para el Futuro, de carácter económico y financiero, cuyo fin es apoyar a las empresas y a las inversiones en la región para crear empleos y crecimiento económico. Ambas fundaciones dependerán de fondos del Gobierno de EEUU y de gobiernos europeos y árabes, pero se gestionarán mediante una junta directiva independiente.

A diferencia de la BMENA, que está diseñada como una iniciativa multilateral, la Iniciativa de Asociación Estados Unidos-Oriente Medio (Middle East Partnership Initiative, MEPI) es un fondo de asistencia bilateral y representa un elemento esencial de la política de la Administración Bush. La iniciativa se puso en marcha en el año 2002 con fondos del Departamento de Estado, con el objetivo de respaldar cuatro áreas: las reformas económicas, las reformas políticas, las mejoras educativas y los esfuerzos para crear mejores oportunidades para las mujeres en la región. Este enfoque partía de la lógica de que los gobiernos árabes no habían reconocido o sabido afrontar los retos demográficos y económicos, y necesitaban una incitación por parte de activistas locales. Para obtener legitimidad, los diseñadores de la propuesta basaron estos objetivos en las conclusiones del Informe sobre Desarrollo Humano Árabe de 2002, elaborado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), en el que se identificaban deficiencias en estas áreas.

En lugar de moverse en la negociación directa entre gobiernos, el MEPI está diseñado para facilitar fondos a grupos locales y no gubernamentales que busquen incrementar las oportunidades de empleo, la expansión del espacio democrático y del respeto a la ley, la mejora del sistema educativo para que las personas puedan recibir una formación que les capacite para entrar en el mercado de trabajo, y el respaldo a aquellos cambios que permitan la plena incorporación de la mujer a la vida pública con igualdad de oportunidades. Entre 2002 y 2005, MEPI gastó 293 millones de dólares, de los cuales un 28% fue destinado al área de la democracia, un 33% al impulso de reformas económicas, un 26% a mejorar la calidad de la educación y el 13% restante a apoyar los derechos de la mujer.

Evaluación de las iniciativas

Cuatro años es un período relativamente corto para evaluar el alcance de estas iniciativas, pero suficiente para comprobar que existen serias deficiencias en la estrategia y graves problemas en la implementación. Estas carencias limitan gravemente el impacto y el alcance de los programas de asistencia.

En primer lugar, existe un problema fundamental en la lógica que subyace a estos programas. La falta de una estrategia que reconozca las medidas necesarias que los países árabes deban tomar para lanzar un verdadero proceso de democratización ha dado como resultado una gran diversidad de pequeños proyectos a corto plazo. Aunque puede que estos proyectos mejoren parcialmente la calidad de vida de algunos ciudadanos árabes, no contribuyen a un proceso de desarrollo político. Un repaso a los proyectos de MEPI revela una lista de programas de diversa índole, como los dirigidos a mejorar la vida de las niñas y las mujeres mediante la enseñanza elemental y las becas para permanecer en la escuela; al establecimiento de programas de formación pedagógica para los niveles primario y secundario; becas para realizar estudios universitarios en EEUU y en universidades estadounidenses en la región; asistencia técnica sobre las normas de la Organización Mundial de Comercio para los países de la región que aspiren a ser miembros; asistencia a los gobiernos en lo referente a la reforma del sector financiero; asistencia a las organizaciones no gubernamentales y a individuos de toda la gama política que trabajan por la reforma política; programas que aumenten la transparencia de los sistemas jurídicos y normativos y que mejoren la administración de justicia; y capacitación para los candidatos a cargos políticos y para los miembros de los parlamentos. Todos estos objetivos son importantes, pero están diseñados para contribuir a la consolidación de la democracia en una sociedad, no para impulsar el comienzo de un proceso de democratización.

Los programas antes citados no están adaptados para los países árabes que todavía no han comenzado un proceso de transición. Dichos programas están inspirados en proyectos que se llevaron a cabo en los países de la antigua Unión Soviética, donde, a diferencia de la situación en los países árabes, ya se veían aperturas políticas significantes. Aunque a lo largo de la última década algunos gobiernos árabes han dado pasos hacia la reforma política, aún no se ha producido un proceso real de democratización. Los regímenes árabes autoritarios dominan la táctica de adoptar algunas reformas superficiales sin dejar que causen un cambio real en las estructuras políticas. Las agencias encargadas de la promoción de la democracia se pueden pasar años apoyando a la sociedad civil, fomentando los derechos de la mujer y promoviendo una educación cívica democrática, sin contribuir a un cambio básico en la estructura política. Para que dicho cambio ocurra, los programas deben abordar el problema principal en los sistemas políticos árabes: el proceso de contestación política y la estructura básica de los regímenes. Un paso imprescindible sería presionar a estos gobiernos a iniciar un proceso de separación de los poderes legislativos, ejecutivos y judiciales. Otro paso sería llevar a cabo una reforma electoral que refleje una representación más justa del ámbito político nacional. En resumen, estos esfuerzos tienen que presionar a los gobiernos árabes para que haya una reforma en la estructura del sistema de gobierno.

Otro problema relacionado con dichas iniciativas surge de un concepto limitado de la sociedad civil. Los donantes tienden a dirigir gran parte de sus recursos a las ONG, ignorando que en muchos países de la región las ONG no constituyen el corazón de la sociedad civil. Se necesita un entendimiento más profundo de la estructura de la sociedad civil en cada país y concebir una estrategia basada en ese conocimiento.

Estos problemas conceptuales se ven empeorados por problemas en la financiación. Primero, las ayudas proporcionadas por MEPI y BMENA siguen sin ser suficientes para afrontar los enormes desafíos a los que se enfrenta la región. Por ahora, la Administración estadounidense no parece dispuesta a acompañar su retórica sobre la promoción de la democracia con los fondos necesarios. El objetivo de MEPI de transformar las condiciones en dieciséis países árabes no coincide con los fondos disponibles. Desde su creación, MEPI ha recibido una media anual de 88 millones de dólares, empezando con la modesta cifra de 29 millones en 2002. Los proyectos destinados al área de la reforma política reciben sólo una parte de estos fondos (22 millones de dólares de un total de 74,4 millones en 2005, y 20 millones de un total de 89,5 millones en 2004). En cuanto al BMENA, la Fundación para el Futuro se lanzó con un capital de 56 millones de dólares (de los cuales 35 millones fueron aportados por EEUU) y el Fondo para el Futuro con 100 millones de dólares (la mitad aportados por EEUU). Por su parte, el Gobierno español se ha comprometido a aportar un millón de dólares a la Fundación para el Futuro.

