lunes, 8 de septiembre de 2008

ARGUMENTOS EN CONTRA DE OCCIDENTE


Kishore Mahbubani

Hay un error fundamental en el pensamiento estratégico occidental: en todos sus análisis sobre los desafíos globales, Occidente asume que es la fuente de las soluciones a los problemas cruciales del mundo. Sin embargo, es un hecho que Occidente es también la mayor fuente de dichos problemas. A menos que los formuladores clave de políticas públicas en Occidente aprendan a comprender y a afrontar esta realidad, el mundo se dirigirá hacia una fase aún más problemática.

Es comprensible que Occidente se rehúse a aceptar que está llegando al final de la era de su dominio y que ha iniciado el siglo asiático. Ninguna civilización cede el poder con facilidad y es lógica la resistencia occidental para entregar el control de las instituciones mundiales y de los procesos fundamentales. Sin embargo, Occidente participa en un extraordinario acto de autoengaño, creyendo que está abierto al cambio. De hecho, Occidente se ha convertido en la fuerza más poderosa impidiendo el surgimiento de una nueva ola en la historia, aferrándose a su posición privilegiada en los foros mundiales fundamentales, como el Consejo de Seguridad de la ONU, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el G8 (el grupo de los países altamente industrializados), y negándose a considerar cómo tendrá que adaptarse al siglo asiático.
En parte como resultado de su creciente inseguridad, Occidente también se ha vuelto cada vez más incompetente en el manejo de los problemas mundiales clave. Muchos observadores occidentales pueden identificar con facilidad anomalías específicas, como la frustrada invasión y ocupación de Iraq por el gobierno de Bush. Pero pocos pueden ver que esto refleja un problema estructural más profundo: la incapacidad de Occidente para ver que el mundo ha entrado en una nueva era.

Además de representar un fracaso específico en la ejecución de una política, la guerra en Iraq también puso de manifiesto la brecha entre la realidad y lo que Occidente había esperado que sucediera después de la invasión. Podría darse el beneficio de la duda a que Estados Unidos y el Reino Unido sólo pretendían liberar al pueblo iraquí de un gobernante déspota y librar al mundo de un hombre peligroso, Saddam Hussein. Incluso si George W. Bush y Tony Blair no hubieran tenido malas intenciones, sus estrategias, no obstante, estaban atrapadas en la disposición mental occidental de creer que sus intervenciones sólo podían conducir al bien, nunca ocasionar ni daño ni desastres. Esto los llevó a creer que las tropas invasoras de Estados Unidos serían recibidas por unos iraquíes felices que lanzarían rosas a sus pies. Pero el siglo XX demostró que ningún país da la bienvenida a los invasores extranjeros. La idea de que cualquier país islámico aprobaría las botas militares occidentales en su suelo era ridícula. Incluso a principios del siglo XX, la invasión y ocupación británicas de Iraq tropezaron con una resistencia armada. En 1920, Winston Churchill, entonces Secretario de Estado británico para Guerra y Aire, sofocó la rebelión de los kurdos y árabes en el Iraq bajo ocupación británica al autorizarles a sus tropas el uso de armas químicas. “Estoy fuertemente a favor del uso de gases venenosos contra tribus salvajes”, dijo Churchill. Desde entonces, el mundo ha cambiado, pero muchos funcionarios occidentales no han abandonado la vieja idea de que un ejército de soldados cristianos puede invadir, ocupar y transformar con éxito a una sociedad islámica.

