miércoles, 7 de mayo de 2008

¿SE PUEDE GANAR LA GUERRA CONTRA EL TERRORISMO?


Philip H. Gordon

Menos de 12 horas después de los ataques del 11-S, George W. Bush anunció el inicio de una guerra global contra el terrorismo. Desde entonces ha habido un intenso debate sobre cómo ganarla. Bush y sus partidarios hacen hincapié en la necesidad de pasar a la ofensiva en contra de los terroristas, desplegar la fuerza militar estadounidense, promover la democracia en Medio Oriente y otorgar amplios poderes de guerra al comandante en jefe. Sus detractores ponen en duda la noción misma de una "guerra contra el terrorismo" o se concentran en la necesidad de librarla de otra manera. La mayoría de los demócratas más destacados acepta que es necesario utilizar la fuerza en algunos casos pero sostiene que el éxito se obtendrá restableciendo la autoridad moral y el atractivo ideológico de Estados Unidos, ejerciendo una mayor y más acertada diplomacia e intensificando la cooperación con sus principales aliados. Sostienen que el enfoque de Bush en la guerra contra el terrorismo ha engendrado más terroristas de los que ha eliminado, y que ello continuará así a menos que Estados Unidos cambie radicalmente de rumbo.

En este debate está ausente casi por completo el concepto de cómo sería realmente la "victoria" en la guerra contra el terrorismo. La idea tradicional de ganar una guerra es bastante clara: derrotar al enemigo en el campo de batalla y obligarlo a aceptar condiciones políticas. Pero ¿cómo será la victoria -- o la derrota -- en una guerra contra el terrorismo? ¿Terminará alguna vez esta clase de guerra? ¿Cuánto tiempo durará? ¿Veremos llegar la victoria? ¿La reconoceremos cuando llegue?

Es esencial empezar a pensar con seriedad en estas preguntas, ya que es imposible ganar una guerra si no se sabe cuál es su objetivo. Una ponderación de los posibles resultados de la guerra contra el terrorismo revela que ésta sí puede ganarse, pero sólo si se reconoce que se trata de un tipo de guerra nuevo y diferente. La victoria no llegará cuando líderes extranjeros acepten ciertas condiciones, sino cuando los cambios políticos desgasten y, en última instancia, socaven el apoyo a la ideología y la estrategia de quienes están decididos a destruir a Estados Unidos. No llegará cuando Washington y sus aliados maten o capturen a todos los terroristas, o terroristas en potencia, sino cuando la ideología que éstos apoyan quede desacreditada, cuando se haya visto que sus tácticas han fracasado y cuando lleguen a encontrar vías más prometedoras hacia la dignidad, el respeto y las oportunidades que anhelan. Esto no significará la total eliminación de cualquier posible amenaza terrorista -- buscar ese objetivo conducirá casi con seguridad a más terrorismo, no menos -- , sino más bien la reducción del riesgo del terrorismo hasta un nivel que no afecte de manera significativa la vida cotidiana de los ciudadanos comunes y corrientes, que no mantenga preocupadas sus mentes o provoque una reacción excesiva. En ese momento, incluso los terroristas serán conscientes de la inutilidad de su violencia. Tener en mente esta visión de la victoria no sólo impedirá grandes sufrimientos, costos y problemas; también guiará a los líderes hacia las políticas que ocasionarán tal victoria.

La última guerra

Uno de los pocos pronósticos que pueden hacerse con cierta confianza sobre la guerra contra el terrorismo es que terminará... todas las guerras finalmente lo hacen. Este comentario puede parecer frívolo, pero se basa en una razón de peso: los factores que impulsan la política internacional son tan numerosos y tan inestables que ningún sistema o conflicto político puede durar para siempre. Así, algunas guerras llegan pronto a su fin (la Guerra Anglo-Zanzíbar de 1896 es célebre por haber durado 45 minutos), y otras son prolongadas (la Guerra de los Cien Años se extendió durante 116 años). Algunas terminan relativamente bien (la Segunda Guerra Mundial sentó las bases para una paz y una prosperidad duraderas), y algunas conducen a otra catástrofe (la Primera Guerra Mundial). Sin embargo, todas terminaron, de una u otra forma, y es un deber para quienes las sobrevivieron imaginar cómo podría haberse acelerado y mejorado su conclusión.

