Ángel Pérez González
La aparición de un grupo terrorista como al-Qaeda, capaz de operar en amplios espacios geográficos y de aprovechar circunstancias políticas locales para consolidar su red logística, ha obligado a prestar atención al continente africano, cuyos problemas de seguridad y estabilidad interna constituyen un perfecto escenario para el desarrollo o la gestación de actividades terroristas. De hecho, los ataques terroristas de al-Qaeda más significativos antes del atentado de Nueva York en 2001 se produjeron en Dar es Salam y Nairobi, provocando casi cinco mil heridos y doscientos muertos. Tampoco debe olvidarse la experiencia somalí, dónde probablemente al-Qaeda comenzó a experimentar en serio sus técnicas de acción, en ese caso contra las tropas de la ONU allí desplegadas. La presencia de este grupo terrorista en el continente africano no es un fenómeno reciente. En 1990 contaba ya con campos de entrenamiento en Sudán, utilizados además por otros grupos acólitos acogidos a su amplio paraguas financiero, entre ellos, al-Jihad, al-Gamma y al-Islamiya.
Las primeras fatwas emitidas por al-Qaeda datan de 1992, condenando la presencia de tropas norteamericanas en Somalia. En 1993, al-Qaeda se responsabilizó de la muerte de 18 soldados estadounidenses en ese mismo país. En 1998 una nueva fatwa procedente de ese grupo estableció para todo musulmán el deber de matar ciudadanos norteamericanos; una fatwa considerada como la justificación religiosa que amparó la comisión de los atentados contra las embajadas de EEUU en Kenia y Tanzania. Y en 2002 se constató la existencia de contactos entre el presidente liberiano, Charles Taylor, y al-Qaeda, que estableció en Liberia, a la sombra de la producción y exportación de diamantes, una de sus bases de operaciones financieras. Tampoco ha sido la región subsahariana ajena a una creciente animadversión popular hacia los EEUU, como demostró en 1996 el asalto al consulado norteamericano en Ciudad del Cabo, mientras una muchedumbre lanzaba consignas contra ese país y contra Israel.
Varios factores hacen de África un escenario ideal para el terrorismo islamista. La existencia de una amplia frontera cultural extremadamente permeable entre el norte y el arco índico, musulmán, y el sur y centro del continente en general animista y cristiano. El 40% de la población africana es musulmana, fenómeno que ofrece al islamismo más radical un interesante espacio dónde expandirse. No menos importante es el estado de extrema debilidad de los Estados africanos, incapaces de gestionar su territorio o de resolver los graves problemas de seguridad generados por grupos paramilitares y guerrilleros de diversa, pero siempre criminal, naturaleza.
Efectivamente, los problemas del terrorismo islamista en África palidecen cuando se comparan con los problemas de seguridad interna. El terrorismo ha sido la técnica operativa de los ejércitos informales de guerrilleros y paramilitares en el continente africano, y esta actividad terrorista ha carecido durante mucho tiempo de conexión alguna con fenómenos terroristas internacionales. Los señores de la guerra somalíes, los grupos paramilitares en el Congo, las guerrillas en Liberia, Guinea Bissau o en Sierra Leona responden a esta inercia que utiliza entre sus técnicas el rapto de menores, el asesinato indiscriminado, la violación, las amputaciones y la coerción sobre las poblaciones locales para que apoyen o se unan a su causa. Aunque el problema de seguridad africano por excelencia continua siendo endógeno, no es menos cierto que las actividades de al-Qaeda han puesto de relieve la fragilidad de ese medio y la facilidad con la que puede ser cooptado cuando un grupo terrorista se lo propone. La experiencia de Afganistán, la existencia de islamistas radicales organizados en todos los Estados del norte de África y la naturaleza islamista del gobierno de Sudán constituyen, finalmente, vectores de transmisión de riesgos, por imitación o transplante de células, que hacen recomendable replantear la actitud occidental hacia la zona.
La debilidad del Estado
La debilidad del Estado en África, en especial al sur del Sahara, no es una novedad. La trayectoria fallida de las nuevas naciones independientes tras la descolonización europea es fácil de reconstruir. Sin embrago la globalización ha enconado esa debilidad, a medida que dejaba en evidencia las arcaicas estructuras económicas nacionales y la corrupción política, y enfrentaba a los Estados subsaharianos con nuevos retos tecnológicos y de seguridad imposibles de asumir con éxito. Esta debilidad no es en si misma el origen del terrorismo local, ni necesariamente constituye el espacio de acción de criminales y terroristas exógenos. De hecho, el terrorismo de al-Qaeda necesita redes de comunicación, aeropuertos y una mínima infraestructura tecnológica. Incluso puede argumentarse que la existencia previa de grupos violentos locales puede constituir un obstáculo al asentamiento de terroristas del exterior. Sin embargo, la experiencia previa, desde Afganistán hasta Colombia, parece indicar que tales situaciones acaban propiciando escenarios de colaboración entre grupos criminales y terroristas.
