miércoles, 7 de mayo de 2008

ANTE UNA NUEVA GENERACIÓN DE DESAFÍOS GLOBALES


Mitt Romney

División en Washington

Menos de seis años después del 11-S, Washington se encuentra tan dividido y en conflicto en materia de política exterior como nunca antes en los últimos 50 años. Una vez el senador Arthur Vandenberg pronunció una declaración que se hizo célebre: "La política [interna] se detiene en la orilla del agua"; hoy, el presidente del Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de Representantes declara que nuestros principales partidos políticos deberían emprender dos políticas exteriores distintas. El Senado confirmó por unanimidad al general David Petraeus, quien prometió aplicar una nueva estrategia como comandante de las fuerzas estadounidenses en Irak. Sin embargo, pocas semanas después el Senado comenzó a elaborar una ley diseñada específicamente para detener esa nueva estrategia. En un sentido más amplio, se han trazado líneas entre los llamados "realistas" y los llamados "neoconservadores". Pero estos términos significan poco cuando hasta el neoconservador más comprometido reconoce que cualquier política exitosa debe basarse en la realidad e incluso el realista más empedernido admite que gran parte del poderío y la influencia de Estados Unidos proviene de sus valores e ideales.

En medio de tales divisiones, el pueblo estadounidense -- y muchos otros en el mundo -- abrigan dudas cada vez mayores sobre la dirección y el papel de Estados Unidos en el orbe. De hecho, parece que la preocupación por la división en Washington y su capacidad de enfrentar los desafíos de hoy es algo que nos une a todos. Necesitamos nuevas ideas sobre política exterior y una estrategia integral que pueda unir al país y sus aliados, no en torno a un bando político particular o a una escuela de política exterior, sino a un entendimiento común de la forma de enfrentar una nueva generación de desafíos.

Legado de liderazgo de una generación

Los desafíos de hoy son desalentadores. Entre ellos se cuentan el conflicto en Irak, el resurgimiento del Talibán y las redes terroristas globales, que se vuelven más peligrosos con la amenaza de la proliferación nuclear. Aun cuando los dirigentes de Irán no cesan en su búsqueda de armas nucleares y profieren amenazas genocidas contra Israel, el mundo permanece en gran medida en silencio, incapaz de acordar sanciones efectivas pese a que el peligro crece día a día. El genocidio hace estragos en Darfur mientras el mundo no hace nada al respecto. En América Latina, mandatarios como el presidente venezolano Hugo Chávez buscan revertir la propagación de la libertad y volver a las políticas autoritarias fallidas. El sida y nuevas pandemias potenciales nos amenazan en el mundo interconectado. El ascenso económico de China y otros países en toda Asia plantea un reto diferente. Es fácil entender por qué los estadounidenses -- y muchos otros en todo el del mundo -- sienten tanta inquietud e incertidumbre. Sin embargo, aunque hoy enfrentamos asuntos diferentes en lo esencial, Estados Unidos tiene una historia de estar a la altura de enfrentar desafíos aun mayores. De hecho, no necesitamos remontarnos a la historia antigua, sino sólo al valor y la determinación de nuestros padres y abuelos para percibir un agudo contraste con la confusión y las luchas internas del Washington actual. Hace apenas unos 60 años, estábamos en medio de una guerra global que cobraría decenas de millones de vidas. El resultado distaba de ser seguro. El general Dwight Eisenhower redactó una nota breve antes de los desembarcos del día D en Normandía, en la que aceptaba plena responsabilidad "en caso de fracasar".

La invasión no fracasó. Sin embargo, acabábamos de derrotar al fascismo cuando nos embarcamos en una lucha de 50 años contra el comunismo. Aquellos a quienes el periodista Tom Brokaw evocó como la "generación más grande" tomaron las difíciles decisiones que nos permitieron prevalecer en esas luchas. Y no sólo nuestros líderes de Washington, que fueron decisivos. En la década de 1940, los estadounidenses racionaron el consumo y ahorraron, y madres e hijas se alistaron para trabajar en las fábricas. Junto con los soldados rasos que volvían del frente, construyeron la prosperidad de este país y alimentaron un sentido de optimismo. En las décadas de 1960, 1970 y 1980, los estadounidenses buscaron el conocimiento y la innovación para liderar al mundo en el espacio, la tecnología y la productividad, y vencieron en la competencia a los soviéticos y los llevaron a una bancarrota económica que igualó su quiebra moral.