El segundo problema se debe al modo de financiación. El hecho de que los fondos de MEPI dependen de una decisión del Congreso de EEUU ejerce una doble presión sobre MEPI. Primero, los oficiales en MEPI se ven presionados para gastarse los fondos anuales rápidamente, para así poder solicitar más fondos al año siguiente. En segundo lugar, se crea la presión de cuantificar los resultados de los proyectos de MEPI para convencer a los miembros del Congreso del éxito de la iniciativa. Como consecuencia, se da prioridad al diseño de programas a corto plazo que presenten resultados inmediatos (por ejemplo, organizar seminarios o conferencias en países árabes) en lugar de programas sólidos y sostenibles a largo plazo.

Tras los problemas recurrentes de estos programas de asistencia se encuentran graves contradicciones en la política estadounidense con respecto a la promoción de la democracia en la región. Muchas de las contradicciones son resultado de la falta de una visión que pueda integrar el objetivo de la promoción de la democracia en la jerarquía de intereses estadounidenses en la región. No cabe duda de que la Administración Bush tiene un compromiso ideológico y moral con la promoción de la democracia. Ambas iniciativas, la MEPI y el BMENA, denotan claramente que el objetivo de las reformas en los países árabes debe ser la democracia, un avance teniendo en cuenta que durante años EEUU se limitaba a hablar de “buen gobierno” (good governance) y de derechos humanos. Según la Estrategia de Inteligencia Nacional presentada por el director nacional de inteligencia –John D. Negroponte– el 26 de octubre de 2005, apoyar la democracia en otros países es una misión estratégica para los servicios de inteligencia de EEUU. Lo que genera dudas es si una política basada en objetivos contradictorios puede llegar a lograr coherencia e influir de una manera positiva en los cambios políticos en los países árabes. Aunque el interés de EEUU en la promoción de la democracia sea real, Washington sigue manteniendo intereses en el ámbito económico y de seguridad que requieren una relación amistosa con los regímenes autocráticos de la región. Estos intereses (el acceso al petróleo, la cooperación en la lucha antiterrorista y el mantenimiento del proceso de paz en Oriente Medio) se han intensificado en los últimos años dado el carácter imprevisible de los suministros de petróleo, la “guerra contra el terrorismo” emprendida por EEUU tras los atentados del 11-S y la nueva dinámica en el conflicto palestino-israelí tras la victoria de Hamas en las elecciones palestinas. Para la Administración estadounidense la pregunta clave es: ¿cómo evitar que la promoción de la democracia no se haga a costa de los intereses estratégicos de EEUU en la región?

Tampoco existe un consenso general en la Administración estadounidense con respecto al beneficio de promover la democracia en la región. Los diferentes departamentos y agencias del Gobierno han acogido esta causa con diferentes grados de entusiasmo. Con tantos departamentos involucrados en este proceso (la Casa Blanca, el Departamento de Estado, USAID, el Departamento de Defensa y las agencias de inteligencia) no es sorprendente que existan diferentes ideas y opiniones sobre este proceso. Una mirada detallada a los debates entre los distintos organismos gubernamentales queda fuera del ámbito de este análisis, pero conviene indicar que el Departamento de Defensa sigue dudando del vínculo entre la promoción de la democracia y la seguridad nacional de EEUU.

Conclusiones

La promoción de la democracia en el mundo árabe se ha convertido, indiscutiblemente, en un tema central de la política exterior estadounidense, pero el proceso de implementación está plagado de incoherencias y contradicciones. Promover la democracia en el extranjero siempre es un objetivo difícil. A esto hay que sumar la existencia de ciertas condiciones en los países árabes que dificultan aun más este proceso: la destreza de los regímenes árabes para desarrollar estrategias de supervivencia, el legado de apoyo estadounidense y europeo a dichos regímenes, el conflicto árabe-israelí, la creciente influencia del islamismo en las sociedades árabes y el petróleo. En vista de esta plétora de obstáculos, una estrategia eficaz para promover la democracia debería tomar en cuenta las siguientes observaciones:

En primer lugar, se necesita un reconocimiento de que el proceso de democratización en los países árabes se desarrollará principalmente por los políticos y ciudadanos árabes. Las transiciones democráticas de las últimas décadas en otros países demuestran que, aunque la labor de algunos actores internacionales juega un papel importante, no es determinante en estos procesos. Al mismo tiempo, eso no implica que EEUU y Europa no puedan aportar contribuciones positivas al proceso.

El papel principal de EEUU en este proceso se debe enfocar en presionar a los gobiernos para que abran el espacio político, de forma que la sociedad civil y los reformistas árabes puedan articular sus propias ideas, las cuales son más pertinentes que cualquier propuesta estadounidense.

Asimismo, las experiencias de otros países revelan que los procesos de democratización tienden a ocurrir de manera incierta e impredecible. A la Administración estadounidense le gustaría ver el despliegue de procesos democráticos siempre que estos procesos ocurran lentamente y que los resultados sean aceptables. Este deseo no coincide con la realidad política en los países árabes. Convendría que EEUU afrontara la realidad de que algunos cambios políticos verdaderos en la región podrían ser conflictivos y violentos.

En este ámbito, la Administración estadounidense debe aceptar que hoy en día los partidos y grupos islamistas moderados en el mundo árabe no tienen rival en su capacidad de organización y movilización política. Estos grupos podrían llegar al poder en muchos países árabes en caso de que se produzca una apertura política. La aceptación de esta realidad no implica que EEUU tenga que amparar a estos grupos y dejar de apoyar a sus aliados naturales en la región (los liberales árabes), pero sí apunta a la necesidad de un diálogo con los partidos islamistas. Este contacto enviaría un mensaje claro a los regímenes autocráticos árabes y a la población sobre la seriedad del objetivo estadounidense de promover la democracia.