El colapso total de un Estado, como sucede en Haití, puede hacerlo menos atractivo incluso para una banda terrorista, pero la mayor parte de los Estados débiles cuentan con un margen razonable de desarrollo, el suficiente para existir, aunque insuficiente para ejercer su autoridad plena. La utilización, además, por el terrorismo islamista de otros medios de penetración indirectos, en esencia el religioso, es decir, las mezquitas y sus medios de influencia, como las entidades financieras musulmanas, facilita su instalación en un espacio caótico si las circunstancias lo exigen. Es el caso de Somalia, donde esa permeabilidad a la actividad terrorista quedó al descubierto cuando la ONU, en 2001, congeló los activos de su principal entidad financiera, al-Barakaat, por sus vínculos con al-Qaeda. Siempre es preferible, en cualquier caso, para una banda terrorista un medio organizado; es decir, Sudán mejor que Somalia y Senegal mejor que Liberia o Sierra Leona. Estos Estados pueden convertirse en santuarios, lugares de descanso, donde pasar desapercibidos; y su ineficaz administración del territorio una vía para burlar los sistemas de control de tráfico de mercancías y pasajeros locales e internacionales. Paralelamente, la pobreza y la falta de expectativas, el hacinamiento urbano y la desaparición de valores tradicionales exponen a estas sociedades a procesos de radicalización que confluyen, de ahí la confusión, con el fenómeno terrorista.
Ello, sin embargo, no debe llevar a establecer una relación causa-efecto entre ambos fenómenos. La pobreza no genera automáticamente violencia; algo que sí se puede predicar en sentido inverso. Aunque la tradición religiosa de los musulmanes al sur del Sahara es moderada, la presencia de otras formas islámicas más radicales es ya evidente en todo el arco del Índico y en Nigeria. El caso más emblemático es el de Kenia, dónde la asociación Alí Shee, que engloba a una parte importante de los imanes de las provincias costeras del país, ha amenazado incluso con iniciar un movimiento de secesión si la sharia no se aplica en las zonas de mayoría islámica. El precedente nigeriano, dónde la tensión entre cristianos y musulmanes es una constante y la incapacidad del gobierno federal para imponer un orden de convivencia es evidente, no permite presagiar buenos augurios. Como Kenia, también Tanzania está experimentado una radicalización de su tradición islámica con consecuencias tan nefastas como previsibles.
La debilidad del Estado se traduce en la ausencia de legislación antiterrorista adecuada, la inexistencia de medios para ejecutarla si existe y la infravaloración de factores como la corrupción en la generación de grupos criminales y guerrilleros. De hecho, los Estados africanos han tendido a establecer una relación directa entre pobreza y terrorismo contraproducente. Es cierto que esta simbiosis permite demandar más ayuda internacional, pero impide, sin embargo, establecer el origen preciso de la violencia endógena y exógena. La pobreza ha sido una constante en el continente africano sin que por ello fuese capaz de crear un nivel de conflictividad como el actual. Es necesario abordar de lleno el problema de la autoridad que debe ejercer el Estado, cuya falta de medios y voluntad política es a menudo lacerante.
Con frecuencia el ejército o la policía son incapaces de proteger a la población civil más allá de zonas urbanas y sus espacios colindantes. El caso dramático de Uganda, donde la guerrilla se dedica a secuestrar niños de forma masiva para enrolarlos en sus filas es un buen ejemplo. Por las noches las familias se acercan a los centros urbanos con objeto de evitar los asaltos mientras las fuerzas de seguridad se encierran en sus acuartelamientos y evitan contactos desafortunados. Independientemente de la existencia o no de pobreza, el origen del desorden interno radica en el hecho de que el Estado no posee el monopolio de la fuerza, en un medio además donde la tradición colonial de las guerras y guerrillas de liberación ha generado una cierta confusión de legitimidad entre unos fenómenos y otros. Tradicionalmente, los Estados han recibido poca ayuda para mejorar sus fuerzas de seguridad, en parte por su lamentable trayectoria en materia de derechos fundamentales, concentrándose la cooperación en instituciones financieras y proyectos de desarrollo puntual. Es necesario reconocer, sin embargo, que para que el desarrollo sea posible es necesaria la seguridad que solo puede proceder del Estado y sus servicios creados al efecto.
Cooperación
Aunque la Unión Europea lleva el peso esencial de la cooperación al desarrollo en África, lo cierto es que la virulencia del fenómeno terrorista no ha influido ni en su estructura ni en sus objetivos. Existe una continuidad que contrasta con la actitud norteamerica, novedosa y claramente inspirada por la necesidad de abordar la lucha antiterrorista. Este factor explica la visita del presidente Bush a varios países africanos en julio de 2003 y la atención prestada al continente por primera vez en la política exterior de EEUU. La convicción de que el continente africano pudiera representar un serio problema en la lucha antiterrorista ha ido empapando el conjunto de la administración civil y militar norteamericana, concediendo un protagonismo notable a la dirección militar de las fuerzas estadounidenses en Europa (US European Command), bajo cuya responsabilidad se encuadra el espacio africano. La nueva percepción estratégica de África ha ido acompañada de la puesta en marcha de un programa de cooperación ambicioso que incluye un aumento de la ayuda anual ya existente y una iniciativa financiera específica para hacer frente al SIDA. A estas medidas hay que añadir la firma de un tratado de libre comercio con Namibia, Sudáfrica, Lesoto, Botswana y Swazilandia, todos miembros de una misma unión aduanera, y la prórroga más allá de 2008 de la African Growth and Opportunity Act. También se ha puesto de manifiesto el deseo de contar con espacios donde instalar de forma permanente o temporal unidades militares y se han estrechado los vínculos con países especialmente relevantes por su ascendiente regional, como Nigeria, Marruecos y Sudáfrica, o su riqueza energética, como es el caso de la pequeña Guinea Ecuatorial.