En los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial y con el advenimiento de la Guerra Fría, miembros de la "generación más grande" unieron a Estados Unidos y al mundo libre en torno de valores y acciones compartidos que cambiaron el curso de la historia. Unificaron los esfuerzos militares y de seguridad del país, creando el Departamento de Defensa y el Consejo de Seguridad Nacional. Replantearon los enfoques estadounidenses respecto del mundo, construyendo la Agencia de Desarrollo Internacional, la Oficina del Representante Comercial y el Cuerpo de Paz. Forjaron alianzas, como la OTAN, que magnificaron el poder de la libertad y crearon un sistema de comercio mundial que contribuyó a lanzar la mayor expansión de libertad económica y política y de desarrollo en la historia. Los tiempos actuales demandan un liderazgo igualmente audaz y un renovado sentido del servicio y del sacrificio compartido entre los estadounidenses y nuestros aliados en todo el mundo.

Una nueva generación de desafíos

Hoy, la atención de la nación se concentra en Irak. Todos los estadounidenses queremos que nuestras tropas estén de vuelta lo antes posible. Pero salir ahora, o dividir a Irak en partes y salir después, presentaría graves riesgos para Estados Unidos y el mundo. Irán podría apoderarse del sur chiíta, Al Qaeda podría dominar el oeste sunnita y el nacionalismo kurdo podría desestabilizar la frontera con Turquía. Podría sobrevenir un conflicto regional, que tal vez obligara a un retorno de las tropas estadounidenses en circunstancias aun peores. No existen garantías de que la nueva estrategia adoptada por el general Petraeus tenga éxito, pero hay demasiado en juego y los efectos potenciales son demasiado grandes como para negar a nuestros jefes militares y a nuestras tropas en el terreno los recursos y el tiempo necesarios para dar [a esa estrategia] la oportunidad de lograr sus objetivos.

Hay muchos que todavía no entienden el alcance de la amenaza planteada por el Islam radical, específicamente por los extremistas que promueven la jihad violenta contra Estados Unidos y contra los valores universales que los estadounidenses defendemos. Resulta comprensible que la nación tienda a concentrarse en Afganistán e Irak, donde están muriendo hombres y mujeres estadounidenses. Pensamos en términos de países porque en los grandes conflictos del siglo pasado nuestros enemigos eran países. En gran medida y con cortedad de miras, el debate legislativo en Washington se ha centrado en si las tropas en Irak deben reubicarse en Afganistán, como si se tratara de asuntos separados.

Sin embargo, la jihad es mucho más amplia que cualquier nación o incluso que varias naciones. Es más amplia que los conflictos en Afganistán e Irak, o el que existe entre israelíes y palestinos. El Islam radical tiene un objetivo: remplazar todos los Estados islámicos modernos con un califato mundial, destruir a Estados Unidos y convertir a todos los infieles, si es necesario por la fuerza, al Islam. Este plan parece irracional, y lo es. Pero no es más irracional que las políticas seguidas por la Alemania nazi en las décadas de 1930 y 1940 y por la Unión Soviética de Stalin durante la Guerra Fría. Y la amenaza es igual de cierta.

En el conflicto actual, el equilibrio de fuerzas no es ni de lejos tan cerrado como durante los primeros días de la Segunda Guerra Mundial y en momentos críticos de la Guerra Fría. No existe comparación entre los recursos económicos, diplomáticos, tecnológicos y militares del mundo civilizado de hoy y los de las organizaciones y Estados terroristas que lo amenazan. Tal vez lo más importante es la increíble imaginación del pueblo estadounidense y sus inauditos conocimientos, inventiva y dedicación. Pero las amenazas de hoy difieren en lo esencial de las que nos acostumbramos a enfrentar durante la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría. Nuestros enemigos de hoy tienen células clandestinas infiltradas en vez de ejércitos. Se valen del terrorismo indiscriminado en vez de tanques. Entre sus soldados, al igual que entre sus víctimas, hay niños. Entre sus generales se cuentan clérigos radicales. Se comunican por internet. Reclutan combatientes en escuelas, casas de culto y prisiones. Buscan tener armas nucleares, no para la disuasión estratégica, sino como instrumento ofensivo de terror.