Muchos líderes occidentales empiezan con frecuencia sus conferencias con la observación de cuán peligroso se está tornando el mundo. En un discurso posterior al descubrimiento, en agosto de 2006, de un complot para hacer estallar vuelos trasatlánticos provenientes de Londres, el presidente Bush dijo: “El pueblo estadounidense debe saber que vivimos en un mundo peligroso”. Pero así como los líderes occidentales hablan de estas amenazas, parecen incapaces de reconocer que Occidente mismo podría ser la fuente fundamental de dicha peligrosidad. Después de todo, Occidente engloba a los países mejor gobernados del mundo, los más desarrollados en lo económico, los que tienen las instituciones democráticas más sólidas. Pero no se puede asumir que un gobierno que ejerce competentemente el poder en casa, sea igualmente capaz de afrontar los desafíos en el extranjero. De hecho, es más probable que lo opuesto sea verdadero. Aunque las mentes occidentales están obsesionadas con la amenaza terrorista islámica, Occidente hace un manejo indebido de los dos desafíos más inmediatos y urgentes: Afganistán e Iraq. A pesar de la grave amenaza del terrorismo nuclear, los guardianes occidentales del régimen de no proliferación de armas nucleares han permitido que éste se debilite de manera significativa. El desafío que plantean los esfuerzos de Irán para enriquecer uranio se ha agravado por la incompetencia de Estados Unidos y de la Unión Europea. Por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, en el frente económico parece inminente el fracaso de una ronda de negociaciones comerciales internacionales, la Ronda Doha. Por último, también el peligro del calentamiento global está mal manejado.

A pesar de todo, los occidentales rara vez hacen un ejercicio de introspección para entender las razones más profundas por las que estos problemas mundiales están mal manejados. ¿Existen razones estructurales internas que lo expliquen? ¿Acaso las democracias occidentales han sido secuestradas por el populismo competitivo y el “cortoplacismo” estructural que les impiden enfrentar los desafíos de largo plazo desde una perspectiva mundial más amplia?

Por fortuna, hoy algunos Estados asiáticos son capaces de asumir más responsabilidades debido a la fortaleza que adquirieron con la instauración de los principios occidentales. En septiembre de 2005, Robert Zoellick, entonces Subsecretario de Estado, hizo un llamado a China para que se convirtiera en una “parte interesada responsable (responsible stakeholder)” en el sistema internacional. China ha respondido de forma positiva, al igual que otros Estados asiáticos. En décadas recientes, los asiáticos han estado entre los mayores beneficiarios del orden multilateral abierto creado por Estados Unidos y los otros vencedores de la Segunda Guerra Mundial, y hoy pocos desean desestabilizarlo. Nunca hubo tantos asiáticos en busca del confortable estilo de vida de la clase media. Durante siglos, los chinos y los indios sólo podían soñar con lograrlo; hoy está al alcance de casi 500 millones de personas en India y China. Su ideal es lograr lo que Estados Unidos y Europa alcanzaron. Quieren imitar a Occidente, no dominarlo. La universalización del sueño occidental representa un triunfo para Occidente, de modo que Occidente debe aceptar el hecho de que los países asiáticos se están volviendo competentes para manejar los desafíos regionales y mundiales.

El desorden de Medio Oriente

Las políticas occidentales han sido muy perjudiciales en Medio Oriente. Ésta es también la región más peligrosa del mundo. Sus problemas no sólo afectan a 7 millones de israelíes, a unos 4 millones de palestinos y a 200 millones de árabes; también afectan a más de 1 000 millones de musulmanes del mundo entero. Cada vez que hay un acontecimiento trascendental en Medio Oriente, como la invasión estadounidense a Iraq o el bombardeo israelí del Líbano, las comunidades islámicas de todo el mundo se preocupan, se angustian y se encolerizan. Y pocos de ellos tienen dudas sobre el origen del problema: Occidente.

La invasión y ocupación de Iraq, por ejemplo, fue un error multidimensional. La teoría y práctica del Derecho Internacional legitiman el uso de la fuerza sólo cuando se trata de un acto de autodefensa o cuando lo autoriza el Consejo de Seguridad de la ONU. La invasión a Iraq, encabezada por Estados Unidos, no pudo justificarse por ninguna de estas razones. Estados Unidos y el Reino Unido procuraron la autorización del Consejo de Seguridad para invadir Iraq, pero el Consejo se negó. Por lo tanto, para la comunidad internacional quedaba claro que la guerra posterior era ilegal y que causaría graves daños al Derecho Internacional.