A pesar de estos esfuerzos y las declaraciones más o menos beligerantes contra el terrorismo, los Estados africanos se han encontrado con notables dificultades a la hora de poner en marcha una política antiterrorista ordenada. A veces, sencillamente, no ha existido voluntad política alguna; otras no han existido medios suficientes. En general tras los atentados de Nueva York en 2001 los estados africanos condenaron la acción terrorista. Algunas reacciones iniciales consistieron en trasladar a conocimiento de los EEUU listas de personas que pudieran tener vínculos con al-Qaeda, como sucedió en el caso sudafricano y en el norte de África en el caso argelino. Pero solo siete países africanos se unieron sin limitaciones a la actividad antiterrorista iniciada por los EEUU (Egipto, Eritrea, Kenia, Yibuti, Uganda, Marruecos y Etiopía). En 1998, tras los atentados de Dar es Salam y Nairobi, los Estados africanos adoptaron una convención antiterrorista cuyo proceso de ratificación está resultando extremadamente lento y, en cualquier caso, cuya efectividad práctica es discutible.
Una de las razones que explican esta frialdad es la prioridad, en buena lógica, otorgada a la lucha contra el terrorismo local. Y este factor obliga a considerar como requisito inicial básico de una futura colaboración exitosa entre Occidente y los Estados africanos la concesión de ayuda para superar los problemas de seguridad domésticos. Este hecho genera, a su vez, el problema de establecer como mejorar las fuerzas de seguridad locales sin generar una dificultad añadida a las frágiles democracias locales. También aquí surgen diferencias entre EEUU y Europa, la última a raíz del conflicto en Darfur, en cuya gestión por la ONU los miembros de la UE optaron por evitar conceptos duros, como el genocidio, y ofrecer más tiempo a la diplomacia. Es necesario aceptar que la superación de los problemas internos de los Estados africanos exigirá la intervención europea y norteamericana en forma de ayuda, entre otras, a las fuerzas armadas y fuerzas de policía, cuya carencia de formación y medios es enorme, pero cuya importancia en la lucha antiterrorista es esencial. La cooperación con los países africanos debe tener como un objetivo prioritario la consolidación de los Estados en todas sus facetas, la institucional y política, por supuesto, pero también la de seguridad. Los EEUU parecen haber comprendido este hecho, poniendo en marcha nuevas líneas de cooperación cuyo éxito o fracaso está por ver. La Administración Bush aprobó a tal efecto la Iniciativa Antiterrorista para el Este de África, que pretende mejorar, o crear en su caso, la capacidad antiterrorista de las fuerzas de seguridad en Kenia, Uganda, Tanzania, Yibuti, Eritrea y Etiopía. Este programa, dotado con 100 millones de dólares, no solo incluye el entrenamiento de unidades militares o policiales, además admite el asesoramiento legal a los miembros de la clase política encargados de legislar sobre terrorismo.
Hasta el momento las iniciativas, aunque limitadas, han supuesto un cambio cualitativo en la lucha antiterrorista de notable envergadura. Los EEUU han entrenado a funcionarios kenianos en la persecución de actividades financieras vinculadas al terrorismo. Se ha puesto en marcha un sistema informático operativo en 2003 en los aeropuertos más importantes de Kenia, Tanzania y Etiopía, que permite a los agentes policiales identificar sospechosos que intenten entrar o salir de esos países. El sistema se ha extendido en 2004 a Yibuti. Además, se están desarrollando programas de formación y dotación policial en Tanzania, Etiopía y Uganda, y se han creado laboratorios forenses en Tanzania y Uganda. Paralelamente, se puso en marcha la Iniciativa para el Sahel, con objetivos parecidos, que incluye los Estados de Mauritania, Malí, Chad y Níger. Ninguna iniciativa global europea tiene contenidos de esta naturaleza, aunque si existen iniciativas de menor trascendencia que afectan a las fuerzas de seguridad.
Por supuesto, las medidas de este genero también pueden alimentar las fuertes corrientes de opinión antioccidental que existen en el continente y, en cualquier caso, no deben sustituir las políticas de ayuda globales que asuman el objetivo de superar el estado embrionario, por tanto ineficiente, de los países africanos. La incapacidad del Estado para asegurar la tranquilidad en su territorio deja vastas extensiones y millones de personas a merced de grupos terroristas locales y abre la puerta a todo género de excesos y radicalismos. También es necesario admitir la existencia de un problema, la extensión de formas de entender la religión islámica especialmente radicales que comienzan a hacer mella en los valores religiosos originales de la región, más flexibles y tolerantes. El caso extremo de Nigeria, cuyos estados musulmanes del norte aplican la sharia y donde el enfrentamiento religioso es un hecho incuestionable debiera ser suficiente para generar una razonable alarma.