La amenaza jihadista es el desafío distintivo de nuestra generación y sintomático de una gama de nuevas realidades globales. Es casi un lugar común hablar de lo mucho que el mundo ha cambiado desde el 11-S. Nuestro presidente encabezó una espectacular respuesta a los sucesos de ese día y ha emprendido medidas para proteger la patria. Sin embargo, si uno mira nuestros instrumentos de poder nacional, lo sorprendente no es cuánto ha cambiado desde entonces, sino cuán poco. Mientras libramos guerras en Afganistán e Irak, el número de soldados y nuestra inversión en las fuerzas armadas en proporción al PIB se mantienen más bajo que en cualquier época de gran conflicto desde la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días. Décadas después de que los impactos petroleros de la década de 1970 destacaran la vulnerabilidad estadounidense, seguimos siendo peligrosamente dependientes del petróleo extranjero. Muchos de nuestros instrumentos de seguridad nacional fueron creados no sólo antes de que la mayoría de los estadounidenses tuvieran acceso a internet y los teléfonos celulares, sino incluso antes de que contaran con televisores. Son bien conocidas nuestras dificultades en Irak y Afganistán, junto con las inquietantes carencias en nuestros servicios de inteligencia. Un número cada vez mayor de expertos se preguntan si tenemos las capacidades necesarias para enfrentar diversos desafíos transnacionales, que van desde enfermedades pandémicas hasta el terrorismo internacional. Y mientras la ONU se ha quedado impotente de cara al genocidio en Sudán y ha sido incapaz de enfrentar la precipitada carrera de Irán para construir peligrosas capacidades nucleares, hemos hecho poco más que rebuscar alianzas internacionales e instituciones anticuadas.

Si bien la difícil lucha en Irak domina el debate político, no podemos dejar que las encuestas y la dinámica política de la actualidad nos lleven a repetir errores cometidos en momentos críticos de duda e incertidumbre sobre nuestro papel en el mundo. Dos veces en las últimas décadas, después de nuestra participación militar en Vietnam y al final de la Guerra Fría, en la década de 1990, Estados Unidos, peligrosamente, no estaba preparado. Hoy, entre nuestros retos principales figuran un régimen iraní y una red de Al Qaeda que se desarrollaron cuando estábamos con la guardia baja. Independientemente de que el actual "incremento" en el número de soldados en Irak tenga o no éxito, es necesario que Estados Unidos y nuestros aliados estén preparados para hacer frente no sólo a la lucha contra los jihadistas, sino a una nueva generación de desafíos que se extienden mucho más allá de un solo país o de un solo conflicto.

Necesitamos un debate sincero sobre qué políticas y qué sacrificios garantizarán un Estados Unidos más fuerte y un mundo más seguro. Siendo presidente, Ronald Reagan alguna vez observó: "Durante mi vida ha habido cuatro guerras. Ninguna ocurrió porque Estados Unidos fuera demasiado fuerte". Un Estados Unidos fuerte requiere fortaleza militar y económica. Y necesitamos adoptar mayores medidas para conservar nuestra fuerza y construir un mundo seguro, con paz, prosperidad, libertad y dignidad. Hacerlo será controvertido, y habrá resistencia porque requerirá cambios notables en las instituciones y enfoques de la Guerra Fría. La Guerra Fría terminó, y ya no existe el mundo para el cual se crearon muchas de nuestras capacidades y alianzas actuales. No podemos permanecer anclados en el pasado.

El cambio es difícil en sí y por sí. Y sobre todo es difícil hacer acopio de la voluntad necesaria para tomar un nuevo rumbo en ausencia de una crisis clara y convincente. Miremos cuánto tiempo le llevó al gobierno estadounidense enfrentar la realidad del jihadismo. Los extremistas atacaron con bombas a nuestros infantes de Marina en Líbano. Lanzaron bombas a nuestras embajadas en África Oriental. Bombardearon al U.S.S. Cole. Incluso detonaron una bomba en el sótano del World Trade Center antes de que en verdad viéramos la amenaza que representaban.