Una estrategia para la promoción de la democracia en la región tiene que tener en cuenta las diferencias entre los países y formular proyectos para cada país que reflejen las realidades de su sociedad y de su sistema político. En teoría, los dirigentes de programas de asistencia, incluyendo MEPI, insisten en que este elemento ya forma parte de su trabajo. En la práctica, hay pocas pruebas de que estén ejerciendo esfuerzos serios para identificar un enfoque adecuado en cada país.

La democracia no se puede promover sólo a través de programas de asistencia como MEPI y BMENA. Un esfuerzo serio debe incluir una presión diplomática a todo nivel. Un mensaje claro y rotundo sobre el apoyo estadounidense a la democratización exige que este tema se aborde en reuniones oficiales entre embajadores, ministros y jefes de Estado. En este contexto, existe la necesidad de establecer más coherencia entre los diferentes órganos de gobierno encargados de este tema.

Finalmente, la promoción de la democracia debe ser un objetivo de EEUU en toda la región. Los esfuerzos no se deben limitar a los países más susceptibles ante este tipo de presiones, sino dirigirse a países clave de la región donde menos aperturas se han producido, como Egipto y Arabia Saudí.

En definitiva, una estrategia eficaz para promover la democracia en los países árabes requiere un enfoque coherente, sofisticado y flexible que refleje las realidades históricas y actuales y las necesidades de cada país. EEUU se encuentra ante la oportunidad de demostrar que la promoción de la democracia es un elemento esencial de su política y que no será menospreciada e ignorada cuando se enfrenta a otros intereses de seguridad y económicos.

LA UE, EEUU Y EL MUNDO MUSULMAN


Haizam Amirah Fernández

Desde principios de esta década, las relaciones internacionales y las políticas nacionales de Estados Unidos y Europa han estado marcadas por una percepción creciente de amenaza vinculada al radicalismo de individuos y grupos musulmanes alrededor del mundo. Aunque los atentados del 11-S fueron un punto de inflexión, el “choque de percepciones” se ha ido forjando durante décadas entre personas pertenecientes a las culturas occidentales y musulmanas, y también entre individuos de una misma tradición cultural.

Los procesos de radicalización están inevitablemente vinculados a la situación política y económica de Oriente Medio. Esto hace que sean, en gran medida, reversibles. Factores como el clima persistente de conflicto, la ausencia de perspectivas de una paz duradera, la frustración e ira acumuladas por la población como consecuencia de las expectativas no satisfechas, la perpetuación de los regímenes autoritarios y la política exterior de las potencias occidentales son utilizados por los ideólogos radicales para alimentar un discurso basado en la exclusión y la confrontación. El escaso interés mostrado por los regímenes autoritarios –incluidos los árabes “moderados”– en la promoción del pensamiento crítico y el respeto a la diversidad ha reforzado el discurso radical que apunta a Occidente como responsable de todos los problemas que acechan a la región.

Durante los últimos cuatro años, Oriente Medio ha sufrido un deterioro constante en términos de seguridad y estabilidad regional, así como de las condiciones internas en varios países. La tensión está creciendo rápidamente y es posible que la región se esté acercando a un verano explosivo. Los efectos de dicho clima se dejan sentir más allá de la región. Los acontecimientos en Oriente Medio están relacionados con la radicalización de individuos y colectivos musulmanes en otros lugares del mundo, incluidos los países occidentales. Las previsiones no ofrecen muchas razones para el optimismo. Los desequilibrios demográficos, el desempleo y el subempleo, los regímenes autoritarios, las luchas de poder etnosectarias, la ausencia de paz y los procesos de radicalización continuarán afectando la región en el futuro previsible.

¿Por qué es necesario implicar al mundo musulmán?

La religión está adquiriendo un papel importante en la política internacional. No obstante, la dimensión religiosa no basta, por sí sola, para explicar los orígenes del “choque de percepciones” existente. Al insistir en el carácter “islámico” del descontento actual de los habitantes de Oriente Medio con los regímenes autoritarios y las políticas exteriores occidentales, ¿acaso no se está dando validez al discurso de los ideólogos islamistas radicales, que sostienen que la religión es lo que nos separa a nosotros de ellos? ¿No corremos el riesgo de dar alas a todos los bin ladenes del mundo a quienes les gustaría alzarse como portavoces de la umma islámica en su totalidad? Al colocar la religión en el centro del debate, ¿qué opciones les quedan a quienes no desean vivir en una teocracia? En un momento en el que el islamismo se está convirtiendo en una ideología de resistencia, cuanto más se centre el debate en la religión en lugar de la política mayor será el riesgo de que se alimenten las frustraciones que refuerzan la cosmovisión de los radicales.

Bien es sabido que para alcanzar un compromiso se necesitan al menos dos partes. ¿Quiénes deben ser los interlocutores para garantizar un compromiso eficaz? ¿Existe tal cosa como una opinión pública musulmana o, incluso, una opinión pública occidental? ¿Qué se necesita para mejorar las percepciones mutuas? ¿Qué hace falta para convertir la radicalización en un proceso reversible? ¿Es la diplomacia pública una herramienta lo suficientemente eficaz como para compensar el impacto negativo de ciertas políticas?

El antiamericanismo y antioccidentalismo en Oriente Medio están directamente relacionados con lo que muchos consideran las consecuencias negativas directas o indirectas de las políticas occidentales y estadounidenses en la región. Aunque parte de este antiamericanismo es estructural, lo cierto es que este sentimiento es, en gran medida, reversible. En las sociedades de Oriente Medio existe un sentimiento de admiración hacia Occidente por su democracia, tecnología, ciencia y cultura. Sin embargo, esta admiración ha experimentado un rápido retroceso en los últimos años; las actitudes hacia EEUU son cada vez más negativas, no sólo en Oriente Medio sino en otros lugares del mundo, incluidos países occidentales. No es ningún secreto que, con la actual Administración, son muchas las personas en todo el mundo que perciben a EEUU como un país que provoca más conflictos de los que logra evitar.