En lo que se refiere a la guerra contra el terrorismo, algunas de las enseñanzas más instructivas pueden extraerse de la experiencia de la Guerra Fría, llamada así porque, al igual que la guerra contra el terrorismo, no fue en realidad una guerra. Si bien el desafío actual no es idéntico al de la Guerra Fría, sus similitudes -- como luchas multidimensionales de larga duración contra ideologías insidiosas y violentas -- apuntan a que hay mucho que aprender de esta experiencia reciente y exitosa. Así como la Guerra Fría concluyó sólo cuando uno de los bandos renunció en lo esencial a su ideología fracasada, la batalla contra el terrorismo islamista se ganará cuando la ideología que la sustenta pierda su atractivo. La Guerra Fría no terminó con la ocupación del Kremlin por parte de las fuerzas estadounidenses, sino cuando el titular del Kremlin abandonó la contienda; el pueblo que éste gobernaba había dejado de creer en la ideología por la que se suponía que luchaban.

La Guerra Fría es también un ejemplo excelente de una guerra que acabó en un momento y en una forma que la mayoría de gente que la experimentó no pudo prever... e incluso había dejado de intentarlo. Si bien durante la primera década más o menos la perspectiva de la victoria, la derrota o incluso de la guerra nuclear concentró las mentes en cómo podría terminar la Guerra Fría, a mediados de la década de 1960 casi todos, mandatarios y ciudadanos por igual, habían empezado a perder de vista la posibilidad de que llegara a un final. En cambio, de mala gana empezaron a concentrarse en lo que llegó a conocerse como la coexistencia pacífica. La política de distensión, iniciada en los sesenta y continuada a lo largo de los setenta, suele identificarse en retrospectiva como una estrategia diferente para llevar la Guerra Fría a su término. Pero, en realidad, la distensión representó más un signo de resignación ante la duración esperada de aquélla que una forma alternativa de concluirla. El objetivo primordial fue hacerla menos peligrosa, no llevarla a su fin. En definitiva, la distensión sirvió para presentar una imagen más indulgente de Occidente a los ojos soviéticos, para civilizar a los dirigentes soviéticos mediante la interacción diplomática y para empujar a Moscú a un diálogo sobre los derechos humanos que terminaría socavando su legitimidad, todo lo cual contribuyó a dar fin a la Guerra Fría. Pero éste no era el objetivo principal de la estrategia.

El final de la Guerra Fría tomó por sorpresa incluso a los detractores de la distensión. El presidente Ronald Reagan, es cierto, denunció que hubo complacencias en las décadas de 1970 y 1980 y empezó a hablar de derrotar al comunismo de una vez por todas. Pero incluso la visión de Reagan de enterrar al comunismo sólo fue "un plan y una esperanza para el largo plazo", como expresó al parlamento británico en 1982. El propio Reagan admitió que cuando declaró "¡Sr. Gorbachov, derribe ese muro!", en junio de 1987 en Berlín, "nunca imaginó que en menos de tres años el muro caería". Es más, Reagan y sus partidarios veían a la Unión Soviética de finales de los setenta y principios de los ochenta no como un imperio debilitado en sus etapas finales, sino como una superpotencia amenazadora cuya expansión tenía que frenarse.

