Pablo Bustelo
Entre los importantes desafíos de política exterior a los que tendrá que hacer frente la próxima Administración Obama figura, en lugar destacado, la necesidad de una nueva estrategia con respecto a Asia-Pacífico. En ese área del mundo, el balance de ocho años de Administración Bush no es del todo negativo (o, al menos, no es tan negativo como el de la política respecto de otras regiones del mundo), pero lo cierto es que Washington debe, en los próximos años, modificar sustancialmente la aproximación a la zona que ha tenido durante el mandato republicano. Cabe preguntarse si un presidente, como es Obama, con mayor sensibilidad por la región (por los años pasados durante su infancia en Indonesia y su predisposición para entender un continente de población no blanca y culturalmente muy diverso), puede ser capaz de hacerlo.
El legado ambivalente de la Administración Bush
En las relaciones con Asia-Pacífico, los resultados de los ocho años de la Administración republicana no han sido tan negativos como los de los vínculos con otras regiones del mundo, como Oriente Medio, Europa y América Latina.
La situación económica de Asia-Pacífico en general (con algunas excepciones, como Japón, obviamente, y también Singapur, Hong Kong y, en menor medida, Corea del Sur, Taiwán, Filipinas y Pakistán) no es tan mala como cabía prever hace algunos meses, al inicio de la crisis financiera. Además, los intercambios comerciales entre EEUU y la región han crecido sustancialmente en los últimos años. Como señaló el presidente Bush en su discurso de agosto de 2008 en Tailandia, en el que hizo balance de su política asiática, el comercio de mercancías entre EEUU y Asia Pacífico llegó al billón de dólares en 2007, cifra muy superior a los 400.000 millones en intercambios con Europa. Los esfuerzos antiterroristas en el sudeste asiático han dado resultados generalmente positivos. La tensión entre China y Taiwán ha decrecido apreciablemente tras la elección del nuevo presidente en la isla y se están dando pasos que apuntan a un acercamiento histórico entre las dos partes de los estrechos. EEUU ha mejorado sus relaciones con Japón, aunque a costa de cierto alejamiento de Tokio respecto del resto de Asia, y con la India, gracias a un acuerdo nuclear con profundas implicaciones estratégicas, aunque muy controvertido. Las relaciones de Washington con China son buenas y han mejorado con la Administración Bush, tras unos inicios, hasta finales de 2003, titubeantes, especialmente por la cuestión de Taiwán. Un buen ejemplo es el Diálogo Económico Estratégico entre las dos potencias, iniciado en septiembre de 2006, y que hubiese sido inviable de no mediar una relación política cordial. Por su parte, la crisis nuclear con Pyongyang parece estar, salvo sorpresa, en vías de solución definitiva, tras el cambio de actitud de Washington en 2007 y los buenos oficios de China.
No obstante, las críticas de Washington a los regímenes autoritarios de Myanmar, Corea del Norte y, en menor medida, China han surtido poco efecto en la opinión pública internacional, en buena medida porque el discurso estadounidense sobre valores se ha visto empañado por las prácticas en la prisiones de Guantánamo y Abu Ghraib, la guerra de Irak y los vuelos clandestinos de la CIA.
Además, buena parte de la mejoría de las relaciones entre EEUU y Asia-Pacífico se ha debido a causas ajenas a la propia política de EEUU, como atestiguan el caso de Taiwán y, en cierta medida, también los de China, cuyo sentido de la responsabilidad internacional ha aumentado al ritmo de su peso económico, y de Corea del Norte, en cuya crisis ha comenzado a influir, de manera seguramente decisiva, la presión china tras la prueba nuclear de 2006.
Finalmente, EEUU, además de perder rápidamente prestigio y credibilidad en la región, no ha prestado la atención debida a Asia-Pacífico, porque las prioridades de la Administración Bush estaban en otras zonas geográficas y en temas distintos a los que más han interesado a Asia (seguridad energética, lucha contra el cambio climático, Ronda de Doha, etc.). Por citar sólo un ejemplo, la iniciativa estadounidense del Asia Pacific Democracy Partnership (APDP), esto es, de una organización para promover los valores y las instituciones de tipo democrático, desvelada en la cumbre de APEC de 2007 en Sydney, no ha suscitado precisamente el entusiasmo en la región, por tratarse de una coalición, basada en los “valores”, que recuerda a la “coalición de voluntades” de la guerra de Irak y que es poco adecuada para un continente tan diverso como Asia-Pacífico.