En lugar de preguntarnos “cómo debemos implicar al mundo musulmán”, quizás resulte más adecuado buscar vías para reestablecer la confianza entre los distintos países y en el seno de los mismos. Puesto que los orígenes de muchos conflictos son de naturaleza política, también las soluciones han de ser de índole político. Todo esfuerzo realizado en dicha dirección se beneficiaría enormemente de una colaboración transatlántica honesta. Sin embargo, para que esto suceda es necesario que se produzca una convergencia gradual de los enfoques hacia los desafíos comunes procedentes de Oriente Medio. No obstante, todo apunta a que dicho proceso todavía no se está produciendo.

La UE y el Mediterráneo

El Mediterráneo es el reflejo de prácticamente todos los problemas fundamentales a los que se enfrenta la comunidad internacional en la actualidad. Existe un amplio espectro de preocupaciones, que van desde la estabilidad, el desarrollo, la seguridad energética y la democratización hasta las migraciones internacionales, el terrorismo, el tráfico de drogas y seres humanos y la protección del medio ambiente. Pese a haber lanzado varias iniciativas destinadas a Oriente Medio y el norte de África, la UE se ha mostrado extremadamente tímida en lo que respecta a la promoción de la democracia en sus vecinos del sur, apostando por una estrategia cautelosa a largo plazo al tiempo que trata de preservar la estabilidad en el corto plazo.

Cuando la UE creó la Asociación Euromediterránea (también conocida como Proceso de Barcelona) en 1995, el objetivo declarado era crear una “zona de paz, estabilidad y seguridad en el Mediterráneo”. La Asociación fue construida en torno a un amplio abanico de cuestiones económicas, sociales, culturales, políticas y de seguridad. El proceso ha arrojado algunos resultados, aunque limitados debido fundamentalmente a los cambios producidos en el contexto estratégico regional. Transcurrida ya más de una década desde la creación de la Asociación, la brecha existente entre los niveles de renta per cápita de la región mediterránea ha aumentado, al igual que los problemas a los que se enfrenta la región. Son muchas las personas del mundo árabe que consideran que las iniciativas de la UE están motivadas fundamentalmente por cuestiones de seguridad, incluido el temor a la inmigración procedente del sur.

Proliferación de iniciativas

Durante los últimos años, hemos sido testigos de una proliferación de iniciativas destinadas a abordar las causas del descontento que puede desestabilizar Oriente Medio. A nivel oficial europeo, la Asociación Euromediterránea es la herramienta de política exterior más consolidada para la región. La ampliación de la Política Europea de Vecindad, cuyo objetivo es promover un “anillo de amigos” en la nueva periferia europea, hacia los países del sur del Mediterráneo ha creado cierta confusión acerca de la relación entre este marco político y el Proceso de Barcelona. Según la doctrina oficial de la UE, ambos procesos se refuerzan entre sí. La Política de Vecindad está basada en el principio de lograr una mayor cooperación con aquellos países que se muestren más dispuestos a progresar en la consecución de una serie de reformas clave, creando una dinámica competitiva entre los países que desean recibir más ayudas y fondos europeos.

Algunos países han lanzado sus propias iniciativas políticas de cara al Mediterráneo y Oriente Medio. Por ejemplo, el recién nombrado presidente francés, Nicolás Sarkozy, anunció durante su campaña presidencial que trabajaría para promover la creación de una “Unión Mediterránea”, siguiendo el ejemplo de la UE, que incluiría un total de ocho países del sur de Europa, así como países del sur y este del Mediterráneo. Las negociaciones con todos los países candidatos se encuentran ya en curso. Queda por ver cómo se traducirá este proyecto en acciones concretas y si es compatible con las iniciativas ya existentes.

A nivel político y de seguridad, existen también iniciativas subregionales como el “Diálogo 5+5” (que incluye a los cinco países del Magreb y cinco países del sur de Europa: España, Francia, Italia, Malta y Portugal). La iniciativa 5+5 ha sido relanzada desde 2001 y pretende desarrollar estrategias dirigidas a los países del Magreb a nivel subregional y crear un proceso de socialización en el que se prueben nuevas ideas con los distintos socios en un clima informal.

La Fundación Euromediterránea Anna Lindh para el Diálogo entre Culturas fue creada en Alejandría en el año 2005 como la primera institución común establecida y financiada conjuntamente por los entonces 35 países miembros de la Asociación Euromediterránea. Durante los últimos años, distintas iniciativas europeas han apostado por impulsar el diálogo cultural, tanto con el mundo árabe/musulmán como con las comunidades de inmigrantes musulmanes presentes en Europa. Tras dichos esfuerzos, se esconde un amplio abanico de contextos y filosofías así como un número considerable de informes sobre la necesidad de entablar un diálogo cultural más intenso. Hasta la fecha, las iniciativas han sido fragmentarias y no han tenido ningún impacto apreciable sobre el terreno.

Una de las iniciativas que mayor apoyo ha recibido es la “Alianza de Civilizaciones”, que promueven de forma conjunta España y Turquía bajo los auspicios de Naciones Unidas. La Alianza trata de “forjar una voluntad política colectiva y movilizar acciones comunes a nivel institucional y de la sociedad civil para superar los prejuicios, percepciones erróneas y la polarización que milita contra este consenso”. No cabe duda de que se necesitan iniciativas bien intencionadas para impulsar el diálogo entre culturas y civilizaciones; no obstante, dichas iniciativas no bastarán para producir un cambio palpable si no cambian las condiciones políticas.

¿Es posible, o incluso deseable, la cooperación transatlántica en relación con Oriente Medio?

Podría decirse que Oriente Medio es el talón de Aquiles de las relaciones transatlánticas. Las diferencias en la percepción de las amenazas y en las políticas, así como en la cultura estratégica y experiencia histórica hacen que la cooperación entre EEUU y la UE de cara a Oriente Medio sea menos estrecha de lo que exigen las circunstancias actuales.