Hacia finales de los ochenta, cuando los signos de la descomposición interna y el reblandecimiento de la Unión Soviética en el exterior empezaban al cabo a volverse evidentes, los que más tarde pretendían haber previsto el final de la Guerra Fría fueron quienes se negaron más rotundamente a aceptar que ello estaba ocurriendo ante sus ojos. Incluso cuando el dirigente soviético Mijail Gorbachov comenzaba a emprender las reformas que conducirían al final del enfrentamiento con Estados Unidos, los estadounidenses y otros se habían acostumbrado tanto a la Guerra Fría que les era difícil reconocer qué estaba sucediendo. Como escribió el historiador John Lewis Gaddis en un ensayo publicado en 1987 en el Atlantic Monthly, la Guerra Fría se había convertido en un "estilo de vida" tal que para más de dos generaciones "simplemente a nosotros no se nos ocurre pensar cómo podría terminar o, más al grano, cómo nos gustaría que terminara". Los partidarios de línea dura, como el subsecretario de Defensa Richard Perle, durante el gobierno de Reagan, estuvieron advirtiendo que Gorbachov tenía "ambiciones imperiales y una fijación permanente por el poder militar", mientras los "realistas", como Brent Scowcroft, consejero de Seguridad Nacional del presidente George H.W. Bush, "desconfiaban de los motivos [de Gorbachov] y eran escépticos sobre sus promesas". Incluso hasta abril de 1989, la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés), cuya tarea era identificar tendencias geopolíticas importantes, todavía pronosticaba que "para el futuro previsible, la URSS seguirá siendo el principal adversario de Occidente", opinión que compartía con los estadounidenses en general. Cuando algunos encuestadores les preguntaron en noviembre de 1989 -- justo después de la caída del Muro de Berlín -- si pensaban que la Guerra Fría había terminado, sólo 18% de los encuestados dijo que sí, mientras 73% respondió que no. Fue sólo cuando la gran mayoría de estadounidenses había desistido finalmente de ver alguna vez el final de la Guerra Fría cuando ésta realmente concluyó.

¿Es posible hacer una mejor previsión de cómo, cuándo y por qué podría terminar la guerra contra el terrorismo? Es probable que esta guerra también dure mucho tiempo. Pero suponiendo que no dure para siempre, ¿cómo será el final de esa guerra cuando acontezca? Y una evaluación realista de cómo será la victoria en la guerra contra el terrorismo ¿qué dirá sobre la forma en que deberá combatirse?

Futuros alternativos

Así como alguna vez fue posible imaginar que la Unión Soviética ganara la Guerra Fría, hoy hay que contemplar la posibilidad de la victoria de Al Qaeda. Los estadounidenses pueden no tener una teoría consensuada sobre la victoria o un camino para llegar a ella, pero Osama bin Laden y sus secuaces sin duda los tienen. El objetivo de Bin Laden, como él mismo, su lugarteniente Ayman al Zawahiri y otros han expresado a menudo, es expulsar a Estados Unidos de tierras musulmanas, derrocar a los actuales gobernantes de la región y establecer una autoridad islámica bajo un nuevo califato. El camino hacia este objetivo, como lo han dejado en claro, es "provocar y azuzar" a Estados Unidos para llevarlo a "guerras sangrientas" en tierras musulmanas. Como los estadounidenses, según este razonamiento, no tienen estómago para sostener una lucha larga y sangrienta, al cabo renunciarán y abandonarán Medio Oriente a su suerte. Una vez que los regímenes autocráticos responsables de la humillación del mundo musulmán hayan sido destituidos, será posible devolverlo al estado idealizado de la Arabia de los tiempos del profeta Mahoma. Se establecerá un califato desde Marruecos hasta Asia Central, se impondrá la ley de la sharia, Israel será destruido, los precios del petróleo se dispararán y Estados Unidos se verá humillado e incluso es posible que se colapse... como ocurrió en el caso de la Unión Soviética tras su derrota a manos de los mujaidines en Afganistán.

Es improbable que la versión de Bin Laden sobre el final de la guerra contra el terrorismo se vuelva realidad. Se basa en una exageración de su papel en la caída de la Unión Soviética, en su incapacidad de valorar la fortaleza y la adaptabilidad en el largo plazo que tiene la sociedad estadounidense y en la subestimación de la resistencia musulmana respecto de sus posturas extremistas. Pero si estos escenarios son erróneos, también vale la pena entenderlos y tenerlos en mente. Si los adversarios de Bin Laden no son capaces de valorar su visión de cómo terminará la guerra contra el terrorismo, podrían terminar facilitándole las cosas... por ejemplo, al verse arrastrados justamente a las batallas que Bin Laden cree que arruinarán a Estados Unidos e inspirarán el apoyo de los musulmanes. Éste es el error que ha conducido a la nada envidiable posición actual de Estados Unidos en Irak.