El cambio requerirá los sacrificios del pueblo estadounidense. Pero creo que el país está listo para el reto. Para enfrentarlo, necesitamos concentrarnos en cuatro pilares fundamentales de acción.

Construir la fortaleza militar y económica estadounidense

En primer lugar, necesitamos incrementar nuestra inversión en defensa nacional. Esto significa añadir al menos 100,000 soldados y hacer la tan aplazada inversión en equipo, armamento, sistemas de armas y defensa estratégica. La necesidad de apoyar a nuestras tropas se repite en Washington como un mantra. Sin embargo, poco se ha dicho de la asignación de recursos necesarios para que signifique algo más que una frase hueca.

Después de que el ex presidente George H.W. Bush salió del cargo, en 1993, el gobierno de Clinton comenzó a desmantelar las fuerzas armadas, aprovechando lo que se ha llamado un "dividendo de paz" derivado del final de la Guerra Fría. Tomó el dividendo, pero no logramos la paz. Parece que nuestros gobernantes habían llegado a creer que la guerra y las amenazas a la seguridad se habían ido para siempre; como observó Charles Krauthammer, tomamos vacaciones de la historia. Entre tanto, perdimos unos 500,000 elementos militares y alrededor de 50,000 millones de dólares anuales en gasto militar. El ejército estadounidense perdió cuatro divisiones activas y dos de reserva. La armada perdió casi 80 buques. La fuerza aérea vio disminuir en 30% su personal activo. El personal de infantería de Marina se redujo en 22,000 efectivos.

Y adquirimos sólo una pequeña fracción del equipo necesario para mantener nuestra fuerza, agotando los activos comprados en décadas anteriores. El desfase en equipo y armamento continúa hasta hoy. Aun cuando hemos incrementado el gasto en defensa para enfrentar los desafíos en Irak y Afganistán, nuestros presupuestos para suministro y modernización se han rezagado. Es un escenario problemático para el futuro, y pone en peligro al país y a las tropas -- presentes y futuras -- mientras agotamos el equipo viejo e inadecuado.

El gobierno de Bush ha propuesto un aumento en el gasto de defensa para el año próximo. Es un primer paso importante, pero vamos a necesitar por lo menos entre 30,000 y 40,000 millones de dólares adicionales cada año durante varios de los próximos años para modernizar nuestras fuerzas armadas, llenar los vacíos en número de soldados, aligerar la carga de nuestra Guardia Nacional y las Reservas, y apoyar a nuestros soldados heridos. Al observar el gasto militar en el tiempo, en proporción al PIB, se obtiene una perspectiva interesante. Durante la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos hizo enormes sacrificios, invirtiendo más de la tercera parte de su actividad económica en librar la guerra. A medida que enfrentamos a diferentes enemigos, como en Corea, nuestra inversión en defensa respondió en consecuencia. Desde entonces, de manera lenta pero segura, ésta ha disminuido en forma significativa. El aumento en tiempos del ex presidente Reagan permitió alcanzar 6% del PIB en 1986 y contribuyó a restaurar nuestra posición contra la Unión Soviética. En cambio, en los años de Clinton el gasto en defensa se redujo peligrosamente. En fechas más recientes, si bien se ha incrementado, menos de 4% de nuestro PIB se ha dedicado al gasto básico en defensa. Estas altas y bajas derivadas de la dinámica política han aumentado los costos y la incertidumbre de que nuestras fuerzas armadas estén en condiciones de responder a los desafíos.

El próximo presidente debe comprometerse a gastar un mínimo de 4% del PIB en la defensa nacional. Sin embargo, aumento del gasto no significa aumento del dispendio. Un equipo de dirigentes del sector privado y expertos en defensa debe llevar a cabo un análisis de las adquisiciones militares, rubro por rubro. Es necesario escrutar a fondo las cuentas para eliminar los cargos excesivos de contratistas y proveedores y prevenir tratos sobre equipo y programas que contribuyen más a la popularidad de los políticos en sus distritos de origen que a la protección de la nación. El Congreso necesita fijar reglas de cabildeo más estrictas y mantener una mayor supervisión sobre los políticos tanto del presente como del pasado que sólo ven por sus intereses en estos asuntos.

