lunes, 1 de diciembre de 2008

EEUU, PAKISTÁN Y LA LÍNEA DURAND


Gabriel Reyes

El principio del fin del statu quo

El 3 de septiembre de 2008, helicópteros de las fuerzas especiales estadounidenses –probablemente miembros de la Task Force 88 cuya misión es “neutralizar” a comandantes de al-Qaeda y Talibán– cruzaron la frontera paquistaní en una operación sin precedentes. Las fuerzas especiales de EEUU aterrizaron en el pueblo de Musa Nikow en la zona de Angorada, Waziristán del Sur, en una operación aérea-terrestre que presumiblemente dejó 20 muertos, muchos de ellos civiles.

Si bien las incursiones terrestres transfronterizas dentro del marco de la Operación Libertad Duradera (OEF) siguen siendo excepcionales, el número de ataques estadounidenses, mayoritariamente con aeronaves no tripuladas, se ha incrementado de forma considerable en los últimos meses –25 confirmados en lo que va de año frente a un total de 10 entre 2006 y 2007–. Los acontecimientos recientes muestran, para alarma de muchos, que las incursiones transfronterizas van más allá de persecuciones puntuales “en caliente” y hay indicios de que EEUU está consolidando de forma paulatina una estrategia de intervención sistemática y unilateral en territorio paquistaní. Esa estrategia plantea problemas no sólo en cuanto a su justificación legal sino también y sobre todo en cuanto a sus efectos en la consolidación de la posición del nuevo gobierno, la dinámica del conflicto afgano a ambos lados de la frontera, especialmente en las zonas tribales, y la propia viabilidad de un Estado paquistaní unitario más o menos democrático.

El secretario de Defensa Robert Gates afirmó en su comparecencia ante el Senado de EEUU el 23 de septiembre de 2008 que las tropas de EEUU tienen derecho a actuar en defensa propia contra los terroristas internacionales afincados en Pakistán si el gobierno no es capaz o no quiere acabar con ellos. EEUU reproduce así la controvertida y mayoritariamente rechazada doctrina de defensa propia ante agresiones armadas indirectas que creó y sostuvo en la guerra de Vietnam. Sea cual fuera la valoración legal de los últimos acontecimientos no hay duda de que éstos han llevado a las relaciones entre el gobierno de Pakistán y EEUU a uno de sus puntos más bajos desde 2001.

Tras meses de ataques transfronterizos a sus tropas y a las de la OTAN-ISAF en Afganistán, el gobierno estadounidense ha querido dejar claro que el statu quo existente (una explosiva combinación de actividad de elementos insurgentes operando a ambos lados de la Línea Durand conjugada con la pasividad de las fuerzas paquistaníes) ya no era sostenible, más aun cuando la Administración estadounidense saliente estaba decidida a obtener resultados positivos en su campaña afgana y dentro del marco de la OEF. La cuestión ahora es hasta dónde llegará la nueva estrategia estadounidense y en qué medida podría poner en peligro la alianza con Pakistán y la frágil posición del gobierno de Yousuf Raza Gilani.

Pakistán entre la espada y la pared

Las reiteradas violaciones de la frontera y las numerosas bajas civiles derivadas de las operaciones de EEUU en los últimos meses han puesto al gobierno de Gilani en una posición comprometida ante su electorado que le ha forzado a reaccionar de forma contundente, al punto incluso de arriesgarse a provocar un conflicto abierto con su principal aliado.

El presidente Asif Ali Zardari, respaldado por el Congreso y el Senado, ha declarado en varias ocasiones en el último mes que su gobierno “no tolerará la violación de su soberanía y su integridad territorial por ninguna potencia en el nombre de la lucha contra el terrorismo”. Más allá de la mera retórica, las fuerzas fronterizas paquistaníes abrieron fuego (disuasorio) sobre helicópteros militares estadounidenses que intentaron cruzar la frontera en varias ocasiones en el mes de septiembre.

La reacción del gobierno de Gilani manda el mensaje firme y claro a sus aliados, al pueblo de Pakistán y a los enemigos de éste, de que el nuevo gobierno civil es capaz de velar por la soberanía y la integridad territorial del país sin ser un peón de EEUU. Dicho esto, es poco probable que la alianza con EEUU se deteriore de forma drástica debido a los numerosos y cuantiosos intereses mutuos.