A la larga es mucho más probable que Estados Unidos y sus aliados ganen esta guerra que Al Qaeda, no sólo porque la libertad es, en última instancia, más atractiva que una interpretación estrecha y extremista del Islam, sino también porque aprenden de sus errores, mientras que los esfuerzos cada vez más desesperados de Al Qaeda provocarán que incluso sus seguidores potenciales le den la espalda. Pero la victoria en la guerra contra el terrorismo no significará el final del terrorismo, el final de la tiranía o el final del mal, todos estos objetivos utópicos que han sido expresados en un momento u otro. Después de todo, el terrorismo (por no hablar de la tiranía y el mal) ha existido desde hace mucho tiempo y nunca desaparecerá por completo. Desde los zelotes del siglo I d.C. hasta las Brigadas Rojas, la Organización para la Liberación de Palestina, el Ejército Republicano Irlandés, los Tigres tamiles y otros grupos en tiempos más recientes, el terrorismo ha constituido una táctica utilizada por los débiles para tratar de lograr el cambio político. Como la delincuencia violenta, las enfermedades mortales y otros azotes, puede reducirse y contenerse. Pero no puede eliminarse por completo.

Éste es un punto crítico, porque el objetivo de terminar totalmente con el terrorismo no es sólo irreal sino también contraproducente -- como lo es la búsqueda de otros objetivos utópicos -- . Los asesinatos podrían reducirse o eliminarse enormemente de las calles de Washington, D.C., si se desplegaran varios cientos de miles de agentes policiacos y se autorizaran los arrestos preventivos. Las muertes por accidentes de tránsito podrían eliminarse prácticamente en Estados Unidos reduciendo el límite de velocidad nacional a 10 millas por hora. La inmigración indocumentada proveniente de México podría detenerse con una amplia alambrada eléctrica a lo largo de toda la frontera y una pena de muerte obligatoria para los trabajadores indocumentados. Pero ninguna persona sensata propondría cualquiera de estas medidas, porque las consecuencias de las soluciones serían menos aceptables que los propios riesgos.

Igualmente, el riesgo del terrorismo en Estados Unidos podría reducirse si las autoridades reasignaran cientos de miles de millones de dólares por año en gasto interno para medidas de seguridad del territorio nacional, restringieran significativamente las libertades civiles para garantizar que ningún terrorista potencial anduviera en las calles, e invadieran y ocuparan países que pudieron apoyar o patrocinar algún día al terrorismo. Sin embargo, perseguir ese objetivo de esta manera tendría costos que excederían enormemente los beneficios de alcanzarlo, si es que alcanzarlo fuera posible. En su libro An End to Evil [El fin del mal], David Frum y Richard Perle insisten en que "no hay término medio" y que "los estadounidenses no están luchando contra este mal para minimizarlo o dominarlo". La elección, dicen, se reduce a "victoria u holocausto". Pensar en esos términos probablemente conduciría a Estados Unidos a una serie de guerras, abusos y reacciones excesivas con mayores posibilidades de perpetuar la guerra contra el terrorismo que de llevarla a un final exitoso.

Estados Unidos y sus aliados ganarán la guerra sólo si luchan de la manera correcta -- con el mismo tipo de paciencia, fortaleza y determinación que les ayudó a ganar la Guerra Fría y con políticas concebidas para proporcionar esperanzas y sueños alternativos a los enemigos potenciales -- . La guerra contra el terrorismo terminará con el desplome de la violenta ideología que la originó -- cuando los seguidores potenciales de la causa de Bin Laden lleguen a considerarla como un fracaso, cuando se vuelvan en contra de ella y adopten otros objetivos y otros medios -- . En su momento, el comunismo también parecía vibrante y atractivo para millones de personas en todo el mundo, pero con el tiempo llegó a ser visto como un fracaso. Así como los sucesores de Lenin y Stalin en el Kremlin a mediados de los ochenta finalmente se dieron cuenta de que nunca lograrían sus objetivos si no cambiaban de rumbo de manera radical, no es muy descabellado imaginar a los sucesores de Bin Laden y Zawahiri reflexionando sobre los fracasos de su movimiento y llegando a la misma conclusión. La ideología no habrá sido destruida por el poderío militar estadounidense, pero sus adeptos habrán decidido que la vía que eligieron nunca podría haberlos conducido a donde querían llegar. Como el comunismo hoy, el islamismo extremista tendrá en el futuro unos cuantos simpatizantes aquí y allá. Pero como ideología organizada capaz de apoderarse de Estados o de inspirar a un gran número de personas, será efectivamente desmantelado, desacreditado y desechado. Y como la de Lenin, la ideología violenta de Bin Laden terminará en el montón de cenizas de la historia.