La fortaleza de Estados Unidos va más allá de su capacidad militar. De hecho, una nación no puede mantenerse como superpotencia militar con una economía de segunda. La debilidad de la economía soviética era una vulnerabilidad que explotó el ex presidente Reagan. Nuestra capacidad de influir en el mundo también depende vitalmente de nuestra capacidad para mantener nuestro liderazgo económico mediante políticas como un gobierno más reducido, menores impuestos, mejores escuelas y atención a la salud, mayor inversión en tecnología y promoción del libre comercio, y a la vez mantener la fortaleza de las familias, los valores y el liderazgo moral de Estados Unidos.

Independencia energética

En segundo lugar, Estados Unidos debe alcanzar la independencia energética. Esto no significa dejar de importar o usar petróleo. Significa garantizar que el futuro de nuestro país esté siempre en nuestras manos. Nuestras decisiones y nuestro destino no se pueden atar a los caprichos de los Estados productores de petróleo.

Usamos alrededor de 25% de la oferta mundial de petróleo para impulsar nuestra economía, pero según el Departamento de Energía poseemos sólo 1.7% de las reservas mundiales de crudo. Nuestra fortaleza militar y económica depende de que alcancemos la independencia energética, dejando atrás las medidas simbólicas para producir en verdad tanta energía como la que consumimos. Esto puede llevar 20 años o más, y, desde luego, continuaríamos comprando combustible después de ese plazo. Sin embargo, pondríamos fin a nuestra vulnerabilidad estratégica ante cortes de suministro petrolero de parte de naciones como Irán, Rusia y Venezuela, y dejaríamos de enviar casi 1,000 millones de dólares al día a otros países productores de petróleo, algunos de los cuales usan el dinero en contra nuestra. (Al mismo tiempo, bien podríamos ser capaces de controlar nuestras emisiones de gases de invernadero.)

La independencia energética requerirá tecnología que nos permita utilizar la energía con mayor eficiencia en nuestros automóviles, casas y negocios. También significará incrementar nuestra producción nacional de energía con mayor perforación en la zona costera y en el Refugio Nacional de la Vida Silvestre del Ártico, más energía nuclear, más fuentes de energía renovables, más etanol, más biodiesel, más energía eólica y solar, y una explotación más plena del carbón. Es probable que se necesiten inversiones conjuntas o incentivos para desarrollar fuentes de energía adicionales y alternativas.

Necesitamos emprender una iniciativa de investigación audaz y de largo alcance -- una revolución energética -- que sea el equivalente en nuestra generación al Proyecto Manhattan o la misión a la Luna. Será una misión para crear nuevas fuentes económicas de energía limpia y formas limpias de usar los recursos con los que hoy contamos. Otorgaremos licencias a otros países sobre nuestra tecnología y, desde luego, la emplearemos en el país. Será bueno para nuestra defensa nacional, para nuestra política exterior y para nuestra economía. Además, aunque los científicos continúen debatiendo sobre cuánto afecta la actividad humana al medio ambiente, todos podemos coincidir en que las fuentes alternativas de energía resultarán buenas para el planeta. Por todas y cada una de estas razones, ha llegado la hora de la independencia energética.

Replanteamiento y reactivación de capacidades civiles

En tercer lugar, necesitamos transformar de manera drástica y fundamental nuestras capacidades civiles para promover la paz, la seguridad y la libertad en todo el mundo. Después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos creó capacidades y estructuras -- como el Consejo de Seguridad Nacional, el Departamento de Defensa y la Agencia para el Desarrollo Internacional -- para hacer frente a los desafíos de un mundo que era radicalmente diferente del de la década de 1930. En la era de Reagan, la Ley Goldwater-Nichols contribuyó a derribar fronteras burocráticas que socavaban nuestra eficacia militar, fomentó esfuerzos unificados en todos los servicios militares e instituyó "comandos conjuntos", con un hombre o mujer como comandante individual, plenamente responsable de todo lo que ocurría dentro de su región geográfica. Necesitamos el mismo nivel de replanteamiento y reforma drásticos que tuvieron lugar en esas coyunturas críticas.