Por otro lado, el atentado suicida en el Hotel Marriott de Islamabad el 20 de septiembre pasadoque se saldó con más de 50 muertos, ha demostrado al nuevo gobierno paquistaní la fuerza y el alcance de los extremistas afincados en su territorio. Pero constituye sobre todo la prueba de que el statu quo post 11-S heredado de la era Musharraf (con el que hasta ahora Pakistán parecía estar dispuesto a vivir pese a la inseguridad e inestabilidad que conllevaba) tampoco favorece al país a medio e incluso corto plazo. El atentado del Hotel Marriott parece asimismo haber desencadenado un germen de cambio de actitud del gobierno de Pakistán frente a los talibán y al-Qaeda, aunque todavía de forma limitada. Días después del ataque, el ejército intensificó las operaciones en las Agencias Tribales Administradas Federalmente (FATA en sus siglas en inglés) y prosiguió con las operaciones en Swat, Bajaur y otras agencias tribales del noroeste que según las autoridades han dejado más de 1.500 combatientes enemigos muertos y, según la ONU, 450.000 desplazados. Pese al aparente empuje del ejército de Pakistán, ciertos medios locales comentan que el control que ejerce en Bajaur sigue siendo extremadamente reducido.

La intensificación de las operaciones bélicas constituye una demostración de fuerza que podría consolidar la posición del gobierno de Gilani siempre y cuando consiga mantener la presión sobre los extremistas evitando un número excesivo de bajas civiles y muestre a la población y a sus socios en el gobierno que la lucha contra los yihadistas es una lucha por la supervivencia del Estado, más allá del obvio interés estratégico de EEUU en la región. En este sentido, un consenso entre los partidos mayoritarios, el PPP y la PML-N, sobre la posición a adoptar frente a los yihadistas afincados en territorio paquistaní también sería necesario, aunque las rivalidades ideológicas y políticas y el constante flirteo de Nawaz Sharif con distintos grupos islamistas hacen del consenso una cuestión inviable a corto plazo.

Paralelamente, parece haberse desencadenado un cierto cambio de actitud de la población, y en especial de los líderes tribales de las zonas fronterizas, frente a los talibán y al-Qaeda, en un movimiento impulsado y alentado por el gobierno de Pakistán que busca el apoyo de las tribus como parte integral de su estrategia de lucha contra los yihadistas. En distintas partes de la frontera afgano-pakistaní se están constituyendo ejércitos tribales (conocidos como lashkars) para enfrentarse a los talibán y elementos yihadistas extranjeros afiliados a al-Qaeda.

Más allá de las expectativas de cambio que podrían inferirse de estas iniciativas anti-talibán, es necesario puntualizar que movimientos de este tipo han visto la luz en el pasado con un éxito muy limitado, ya sea por la falta de coordinación de las fuerzas tribales frente a las experimentadas unidades talibán, ya sea por la capacidad de éstas de decapitar con éxito el liderazgo de las tribus pashtún, como han demostrado recientemente diversos atentados contra distintas jirgas en la Agencias tribales. Asimismo, cabe señalar que el apoyo tribal al gobierno en su campaña es reducido y se limita a un número marginal de tribus en Bajaur, Swat, Khyber, Dir y Buner, en contraposición al apoyo yihadista de tribus mayoritarias como la Utmanzai Wazir en Waziristán del Norte y la Ahmedzai Wazir en Waziristán de Sur, entre otras.

Todo ello muestra que la situación en las zonas tribales está todavía muy lejos del control de la autoridad estatal paquistaní que sigue cultivando una política ciertamente ambigua frente a los talibán, basada en la estratégica distinción entre elementos “buenos” y “malos” en función de si operan o no en contra de los intereses del Estado. Un ejemplo de ello es la reciente decisión del ejército de no adentrarse en Waziristán para atacar a las tropas de Hafiz Gul Bahadar y Mullah Nazir –conocidos por apoyar a al-Qaeda y sus operaciones contra EEUU y la OTAN en Afganistán– supuestamente basándose en los acuerdos de alto el fuego del 17 de febrero de 2008. Esa postura ambivalente del ejército y de los servicios secretos sin duda pone en peligro al país y a su alianza con EEUU, y por ello ha ser abandonada en favor de un apoyo incondicional al nuevo gobierno civil y una depuración y reforma de las fuerzas de seguridad.