Cómo sería la victoria

El mundo posterior a la guerra contra el terrorismo tendrá varias otras características. Todavía podrán existir organizaciones más pequeñas y descoordinadas capaces de realizar ataques limitados; no así la organización global de Al Qaeda, que fue capaz de infligir tal destrucción el 11 de septiembre de 2001. Sus principales cabecillas habrán sido asesinados o capturados, sus refugios destruidos, sus fuentes financieras bloqueadas, sus comunicaciones interrumpidas y, lo más importante, sus partidarios persuadidos a buscar otros modos de lograr sus objetivos. No se acabará con el terrorismo, pero sí con su patrocinador central y ejecutor más peligroso.

Después de la guerra contra el terrorismo, la sociedad estadounidense estará mejor capacitada para privar a los terroristas restantes de alcanzar su objetivo primario: el terror. Persistirá el riesgo de ataque, pero si se da uno, no conducirá a una revolución de la política exterior, un desgaste del respeto a los derechos humanos o al derecho internacional, o la restricción de las libertades civiles. Como en otras sociedades que han enfrentado al terrorismo (el modelo es el Reino Unido en su prolongada lucha contra el Ejército Republicano Irlandés), la vida continuará y la gente atenderá sus asuntos cotidianos sin miedo desmesurado. Los terroristas verán que el resultado de cualquier ataque que realicen no será la reacción excesiva que intentaron provocar, sino, más bien, la negación estoica de su capacidad para arrancar una respuesta contraproducente. Llevados bajo la jurisdicción del sistema legal de Estados Unidos y encerrados durante años después del debido proceso legal, se les considerará como los criminales despiadados que son y no como los valientes soldados que pretenden ser. Con el paso del tiempo, el riesgo de ataques terroristas disminuirá aún más porque ya no estarán persiguiendo el objetivo que se proponían.

Después de la guerra contra el terrorismo, las prioridades del país volverán al equilibrio. La prevención del terrorismo seguirá siendo un objetivo importante, pero ya no será el principal impulsor de la política exterior estadounidense. Tomará su lugar sólo como una de entre varias preocupaciones, junto a la asistencia médica, el medio ambiente, la educación, la economía. Los presupuestos, los discursos, las elecciones y las políticas ya no girarán en torno a la guerra contra el terrorismo con la exclusión de otros temas críticos de los cuales depende el bienestar nacional.

Ese mundo está muy lejano. El estancamiento político y económico en Medio Oriente, la guerra en Irak, el conflicto árabe-israelí y otras luchas desde Cachemira hasta Chechenia siguen provocando la frustración y la humillación que causan el terrorismo, y con las condiciones adecuadas sólo hace falta un pequeño número de extremistas para constituir una amenaza grave. Pero aunque el final de la guerra contra el terrorismo no llegue mañana, ya pueden vislumbrarse las vías que podrán conducir a él. La destrucción de la organización de Al Qaeda, por ejemplo, está en curso, y con la determinación y las políticas correctas puede concretarse. Bin Laden y Zawahiri viven hoy como fugitivos en cuevas, y no como residentes o como comandantes militares en recintos en Afganistán. Otros cabecillas de Al Qaeda han sido asesinados o capturados, y la capacidad de la organización para comunicarse en forma global y financiar importantes operaciones se ha reducido de manera significativa. Al Qaeda intenta reconstruirse a lo largo de la frontera afgano-paquistaní, pero como gran parte del mundo -- ahora incluidos también los gobiernos de Afganistán y Pakistán -- comparte el interés en la eliminación del grupo, tendrá grandes dificultades para convertirse una vez más en la empresa terrorista global que fue capaz de tomar por sorpresa a Estados Unidos el 11-S.