EEUU y la UE tienen intereses estratégicos semejantes en la región mediterránea en términos de estabilidad regional, seguridad en el suministro de petróleo, reforma política y económica, lucha contra el terrorismo transnacional y proliferación de armas de destrucción masiva. La UE, por su parte, tiene algunos intereses estratégicos adicionales en sus vecinos del sur, como combatir la inmigración ilegal y el narcotráfico y responder a los desafíos medioambientales.

Los ambiciosos proyectos anunciados por la Administración estadounidense hace algunos años para reformar el “Gran Oriente Medio” han sido efímeros. Por el contrario, la UE ya ha construido un acerbo en la región que debería conservar sus propias particularidades, para evitar así una posible confusión en los países implicados con respecto a los objetivos y medios de cada iniciativa. Actualmente, la UE se encuentra en condiciones de animar a los países árabes a reafirmar su compromiso con los principios de la Asociación Euromediterránea, que son percibidos por muchos como menos intervencionistas y más respetuosos con la soberanía nacional que las políticas de la actual Administración Bush.

La manera en la que se ha librado la “guerra global contra el terrorismo” hasta la fecha no ha contribuido a acercar las posturas de EEUU y la UE con respecto a Oriente Medio, al menos no a los ojos de la opinión pública europea. Es posible que los efectos polarizadores de la “guerra global contra el terrorismo” y la desastrosa aventura en Iraq puedan ser superados con los cambios de liderazgo producidos durante el último –y próximo– año y medio en Alemania, Francia, Reino Unido y EEUU. Sin embargo, tal como se ha mencionado antes, las diferencias en la cultura estratégica y en las experiencias históricas seguirán marcando las percepciones, prioridades y enfoques transatlánticos hacia Oriente Medio.

Lo cierto es que, a pesar de las diferencias existentes, las políticas de promoción de la democracia de Europa y EEUU tienden a reflejar deficiencias similares. Ni la UE ni EEUU están dispuestos a respaldar transiciones democráticas cuyos resultados sean impredecibles, ni tampoco a aceptar los resultados de elecciones transparentes en las que se elija a otro candidato que no sea su favorito. Los fondos destinados a la reforma política en Oriente Medio son bastante escasos si tenemos en cuenta la seriedad de los retos a los que nos enfrentamos. En el mejor de los casos, podemos esperar que se produzca inicialmente un mayor grado de coordinación transatlántica en estos ámbitos, y que se consolide después una cooperación más sólida. Una ventaja fundamental de la cooperación transatlántica es que a los regímenes de Oriente Medio les resultaría así más difícil enfrentar a EEUU y la UE entre sí con el fin de conseguir su apoyo.

Es la política exterior…


Mientras EEUU siga apostando por una política exterior que muchos europeos consideran unilateral y demasiado dependiente en el palo en lugar de la zanahoria, cabe preguntarse por qué la UE querría asociarse con los planes estadounidenses.

Las violaciones de los derechos humanos y del derecho internacional en Iraq y Guantánamo y el apoyo tácito de las políticas israelíes de mano dura contra el pueblo palestino y libanés están promoviendo la idea –no sólo entre los islamistas– de que EEUU está librando una guerra contra el islam, pese a las declaraciones oficiales que se afanan en negarlo. Para muchas personas en el mundo musulmán, el doble rasero que en su opinión aplican los responsables políticos y medios de comunicación occidentales refuerza su hostilidad. Una forma de romper este círculo vicioso consiste en traducir el discurso de las libertades, el Estado de Derecho y la democracia en acciones concretas, al tiempo que se exija a los regímenes de Oriente Medio que respeten sus compromisos internacionales y sus obligaciones para con sus pueblos. En otras palabras, es preciso alinear los principios con los intereses.

¿Es razonable esperar que desaparezca el actual “choque de percepciones” si EEUU no cambia su política hacia Oriente Medio, si la UE no define una política exterior común y muestra una voluntad política y si los regímenes autoritarios de Oriente Medio no permiten una liberalización política real? A estas alturas, lo que hace falta no es solo un diálogo cultural, sino más bien un cambio real de paradigma que permita desarrollar enfoques estratégicos comunes hacia y en la región.

Conclusión

En el futuro se podrían realizar una serie de acciones que promuevan la convergencia transatlántica para desarrollar iniciativas de cooperación. Una mayor implicación que consista en realizar esfuerzos mayores –y más creíbles– a favor de la paz para resolver el conflicto israelo-palestino y en mediar para alcanzar un acuerdo de paz entre Siria e Israel tendría un impacto positivo en la región. Pacificar Iraq en colaboración con los países vecinos crearía una nueva dinámica y fomentaría un multilateralismo eficaz. Es difícil imaginar que la próxima Administración estadounidense vaya a mostrarse tan poco comprometida con la promoción de la paz en Oriente Medio como la actual. Esto representaría una oportunidad para realizar esfuerzos transatlánticos renovados en la búsqueda de la paz y la promoción de la democracia, con el fin de mitigar la crisis de desarrollo humano que afecta a la región.

El objetivo último de todo régimen autoritario es perpetuarse en el poder, casi a cualquier precio. Lo que se necesita urgentemente en Oriente Medio es aumentar las oportunidades económicas, educativas y políticas para sus gentes. En lugar de “implicar a los musulmanes”, la cooperación transatlántica debería estar orientada a fomentar y ampliar dichas oportunidades. Si no puede o no desea hacerlo, un buen comienzo sería dejar de crear las condiciones para que nazcan y prosperen las ideas radicales.

LIBANO EN EL LIMBO


Julia Choucair Vizoso

Tras nueve años en la Presidencia de Líbano, Emile Lahud dejó su cargo el día 23 de noviembre sin que el Parlamento lograra elegir a un sucesor. La actual crisis presidencial es el capítulo más reciente de una saga que se viene desarrollando desde el asesinato del ex primer ministro Rafik Hariri el 14 de febrero de 2005.