La política estadounidense frente a Pakistán: la responsabilidad del cambio

A la vista de los poco halagüeños resultados de la campaña afgana en los últimos meses, el nuevo jefe del Mando Central de EEUU (USCENTCOM), el general David H. Petraeus, ha pedido una evaluación de la estrategia militar en la región con vistas a la formulación de un nuevo plan. El grupo de trabajo conocido como Joint Strategic Assessment Team comenzará su labor a mediados de noviembre de 2008 y contará con unos 100 expertos internacionales que analizarán las causas subyacentes del conflicto en Afganistán y Pakistán. Con ello se pretende diseñar una nueva estrategia adaptada a las necesidades en el terreno dentro del marco del cambio de Administración en EEUU e inspirada por los logros de Petraeus en Irak. Miembros del entorno de Petraeus apuntan que la estrategia incluirá elementos como la posibilidad de un proceso gubernamental de diálogo y reconciliación con los talibán en Afganistán y Pakistán, una opción que en los últimos meses ha ido tomando fuerza y que pretende aprovechar las posibles fracturas entre el núcleo duro de los talibáns afiliados a la causa de al-Qaeda y los llamados “moderados”.

El frente afgano-paquistaní se ha ido configurando como una de las prioridades del presidente electo de EEUU, Barack Obama, a lo largo de la campaña electoral, dónde ha manifestado su voluntad de dar un nuevo impulso a la campaña afgana, actualmente en “una espiral descendente” tal y como la describe el estamento militar. Asimismo, las declaraciones del por entonces candidato a la presidencia indican que la actual estrategia de incursiones transfronterizas tendrá continuidad basándose en el derecho de defensa propia de EEUU. La nueva Administración estadounidense puede (y debe) aportar mucho al proceso de desarrollo y seguridad en la zona fronteriza entre Afganistán y Pakistán con los consiguientes beneficios en términos de seguridad para los dos países y la región en general. Para ello, partiendo de la base de que la solución al conflicto no será militar, EEUU deberá replantearse su estrategia y en particular su política post 11-S de ayuda a Pakistán.

En los últimos siete años, EEUU ha desembolsado cerca de 10.600 millones de dólares en ayuda a Pakistán. Más allá de esta cifra astronómica subyacen enormes problemas de transparencia en el gasto y una desproporción entre las partidas destinadas al desarrollo del país y la aportación al ejército paquistaní: una cuarta parte frente a tres cuartas partes, respectivamente (cerca del 60% de la ayuda se ha destinado a los llamados Fondos de Apoyo de la Coalición que se consideran como un pago o reembolso al gobierno paquistaní por su inversión en la Guerra contra el Terrorismo). Ante una desproporción de tal envergadura, el pragmatismo y las lecciones del pasado llaman a un cambio de dirección.

El vicepresidente electo Joseph Biden ha apostado con fuerza por este cambio. Su propuesta de ley (S. 3263: Enhanced Partnership with Pakistan Act)ante el Congreso de EEUU en julio de 2008 aboga por triplicar la ayuda no militar en los próximos cinco años a un total de 7.500 millones de dólares (1.500 millones al año) para el desarrollo del país y propone condicionar la partida de ayuda militar a objetivos como el respeto a los derechos humanos y el desarrollo de un poder judicial independiente, entre otros. Frente a la primacía de los objetivos militares a corto plazo, la propuesta de Biden, pendiente aun de aprobación por el Congreso, abre la puerta a una política con miras al desarrollo y la seguridad de Pakistán a largo plazo.

De especial importancia será la inversión en desarrollo que se haga en las FATA, que cuentan con niveles de pobreza dos veces superiores a la media nacional y que constituyen un caldo de cultivo y un santuario para grupos yihadistas. El desarrollo industrial y agrario de las FATA, su integración económica y el diseño de políticas lingüísticas que retomen el uso del pashtún como lengua administrativa son algunas de las medidas vitales en la búsqueda de una solución sostenible a la cuestión pashtún, que llevarán a la desaparición del apoyo popular los yihadistasy al desarrollo de medios de vida alternativos al crimen organizado, y al tráfico de drogas y de armas.