También se observan indicios de una dura reacción musulmana contra el uso de la violencia injustificada por parte de Al Qaeda como herramienta política -- exactamente el tipo de desarrollo que será crítico en el esfuerzo de largo plazo para desacreditar al movimiento de la jihad -- . Tras los ataques suicidas de Al Qaeda en dos hoteles de Jordania en noviembre de 2005 -- en los cuales mataron a 60 civiles, entre ellos 38 que asistían a una boda -- , una gran multitud de jordanos salió a las calles a protestar. Encuestas de opinión pública posteriores al suceso mostraron que la proporción de jordanos encuestados que creía que la violencia contra objetivos civiles para defender el Islam nunca tendrá justificación saltó de 11 a 43%, mientras que la de quienes expresaron mucha confianza en que Bin Laden "hizo lo correcto" cayó de 25% a menos de 1%. Se han producido reacciones similares de los musulmanes tras los ataques de Al Qaeda en Egipto, Indonesia, Pakistán y Arabia Saudita. En la provincia de Anbar, en Irak, también hay señales de que los lugareños se están hartando de los terroristas islamistas y de que se están volviendo en su contra. Las tribus sunnitas de esa región que en otro tiempo lucharon contra las tropas estadounidenses hoy han unido fuerzas con Estados Unidos para desafiar a los militantes terroristas. Las tribus que en otro tiempo recibieron con beneplácito el apoyo de Al Qaeda en la insurgencia contra las fuerzas estadounidenses hoy libran una batalla contra la organización terrorista con miles de combatientes y un importante respaldo local. Es por ello que Marc Sageman, psiquiatra forense y ex agente de la fiscalía de la CIA, quien ha estudiado los movimientos terroristas islamistas, sostiene que el apoyo a los jihadistas terminará desgastándose como sucedió con grupos terroristas anteriores, como los anarquistas de la Europa del siglo XIX. En el largo plazo, afirma Sageman, "los militantes continuarán traspasando los límites y cometiendo más atrocidades hasta el punto de que la ilusión ya no será atractiva para los jóvenes". Peter Bergen, especialista en terrorismo, cree que la violencia que mata a otros musulmanes acabará siendo el talón de Aquiles de Al Qaeda. Asesinar musulmanes, sostiene, es "un problema doble para Al Qaeda, ya que el Corán prohíbe matar tanto civiles como correligionarios musulmanes". Luego de los ataques del 11-S, amplios sectores de la ciudadanía y los medios de comunicación árabes expresaron sus condolencias por las víctimas, y clérigos prominentes (entre ellos Yusuf al-Qadarawi, un agitador islamista que tiene un gran auditorio en la televisión satelital) emitieron fatwas [pronunciamientos legales en el Islam] que condenaban los ataques como algo contrario al Islam y exigían la aprehensión y el castigo de los perpetradores. Ese tipo de reacción ocurrirá si el terrorismo islamista ha de desacreditarse y desecharse... cosa que sucederá cuando los terroristas se extralimiten y fallen.

El islamismo fundamentalista tiene también escasas perspectivas de largo plazo como ideología política más amplia. En efecto, lejos de representar un sistema político proclive a atraer un número cada vez mayor de simpatizantes, el islamismo fundamentalista ha fracasado en todas partes donde se ha intentado. En Afganistán bajo los talibanes, en Irán bajo los mullahs, en Sudán bajo el Frente Nacional Islámico, diversas versiones de la norma islamista han producido el fracaso económico y el descontento popular. En efecto, el Talibán y los clérigos iraníes son tal vez responsables de crear dos de las poblaciones que en el Gran Medio Oriente son más afines a Estados Unidos. Sondeos de opinión muestran que incluso hay menos apoyo a la clase de gobierno islámico fundamentalista propuesto por Bin Laden. "A mucha gente le gustaría que Bin Laden [...] hiciera daño a Estados Unidos", dice el politólogo y encuestador Shibley Telhami, "pero no quiere que Bin Laden gobierne a sus hijos". Al preguntar en la encuesta de Telhami con qué faceta de Al Qaeda, de haberla, simpatizarían, 33% de los musulmanes encuestados dijo que con ninguna, 33% manifestó que con su enfrentamiento con Estados Unidos, 14% respondió que con su apoyo a causas musulmanas como el movimiento palestino, 11% declaró que con sus métodos de operar, y sólo 7% dijo que con sus esfuerzos por crear un Estado islámico. El islamismo fundamentalista aún no llega a su fin y no puede esperarse que lo haga en menos de una generación. El comunismo, después de todo, fue un competidor serio para el Occidente capitalista por más de un siglo y sobrevivió en la Unión Soviética durante más de 70 años, incluso después de que sus fallas se hicieran evidentes para aquellos que alguna vez lo abrazaron. A la larga, es probable que el islamismo fundamentalista sufra un destino igual de lento pero indiscutible.