La necesidad de una nueva estrategia
Para empezar, EEUU debería prestar más atención a Asia-Pacífico, una región relegada en la lista de prioridades de la política exterior del país en los últimos años, como consecuencia de la primacía absoluta de la lucha contra el terrorismo y de la excesiva concentración de esfuerzos en Irak. El ejemplo más evidente de que Asia-Pacífico ha sido una región desatendida es que la secretaria de Estado, Condoleezza Rice, se permitió nada menos que no asistir a la cumbre del Foro Regional de la ASEAN (ARF) que se celebró en Laos en julio de 2005, alegando simples problemas de agenda. Otro ejemplo es la suspicacia de Washington ante los procesos regionales estrictamente asiáticos (como ASEAN+3 o la Cumbre de Asia Oriental, de los que no forma parte), que le ha impedido tomar medidas de acercamiento a esas nuevas formas de regionalismo, como, por ejemplo, la firma del Tratado de Amistad y Cooperación de la ASEAN, al que se han adherido ya países como Japón, China, la India, Pakistán, Rusia, Australia y Francia (la UE lo hará presumiblemente en 2009). Un informe de la Asia Foundation sobre el papel de EEUU en Asia publicado en agosto de 2008 y coordinado, por parte estadounidense, por los antiguos embajadores Michael Armacost y J. Stapleton Roy, concluía que, dada la importancia estratégica de la región, “EEUU no se puede permitir el tratar los desafíos en Asia como asuntos de segunda o tercera fila”.
Además, Washington debe, en Asia-Pacífico también, restaurar la reputación de EEUU y recuperar la confianza perdida tras ocho años de una proyección internacional que ha generado una imagen que está bajo mínimos. Las causas son bien conocidas: unilateralismo (y desprecio manifiesto por casi cualquier iniciativa multilateral), guerra de Irak y activismo militar, dogmatismo ideológico, incapacidad para, ya no dirigir, sino incluso participar en la lucha contra el cambio climático, desatención a algunos de los derechos humanos más elementales (en Guantánamo o Abu Ghraib) y, para colmo, una crisis financiera con epicentro en los propios EEUU y consecuencia de años de una desregulación negligente por su gobierno. Para cambiar ese estado de cosas, EEUU debe promover su soft power, otorgando prioridad a la diplomacia multilateral, la lucha contra el terrorismo con la ley en la mano y la solución eficaz e internacionalmente responsable de sus problemas económicos internos. Además, debería, haciendo gala también de smart power, otorgar particular importancia a la lucha contra el cambio climático, encabezando las iniciativas internacionales (y, desde luego, dejando, de entrada, de obstaculizar el desarrollo de las negociaciones post-Kyoto) y promoviendo la transferencia de técnicas limpias a los países en desarrollo.
Adicionalmente, Washington debe abandonar, en sus relaciones con Asia-Pacífico, las incoherencias de los últimos años y que se han debido principalmente a las divisiones, dentro de la propia Administración republicana, entre ideólogos y pragmáticos o, más inequívocamente, entre neoconservadores y tradicionalistas. En el caso de Asia, esas divisiones produjeron resultados muy poco deseables, como en la política con China hasta 2003 o en la forma de abordar la crisis con Corea del Norte hasta 2007.
Por añadidura, si EEUU quiere que su salida ordenada de Irak y la concentración de esfuerzos militares en Afganistán (con implicaciones, claro está, en la lucha contra el terrorismo y la inestabilidad en Pakistán) lleguen a buen puerto, deberá contar con una mayor cooperación de los grandes países asiáticos, sin cuyo concurso esos objetivos se antojan poco menos que imposibles. Es bien sabido que Obama mencionó varias veces durante la campaña electoral la “necesidad de estabilizar Afganistán”, lo que sin duda exigirá una mayor presencia de tropas y un esfuerzo presupuestario considerablemente mayor.