El asesinato de Hariri y la subsiguiente retirada de las tropas sirias de Líbano en abril de 2005 han enfrentado al país a desafíos graves, entre los cuales figuran encontrar un equilibrio entre las diferentes facciones, redefinir las relaciones de Líbano con el exterior e introducir reformas económicas inmediatas. Hoy más que nunca, estos desafíos exigen una visión política coherente. Sin embargo, el cambio en el equilibrio de fuerzas ha agravado el vacío de autoridad que siempre ha existido como consecuencia de un sistema confesional donde los equilibrios de poder entre las principales sectas eclipsan el papel de las instituciones del Estado.

A esta complejidad interna se añade el hecho de que Líbano se encuentra una vez más en el epicentro de las confrontaciones políticas e ideológicas de Oriente Medio. Líbano se halla hoy en medio de un enfrentamiento entre los principales actores en la región, ya que su posición es vital para la política iraní en la zona, los intereses políticos y económicos de Siria, la seguridad de Israel y para la estrategia estadounidense. Aunque esta configuración y reparto de intereses no es algo nuevo, sus efectos en Líbano son más agudos a raíz de varios acontecimientos ocurridos desde el año 2000. Estos acontecimientos han roto un consenso internacional que existía desde 1990 (final de la guerra civil) basado en la estabilidad de Líbano como prioridad. Primero, el colapso de las negociaciones de paz entre Siria e Israel en 2000 consolidó la posición de Líbano como campo de batalla en el conflicto. Segundo, la retirada israelí del sur de Líbano en mayo de ese año empezó a romper el consenso libanés sobre la necesidad de las armas de Hezbolá. La retirada de las tropas sirias de Líbano elevó las voces internas y externas que se manifestaban en contra de las armas. Tercero, Líbano se ha visto afectado por el poder ascendente de Irán en la zona, acompañado por el debilitamiento de la influencia de los regímenes árabes. Por último, el deterioro de las relaciones entre EEUU y Francia por una parte y Siria por otra suspendieron la aprobación norteamericana y europea al papel que desempeñaba Siria en el país vecino.

Los cambios en la fórmula política interna y externa han terminado por polarizar el campo de la batalla política en Líbano. Un año después de la retirada siria, los políticos libaneses se encontraban divididos en dos coaliciones. La coalición del “14 de Marzo” (cuyo nombre hace referencia al día de la multitudinaria manifestación pidiendo la retirada siria de Líbano en 2005), que está compuesta principalmente por políticos suníes, drusos y cristianos y controla la mayoría de los escaños en el Parlamento (68 de 128) así como los Ministerios clave. Este grupo, que recibe apoyo diplomático de EEUU, Francia, Arabia Saudí, Jordania y Egipto, tiene como meta principal contener las ambiciones sirias en Líbano e implementar las resoluciones 1559, 1701 y 1757 de la ONU que exigen, entre otras cosas, extender la autoridad del Gobierno libanés por todo el territorio nacional, desarmar las milicias y establecer un tribunal internacional para investigar el asesinato de Hariri. Frente a la anterior, la coalición “8 de Marzo” (en referencia al día de la manifestación multitudinaria organizada por Hezbolá como muestra de agradecimiento a Siria en 2005) une a los dos partidos chiíes (Hezbolá y Amal) con el Movimiento Patriótico Libre del líder cristiano maronita Michel Aoun. Apoyada por Irán y Siria, esta coalición considera ilegítimo al actual Gobierno y le acusa de promover intereses estadounidenses e israelíes en Líbano.

En un primer momento, a principios de 2006, se reunieron 14 líderes de grupos políticos con la participación de los presidentes del Parlamento y del Gobierno bajo el lema de “diálogo nacional” para intentar resolver sus diferencias. Tras varias sesiones, los políticos acordaron apoyar el establecimiento de un tribunal internacional, desarmar a grupos palestinos fuera de los campos de refugiados en Líbano y establecer relaciones diplomáticas con Siria. También se llegó al acuerdo de que el territorio fronterizo de las granjas de Chebaa, bajo ocupación israelí, pertenece a Líbano y no a Siria. Dos cuestiones de suma importancia que formaban parte de la agenda quedaron sin resolver: el llamamiento de la resolución 1559 de la ONU al desarme de todas las milicias en Líbano (evidente alusión a Hezbolá) y el futuro del presidente Emile Lahud (cuyo mandato se prorrogó a la fuerza por parte de Siria en 2004).

La guerra de julio de 2006 entre Israel y Líbano puso fin al “diálogo nacional”, anuló el progreso que se había conseguido en las sesiones y agravó las divisiones políticas en el país. En noviembre de 2006, el “8 de Marzo” retiró sus seis ministros del gabinete y se echó a las calles del centro de Beirut para intentar forzar la dimisión del Gobierno, al que considera ilegítimo porque ya no incluye representación chií (cinco de los ministros eran chiíes). Desde ese momento, Líbano quedó sumido en una “guerra de desgaste”.

La crisis presidencial

El fin del mandato del presidente Emile Lahud, aliado de Siria y anteriormente comandante del Ejército, ha profundizado la parálisis. El “14 de Marzo” quiere a un presidente que apoye las resoluciones de la ONU 1559 y 1701, mientras que el “8 de Marzo” propone un presidente que acepte las armas de Hezbolá, que no esté aliado con EEUU y que mantenga relaciones estrechas con Irán y Siria.

La constitución libanesa establece que la elección del presidente por un período de seis años debe realizarse por el Parlamento. Los dos grupos han convocado diferentes interpretaciones del texto legal para legitimar sus posiciones. El “8 de Marzo” afirma que se necesitan dos tercios de los diputados para el quórum –esta interpretación otorga a este grupo la capacidad de bloquear el voto simplemente con el hecho de no acudir a la sesión de votación–. El “14 de Marzo”, que cuenta con la mayoría absoluta en el Parlamento, insiste que las elecciones sólo requieren la presencia de una mayoría absoluta de diputados. El presidente del Parlamento, Nabih Berri, líder del movimiento chií Amal –que pertenece al “8 de Marzo”–, no convoca sesiones parlamentarias desde hace un año.