Caminos paralelos
Las grandes líneas de la política antiterrorista norteamericana en África quedaban, sin embargo, limitadas si no se procedía a abordar de forma específica la financiación de la actividad terrorista en el continente y el despliegue efectivo de unidades militares. La financiación de los grupos islamistas operativos en el continente está directamente vinculada a las organizaciones musulmanas dedicadas a la extensión del wahabismo, financiadas a su vez por Arabía Saudí y otros Estados de la región del Golfo. Tras los atentados de Nueva York, los EEUU presionaron intensamente para que Arabía Saudí reforzara el control de las entidades que recibían su dinero. En 2002 los dos países alcanzaron un acuerdo, fruto del cual fue la designación de la fundación islámica al-Haramain como una entidad que apoyaba el terrorismo. Aunque perseguir sobre el terreno a esa organización en Somalia ha sido imposible, Kenia y Tanzania sí han procedido a desmantelarla en sus respectivos territorios.
Al mismo tiempo, Arabia Saudí ha reorganizado sus redes de beneficiarios y ha creado una comisión gubernamental para su control cuyos frutos, en cualquier caso, están por ver. Otro objetivo de la diplomacia estadounidense ha sido Sudán, país con el que se iniciaron contactos en el año 2000, consolidando con posterioridad una tímida cooperación antiterrorista paralela a los intentos de terminar con la guerra civil sudanesa. El presidente Bush designó al senador John Danforth como enviado especial para mediar en el conflicto. Las relaciones alcanzaron un grado notable de satisfacción, hasta el punto de que los EEUU retiraron a Sudán de la lista de países que no cooperaban contra el terrorismo, aunque permanecieron en pie otras limitaciones diplomáticas, como la consideración de Sudán como un patrocinador del terrorismo. La reciente crisis de Darfur pudiera hacer retroceder varios años lo avanzado hasta ahora.
La situación de Somalia, que fue comparada con Afganistán tras los atentados de Nueva York, y en cuyo territorio pareció albergarse la célula de al-Qaeda que atentó contra un hotel de propiedad israelí en Mombasa, y la necesidad de contar con una base sobre el terreno convenció a la Administración norteamericana de las ventajas de contar con alguna base permanente en África. El país elegido fue Yibuti, por su extraordinaria posición geográfica y su razonable estabilidad política. La presencia de tropas francesas garantizaba la existencia de infraestructuras y una sociedad acostumbrada a contar en su territorio con tropas extranjeras. Mil ochocientos militares se instalaron en un antiguo acuartelamiento de la Legión Extranjera en las afueras de la capital formando la CJTF-HOA (Combined Joint Task Force-Horn of Africa), unidad responsable de la lucha antiterrorista en Yibuti, Etiopía, Eritrea, Somalia, Sudán, Kenia y Yemen, así como en el Mar Rojo y Golfo de Adén. En Yibuti tiene su base la fuerza naval multinacional que patrulla, dentro de la guerra antiterrorista, el Índico y que ha contado con unidades navales de Francia, España, Alemania e Italia. La misión de la CJTF es detectar y en su caso desmontar grupos terroristas transnacionales. A pesar de constituir una unidad pequeña, ha supuesto un cambio trascendente en la política de seguridad de EEUU en la zona. En la práctica, los esfuerzos de la nueva unidad norteamericana se han concentrado en el entrenamiento de militares procedentes de Yibuti, Kenia y Etiopía, para lo cual se ha creado el campamento de Dire Dawa; además de ejecutar acciones de ayuda a las autoridades locales de los tres países, sanitaria o logística. Por otra parte, las dificultades para actuar sobre el terreno son notables habida cuenta de la complicada relación con Sudán, el Estado caótico de Somalia y las diferencias que han surgido en la práctica con Eritrea. La única zona somalí donde los EEUU podrían proyectar con facilidad su fuerza es Somaliland, pero hasta ahora el gobierno norteamericano se ha abstenido de realizar acción alguna que pudiera interpretarse como un reconocimiento de ese país.
Conclusiones
La debilidad de los Estados africanos convierte a ese continente en un escenario perfecto para la proliferación y protección de grupos terroristas, locales y exógenos. La presencia de grandes comunidades islámicas; la influencia creciente del wahabismo y el contacto con los grupos radicales del Magreb hacen particularmente sencilla la gestación de problemas graves de seguridad. La única forma de dotar a esos Estados de una razonable capacidad antiterrorista es ayudando a consolidar el Estado, incluyendo la mejora y capacitación de sus fuerzas de seguridad. Los EEUU iniciaron, tras los atentados de 2001, una aproximación al continente novedosa que pretende reforzar la capacidad norteamericana de lucha antiterrorista en la zona y ayudar a los Estados africanos a erradicar la actividad terrorista de su geografía. Las enormes dificultades de semejante tarea no desmerecen el interés mostrado por EEUU que, sin embargo, no ha tenido en Europa una contrapartida similar, concentrando la ayuda en ámbitos tradicionales de cooperación. Todo parece indicar que la presencia de EEUU en el continente será duradera y, con toda probabilidad, creciente.