Esto ha creado un grave problema, debido, en parte, a que hasta este punto tanto Estados Unidos como el Reino Unido habían sido los principales guardianes del Derecho Internacional. Los pensadores estadounidenses y británicos, como James Brierly, Philip Jessup, Hersch Lauterpacht y Hans Morgenthau, desarrollaron la infraestructura conceptual base del Derecho Internacional, y los líderes estadounidenses y británicos pusieron la voluntad política necesaria para hacer que se le aceptara en la práctica. Pero ni Estados Unidos ni el Reino Unido admitirán que la invasión y la ocupación de Iraq fueron ilegales, ni abandonarán su papel histórico de guardianes principales del Derecho Internacional. Desde 2003, ambos países han hecho frecuentes llamados a Irán y a Corea del Norte para que pongan en práctica las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU. Pero ¿cómo pueden los transgresores de los principios de la ONU ser también quienes exijan su ejecución?

Un beneficio inesperado de la guerra de Iraq puede ser que ha despertado un nuevo temor a Irán entre los Estados árabes suníes. Arabia Saudita, Egipto y Jordania, entre otros, no desean tratar con dos adversarios y se inclinan a hacer la paz con Israel. El rey Abdullah de Arabia Saudita aprovechó la oportunidad de la Cumbre Especial de la Liga Árabe, en marzo de 2007, para relanzar su antigua propuesta para una solución de dos Estados al conflicto palestino-israelí. Por desgracia, el gobierno de Bush ni aprovechó la oportunidad ni revivió los Acuerdos de Taba, en los que había trabajado el presidente Bill Clinton en enero de 2001, a pesar de que podían proporcionar la base para un acuerdo duradero, y los saudíes estaban preparados para respaldarlo. Durante sus primeros días, el gobierno de Bush se mostró listo para apoyar una solución de dos Estados. Fue la primera vez que un gobierno de Estados Unidos votó a favor en una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU destinada a la creación de un Estado palestino y, en marzo de 2002, anunció que intentaría alcanzar dicho objetivo en 2005. Pero estamos en 2008 y se ha avanzado poco.

Estados Unidos ha hecho del ya de por sí complicado conflicto palestino-israelí un problema mayor. Muchas opiniones extremistas en Tel Aviv y Washington consideran que el tiempo siempre estará del lado de Israel. Los grupos de presión a favor de Israel que tienen el dominio completo del Congreso de Estados Unidos, la cobardía política de los políticos estadounidenses cuando se trata de crear un Estado palestino y el prolongado historial de ayuda de Estados Unidos a Israel respaldan este punto de vista. Pero ninguna gran potencia sacrifica para siempre sus intereses nacionales más amplios a favor de los intereses de un pequeño Estado. Si Israel se niega a aceptar los Acuerdos de Taba, inevitablemente acabará mal. Si lo hace y cuando lo haga, la incompetencia occidental se considerará su principal causa.

Nunca digas nunca

La no proliferación de armas nucleares es otro tema en el que Occidente, en especial Estados Unidos, ha empeorado las cosas. Durante mucho tiempo, Occidente ha estado obsesionado con el peligro de la proliferación de armas de destrucción masiva, en particular con las armas nucleares. Presionó con éxito para la ratificación casi universal de la Convención sobre Armas Biológicas y Toxínicas, la Convención sobre Armas Químicas y el Tratado sobre la No Proliferación de Armas Nucleares (TNP).

Pero Occidente desperdició muchos de sus logros. Hoy, el TNP está legalmente vivo, pero espiritualmente muerto. El TNP fue problemático por naturaleza desde que el mundo se dividió entre los que tienen armas nucleares (los Estados que habían probado un dispositivo nuclear para 1967) y los que no las tienen (aquellos que no habían probado dispositivos nucleares). Pero durante 2 décadas, el tratado fue más o menos efectivo para prevenir la proliferación horizontal (esto es, la propagación de armas nucleares a otros Estados). Por desgracia, el TNP no ha hecho nada para prevenir la proliferación vertical, es decir, el incremento de la cantidad y la sofisticación de las armas nucleares entre los Estados nucleares existentes. Durante la Guerra Fría, Estados Unidos y la Unión Soviética acordaron trabajar juntos para limitar la proliferación. Los gobiernos de numerosos países que podrían haber desarrollado armas nucleares, como Alemania, Argentina, Brasil, Corea del Sur y Japón, se contuvieron debido a que consideraban que el TNP reflejaba un trato justo entre China, Estados Unidos, Francia, el Reino Unido y la Unión Soviética (los 5 Estados nucleares oficiales y también los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU) y el resto del mundo. Ambas partes acordaron que el mundo sería más seguro si los 5 Estados con capacidad nuclear tomaban medidas para reducir sus arsenales y trabajaban hacia un objetivo final de desarme mundial, y si los otros Estados se abstenían por completo de adquirir armas nucleares.