La candidatura de Michel Suleiman, comandante del Ejército desde 1998, propuesta por la coalición del “14 de Marzo” a finales de noviembre de 2007, parecía presentar una salida a la crisis. El relativo distanciamiento de Suleiman de ambos grupos y el respeto que se ha ganado el Ejército como institución neutral en la crisis, le convierte en un candidato de consenso, a pesar de que su elección requiere una enmienda constitucional ya que la constitución establece la prohibición de que un alto funcionario público sea elegido presidente de la República salvo que dimita de su cargo dos años antes. Esto no supone un grave problema en Líbano, donde la constitución es un texto que se resquebraja cuando no se puede lograr el consenso. Una enmienda similar fue aprobada por el Parlamento en 1998 para facilitar la elección del presidente Emile Lahud. También se han introducido en dos ocasiones enmiendas a la constitución para prorrogar los mandatos de presidentes. El problema es, una vez más, la falta de voluntad política. El “8 de Marzo” ha aceptado la propuesta con la condición de que se nombre de antemano un nuevo primer ministro y se acuerden todos los Ministerios del nuevo gabinete además de los nombramientos de altos cargos del Estado. La mayoría ha rechazado estas condiciones y la oposición ha recurrido otra vez a excusas legales insistiendo que un gabinete “ilegítimo” no puede promover una enmienda constitucional.

Un futuro incierto

Líbano se encuentra al borde de un abismo, pero hasta ahora los partidos políticos se han abstenido de dar el paso definitivo que lanzaría el país al caos absoluto. A punto de finalizar el mandato de Lahud, la oposición amenazó con formar un gobierno paralelo rival, lo cual hubiese dividido a Líbano en dos, como sucedió en 1988. El secretario general de Hezbolá, Hasan Nasrala, pidió a Lahud que creara otro gobierno antes de que venciera su mandato. Lahud desistió para proteger el prestigio de la jefatura del Estado. Por su parte, la mayoría parlamentaría y gubernamental ha amenazado con elegir al presidente de la República con mayoría absoluta en el Parlamento, pero se ha resistido ya que esto provocaría la ruptura definitiva con la oposición y marcaría el fin del intento de llegar a un consenso nacional.

En la situación actual, ambas coaliciones políticas prefieren el statu quo a arriesgarse a ofrecer alguna concesión para llegar a un acuerdo. Aunque existen algunas divergencias internas en las dos coaliciones, de momento no han servido para acercar posiciones entre ambos bloques. Cabe recalcar que los atentados contra 10 figuras políticas de la coalición del “14 de Marzo” (de las cuales siete murieron) han dificultado aun más las negociaciones. Los diputados del grupo se han encerrado en un hotel muy vigilado en el centro de Beirut para procurar evitar nuevos asesinatos de sus miembros, ya que el asesinato de tres diputados más amenazaría la mayoría parlamentaria que mantiene este grupo. Esta coalición acusa a Siria de estar detrás de los atentados para fomentar la inestabilidad en Líbano y volver a hacerse con el control del país. Por su parte, el “8 de Marzo” afirma que la inestabilidad interna sólo sirve a los intereses israelíes para debilitar a Hezbolá. Es posible que Líbano se quede sin presidente por un tiempo impredecible y que el precio que pueda pagar el país por esta crisis sea muy elevado.

Primero, la sombra de una guerra civil se extiende sobre el país, aunque políticos de todos los partidos han declarado repetidamente que hay que evitar a toda costa un conflicto civil. Sin embargo, grupos de ambos bandos están entrenándose y armándose por si fuese necesario. Es sabido que Hezbolá ya dispone de un arsenal sofisticado, pero otros grupos del “8 de Marzo” y del “14 de Marzo”, que ya disponen de experiencia militar por su participación en la guerra civil libanesa, también están entrenándose y armándose. Este hecho no indica necesariamente que Líbano vaya a deslizarse hacia un conflicto violento, pero aumenta la posibilidad de que surjan brotes de violencia entre los dos grupos que no puedan ser controlados.

Segundo, la situación actual está radicalizando las posturas sectarias de los políticos y de la población libanesa. En este ámbito, se baraja la posibilidad de un enfrentamiento chií-suní o chií-druso. Los enfrentamientos callejeros en Beirut entre jóvenes chiíes y suníes en enero de 2007 dieron la señal de alarma sobre la peligrosidad que está adquiriendo el conflicto. Tampoco se descarta una confrontación entre cristianos maronitas, ya que los principales líderes maronitas, Michel Aoun y Samir Geagea, están en bandos diferentes y ya se enfrentaron de manera muy violenta en los últimos años de la guerra civil cuando se disputaban el liderazgo de la comunidad maronita.

Tercero, los acontecimientos de los tres últimos años demuestran lo vulnerable que es la seguridad de Líbano y los numerosos frentes de batalla que existen. A los atentados contra políticos se suman varios coches bomba en zonas comerciales de Beirut y sus alrededores, un ataque al contingente español de la Fuerza Interina de las Naciones Unidas para Líbano (FINUL) en el sur del país el 24 de junio de 2007 –que se cobró la vida de seis soldados– y cuatro meses de combates iniciados en mayo entre el Ejército libanés y el grupo islamista radical Fatah al-Islam en el campo de refugiados palestinos de Naher al-Bared en el norte del país. Estos ataques ponen de manifiesto dos elementos principales.

En primer lugar, ya no se puede descartar la infiltración en Líbano de grupos radicales inspirados por al-Qaeda que pueden aspirar a convertir el país en un frente contra Occidente e Israel. Estos grupos podrían instigar otra guerra entre Israel y Líbano, amenazar la presencia de la FINUL y fomentar la tensión chií-suní. Algunos partidos libaneses acusan al régimen sirio de facilitar la entrada de estos grupos radicales en Líbano para fomentar el conflicto. Aunque fuese este el caso, no hay que descartar que estos grupos se puedan desligar y operar por su cuenta.