La aparición de un grupo terrorista como al-Qaeda, capaz de operar en amplios espacios geográficos y de aprovechar circunstancias políticas locales para consolidar su red logística, ha obligado a prestar atención al continente africano, cuyos problemas de seguridad y estabilidad interna constituyen un perfecto escenario para el desarrollo o la gestación de actividades terroristas. De hecho, los ataques terroristas de al-Qaeda más significativos antes del atentado de Nueva York en 2001 se produjeron en Dar es Salam y Nairobi, provocando casi cinco mil heridos y doscientos muertos. Tampoco debe olvidarse la experiencia somalí, dónde probablemente al-Qaeda comenzó a experimentar en serio sus técnicas de acción, en ese caso contra las tropas de la ONU allí desplegadas. La presencia de este grupo terrorista en el continente africano no es un fenómeno reciente. En 1990 contaba ya con campos de entrenamiento en Sudán, utilizados además por otros grupos acólitos acogidos a su amplio paraguas financiero, entre ellos, al-Jihad, al-Gamma y al-Islamiya.
Las primeras fatwas emitidas por al-Qaeda datan de 1992, condenando la presencia de tropas norteamericanas en Somalia. En 1993, al-Qaeda se responsabilizó de la muerte de 18 soldados estadounidenses en ese mismo país. En 1998 una nueva fatwa procedente de ese grupo estableció para todo musulmán el deber de matar ciudadanos norteamericanos; una fatwa considerada como la justificación religiosa que amparó la comisión de los atentados contra las embajadas de EEUU en Kenia y Tanzania. Y en 2002 se constató la existencia de contactos entre el presidente liberiano, Charles Taylor, y al-Qaeda, que estableció en Liberia, a la sombra de la producción y exportación de diamantes, una de sus bases de operaciones financieras. Tampoco ha sido la región subsahariana ajena a una creciente animadversión popular hacia los EEUU, como demostró en 1996 el asalto al consulado norteamericano en Ciudad del Cabo, mientras una muchedumbre lanzaba consignas contra ese país y contra Israel.
Varios factores hacen de África un escenario ideal para el terrorismo islamista. La existencia de una amplia frontera cultural extremadamente permeable entre el norte y el arco índico, musulmán, y el sur y centro del continente en general animista y cristiano. El 40% de la población africana es musulmana, fenómeno que ofrece al islamismo más radical un interesante espacio dónde expandirse. No menos importante es el estado de extrema debilidad de los Estados africanos, incapaces de gestionar su territorio o de resolver los graves problemas de seguridad generados por grupos paramilitares y guerrilleros de diversa, pero siempre criminal, naturaleza.
Efectivamente, los problemas del terrorismo islamista en África palidecen cuando se comparan con los problemas de seguridad interna. El terrorismo ha sido la técnica operativa de los ejércitos informales de guerrilleros y paramilitares en el continente africano, y esta actividad terrorista ha carecido durante mucho tiempo de conexión alguna con fenómenos terroristas internacionales. Los señores de la guerra somalíes, los grupos paramilitares en el Congo, las guerrillas en Liberia, Guinea Bissau o en Sierra Leona responden a esta inercia que utiliza entre sus técnicas el rapto de menores, el asesinato indiscriminado, la violación, las amputaciones y la coerción sobre las poblaciones locales para que apoyen o se unan a su causa. Aunque el problema de seguridad africano por excelencia continua siendo endógeno, no es menos cierto que las actividades de al-Qaeda han puesto de relieve la fragilidad de ese medio y la facilidad con la que puede ser cooptado cuando un grupo terrorista se lo propone. La experiencia de Afganistán, la existencia de islamistas radicales organizados en todos los Estados del norte de África y la naturaleza islamista del gobierno de Sudán constituyen, finalmente, vectores de transmisión de riesgos, por imitación o transplante de células, que hacen recomendable replantear la actitud occidental hacia la zona.
La debilidad del Estado
La debilidad del Estado en África, en especial al sur del Sahara, no es una novedad. La trayectoria fallida de las nuevas naciones independientes tras la descolonización europea es fácil de reconstruir. Sin embrago la globalización ha enconado esa debilidad, a medida que dejaba en evidencia las arcaicas estructuras económicas nacionales y la corrupción política, y enfrentaba a los Estados subsaharianos con nuevos retos tecnológicos y de seguridad imposibles de asumir con éxito. Esta debilidad no es en si misma el origen del terrorismo local, ni necesariamente constituye el espacio de acción de criminales y terroristas exógenos. De hecho, el terrorismo de al-Qaeda necesita redes de comunicación, aeropuertos y una mínima infraestructura tecnológica. Incluso puede argumentarse que la existencia previa de grupos violentos locales puede constituir un obstáculo al asentamiento de terroristas del exterior. Sin embargo, la experiencia previa, desde Afganistán hasta Colombia, parece indicar que tales situaciones acaban propiciando escenarios de colaboración entre grupos criminales y terroristas.