Entonces ¿qué salió mal? El primer problema fue que Estados Unidos, principal precursor del TNP, decidió alejarse del orden que tenía su fundamento en las reglas de la posguerra que él mismo creó, y mermó de este modo la infraestructura de la que depende la aplicación del TNP. Durante la época en que fui Embajador de Singapur ante la ONU, entre 1984 y 1989, Jean Kirkpatrick, Embajadora de Estados Unidos ante la ONU, trató a la organización con desdén. De manera despreciable dijo: “Lo que sucede en el Consejo de Seguridad se parece más a un atraco que a un debate político o a un esfuerzo para resolver problemas”. Vio el orden de la posguerra como un conjunto de restricciones, no como un grupo de reglas que el mundo debía observar y que Estados Unidos debía ayudar a preservar. Esto debilitó al TNP porque sin “dientes propios”, sin mecanismos de autorregulación o sanción y una cláusula que permitía a los signatarios ignorar las obligaciones en el nombre de “intereses nacionales supremos”, sólo el Consejo de Seguridad de la ONU podía hacer respetar realmente el tratado. Y una vez que Estados Unidos empezó a desarmar todo el sistema, creó espacios para la violación del TNP y de sus principios. Por último, al ir a la guerra contra Iraq sin autorización de la ONU, Estados Unidos perdió su autoridad moral para, por ejemplo, pedir a Irán que se apegara a las resoluciones del Consejo de Seguridad.

El ataque directo al tratado por parte de Estados Unidos ha sido otro problema (y el de otros Estados con armas nucleares). El TNP es fundamentalmente un contrato social entre los 5 Estados nucleares y el resto del mundo, asentado, en parte, en el entendimiento de que las potencias nucleares deben, al final, renunciar a sus armas. En lugar de esto, durante la Guerra Fría, Estados Unidos y la Unión Soviética aumentaron la cantidad y la sofisticación de sus armas nucleares: en 1966, el arsenal nuclear de Estados Unidos alcanzó su nivel máximo con 31 700 ojivas nucleares y, en 1986, el de la Unión Soviética llegó a 40 723. Estados Unidos y la Unión Soviética desarrollaron a tal grado sus arsenales nucleares que, de hecho, se quedaron sin objetivos militar y económicamente significativos. Desde entonces, las cifras han disminuido de forma considerable, pero incluso la cantidad de armas nucleares que poseen Estados Unidos y Rusia en la actualidad podría causar grandes daños a la civilización humana.

La decisión de los Estados nucleares de ignorar el programa de armas nucleares de Israel fue especialmente dañino para su autoridad. Ninguna potencia nuclear ha reconocido públicamente que Israel posee armas nucleares. Su silencio ha creado una laguna jurídica en el TNP y le ha quitado legitimidad ante los ojos de los países musulmanes. Las consecuencias han sido enormes. Hoy, el mundo musulmán se encoge de hombros cuando Occidente predica que el mundo se convertirá en un lugar más peligroso cuando Irán adquiera armas nucleares.

Para 1998, India y Pakistán ya se mostraban indiferentes al probar sus primeras armas nucleares. Cuando la comunidad internacional condenó las pruebas y aplicó sanciones a India, en esencia, todos los indios vieron a través de la hipocresía y de la doble moral de sus críticos. Al no respetar sus propias obligaciones bajo el TNP, las cinco potencias nucleares han privado a sus condenas de cualquier legitimidad moral; las críticas de Australia y Canadá, que también permanecieron indiferentes acerca de la bomba de Israel, tampoco tenían autoridad moral. El rechazo casi unánime del TNP por parte del establishment indio, que, por otro lado, está muy consciente de la opinión internacional, mostró cuán muerto estaba ya el tratado.