En lo que atañe a países particulares, la Administración Obama habrá de intentar poner fin de una vez a la crisis nuclear con Corea del Norte. Deberá continuar la política que la Administración Bush desplegó desde la primavera de 2007, tras varios años de un enfoque inútil y contraproducente. Obama tiene, además, varias ventajas que pueden hacer esa solución algo más fácil: al no sufrir la presión del ala más conservadora del Partido Republicano, el presidente podrá acelerar la normalización de relaciones con Pyongyang y no cabe descartar que establezca relaciones directas con Corea del Norte, que se sumarían a las de las reuniones a seis bandas (con China, Corea del Sur, Japón y Rusia). Algunos medios especulan incluso con la posibilidad de un encuentro entre Barack Obama y Kim Jong Il, si es que éste se recupera de sus aparentemente graves problemas de salud.
En cuanto a China, la Administración Obama debería tomar buena nota de que la imagen de Pekín ha mejorado mucho en paralelo al deterioro de la de EEUU y de que su contribución potencial a la estabilidad del orden global se ha revalorizado sustancialmente como consecuencia de la crisis financiera internacional. Sus funciones de locomotora del crecimiento económico mundial, de tenedora de deuda pública de EEUU (por un valor que supera los 600.000 millones de dólares) y de proveedora de crédito e inversiones hacen que la economía china sea particularmente importante en la coyuntura actual. En un plano a más largo plazo, Washington debería reconsiderar lo que muchos analistas denominan la “estrategia de contención de China” desplegada por la Administración Bush, bien es cierto que bajo la fachada de unas relaciones políticas bilaterales cada vez más cordiales. Según una influyente corriente de opinión, la presencia de tropas en Asia Central, el acuerdo nuclear con la India y el apoyo sin matices a la nueva política de seguridad de Japón (basada en el “arco de democracia y prosperidad” formado por Japón, Australia, la India y Europa) son, entre otros, aspectos de esa estrategia de contención.
En lo que se refiere a Japón, la nueva Administración demócrata tendrá quizá que lidiar en 2009 con un cambio político de alcance, que será la sustitución en el poder del Partido Liberal Democrático por el Partido Democrático de Japón, opuesto a la asistencia militar en Irak y menos proclive a adoptar una política exterior subordinada a la de EEUU.
Sobre las relaciones con la India, el presidente Obama, durante la campaña electoral, propuso eliminar los incentivos fiscales a las empresas que deslocalizan puestos de trabajo. Tal medida sería muy mal vista por la India, que se ha beneficiado mucho en los últimos años por el outsourcing de servicios por parte de empresas estadounidenses. Otro reto será el de gestionar el polémico acuerdo nuclear, que sin duda se verá claramente respaldado por la nueva Administración dados los intereses en juego.
Finalmente, por citar únicamente los países asiáticos de mayor importancia en las relaciones bilaterales de EEUU en estos momentos, Washington tendrá que vérselas con el gobierno del conservador Lee Myung-bak en Seúl. Además, durante la campaña Obama insinuó que defendería una renegociación del acuerdo de libre comercio con Corea del Sur para hacerlo menos desfavorable para los trabajadores estadounidenses. Es ésta una promesa electoral que seguramente no se mantendrá, ya que es costumbre que los candidatos demócratas critiquen, en campaña, los acuerdos comerciales para luego defenderlos, una vez llegados al poder. Sin ir más lejos, Bill Clinton fue muy crítico con el TLCAN antes de su primer mandato.
¿Qué cabe esperar?
Durante la campaña electoral, Asia-Pacífico no estuvo muy presente entre las prioridades de Obama. La única excepción importante fue la crítica a China por su supuesta “manipulación” del tipo de cambio del yuan y por tener, consiguientemente, un excesivo superávit comercial en sus intercambios con EEUU (256.000 millones de dólares en 2007). Pero no debería, en principio, tener reflejo en la política de la nueva Administración. Se trata en efecto de una crítica habitual en períodos de campaña, especialmente entre los candidatos demócratas (Bill Clinton la hizo también antes de 1992). Además, una apreciación sustancial del yuan con respecto del dólar, sumada a la que se ha producido ya desde 2005, es muy improbable, dada la desaceleración en curso del crecimiento en China. Por añadidura, un análisis del déficit comercial de EEUU con Asia permite comprobar que, en los últimos años, más que crecer, lo que ha hecho es repartirse de otra manera, aumentando con China pero reduciéndose con Japón, Corea del Sur y Taiwán, mientras que se ha incrementado el superávit con Hong Kong y Singapur.