El colapso total de un Estado, como sucede en Haití, puede hacerlo menos atractivo incluso para una banda terrorista, pero la mayor parte de los Estados débiles cuentan con un margen razonable de desarrollo, el suficiente para existir, aunque insuficiente para ejercer su autoridad plena. La utilización, además, por el terrorismo islamista de otros medios de penetración indirectos, en esencia el religioso, es decir, las mezquitas y sus medios de influencia, como las entidades financieras musulmanas, facilita su instalación en un espacio caótico si las circunstancias lo exigen. Es el caso de Somalia, donde esa permeabilidad a la actividad terrorista quedó al descubierto cuando la ONU, en 2001, congeló los activos de su principal entidad financiera, al-Barakaat, por sus vínculos con al-Qaeda. Siempre es preferible, en cualquier caso, para una banda terrorista un medio organizado; es decir, Sudán mejor que Somalia y Senegal mejor que Liberia o Sierra Leona. Estos Estados pueden convertirse en santuarios, lugares de descanso, donde pasar desapercibidos; y su ineficaz administración del territorio una vía para burlar los sistemas de control de tráfico de mercancías y pasajeros locales e internacionales. Paralelamente, la pobreza y la falta de expectativas, el hacinamiento urbano y la desaparición de valores tradicionales exponen a estas sociedades a procesos de radicalización que confluyen, de ahí la confusión, con el fenómeno terrorista.
Ello, sin embargo, no debe llevar a establecer una relación causa-efecto entre ambos fenómenos. La pobreza no genera automáticamente violencia; algo que sí se puede predicar en sentido inverso. Aunque la tradición religiosa de los musulmanes al sur del Sahara es moderada, la presencia de otras formas islámicas más radicales es ya evidente en todo el arco del Índico y en Nigeria. El caso más emblemático es el de Kenia, dónde la asociación Alí Shee, que engloba a una parte importante de los imanes de las provincias costeras del país, ha amenazado incluso con iniciar un movimiento de secesión si la sharia no se aplica en las zonas de mayoría islámica. El precedente nigeriano, dónde la tensión entre cristianos y musulmanes es una constante y la incapacidad del gobierno federal para imponer un orden de convivencia es evidente, no permite presagiar buenos augurios. Como Kenia, también Tanzania está experimentado una radicalización de su tradición islámica con consecuencias tan nefastas como previsibles.
La debilidad del Estado se traduce en la ausencia de legislación antiterrorista adecuada, la inexistencia de medios para ejecutarla si existe y la infravaloración de factores como la corrupción en la generación de grupos criminales y guerrilleros. De hecho, los Estados africanos han tendido a establecer una relación directa entre pobreza y terrorismo contraproducente. Es cierto que esta simbiosis permite demandar más ayuda internacional, pero impide, sin embargo, establecer el origen preciso de la violencia endógena y exógena. La pobreza ha sido una constante en el continente africano sin que por ello fuese capaz de crear un nivel de conflictividad como el actual. Es necesario abordar de lleno el problema de la autoridad que debe ejercer el Estado, cuya falta de medios y voluntad política es a menudo lacerante.
Con frecuencia el ejército o la policía son incapaces de proteger a la población civil más allá de zonas urbanas y sus espacios colindantes. El caso dramático de Uganda, donde la guerrilla se dedica a secuestrar niños de forma masiva para enrolarlos en sus filas es un buen ejemplo. Por las noches las familias se acercan a los centros urbanos con objeto de evitar los asaltos mientras las fuerzas de seguridad se encierran en sus acuartelamientos y evitan contactos desafortunados. Independientemente de la existencia o no de pobreza, el origen del desorden interno radica en el hecho de que el Estado no posee el monopolio de la fuerza, en un medio además donde la tradición colonial de las guerras y guerrillas de liberación ha generado una cierta confusión de legitimidad entre unos fenómenos y otros. Tradicionalmente, los Estados han recibido poca ayuda para mejorar sus fuerzas de seguridad, en parte por su lamentable trayectoria en materia de derechos fundamentales, concentrándose la cooperación en instituciones financieras y proyectos de desarrollo puntual. Es necesario reconocer, sin embargo, que para que el desarrollo sea posible es necesaria la seguridad que solo puede proceder del Estado y sus servicios creados al efecto.
Cooperación
Aunque la Unión Europea lleva el peso esencial de la cooperación al desarrollo en África, lo cierto es que la virulencia del fenómeno terrorista no ha influido ni en su estructura ni en sus objetivos. Existe una continuidad que contrasta con la actitud norteamerica, novedosa y claramente inspirada por la necesidad de abordar la lucha antiterrorista. Este factor explica la visita del presidente Bush a varios países africanos en julio de 2003 y la atención prestada al continente por primera vez en la política exterior de EEUU. La convicción de que el continente africano pudiera representar un serio problema en la lucha antiterrorista ha ido empapando el conjunto de la administración civil y militar norteamericana, concediendo un protagonismo notable a la dirección militar de las fuerzas estadounidenses en Europa (US European Command), bajo cuya responsabilidad se encuadra el espacio africano. La nueva percepción estratégica de África ha ido acompañada de la puesta en marcha de un programa de cooperación ambicioso que incluye un aumento de la ayuda anual ya existente y una iniciativa financiera específica para hacer frente al SIDA. A estas medidas hay que añadir la firma de un tratado de libre comercio con Namibia, Sudáfrica, Lesoto, Botswana y Swazilandia, todos miembros de una misma unión aduanera, y la prórroga más allá de 2008 de la African Growth and Opportunity Act. También se ha puesto de manifiesto el deseo de contar con espacios donde instalar de forma permanente o temporal unidades militares y se han estrechado los vínculos con países especialmente relevantes por su ascendiente regional, como Nigeria, Marruecos y Sudáfrica, o su riqueza energética, como es el caso de la pequeña Guinea Ecuatorial.