Hoy no existe tal unidad entre nuestros recursos internacionales no militares. No existe un liderazgo claro ni una línea definida de autoridad. Muy a menudo, luchamos para integrar nuestros instrumentos no militares en operaciones coherentes, oportunas y eficaces. Por ejemplo, aun cuando enfrentamos la necesidad de fortalecer los fundamentos democráticos de un país como Líbano, nuestros recursos en educación, salud, banca, energía, comercio, aplicación de la ley y diplomacia están dispersos en burocracias separadas y bajo dirigencias separadas. En consecuencia, hemos tenido que quedarnos observando cómo Hezbollah ha llevado atención sanitaria y escuelas a zonas de Líbano. ¿Y adivinen a quién siguió el pueblo cuando se desató el conflicto entre Israel y Líbano el verano pasado? De forma similar, no debe sorprender la popularidad de Hamas en Gaza y Cisjordania dado que ese grupo ha provisto a los palestinos los servicios básicos que ni la comunidad internacional ni el gobierno palestino pudieron proporcionar.

El problema ha sido igual de evidente en Irak. En 2003, mientras las fuerzas armadas estadounidenses se movían ordenadamente y con rapidez para derrocar a Saddam Hussein, muchos de nuestros recursos no militares parecían atascados en alquitrán. Luego, mientras sufríamos bajas y gastábamos más de 7,000 millones de dólares al mes en la guerra, las autoridades civiles estadounidenses se peleaban sobre qué dependencia iba a pagar la provisión alimenticia de 11 dólares diarios a sus empleados. En respuesta a estos problemas, la Casa Blanca ha buscado dar a un solo individuo la autoridad de supervisar a todas las dependencias que operan en Irak y Afganistán. Sin embargo, persisten desafíos más amplios entre dependencias, que continúan obstruyendo nuestros esfuerzos no sólo en esas zonas, sino en todo el mundo.

Ya es hora de superar los actuales enfoques limitados que exigen una "transformación", y de transformar en verdad nuestras capacidades entre dependencias y civiles. Necesitamos cambiar en forma fundamental la cultura de nuestras dependencias civiles y crear enfoques dinámicos, flexibles y orientados a las tareas, que se concentren en los resultados, no en la burocracia. Necesitamos estrategias conjuntas y operaciones conjuntas que vayan más allá de la Ley Goldwater-Nichols para movilizar todas las áreas de nuestro poder nacional. Así como las fuerzas armadas han dividido el mundo en escenarios de guerra regionales para todas sus ramas, la labor de nuestras dependencias civiles debe organizarse según fronteras geográficas comunes. En cada región, un líder civil debe tener autoridad sobre todas las dependencias y departamentos pertinentes, y ser responsable de ellos, de manera similar al comandante militar único que encabeza el Comando Central de Estados Unidos. Estos nuevos líderes deben ser golpeadores pesados, con nombres que se reconozcan en todo el mundo. Deben tener independencia de objetivos, presupuesto y supervisión. Su desempeño debe evaluarse de acuerdo con su éxito en promover los intereses políticos, militares, diplomáticos y económicos del país en sus respectivas regiones y en construir los cimientos de la libertad, la democracia, la seguridad y la paz.

Revitalizar y fortalecer alianzas

Por último, necesitamos fortalecer antiguas alianzas y colaboraciones e inaugurar otras para enfrentar los retos del siglo XXI. La inactividad de muchas instituciones de la Guerra Fría, si no es que su fractura, ha hecho que muchos estadounidenses se vuelvan escépticos en torno al multilateralismo. Nada muestra con más claridad las fallas del actual sistema que el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, entidad que ha condenado nueve veces al gobierno democrático de Israel mientras se mantiene virtualmente callada ante las continuas violaciones a los derechos humanos cometidos por los gobiernos de Cuba, Corea del Norte, Irán, Myanmar y Sudán. A la vista de tal hipocresía, es comprensible que algunos estadounidenses se vean tentados a favorecer el unilateralismo. Pero tales fallas no ocultan el hecho de que la fortaleza de Estados Unidos se amplifica cuando se combina con la de otras naciones. Tanto en lo diplomático, en lo militar y lo económico, Estados Unidos es más fuerte cuando sus amigos se alinean con él.