Por otra parte, en algunas capitales asiáticas existe cierto temor ante las veleidades proteccionistas del Partido Demócrata y ante su tendencia a reclamar la inclusión de normas laborales y medioambientales en los acuerdos de libre comercio, como los que están en curso con Corea del Sur o la ASEAN, así como una fundada preocupación de que las medidas de protección comercial se acrecienten por la crisis económica. No obstante, sin que pueda descartarse absolutamente un rebrote del proteccionismo, tal cosa no parece muy probable, en parte porque el discurso del Partido Demócrata no se traslada habitualmente a la práctica y en parte porque sería un fenómeno desastroso para las economías asiáticas exportadoras y, por tanto, muy negativo para su capacidad de financiar el déficit exterior de EEUU. No hay que olvidar que en Asia-Pacífico están los países con mayores reservas en divisas del mundo así como varios de los fondos soberanos (sovereign wealth funds) más importantes del planeta.
Es de prever que, con Obama y el retorno del soft power, EEUU restaure su imagen en Asia-Pacífico y recupere la confianza perdida entre los gobiernos asiáticos. También es previsible que la política exterior tenga menos incoherencias, puesto que ya no se darán las divisiones doctrinales propias del Partido Republicano. Es igualmente de esperar de Obama que preste más atención a Afganistán, y por tanto a Pakistán, que a Irak y que culmine la solución a la crisis con Corea del Norte, acelerando incluso la normalización de relaciones con Pyongyang. Tampoco habrá grandes sorpresas en las relaciones con Japón, India y Corea del Sur.
Las primera gran incógnita reside por tanto en si la nueva Administración será capaz de prestar a Asia-Pacífico la atención debida, en un contexto en el que los desafíos internos en EEUU son enormes (solución de la crisis financiera, estímulo a la economía con inversión pública, control del déficit presupuestario, mejoras en sanidad y educación y mayor protección del medio ambiente, entre otros). La segunda incógnita es si la presidencia de Obama se distinguirá por darse cuenta que una estrategia de contención de China es contraproducente. Como es sabido, la tesis de la amenaza potencial de China puede ser una profecía que se cumpla a si misma. Conviene recordar la frase de un discurso de septiembre de 2005 de Robert Zoellick, entonces subsecretario de Estado y actual presidente del Banco Mundial: “muchos países esperan que China adopte un ‘auge pacífico’, pero ninguno apostaría su futuro a tal cosa”. La comunidad internacional tiene que decidir si se fía o no de una China que ha demostrado, según muchos especialistas, no tener capacidad ni voluntad para distorsionar el orden internacional existente y provocar conflictos, económicos o de otra naturaleza. Si no existe tal confianza, China puede verse empujada a una carrera de armamentos y a tomar decisiones contrarias a sus pretensiones de “desarrollo pacífico”.
Conclusiones
Aunque el balance de los dos mandatos del presidente Bush en las relaciones entre EEUU y Asia-Pacífico presenta aspectos positivos, lo cierto es que éstos se han debido, en buena medida, a factores externos a las políticas de Washington, que la atención prestada al continente asiático ha sido insuficiente y que la imagen de EEUU en la región ha perdido muchos enteros, en parte por un discurso moralista no ajustado a determinadas prácticas propias.
Mejorar tales relaciones exige una agenda ambiciosa: prestar más atención a la zona, restaurar la reputación de EEUU y la confianza en sus políticas, acrecer la cooperación con los grandes países asiáticos (especialmente para estabilizar Afganistán), solucionar de una vez la crisis con Corea del Norte, mantener las relaciones privilegiadas con los socios tradicionales (y fomentarlas con los nuevos aliados, como la India) y adoptar una estrategia más inteligente con respecto a China.
Es muy posible que, por diferentes motivos, la Administración Obama tenga la posibilidad de cumplir buena parte de esos objetivos. Con todo, existen dos grandes incógnitas: dados los enormes desafíos internos, ¿podrá Obama prestar a Asia-Pacífico la atención que merece? y, a la vista de la importancia singular de la relación con Pekín, ¿será capaz el presidente de adoptar una estrategia más inteligente en las relaciones EEUU-China?