De vez en cuando, en las discusiones sobre armas nucleares, ha cabido el sentido común. El presidente Ronald Reagan dijo, más categóricamente que cualquier otro presidente de Estados Unidos, que el mundo estaría mejor sin armas nucleares. El año pasado, cuando todos tenían en mente la muerte inminente del TNP y la creciente amenaza de que las armas nucleares cayeran en manos de terroristas, el ex secretario de Estado George Shultz, el ex secretario de Defensa William Perry y el ex secretario de Estado Henry Kissinger, así como el ex senador Sam Nunn advirtieron en The Wall Street Journal que el mundo “está al borde de una nueva y peligrosa era nuclear”. Argumentaron que “a menos que se emprendan nuevas acciones, pronto Estados Unidos se verá obligado a entrar en una nueva era nuclear que será más precaria, psicológicamente confusa y, en el plano económico, aún más costosa que la disuasión de la Guerra Fría”. Pero es posible que estas advertencias hayan llegado demasiado tarde. El mundo ha perdido su confianza en las 5 potencias nucleares y ahora, en lugar de verlas como las guardianas del TNP, las ve como sus principales transgresoras. El cinismo privado de dichos Estados acerca de sus obligaciones con el TNP se volvió del conocimiento público.

Contrario a lo que Occidente desea que el resto del mundo crea, los Estados con armas nucleares, en particular Estados Unidos y Rusia, que conservan miles de armas, son la mayor fuente de proliferación nuclear. Mohamed ElBaradei, Director General del Organismo Internacional de Energía Atómica, advirtió en The Economist, en 2003: “La existencia misma de armas nucleares ocasiona su búsqueda. Son vistas como fuente de influencia mundial y se les valora por el efecto disuasivo que de ellas se percibe. Y mientras algunos países las posean (o estén protegidos por ellas mediante alianzas) y otros no, esta asimetría engendra una inseguridad mundial crónica”. A pesar de la Guerra Fría, la segunda mitad del siglo XX pareció mover al mundo hacia un orden más civilizado. A medida que el siglo XXI avanza, el mundo parece retroceder.

Partes interesadas irresponsables

Después de conducir al mundo hacia un período de crecimiento económico espectacular durante la segunda mitad del siglo XX, mediante la promoción del libre comercio mundial, recientemente se ha visto tambalear a Occidente en el ejercicio de su propio liderazgo económico mundial. Al creer que las bajas barreras comerciales y el incremento de la interdependencia comercial traerían como resultado altos estándares de vida para todos, los economistas y los formuladores de políticas públicas, tanto europeos como estadounidenses, ejercieron presión para una liberalización económica mundial. Como resultado, el comercio mundial creció de 7% del PIB mundial, en 1940, a 30%, en 2005.

Pero las actitudes occidentales dieron un giro radical desde que finalizó la Guerra Fría. Sin más ni más, Estados Unidos y Europa ya no tienen un interés especial en el éxito de las economías de Asia del Este, a las que ven menos como aliadas y más como competidoras. El cambio en los intereses occidentales se reflejó en el hecho de que Occidente proporcionó en realidad muy poca ayuda a Asia del Este durante la crisis financiera asiática de 1997 y 1998. El ingreso de China al mercado mundial, en especial después de su admisión en la Organización Mundial del Comercio, ha significado una gran diferencia, tanto en términos económicos como psicológicos. Muchos europeos han perdido la confianza en su habilidad para competir con los asiáticos, y muchos estadounidenses han perdido la confianza en las virtudes de la competencia.

Hay algunos asuntos complejos que es necesario resolver durante la ronda comercial actual, pero las negociaciones están, en esencia, estancadas debido a la convicción de los “campeones” occidentales del libre comercio de que el liberalismo comercial benéfico ha empezado a vacilar. Cuando los estadounidenses y los europeos empiezan a percibirse a sí mismos como perdedores en el comercio internacional, también pierden su voluntad para impulsar una mayor liberalización comercial. Desafortunadamente, al menos en este frente, ni China ni India (tampoco Brasil ni Sudáfrica ni ningún otro país en desarrollo importante) están listas para ocupar el lugar de Occidente. China, por ejemplo, teme que cualquier esfuerzo por buscar el liderazgo en esta área avive los temores estadounidenses de que está buscando la hegemonía mundial. Por lo tanto, China mantiene un perfil bajo.