Por último, hay buenas razones para creer que las fuerzas de la globalización y la comunicación que se han desatado al cambiar la tecnología acabarán produciendo un cambio positivo en Medio Oriente. Esto será especialmente cierto si se realiza una promoción exitosa del desarrollo económico en la región, lo cual produciría las clases medias que en otras partes del mundo han sido las impulsoras de la democratización. Incluso si no hay cambios económicos rápidos, el entorno mediático cada vez más abierto creado por internet y otras tecnologías de la comunicación será un poderoso agente del cambio. Aunque sólo alrededor de 10% de los hogares en el mundo árabe tiene acceso a internet, ese porcentaje crece con rapidez, y ya se ha quintuplicado desde el año 2000; incluso en Arabia Saudita, una de las sociedades más cerradas y conservadoras del mundo, hay más de 2,000 bloggers.

Estaciones de noticias por cable, como la independiente Al Jazeera, con sede en Qatar, y Al Arabiya, en Dubai, llegan a decenas de millones de hogares en todo el mundo árabe, a menudo con información o perspectivas que los gobiernos represivos de la región prefieren no escuchar. Según Marc Lynch, experto en medios de comunicación árabes, "la idea tradicional de que los medios árabes simplemente repiten como loros la línea oficial del día ya no se sostiene. Al Jazeera ha enfurecido prácticamente a cada gobierno árabe en una y otra ocasión, y su programación permite la crítica y hasta la burla. Los comentaristas suelen desestimar a los regímenes árabes existentes por inútiles, egoístas, débiles, inclinados a las componendas, corruptos y cosas aún peores". Lynch hace notar que un programa de entrevistas de Al Jazeera abordó el tema "¿Los regímenes árabes de hoy se han vuelto peores que el colonialismo?" El presentador, uno de los invitados y 76% de los oyentes que llamaron respondieron que sí, "señalando [así] el grado de frustración y cólera contra sí mismos, que constituye una apertura para el cambio progresivo".

Es poco probable que ese tipo de cambio progresivo ocurra en el futuro cercano, y es cierto que los autócratas de la región parecen más decididos que nunca a prevenirlo. Pero incluso si la prioridad de los mandatarios de Medio Oriente sigue siendo la misma -- conservar el poder -- , en algún momento se hará evidente que el único modo de mantenerse en él es mediante el cambio. La siguiente generación de gobernantes en Arabia Saudita, Egipto, Irán, Pakistán y Siria podría concluir que, a falta de cambios, sus regímenes caerán en el fundamentalismo o sus países serán superados por rivales regionales. En la actualidad no parece haber ningún Gorbachov en el horizonte, pero así sucedió también en la Unión Soviética aún en 1984. Los dos predecesores inmediatos de Gorbachov, Yuri Andropov y Konstantin Chernenko, no parecían ser los precursores del cambio radical cuando estuvieron en el Kremlin, pero eso es exactamente lo que fueron. Un nuevo líder de un importante país árabe, dinámico y con determinación, que abra el espacio político y adopte una reforma económica puede favorecer -- con tal de que ofrezca prosperidad, respeto y oportunidades a sus ciudadanos, hombres y mujeres -- la lucha contra el terrorismo más que cualquier otra cosa que pueda hacer Estados Unidos.