En el mundo cambiante que enfrentamos, también nuestras alianzas y compromisos deben cambiar. Está claro que la ONU no ha sido capaz de cumplir su propósito fundacional de brindar seguridad colectiva contra la agresión y el genocidio. Por consiguiente, necesitamos seguir impulsando la reforma de esa organización. Sin embargo, donde las instituciones son incapaces de enfrentar una nueva generación de retos, Estados Unidos no tiene que hacerlo solo. En cambio, debemos examinar dónde se pueden fortalecer y revigorizar las alianzas existentes y dónde se necesita forjar alianzas nuevas. Estoy de acuerdo con el ex presidente español José María Aznar en que debemos seguir avanzando en la OTAN para derrotar al Islam radical. Necesitamos colaborar con nuestros aliados para seguir la recomendación de Aznar por una mayor coordinación en los esfuerzos militares, de seguridad interior y no proliferación nuclear.

Los desafíos que hoy enfrentamos -- en especial el terrorismo, el genocidio y la propagación de armas de destrucción masiva -- requieren redes globales de inteligencia y aplicación de la ley. También debemos buscar nuevas formas de fortalecer alianzas regionales de cooperación y seguridad con actores responsables, con el fin de enfrentar retos como el genocidio en Darfur. Y si el Consejo de Derechos Humanos de la ONU se mantiene inactivo o se comporta con hipocresía, debemos unirnos con naciones que compartan nuestro compromiso de defender los derechos humanos para promover el cambio.

En ninguna parte es nuestro liderazgo más importante ni se necesita con mayor urgencia que en el mundo islámico. Hoy, Medio Oriente enfrenta una crisis demográfica: más de la mitad de la población es menor de 22 años de edad, y el PIB de todas las naciones árabes juntas sigue siendo más bajo que el de España. El crecimiento demográfico y la falta de empleos crean un terreno fértil para el Islam radical. El Plan Marshall mostró nuestra plena convicción de que ganar la Guerra Fría dependería de mucho más que de la fuerza de nuestras instituciones armadas. La situación que enfrentamos hoy es drásticamente diferente de la que encaramos después de la Segunda Guerra Mundial; sin embargo, requiere la misma atención resolución y política que demostramos entonces. Hoy, miles de estadounidenses, como el ex senador Bill Frist, contribuyen a mitigar problemas en zonas vulnerables de África y Medio Oriente y muestran que somos un pueblo compasivo. Y otras personalidades que comparten este esfuerzo, como el músico Bono, han resaltado la necesidad de atender problemas distantes de nuestras fronteras en el mundo interconectado de hoy. Recientes esfuerzos del gobierno, como la Iniciativa de Asociación del Medio Oriente, la Iniciativa para el Gran Medio Oriente y el Norte de África del g-8 y el Foro para el Futuro, constituyen un principio, pero en ninguna parte han obtenido ni de lejos el grado de atención, recursos y compromiso necesario para atender problemas tan serios.

Si soy electo, uno de mis primeros actos como presidente sería convocar a una cumbre de Estados para abordar estos temas. Además de Estados Unidos, entre los países convocados estarían otros países desarrollados importantes y Estados musulmanes moderados. El objetivo de esa cumbre sería crear una estrategia mundial para apoyar a los musulmanes moderados en su esfuerzo por derrotar al Islam radical y violento. Vislumbro que la cumbre conduciría a la creación de una Sociedad para la Prosperidad y el Progreso, una coalición de Estados que recabaría recursos de los países desarrollados y los utilizaría para apoyar escuelas públicas (no madrasahs wahabitas), microcréditos y servicios bancarios, el estado de derecho, los derechos humanos, atención básica a la salud y políticas de libre mercado para modernizar a los Estados islámicos. Estos recursos provendrían de instituciones públicas y privadas, así como de voluntarios y organizaciones no gubernamentales.