Así están también Estados Unidos y Europa. De ahí que las conversaciones sobre comercio estén estancadas. El fin de la promoción occidental de la liberalización del comercio mundial podría muy bien significar el final del más espectacular crecimiento económico que el mundo haya visto. Pocos en Occidente parecen estar reflexionando sobre las consecuencias de abandonar una de las políticas occidentales más exitosas, que es lo que haría si permite que la Ronda Doha fracase.

Al mismo tiempo que los gobiernos occidentales están renunciando a su conducción de la economía mundial, también están fallando al asumir el liderazgo en el combate al cambio climático. Conceder el Premio Nobel de la Paz a Al Gore, ex Vicepresidente de Estados Unidos, ambientalista desde hace mucho tiempo, y al Panel Intergubernamental para el Cambio Climático de la ONU, confirma que existe un consenso internacional de que el calentamiento global es una amenaza real. Los más enérgicos partidarios de que se ataque este problema provienen de las comunidades científicas estadounidenses y europeas, pero la mayor resistencia a cualquier tipo de acción efectiva proviene del gobierno de Estados Unidos. Esto ha confundido y dejado perplejo al resto del mundo. Mucha gente considera que el flujo de las emisiones actuales ocasiona principalmente el efecto invernadero. Éstas agravan el problema, pero la causa fundamental es la concentración de emisiones que se han acumulado desde la Revolución Industrial. Encontrar una solución justa y equitativa al problema de las emisiones de gas de efecto invernadero debe empezar por asignar su responsabilidad tanto al flujo actual como a la existencia de gases invernadero ya acumulados. Y en ambos aspectos, los países occidentales deberían tener mayor responsabilidad.

Cuando se trata de enfrentar cualquier problema perteneciente a la comunidad mundial, como el medio ambiente, parece apenas justo que los miembros más ricos de la comunidad tengan mayor responsabilidad. Se trata de un principio natural de justicia. También es equitativo, en este caso, debido al papel primario de los países desarrollados en la liberación de gases dañinos en la atmósfera. R. K. Pachauri, Director del Panel Intergubernamental para el Cambio Climático, expuso el año pasado que “China e India con seguridad han incrementado su participación, pero no están cerca de aumentar su nivel de emisiones per cápita al nivel de aquéllas del mundo desarrollado”. Desde 1850, China ha contribuido en menos de un 8% al total mundial de emisiones de dióxido de carbono, mientras que Estados Unidos es responsable del 29% y Europa Occidental es causante del 27%. Hoy, las emisiones de gases de efecto invernadero per cápita en India equivalen sólo al 4% de las de Estados Unidos y al 12% de las de la Unión Europea. Aun así, los gobiernos occidentales no reconocen claramente sus responsabilidades y están permitiendo que muchos de sus ciudadanos crean que China e India son los obstáculos fundamentales para cualquier solución al calentamiento global.

Si un presidente demócrata sucede a Bush en 2009, Washington podría ser más responsable en este frente. Pero la gente de Occidente deberá hacer algunas concesiones auténticas si desea reducir de modo significativo su participación per cápita en las emisiones globales. Un sistema de fijación de límites máximos y de intercambio de los derechos de emisión podría resolver el problema. Lo más probable es que los países occidentales deban hacer sacrificios económicos. Una opción sugerida por el periodista Thomas Friedman puede ser aplicar un impuesto de 1 dólar por galón al consumo de gasolina en Estados Unidos. Gore propuso un impuesto al carbón. Sin embargo, hasta el momento, pocos políticos estadounidenses se han atrevido a hacer semejantes sugerencias públicamente.