Entre los importantes desafíos de política exterior a los que tendrá que hacer frente la próxima Administración Obama figura, en lugar destacado, la necesidad de una nueva estrategia con respecto a Asia-Pacífico. En ese área del mundo, el balance de ocho años de Administración Bush no es del todo negativo (o, al menos, no es tan negativo como el de la política respecto de otras regiones del mundo), pero lo cierto es que Washington debe, en los próximos años, modificar sustancialmente la aproximación a la zona que ha tenido durante el mandato republicano. Cabe preguntarse si un presidente, como es Obama, con mayor sensibilidad por la región (por los años pasados durante su infancia en Indonesia y su predisposición para entender un continente de población no blanca y culturalmente muy diverso), puede ser capaz de hacerlo.
El legado ambivalente de la Administración Bush
En las relaciones con Asia-Pacífico, los resultados de los ocho años de la Administración republicana no han sido tan negativos como los de los vínculos con otras regiones del mundo, como Oriente Medio, Europa y América Latina.
La situación económica de Asia-Pacífico en general (con algunas excepciones, como Japón, obviamente, y también Singapur, Hong Kong y, en menor medida, Corea del Sur, Taiwán, Filipinas y Pakistán) no es tan mala como cabía prever hace algunos meses, al inicio de la crisis financiera. Además, los intercambios comerciales entre EEUU y la región han crecido sustancialmente en los últimos años. Como señaló el presidente Bush en su discurso de agosto de 2008 en Tailandia, en el que hizo balance de su política asiática, el comercio de mercancías entre EEUU y Asia Pacífico llegó al billón de dólares en 2007, cifra muy superior a los 400.000 millones en intercambios con Europa. Los esfuerzos antiterroristas en el sudeste asiático han dado resultados generalmente positivos. La tensión entre China y Taiwán ha decrecido apreciablemente tras la elección del nuevo presidente en la isla y se están dando pasos que apuntan a un acercamiento histórico entre las dos partes de los estrechos. EEUU ha mejorado sus relaciones con Japón, aunque a costa de cierto alejamiento de Tokio respecto del resto de Asia, y con la India, gracias a un acuerdo nuclear con profundas implicaciones estratégicas, aunque muy controvertido. Las relaciones de Washington con China son buenas y han mejorado con la Administración Bush, tras unos inicios, hasta finales de 2003, titubeantes, especialmente por la cuestión de Taiwán. Un buen ejemplo es el Diálogo Económico Estratégico entre las dos potencias, iniciado en septiembre de 2006, y que hubiese sido inviable de no mediar una relación política cordial. Por su parte, la crisis nuclear con Pyongyang parece estar, salvo sorpresa, en vías de solución definitiva, tras el cambio de actitud de Washington en 2007 y los buenos oficios de China.
No obstante, las críticas de Washington a los regímenes autoritarios de Myanmar, Corea del Norte y, en menor medida, China han surtido poco efecto en la opinión pública internacional, en buena medida porque el discurso estadounidense sobre valores se ha visto empañado por las prácticas en la prisiones de Guantánamo y Abu Ghraib, la guerra de Irak y los vuelos clandestinos de la CIA.
Además, buena parte de la mejoría de las relaciones entre EEUU y Asia-Pacífico se ha debido a causas ajenas a la propia política de EEUU, como atestiguan el caso de Taiwán y, en cierta medida, también los de China, cuyo sentido de la responsabilidad internacional ha aumentado al ritmo de su peso económico, y de Corea del Norte, en cuya crisis ha comenzado a influir, de manera seguramente decisiva, la presión china tras la prueba nuclear de 2006.
Finalmente, EEUU, además de perder rápidamente prestigio y credibilidad en la región, no ha prestado la atención debida a Asia-Pacífico, porque las prioridades de la Administración Bush estaban en otras zonas geográficas y en temas distintos a los que más han interesado a Asia (seguridad energética, lucha contra el cambio climático, Ronda de Doha, etc.). Por citar sólo un ejemplo, la iniciativa estadounidense del Asia Pacific Democracy Partnership (APDP), esto es, de una organización para promover los valores y las instituciones de tipo democrático, desvelada en la cumbre de APEC de 2007 en Sydney, no ha suscitado precisamente el entusiasmo en la región, por tratarse de una coalición, basada en los “valores”, que recuerda a la “coalición de voluntades” de la guerra de Irak y que es poco adecuada para un continente tan diverso como Asia-Pacífico.