A pesar de estos esfuerzos y las declaraciones más o menos beligerantes contra el terrorismo, los Estados africanos se han encontrado con notables dificultades a la hora de poner en marcha una política antiterrorista ordenada. A veces, sencillamente, no ha existido voluntad política alguna; otras no han existido medios suficientes. En general tras los atentados de Nueva York en 2001 los estados africanos condenaron la acción terrorista. Algunas reacciones iniciales consistieron en trasladar a conocimiento de los EEUU listas de personas que pudieran tener vínculos con al-Qaeda, como sucedió en el caso sudafricano y en el norte de África en el caso argelino. Pero solo siete países africanos se unieron sin limitaciones a la actividad antiterrorista iniciada por los EEUU (Egipto, Eritrea, Kenia, Yibuti, Uganda, Marruecos y Etiopía). En 1998, tras los atentados de Dar es Salam y Nairobi, los Estados africanos adoptaron una convención antiterrorista cuyo proceso de ratificación está resultando extremadamente lento y, en cualquier caso, cuya efectividad práctica es discutible.
Una de las razones que explican esta frialdad es la prioridad, en buena lógica, otorgada a la lucha contra el terrorismo local. Y este factor obliga a considerar como requisito inicial básico de una futura colaboración exitosa entre Occidente y los Estados africanos la concesión de ayuda para superar los problemas de seguridad domésticos. Este hecho genera, a su vez, el problema de establecer como mejorar las fuerzas de seguridad locales sin generar una dificultad añadida a las frágiles democracias locales. También aquí surgen diferencias entre EEUU y Europa, la última a raíz del conflicto en Darfur, en cuya gestión por la ONU los miembros de la UE optaron por evitar conceptos duros, como el genocidio, y ofrecer más tiempo a la diplomacia. Es necesario aceptar que la superación de los problemas internos de los Estados africanos exigirá la intervención europea y norteamericana en forma de ayuda, entre otras, a las fuerzas armadas y fuerzas de policía, cuya carencia de formación y medios es enorme, pero cuya importancia en la lucha antiterrorista es esencial. La cooperación con los países africanos debe tener como un objetivo prioritario la consolidación de los Estados en todas sus facetas, la institucional y política, por supuesto, pero también la de seguridad. Los EEUU parecen haber comprendido este hecho, poniendo en marcha nuevas líneas de cooperación cuyo éxito o fracaso está por ver. La Administración Bush aprobó a tal efecto la Iniciativa Antiterrorista para el Este de África, que pretende mejorar, o crear en su caso, la capacidad antiterrorista de las fuerzas de seguridad en Kenia, Uganda, Tanzania, Yibuti, Eritrea y Etiopía. Este programa, dotado con 100 millones de dólares, no solo incluye el entrenamiento de unidades militares o policiales, además admite el asesoramiento legal a los miembros de la clase política encargados de legislar sobre terrorismo.
Hasta el momento las iniciativas, aunque limitadas, han supuesto un cambio cualitativo en la lucha antiterrorista de notable envergadura. Los EEUU han entrenado a funcionarios kenianos en la persecución de actividades financieras vinculadas al terrorismo. Se ha puesto en marcha un sistema informático operativo en 2003 en los aeropuertos más importantes de Kenia, Tanzania y Etiopía, que permite a los agentes policiales identificar sospechosos que intenten entrar o salir de esos países. El sistema se ha extendido en 2004 a Yibuti. Además, se están desarrollando programas de formación y dotación policial en Tanzania, Etiopía y Uganda, y se han creado laboratorios forenses en Tanzania y Uganda. Paralelamente, se puso en marcha la Iniciativa para el Sahel, con objetivos parecidos, que incluye los Estados de Mauritania, Malí, Chad y Níger. Ninguna iniciativa global europea tiene contenidos de esta naturaleza, aunque si existen iniciativas de menor trascendencia que afectan a las fuerzas de seguridad.
Por supuesto, las medidas de este genero también pueden alimentar las fuertes corrientes de opinión antioccidental que existen en el continente y, en cualquier caso, no deben sustituir las políticas de ayuda globales que asuman el objetivo de superar el estado embrionario, por tanto ineficiente, de los países africanos. La incapacidad del Estado para asegurar la tranquilidad en su territorio deja vastas extensiones y millones de personas a merced de grupos terroristas locales y abre la puerta a todo género de excesos y radicalismos. También es necesario admitir la existencia de un problema, la extensión de formas de entender la religión islámica especialmente radicales que comienzan a hacer mella en los valores religiosos originales de la región, más flexibles y tolerantes. El caso extremo de Nigeria, cuyos estados musulmanes del norte aplican la sharia y donde el enfrentamiento religioso es un hecho incuestionable debiera ser suficiente para generar una razonable alarma.