Las tentaciones de Oriente

Occidente está fracasando en sus intentos por resolver los problemas de Medio Oriente, de la proliferación de armas nucleares, del estancamiento de la liberación comercial y del calentamiento global. Y este fracaso sugiere que está surgiendo un problema sistémico en la conducción occidental del orden internacional (uno que las mentes occidentales se niegan a analizar y a enfrentar abiertamente). Después de haber disfrutado durante siglos del dominio mundial, Occidente debe aprender a compartir el poder y la responsabilidad del manejo de las cuestiones mundiales con el resto del mundo. Debe renunciar a las organizaciones obsoletas, como la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, y a otros procesos caducos, como el G8, y tratar con organizaciones y procesos con un alcance más amplio y una mayor representación.

Siempre ha sido contra natura que el 12% de la población mundial de Occidente disfrute de tanto poder mundial. Es comprensible que el otro 88% de la población mundial desee cada vez con mayor vehemencia tomar las riendas de la historia mundial.

En primer lugar, Occidente necesita reconocer que compartir el poder que ha acumulado en los foros mundiales debería servir a sus intereses. Reestructurar las instituciones internacionales para reflejar el orden mundial actual sería complicado con la ausencia de líderes naturales que realicen el trabajo. Occidente se ha convertido en parte del problema y los países asiáticos aún no están listos para tomar cartas en el asunto. Por otro lado, el mundo no necesita inventar ningún nuevo principio para mejorar la gobernanza global; los conceptos de buena gobernabilidad interna pueden y deben aplicarse a la comunidad internacional. Entre las mejores apuestas del mundo, se encuentran los principios occidentales de democracia, Estado de derecho y justicia social. Las antiguas virtudes de la asociación y el pragmatismo pueden ser un complemento.

La democracia, fundamento del gobierno en Occidente, se basa en la premisa de que cada ser humano en una sociedad es igualmente una parte interesada en el orden interno. Así, se elige a los gobiernos con base en “una persona, un voto”. En las sociedades occidentales, esto ha producido estabilidad y orden en el largo plazo. Con el fin de producir estabilidad y orden de largo plazo en todo mundo, la piedra angular de la sociedad mundial debe ser la democracia, y los 6 600 millones de habitantes del planeta deben convertirse en partes interesadas por igual. Para inyectar un espíritu democrático a la gobernanza mundial y a su toma de decisiones, se debe volver a las instituciones con representación universal, especialmente a la ONU. Las instituciones de la ONU, como la Organización Mundial de la Salud y la Organización Meteorológica Internacional, gozan de amplia legitimidad debido a su afiliación universal, lo que significa que todos los países del mundo aceptan, por lo general, sus decisiones.

Hoy, el problema es que, a pesar de que muchos actores occidentales están dispuestos a trabajar con agencias especializadas de la ONU, se niegan a fortalecer a la institución central de esa organización, es decir, la Asamblea General, de donde emanan todas las agencias especializadas. La Asamblea General de la ONU es el órgano más representativo en el planeta y, sin embargo, muchos países occidentales aún son muy escépticos al respecto. Tienen derecho a señalar sus imperfecciones, pero pasan por alto el hecho de que esta asamblea imperfecta goza de legitimidad ante los ojos de los pueblos de este mundo imperfecto. Además, a veces la Asamblea General ha demostrado tener más sentido común y prudencia que algunas de las más sofisticadas democracias occidentales. Por supuesto que persuadir a todos los miembros de la ONU para que caminen en la misma dirección toma tiempo, pero la construcción del consenso es precisamente lo que otorga legitimidad al resultado. La mayoría de los países del mundo respeta y obedece la mayor parte de las decisiones de la ONU porque confía en su autoridad. Bien empleada, dicha institución puede ser un poderoso vehículo para tomar decisiones importantes en relación con la gobernanza mundial.

Hoy, el mundo no está dirigido por medio de la Asamblea General sino a través del Consejo de Seguridad, que, de hecho, está siendo manejado por los 5 Estados miembros permanentes. Si Estados Unidos adoptara este modelo, su Congreso sería reemplazado por un consejo selectivo constituido sólo por los representantes de los cinco estados más poderosos del país. ¿Sería posible que los otros 45 estados no consideraran absurda esta propuesta? Occidente debe cesar sus esfuerzos para prolongar su manejo antidemocrático del orden mundial y encontrar medios para incluir eficazmente a la mayoría de la población mundial en la toma de decisiones globales.