La necesidad de una nueva estrategia
Para empezar, EEUU debería prestar más atención a Asia-Pacífico, una región relegada en la lista de prioridades de la política exterior del país en los últimos años, como consecuencia de la primacía absoluta de la lucha contra el terrorismo y de la excesiva concentración de esfuerzos en Irak. El ejemplo más evidente de que Asia-Pacífico ha sido una región desatendida es que la secretaria de Estado, Condoleezza Rice, se permitió nada menos que no asistir a la cumbre del Foro Regional de la ASEAN (ARF) que se celebró en Laos en julio de 2005, alegando simples problemas de agenda. Otro ejemplo es la suspicacia de Washington ante los procesos regionales estrictamente asiáticos (como ASEAN+3 o la Cumbre de Asia Oriental, de los que no forma parte), que le ha impedido tomar medidas de acercamiento a esas nuevas formas de regionalismo, como, por ejemplo, la firma del Tratado de Amistad y Cooperación de la ASEAN, al que se han adherido ya países como Japón, China, la India, Pakistán, Rusia, Australia y Francia (la UE lo hará presumiblemente en 2009). Un informe de la Asia Foundation sobre el papel de EEUU en Asia publicado en agosto de 2008 y coordinado, por parte estadounidense, por los antiguos embajadores Michael Armacost y J. Stapleton Roy, concluía que, dada la importancia estratégica de la región, “EEUU no se puede permitir el tratar los desafíos en Asia como asuntos de segunda o tercera fila”.
Además, Washington debe, en Asia-Pacífico también, restaurar la reputación de EEUU y recuperar la confianza perdida tras ocho años de una proyección internacional que ha generado una imagen que está bajo mínimos. Las causas son bien conocidas: unilateralismo (y desprecio manifiesto por casi cualquier iniciativa multilateral), guerra de Irak y activismo militar, dogmatismo ideológico, incapacidad para, ya no dirigir, sino incluso participar en la lucha contra el cambio climático, desatención a algunos de los derechos humanos más elementales (en Guantánamo o Abu Ghraib) y, para colmo, una crisis financiera con epicentro en los propios EEUU y consecuencia de años de una desregulación negligente por su gobierno. Para cambiar ese estado de cosas, EEUU debe promover su soft power, otorgando prioridad a la diplomacia multilateral, la lucha contra el terrorismo con la ley en la mano y la solución eficaz e internacionalmente responsable de sus problemas económicos internos. Además, debería, haciendo gala también de smart power, otorgar particular importancia a la lucha contra el cambio climático, encabezando las iniciativas internacionales (y, desde luego, dejando, de entrada, de obstaculizar el desarrollo de las negociaciones post-Kyoto) y promoviendo la transferencia de técnicas limpias a los países en desarrollo.
Adicionalmente, Washington debe abandonar, en sus relaciones con Asia-Pacífico, las incoherencias de los últimos años y que se han debido principalmente a las divisiones, dentro de la propia Administración republicana, entre ideólogos y pragmáticos o, más inequívocamente, entre neoconservadores y tradicionalistas. En el caso de Asia, esas divisiones produjeron resultados muy poco deseables, como en la política con China hasta 2003 o en la forma de abordar la crisis con Corea del Norte hasta 2007.
Por añadidura, si EEUU quiere que su salida ordenada de Irak y la concentración de esfuerzos militares en Afganistán (con implicaciones, claro está, en la lucha contra el terrorismo y la inestabilidad en Pakistán) lleguen a buen puerto, deberá contar con una mayor cooperación de los grandes países asiáticos, sin cuyo concurso esos objetivos se antojan poco menos que imposibles. Es bien sabido que Obama mencionó varias veces durante la campaña electoral la “necesidad de estabilizar Afganistán”, lo que sin duda exigirá una mayor presencia de tropas y un esfuerzo presupuestario considerablemente mayor.