El necesario cambio en la política de ayuda ha de acompañarse con un replanteamiento de la estrategia diplomática de EEUU, que ha de recalibrar la presión que ejerce sobre el gobierno y el ejército de Pakistán sin dejar por ello de exigir resultados militares, apoyar la reforma de ciertos sectores e impulsar la integración política y económica de los pashtún. Tal y como se ha puesto de manifiesto, EEUU tiene suficientes elementos para presionar con firmeza pero discretamente a Pakistán sin tener que adoptar medidas que erosionen la soberanía territorial del Estado a ojos del pueblo paquistaní o que pongan en evidencia de forma pública a su gobierno y a su ejército en un período crítico de reajuste.

EEUU tiene la responsabilidad de guiar a Afganistán y a Pakistán hacia un camino de colaboración y entendimiento sin el cual la paz no será posible. Para ello, ha de poner los medios necesarios para encontrar una solución sostenible al estatus de la controvertida Línea Durand que salvaguarde los intereses de ambos países y de las tribus pashtún a los dos lados de la frontera. Un posible mecanismo de canalización del proceso a corto plazo es la Comisión Tripartita, en la que participan la ISAF, representantes del ejército afgano y del ejército paquistaní, que debería apoyarse de forma efectiva como foro privilegiado de resolución de conflictos y coordinación de esfuerzos. Asimismo, el apoyo activo a las patrullas fronterizas conjuntas que el gobierno de Pakistán autorizó el 7 de octubre de 2008, contribuirá a reforzar la comunicación y el entendimiento entre las dos naciones, asentando las bases de confianza mutua necesarias para cualquier negociación específica sobre el estatus de la frontera.

La Administración estadounidense debería asimismo buscar soluciones de compromiso a los conflictos existentes entre la India y Pakistán (principalmente el de Cachemira) que históricamente constituyen una de las causas subyacentes de los enfrentamientos asimétricos indirectos en suelo afgano (la India apoyando tradicionalmente al gobierno afgano y Pakistán, en especial sus servicios secretos, a grupos insurgentes que buscan la desestabilización de aquel en un intento de asegurarse una cierta profundidad estratégica en el país vecino). EEUU debería no sólo desempeñar una función mediadora sino también apelar ante la India para que limite los gestos que puedan poner a Pakistán a la defensiva, ya que Islamabad teme la creciente influencia de la India en Afganistán como agente de desarrollo y proveedor de asistencia técnica militar al ejército afgano, entre otros aspectos. Pero Washington debería también tener más presentes las legítimas inquietudes de Pakistán, que en los últimos meses se ha sentido amenazada por la relación privilegiada entre su aliado y la India cuyo ejemplo más reciente es la firma de un acuerdo de cooperación nuclear civil el 1 de octubre de 2008.

Conclusiones

Ahora más que nunca, el futuro de Pakistán, del conflicto en Afganistán y de la estabilidad en la región se juega en las montañosas tierras de la frontera noroeste. EEUU y sus aliados han de tener en consideración que la solución del conflicto a ambos lados de la Línea Durand no será militar. Tan solo una estrategia regional conjunta y coordinada entre EEUU, las potencias de la OTAN, Pakistán y Afganistán, que encuentre el equilibrio entre la necesaria intervención militar, la búsqueda de soluciones negociadas, la consolidación del gobierno civil de Pakistán y la reforma de sus instituciones, el control conjunto de la frontera y la integración política y económica de los pashtún a ambos lados de la Línea Durand contribuirá a la estabilidad de Pakistán, así como al desarrollo efectivo y a la seguridad de la región a largo plazo.

Todo ello llama a un cambio profundo de la estrategia de EEUU en Pakistán y en la región en general que vaya más allá de los objetivos militares a corto plazo de la OEF. Afganistán y, por extensión ineludible, Pakistán estarán en el centro de la política exterior de la Administración estadounidense en los próximos años. EEUU, Pakistán y Afganistán andan juntos por la fina línea que determina el destino de una región a la que la historia le ha negado la paz. Solo el tiempo dirá si ésta consigue finalmente resarcirse.