En segundo lugar, los últimos atentados demuestran que el Ejército libanés se ha convertido en un blanco de ataques. Los enfrentamientos de Naher al-Bared, el suceso más violento desde el final de la guerra civil, puso a prueba la resistencia del Ejército y concluyó con más de 160 soldados libaneses muertos. Sin embargo, se pudo evitar que la batalla con Fatah al-Islam se extendiera a otros campos de refugiados y arrastrara también a un enfrentamiento con otros grupos palestinos. Los principales grupos palestinos declararon su apoyo al Ejército libanés y colaboraron en la evacuación de civiles de los campos. La crisis terminó por reforzar la posición del Ejército como símbolo de unidad nacional en la sociedad libanesa, aunque este no va a tener nada fácil seguir conservando esta posición. Muestra de ello es el fatal atentado del 12 de diciembre contra el general François al-Hajj, quien, como jefe de operaciones del Ejército, encabezó la ofensiva contra Fatah al-Islam y desempeñó un papel esencial la coordinación con la FINUL y en el despliegue del Ejército libanés al sur del río Litani tras la guerra de Israel contra Hezbola en el verano de 2006. Al-Hajj, que se consideraba el principal candidato para suceder al comandante Michel Suleiman en caso de que este último se convierta en presidente del país, es el primer militar víctima de un atentado en los últimos años, lo cual supone una escalada significativa de la situación, ya que el Ejército es la única institución que permanece unida al margen de las divisiones.

Posiciones y reacciones internacionales


Ninguna crisis en Líbano se desarrolla al margen de intervenciones por parte de los principales actores internacionales, y esta última no es una excepción. Las reacciones a la crisis presidencial han demostrado algunos cambios de método en las posiciones externas, pero de momento no hay ningún cambio fundamental que facilite una solución a largo plazo.

La política francesa en Líbano ha experimentado algunos cambios en su estilo de intervención. El presidente francés, Nicolas Sarkozy, se ha esforzado por despersonalizar las relaciones entre Francia y Líbano (Jacques Chirac era amigo personal del primer ministro asesinado, Rafik Hariri). Con el propósito de ser percibido como un mediador más neutral en Líbano e intentar restaurar un clima de confianza que permita solucionar la crisis, el Gobierno de Sarkozy ha adoptado una posición más conciliadora con la coalición del “8 de Marzo”. La intervención francesa en Líbano se ha esforzado por reflejar que es parte de un consenso europeo, lo cual se expresó muy claramente con lcon las visitas de los ministros de Asuntos Exteriores de Francia, España e Italia (Bernard Kouchner, Miguel Ángel Moratinos y Massimo D'Alema) el 20 de octubre y 22 de noviembre. Pero a pesar de estos cambios de método, la política francesa sigue rigiéndose por los mismos principios. Para Francia, la estabilidad de Líbano es lo principal y Kouchner ha desempeñado un papel muy activo y flexible con numerosos viajes diplomáticos a Líbano para intentar conseguir un acuerdo para encontrar un nuevo presidente. Sarkozy y Kouchner han insistido que lo principal es elegir a un presidente y que los cambios del gobierno se pueden discutir después. También, aunque el Gobierno de Sarkozy ha reabierto las vías del diálogo con el régimen sirio (que se deterioraron durante la presidencia de Chirac), ha dejado claro que la cuestión del tribunal internacional para investigar el asesinato de Hariri no es negociable.

Los resultados de la diplomacia francesa han confirmado los límites de la política europea en Líbano. Europa puede, a través de una política muy activa, convencer a los diferentes partidos internos que no se precipiten y de este modo ayudar a prevenir que la situación de Líbano empeore, pero los países de la UE carecen de la influencia necesaria para mediar un acuerdo a largo plazo entres todos los partidos, internos y externos, en el conflicto.

La falta de cambios en la relación entre EEUU por una parte y Siria e Irán por otra no auguran una resolución duradera en Líbano. La guerra de declaraciones entre Irán y EEUU sobre el programa iraní de enriquecimiento de uranio no permite un acuerdo entre ambos para neutralizar el campo de batalla libanés. Por otra parte, EEUU y Siria siguen intercambiando acusaciones de querer impedir un acuerdo en Líbano. Siria se ha declarado a favor de la elección de un presidente lo antes posible y ha acusado a EEUU de bloquear los intentos franceses de llegar a un consenso. El ministro de Asuntos Exteriores sirio, Walid al-Muallem, ha declarado que formar un gobierno de unidad nacional tiene la misma importancia que elegir al presidente, una posición que no coincide con las prioridades estadounidenses y francesas.

En un principio, la Administración de George W. Bush adoptó una posición menos directa en la crisis presidencial y su intervención en Líbano pasó a un segundo plano, dando paso a la diplomacia francesa. Washington declaró su apoyo a la iniciativa francesa y abandonó su insistencia en que la mayoría parlamentaria debería elegir al presidente sin el consenso de la oposición. A raíz de la irresolución de la crisis, la Administración estadounidense ha vuelto a involucrarse de manera directa, como indica la visita inesperada el 18 de diciembre del secretario de Estado adjunto para Oriente Próximo, David Welch, a Beirut. Welch acusó al “8 de Marzo” de bloquear el voto y de sucumbir a presiones externas, en clara alusión a Siria e Irán.

Conclusión

La crisis política e institucional que golpea a Líbano resalta una vez más que el sistema confesional libanés ha fracasado en todos los sentidos. Diseñado en un principio para garantizar la estabilidad de una sociedad heterogénea, este sistema ha sumido al país en crisis tras crisis desde su independencia en 1943. Un sistema basado en el mantenimiento de un equilibrio delicado entre todas las sectas, en vez de consolidar las instituciones, se vuelve ingobernable cuando no existe un consenso entre los principales grupos. Esta última crisis ha resaltado la falta de liderazgo entre los políticos libaneses y la existencia de lagunas jurídicas en la constitución, realidad reconocida por todos los libaneses. Sin embargo, no hay ningún esfuerzo para buscar una nueva fórmula que conlleve una reforma profunda de la constitución.

La elección de un presidente no va a resolver estos problemas históricos e intrínsecos del sistema libanés, pero es imprescindible para reducir la tensión que se está acumulando en el país. La estabilidad de Líbano a largo plazo exige una reforma de las instituciones políticas que facilite la gobernabilidad del país, pero este tema no puede ser tratado en la actual situación de desconfianza. La elección de un presidente abriría el paso a la formación de un Gobierno que refleje un consenso nacional y que empiece a derribar las barreras que se han erigido entre las dos coaliciones.