En lo que atañe a países particulares, la Administración Obama habrá de intentar poner fin de una vez a la crisis nuclear con Corea del Norte. Deberá continuar la política que la Administración Bush desplegó desde la primavera de 2007, tras varios años de un enfoque inútil y contraproducente. Obama tiene, además, varias ventajas que pueden hacer esa solución algo más fácil: al no sufrir la presión del ala más conservadora del Partido Republicano, el presidente podrá acelerar la normalización de relaciones con Pyongyang y no cabe descartar que establezca relaciones directas con Corea del Norte, que se sumarían a las de las reuniones a seis bandas (con China, Corea del Sur, Japón y Rusia). Algunos medios especulan incluso con la posibilidad de un encuentro entre Barack Obama y Kim Jong Il, si es que éste se recupera de sus aparentemente graves problemas de salud.
En cuanto a China, la Administración Obama debería tomar buena nota de que la imagen de Pekín ha mejorado mucho en paralelo al deterioro de la de EEUU y de que su contribución potencial a la estabilidad del orden global se ha revalorizado sustancialmente como consecuencia de la crisis financiera internacional. Sus funciones de locomotora del crecimiento económico mundial, de tenedora de deuda pública de EEUU (por un valor que supera los 600.000 millones de dólares) y de proveedora de crédito e inversiones hacen que la economía china sea particularmente importante en la coyuntura actual. En un plano a más largo plazo, Washington debería reconsiderar lo que muchos analistas denominan la “estrategia de contención de China” desplegada por la Administración Bush, bien es cierto que bajo la fachada de unas relaciones políticas bilaterales cada vez más cordiales. Según una influyente corriente de opinión, la presencia de tropas en Asia Central, el acuerdo nuclear con la India y el apoyo sin matices a la nueva política de seguridad de Japón (basada en el “arco de democracia y prosperidad” formado por Japón, Australia, la India y Europa) son, entre otros, aspectos de esa estrategia de contención.
En lo que se refiere a Japón, la nueva Administración demócrata tendrá quizá que lidiar en 2009 con un cambio político de alcance, que será la sustitución en el poder del Partido Liberal Democrático por el Partido Democrático de Japón, opuesto a la asistencia militar en Irak y menos proclive a adoptar una política exterior subordinada a la de EEUU.
Sobre las relaciones con la India, el presidente Obama, durante la campaña electoral, propuso eliminar los incentivos fiscales a las empresas que deslocalizan puestos de trabajo. Tal medida sería muy mal vista por la India, que se ha beneficiado mucho en los últimos años por el outsourcing de servicios por parte de empresas estadounidenses. Otro reto será el de gestionar el polémico acuerdo nuclear, que sin duda se verá claramente respaldado por la nueva Administración dados los intereses en juego.
Finalmente, por citar únicamente los países asiáticos de mayor importancia en las relaciones bilaterales de EEUU en estos momentos, Washington tendrá que vérselas con el gobierno del conservador Lee Myung-bak en Seúl. Además, durante la campaña Obama insinuó que defendería una renegociación del acuerdo de libre comercio con Corea del Sur para hacerlo menos desfavorable para los trabajadores estadounidenses. Es ésta una promesa electoral que seguramente no se mantendrá, ya que es costumbre que los candidatos demócratas critiquen, en campaña, los acuerdos comerciales para luego defenderlos, una vez llegados al poder. Sin ir más lejos, Bill Clinton fue muy crítico con el TLCAN antes de su primer mandato.
¿Qué cabe esperar?
Durante la campaña electoral, Asia-Pacífico no estuvo muy presente entre las prioridades de Obama. La única excepción importante fue la crítica a China por su supuesta “manipulación” del tipo de cambio del yuan y por tener, consiguientemente, un excesivo superávit comercial en sus intercambios con EEUU (256.000 millones de dólares en 2007). Pero no debería, en principio, tener reflejo en la política de la nueva Administración. Se trata en efecto de una crítica habitual en períodos de campaña, especialmente entre los candidatos demócratas (Bill Clinton la hizo también antes de 1992). Además, una apreciación sustancial del yuan con respecto del dólar, sumada a la que se ha producido ya desde 2005, es muy improbable, dada la desaceleración en curso del crecimiento en China. Por añadidura, un análisis del déficit comercial de EEUU con Asia permite comprobar que, en los últimos años, más que crecer, lo que ha hecho es repartirse de otra manera, aumentando con China pero reduciéndose con Japón, Corea del Sur y Taiwán, mientras que se ha incrementado el superávit con Hong Kong y Singapur.