Otro principio fundamental en el que se debería basar el orden mundial es el Estado de derecho. Este venerado principio occidental insiste en que nadie, a pesar de su estatus, está por encima de la ley. Resulta irónico que, a pesar de ser ejemplar en la aplicación del principio del Estado de derecho en su territorio, Estados Unidos se destaque internacionalmente por mantenerse al margen de la ley, al rehusarse a reconocer las limitaciones del Derecho Internacional. Muchos estadounidenses viven cómodos con dicha contradicción, mientras esperan que otros países obedezcan mediante tratados aceptados por la mayoría. Los estadounidenses reaccionan con terror cuando Irán trata de abandonar el TNP. Sin embargo, están sorprendidos de que el mundo quede igualmente conmocionado cuando Washington abandona un tratado aceptado universalmente, como el Tratado de Prohibición Completa de Ensayos Nucleares.

Aún más dañina es la decisión del gobierno de Bush de exentar a Estados Unidos de las cláusulas del Derecho Internacional con respecto a los derechos humanos. Durante más de medio siglo, desde que Eleanor Roosevelt encabezara la lucha para la adopción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, Estados Unidos fue el campeón mundial de los derechos humanos. Esto fue el resultado de la sólida convicción ideológica de que Estados Unidos era el designado por Dios para crear un mundo más civilizado. También fue una buena arma ideológica durante la Guerra Fría: un Estados Unidos libre que luchaba contra una Unión Soviética oprimida. Pero el gobierno de Bush ha asombrado al mundo al alejarse de las convenciones de derechos humanos universalmente aceptadas, especialmente las de la tortura. Y así como no se podía esperar que el electorado estadounidense tolerara a un Procurador General que rompiera sus propias reglas de vez en cuando, ¿cómo puede esperarse que el cuerpo político mundial respete a un guardián del Derecho Internacional que viola estas mismas reglas?

Por último, en cuanto a la justicia social, los países occidentales se han vuelto negligentes. La justicia social es la piedra angular del orden y la estabilidad en las sociedades occidentales modernas y en el resto del mundo. La gente acepta la desigualdad, siempre y cuando exista alguna red de seguridad social para ayudar a los desposeídos. Muchos de los gobiernos europeos occidentales tomaron a pecho este principio después de la Segunda Guerra Mundial e introdujeron medidas de asistencia para prevenir revoluciones marxistas en busca de la creación de sociedades socialistas. Hoy, muchos occidentales consideran que están diseminando la justicia social globalmente con su ayuda masiva exterior para los países en desarrollo. De hecho, cada año, los miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, de acuerdo con las propias estimaciones de la organización, otorgan aproximadamente 104 000 millones de dólares a los países en desarrollo. Pero la historia de la ayuda occidental a los países en desarrollo es, en esencia, un mito. Los países occidentales han consagrado cantidades significativas de dinero a sus presupuestos de ayuda para el desarrollo, pero el propósito principal de dichos fondos es servir a los intereses de seguridad y a los intereses nacionales inmediatos y de corto plazo de los donadores, más que a los intereses de largo plazo de los receptores.

La experiencia de Asia muestra que ahí donde la ayuda occidental fracasó, el buen gobierno interno ha tenido éxito. Ésta es, quizá, la mayor contribución de Asia a la historia mundial. El éxito de Asia inspirará a otras sociedades de diferentes continentes para emularla. Además, el viaje de Asia hacia la modernidad puede ayudar a crear un orden mundial más estable. Hoy, algunos países asiáticos están listos para unirse a Occidente y convertirse en guardianes responsables del orden mundial; como los mayores beneficiarios del sistema actual, tienen poderosos incentivos para hacerlo. Occidente no acoge con beneplácito el progreso asiático, y sus intereses de corto plazo para conservar su posición privilegiada en diversas instituciones mundiales superan a sus intereses de largo plazo para crear un orden mundial más justo y estable. Por desgracia, Occidente ha pasado de ser el que solucionaba los problemas del mundo a ser su principal causante.