La guerra correcta

Este tipo de victoria en la guerra contra el terrorismo puede que no llegue en el corto plazo. En el calendario de la Guerra Fría, que empezó en 1947, el sexto aniversario del 11-S nos sitúa en 1953... décadas antes de su desenlace y con muchos reveses, tragedias, errores y riesgos aún por venir. La idea de imaginar el final de la guerra contra el terrorismo no radica en sugerir que es inminente, sino en mantener los objetivos correctos en mente, para que los líderes puedan adoptar las políticas más adecuadas para lograrlos. Si caen presos de la ilusión de que ésta es la Tercera Guerra Mundial -- y que puede ganarse como una guerra tradicional -- , se arriesgan a perpetuar el conflicto. Incluso si los estadounidenses estuvieran preparados, como en la Segunda Guerra Mundial, para movilizar a 16 millones de soldados, restablecer el marco de reclutamiento, gastar 40% del PIB en defensa, e invadir y ocupar varios países grandes, tal esfuerzo probablemente acabaría creando más terroristas y alimentando el odio que los sostiene. Ello unificaría a los enemigos de Estados Unidos, despilfarraría sus recursos y socavaría los valores que constituyen una herramienta central en la lucha. Sin duda, la experiencia estadounidense en Irak hace pensar en los peligros de intentar ganar la guerra contra el terrorismo mediante la aplicación de la fuerza bruta militar.

Si, por otra parte, los estadounidenses aceptan que la victoria en la guerra contra el terrorismo llegará sólo cuando la ideología que combaten pierda apoyo y cuando sus simpatizantes potenciales vean que hay alternativas viables, entonces Estados Unidos tendrá que adoptar un rumbo muy distinto. No reaccionaría de manera excesiva ante las amenazas, sino que demostraría confianza en sus valores y su sociedad -- así como la determinación de preservarlos -- . Actuaría en forma contundente para restablecer su autoridad moral y el atractivo de su sociedad, tan dañados en los últimos años. Reforzaría sus defensas contra la amenaza terrorista a la vez que reconocería que una política creada para prevenir cualquier ataque concebible hará más daño que una política que, retadoramente se niegue a permitir que los terroristas cambien su estilo de vida. Ampliaría sus esfuerzos para promover la educación y el cambio político y económico en Medio Oriente, lo que a la larga ayudaría a esa región a vencer la desesperación y la humillación que alimentan a la amenaza terrorista. Emprendería un programa de primer orden para sacudirse la necesidad de petróleo importado, liberándolo de la dependencia que restringe su política exterior y obligando a las autocracias árabes que dependen del petróleo a diversificar sus economías, a distribuir su riqueza más equitativamente y a crear empleos para sus ciudadanos. Buscaría poner fin a la numerosa presencia militar estadounidense en Irak, que se ha convertido más en un dispositivo de reclutamiento para Al Qaeda que en un instrumento útil en la guerra contra el terrorismo. Dejaría de simular que el conflicto entre Israel y sus vecinos no tiene nada que ver con el problema del terrorismo y lanzaría una ofensiva diplomática concebida para llegar al fin de un conflicto que es una fuente clave del resentimiento que motiva a muchos terroristas. Tomaría en serio las opiniones de sus aliados potenciales, reconocería sus intereses legítimos y buscaría obtener su respaldo y cooperación para enfrentar la amenaza común.

Si Estados Unidos hiciera todo eso, sus habitantes tendrían buenas razones para confiar en que, a la larga, prevalecerán. En definitiva, el islamismo extremista no es una ideología con posibilidades de ganar apoyo duradero. El terrorismo no es una estrategia con la que los musulmanes quisieran estar asociados para siempre, y al final creará una reacción violenta dentro de las sociedades musulmanas. Con tiempo y experiencia -- y si Estados Unidos y sus aliados toman las decisiones correctas -- los propios musulmanes se volverán en contra de los extremistas que están entre ellos. En algún lugar del mundo musulmán, en algún momento posiblemente más próximo de lo que muchos adviertan, surgirán unos nuevos Lech Walesa, Václav Havel y Andrei Sakharov para arrebatar el futuro de su pueblo a quienes lo han secuestrado. Intentarán colocar a su civilización en la vía hacia la restauración de la gloria de su más grandiosa era -- cuando el mundo musulmán era una zona multicultural de tolerancia y avances intelectuales, artísticos y científicos -- . Los agentes del cambio podrían llegar desde arriba, como Gorbachov, quien aprovechó su posición en la cima de la jerarquía soviética para transformar a la Unión Soviética y poner fin a la Guerra Fría. O podrían levantarse desde abajo, como los manifestantes de 1989 en Budapest, Gdansk y Leipzig, quienes se rebelaron contra la tiranía y reclamaron su futuro. Si Estados Unidos es fuerte, inteligente y paciente, lo lograrán. Y ellos, no Occidente, transformarán su mundo... y el nuestro.