Caminos paralelos
Las grandes líneas de la política antiterrorista norteamericana en África quedaban, sin embargo, limitadas si no se procedía a abordar de forma específica la financiación de la actividad terrorista en el continente y el despliegue efectivo de unidades militares. La financiación de los grupos islamistas operativos en el continente está directamente vinculada a las organizaciones musulmanas dedicadas a la extensión del wahabismo, financiadas a su vez por Arabía Saudí y otros Estados de la región del Golfo. Tras los atentados de Nueva York, los EEUU presionaron intensamente para que Arabía Saudí reforzara el control de las entidades que recibían su dinero. En 2002 los dos países alcanzaron un acuerdo, fruto del cual fue la designación de la fundación islámica al-Haramain como una entidad que apoyaba el terrorismo. Aunque perseguir sobre el terreno a esa organización en Somalia ha sido imposible, Kenia y Tanzania sí han procedido a desmantelarla en sus respectivos territorios.
Al mismo tiempo, Arabia Saudí ha reorganizado sus redes de beneficiarios y ha creado una comisión gubernamental para su control cuyos frutos, en cualquier caso, están por ver. Otro objetivo de la diplomacia estadounidense ha sido Sudán, país con el que se iniciaron contactos en el año 2000, consolidando con posterioridad una tímida cooperación antiterrorista paralela a los intentos de terminar con la guerra civil sudanesa. El presidente Bush designó al senador John Danforth como enviado especial para mediar en el conflicto. Las relaciones alcanzaron un grado notable de satisfacción, hasta el punto de que los EEUU retiraron a Sudán de la lista de países que no cooperaban contra el terrorismo, aunque permanecieron en pie otras limitaciones diplomáticas, como la consideración de Sudán como un patrocinador del terrorismo. La reciente crisis de Darfur pudiera hacer retroceder varios años lo avanzado hasta ahora.
La situación de Somalia, que fue comparada con Afganistán tras los atentados de Nueva York, y en cuyo territorio pareció albergarse la célula de al-Qaeda que atentó contra un hotel de propiedad israelí en Mombasa, y la necesidad de contar con una base sobre el terreno convenció a la Administración norteamericana de las ventajas de contar con alguna base permanente en África. El país elegido fue Yibuti, por su extraordinaria posición geográfica y su razonable estabilidad política. La presencia de tropas francesas garantizaba la existencia de infraestructuras y una sociedad acostumbrada a contar en su territorio con tropas extranjeras. Mil ochocientos militares se instalaron en un antiguo acuartelamiento de la Legión Extranjera en las afueras de la capital formando la CJTF-HOA (Combined Joint Task Force-Horn of Africa), unidad responsable de la lucha antiterrorista en Yibuti, Etiopía, Eritrea, Somalia, Sudán, Kenia y Yemen, así como en el Mar Rojo y Golfo de Adén. En Yibuti tiene su base la fuerza naval multinacional que patrulla, dentro de la guerra antiterrorista, el Índico y que ha contado con unidades navales de Francia, España, Alemania e Italia. La misión de la CJTF es detectar y en su caso desmontar grupos terroristas transnacionales. A pesar de constituir una unidad pequeña, ha supuesto un cambio trascendente en la política de seguridad de EEUU en la zona. En la práctica, los esfuerzos de la nueva unidad norteamericana se han concentrado en el entrenamiento de militares procedentes de Yibuti, Kenia y Etiopía, para lo cual se ha creado el campamento de Dire Dawa; además de ejecutar acciones de ayuda a las autoridades locales de los tres países, sanitaria o logística. Por otra parte, las dificultades para actuar sobre el terreno son notables habida cuenta de la complicada relación con Sudán, el Estado caótico de Somalia y las diferencias que han surgido en la práctica con Eritrea. La única zona somalí donde los EEUU podrían proyectar con facilidad su fuerza es Somaliland, pero hasta ahora el gobierno norteamericano se ha abstenido de realizar acción alguna que pudiera interpretarse como un reconocimiento de ese país.
Conclusiones
La debilidad de los Estados africanos convierte a ese continente en un escenario perfecto para la proliferación y protección de grupos terroristas, locales y exógenos. La presencia de grandes comunidades islámicas; la influencia creciente del wahabismo y el contacto con los grupos radicales del Magreb hacen particularmente sencilla la gestación de problemas graves de seguridad. La única forma de dotar a esos Estados de una razonable capacidad antiterrorista es ayudando a consolidar el Estado, incluyendo la mejora y capacitación de sus fuerzas de seguridad. Los EEUU iniciaron, tras los atentados de 2001, una aproximación al continente novedosa que pretende reforzar la capacidad norteamericana de lucha antiterrorista en la zona y ayudar a los Estados africanos a erradicar la actividad terrorista de su geografía. Las enormes dificultades de semejante tarea no desmerecen el interés mostrado por EEUU que, sin embargo, no ha tenido en Europa una contrapartida similar, concentrando la ayuda en ámbitos tradicionales de cooperación. Todo parece indicar que la presencia de EEUU en el continente será duradera y, con toda probabilidad, creciente.