Una parte crítica de este esfuerzo implicaría crear nuevas oportunidades comerciales y económicas para Medio Oriente que pudieran obrar como fuerzas poderosas, no sólo en lo económico, sino también para derribar las barreras a la cooperación aun en los problemas más arduos. Los países musulmanes que buscan acuerdos de libre comercio con Estados Unidos, por ejemplo, han desmantelado todos los aspectos del boicot de la Liga Árabe contra Israel. El poder del comercio para derribar barreras y construir vínculos también se ve en el programa de la Zona Industrial Calificada, que otorga concesiones estadounidenses de libre comercio a productos egipcios que incorporan materiales procedentes de Israel. Cuando se propuso inicialmente este programa, algunos funcionarios egipcios se opusieron, pues decían que el comercio con Israel provocaría protestas. Cuando se lanzó, sí que hubo protestas... de egipcios que fueron excluidos del programa y hubieran querido participar.

El Congreso debe dar al presidente la autoridad para avanzar en estos esfuerzos a fin de que podamos expandir e integrar nuestros acuerdos de libre comercio ya existentes en la región. Una parte crítica del resurgimiento económico y la paz de la Europa de Posguerra fue el apoyo de Estados Unidos a un mercado unificado y su compromiso en la creación de vínculos entre países. Hoy, debemos impulsar mayor integración y cooperación transfronteriza en Medio Oriente. Como hizo notar en fecha reciente un grupo de expertos del Proyecto Princeton sobre Seguridad Nacional: "La historia de Europa de 1945 en adelante nos dice que las instituciones pueden desempeñar un papel positivo en la construcción de un marco para la cooperación, encauzar los sentimientos nacionalistas en una dirección alentadora, y fomentar el desarrollo económico y la liberalización. Sin embargo, Medio Oriente es una de las regiones menos institucionalizadas del mundo".

Antes de 1945, pocos habrían pensado que los países de Europa, divididos y arrasados por la guerra, podrían lograr la estabilidad y el crecimiento económico que conocen hoy día. Algunos han propuesto crear en Medio Oriente un organismo regional inspirado en la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, que construiría la cooperación y alentaría reformas políticas, económicas y de seguridad e integración. La forma de institucionalizar tales esfuerzos es una cuestión que debemos abordar en conjunto con nuestros amigos de la región y nuestros principales aliados. Sin embargo, no podemos esperar para atacar este problema.

Cerrar los ojos y esperar que el jihadismo desaparezca no es una solución aceptable. La acción militar estadounidense por sí sola no puede cambiar los corazones y mentes de cientos de millones de musulmanes. A final de cuentas, sólo los propios musulmanes pueden derrotar a los radicales violentos. Pero debemos colaborar con ellos. Las consecuencias de eludir este desafío -- como que un actor islámico radicalizado posea armas nucleares -- son sencillamente inaceptables.

Hacia adelante

La nueva generación de desafíos que enfrentamos hoy puede parecer desalentadora. Sin embargo, enfrentar los desafíos siempre ha hecho más fuerte a Estados Unidos. La confusión y el pesimismo que prevalecen hoy en Washington de ninguna forma reflejan el legado de Estados Unidos ni sus fortalezas básicas. Creo que nuestra actual generación puede igualar el valor, la dedicación y la visión de "la generación más grande". En días recientes tuve el privilegio de pasar unos momentos con Shimon Peres, ex primer ministro de Israel. Alguien le preguntó por el conflicto en Irak, y dijo: "Es necesario poner esto en contexto. Estados Unidos es único en la historia del mundo. Durante el siglo pasado ha habido sólo una nación que ofrendó cientos de miles de vidas de sus propios hijos e hijas sin pedir nada a cambio". Explicó que en la historia del mundo, siempre que hubo una guerra, las naciones vencedoras se habían apoderado del territorio de las perdedoras. "Estados Unidos es único", añadió. "Ustedes no se apoderaran de ningún territorio de los alemanes ni de los japoneses. Sólo pidieron la tierra suficiente para sepultar a sus muertos."

Somos un país único, y no existe sustituto para nuestro liderazgo. Las dificultades que enfrentamos en Irak no deben hacernos perder la fe en la fortaleza de Estados Unidos y en su papel en el mundo, ni cerrar los ojos a los nuevos desafíos que enfrentamos. Nuestro futuro y el de las generaciones por venir dependen de nuestra decisión de ir más allá del divisionismo del Washington actual y unir a Estados Unidos y a nuestros aliados para enfrentar una nueva generación de desafíos globales.