Por otra parte, en algunas capitales asiáticas existe cierto temor ante las veleidades proteccionistas del Partido Demócrata y ante su tendencia a reclamar la inclusión de normas laborales y medioambientales en los acuerdos de libre comercio, como los que están en curso con Corea del Sur o la ASEAN, así como una fundada preocupación de que las medidas de protección comercial se acrecienten por la crisis económica. No obstante, sin que pueda descartarse absolutamente un rebrote del proteccionismo, tal cosa no parece muy probable, en parte porque el discurso del Partido Demócrata no se traslada habitualmente a la práctica y en parte porque sería un fenómeno desastroso para las economías asiáticas exportadoras y, por tanto, muy negativo para su capacidad de financiar el déficit exterior de EEUU. No hay que olvidar que en Asia-Pacífico están los países con mayores reservas en divisas del mundo así como varios de los fondos soberanos (sovereign wealth funds) más importantes del planeta.
Es de prever que, con Obama y el retorno del soft power, EEUU restaure su imagen en Asia-Pacífico y recupere la confianza perdida entre los gobiernos asiáticos. También es previsible que la política exterior tenga menos incoherencias, puesto que ya no se darán las divisiones doctrinales propias del Partido Republicano. Es igualmente de esperar de Obama que preste más atención a Afganistán, y por tanto a Pakistán, que a Irak y que culmine la solución a la crisis con Corea del Norte, acelerando incluso la normalización de relaciones con Pyongyang. Tampoco habrá grandes sorpresas en las relaciones con Japón, India y Corea del Sur.
Las primera gran incógnita reside por tanto en si la nueva Administración será capaz de prestar a Asia-Pacífico la atención debida, en un contexto en el que los desafíos internos en EEUU son enormes (solución de la crisis financiera, estímulo a la economía con inversión pública, control del déficit presupuestario, mejoras en sanidad y educación y mayor protección del medio ambiente, entre otros). La segunda incógnita es si la presidencia de Obama se distinguirá por darse cuenta que una estrategia de contención de China es contraproducente. Como es sabido, la tesis de la amenaza potencial de China puede ser una profecía que se cumpla a si misma. Conviene recordar la frase de un discurso de septiembre de 2005 de Robert Zoellick, entonces subsecretario de Estado y actual presidente del Banco Mundial: “muchos países esperan que China adopte un ‘auge pacífico’, pero ninguno apostaría su futuro a tal cosa”. La comunidad internacional tiene que decidir si se fía o no de una China que ha demostrado, según muchos especialistas, no tener capacidad ni voluntad para distorsionar el orden internacional existente y provocar conflictos, económicos o de otra naturaleza. Si no existe tal confianza, China puede verse empujada a una carrera de armamentos y a tomar decisiones contrarias a sus pretensiones de “desarrollo pacífico”.
Conclusiones
Aunque el balance de los dos mandatos del presidente Bush en las relaciones entre EEUU y Asia-Pacífico presenta aspectos positivos, lo cierto es que éstos se han debido, en buena medida, a factores externos a las políticas de Washington, que la atención prestada al continente asiático ha sido insuficiente y que la imagen de EEUU en la región ha perdido muchos enteros, en parte por un discurso moralista no ajustado a determinadas prácticas propias.
Mejorar tales relaciones exige una agenda ambiciosa: prestar más atención a la zona, restaurar la reputación de EEUU y la confianza en sus políticas, acrecer la cooperación con los grandes países asiáticos (especialmente para estabilizar Afganistán), solucionar de una vez la crisis con Corea del Norte, mantener las relaciones privilegiadas con los socios tradicionales (y fomentarlas con los nuevos aliados, como la India) y adoptar una estrategia más inteligente con respecto a China.
Es muy posible que, por diferentes motivos, la Administración Obama tenga la posibilidad de cumplir buena parte de esos objetivos. Con todo, existen dos grandes incógnitas: dados los enormes desafíos internos, ¿podrá Obama prestar a Asia-Pacífico la atención que merece? y, a la vista de la importancia singular de la relación con Pekín, ¿será capaz el presidente de adoptar una estrategia más inteligente en las relaciones EEUU-China?