martes, 3 de junio de 2008

LA NUEVA DIPLOMACIA DE CHINA HACIA LAS DICTADURAS


Stephanie Kleine-Ahlbrandt y Andrew Small

A China se le acusa con frecuencia de apoyar a una serie de déspotas, proliferadores nucleares y regímenes genocidas, protegiéndolos de las presiones internacionales y revirtiendo el avance en lo referente a los derechos humanos y los principios humanitarios. Sin embargo, durante los últimos dos años, Beijing ha estado cambiando silenciosamente su política hacia los Estados parias. En octubre de 2006, denunció firmemente las pruebas nucleares de Corea del Norte y tomó el liderazgo, junto con Estados Unidos, en el diseño de una amplia resolución en la Organización de las Naciones Unidas (ONU) que imponía sanciones en contra de Pyongyang. En el último año, ha votado a favor de imponer, y después endurecer, sanciones contra Irán; ha apoyado el despliegue de una fuerza combinada de Naciones Unidas y la Unión Africana (ONU-UA) en Darfur; y ha condenado la brutal represión gubernamental en Birmania (país al que la junta militar en el poder renombró como Myanmar, en 1989). Hoy, China está dispuesta a condicionar su protección diplomática hacia estos países parias, para forzarlos a que se conviertan en Estados aceptables para la comunidad internacional. Y está apoyando -- incluso, en algunos casos, ayudando a crear -- procesos que marquen el camino hacia la legitimidad para esos Estados, tales como las Conversaciones de las Seis Partes sobre Corea del Norte, minimizando así el riesgo de que se tomen medidas coercitivas contra ellos.

El cálculo cambiante de China en lo que respecta a sus intereses económicos y políticos ha impulsado, en parte, este giro. Con el aumento de sus inversiones en Estados parias durante la década pasada, China ha tenido que diseñar una estrategia más sofisticada para proteger tanto a sus recursos como a sus ciudadanos en el extranjero. Ya no considera como la estrategia más efectiva brindar apoyo incondicional y sin reservas a regímenes impopulares, y en algunos casos frágiles. Una motivación aún más importante proviene de las altas expectativas de Occidente en lo que respecta al papel global de China. Frente al 17º Congreso del Partido el pasado octubre, los Juegos Olímpicos de Beijing de 2008 y las elecciones presidenciales en Taiwán también este año, los funcionarios chinos habrían preferido pensar en evitar los problemas en casa más que en el desarrollo de una nueva política exterior. Sin embargo, las crisis nucleares en Corea del Norte e Irán, así como la indignación internacional por los acontecimientos en Darfur y Birmania, los han obligado a reflexionar sobre eso: Beijing no tiene más opción que preocuparse por su imagen internacional. Los temores de China a una reacción violenta y al daño potencial en sus relaciones estratégicas y económicas con Estados Unidos y Europa han impulsado a Beijing a esforzarse mucho por demostrar que es una potencia responsable.

Las relaciones de Beijing con Estados parias varían enormemente, pero el gobierno comienza a manejarlas de manera más consistente. Sería prematuro llamarle a esto una nueva doctrina de política exterior china, pero sí está surgiendo una nueva práctica en este ámbito. El cambio también trae consigo una oportunidad para tener mayor cooperación con Estados Unidos. La influencia de China sobre algunos regímenes problemáticos, así como la aparente disposición del alto liderazgo de Beijing para ejercerla, ya ha creado la posibilidad de lograr avances en una gran cantidad de asuntos que estaban estancados, tales como la proliferación nuclear en Irán y la represión política en Birmania. Además, el debate en Beijing ha pasado de discutir cómo defender el principio de no intervención a considerar las condiciones en las que la intervención se justifica.

Sin embargo, hay limitaciones importantes. China no ha experimentado un cambio significativo en sus valores. Sus intereses económicos siguen siendo una prioridad, y aún no comparte la posición de Washington sobre los derechos humanos o la democracia. Sin duda, Estados Unidos tiene su propio historial de apoyo a las autocracias que le son afines, pero estos regímenes nunca se han hecho ilusiones con respecto de las preferencias reales de Estados Unidos o sobre su vulnerabilidad ante los cambios basados en cálculos de Realpolitik. Con China, no obstante, han podido establecer relaciones libres de tensiones o de molestias en asuntos tales como la democracia. Por ejemplo, aun cuando China presiona a los Estados parias para que reformen (limitadamente) sus políticas y economías, sostiene, desde su propia experiencia, que las reformas y la apertura económica no necesariamente tienen que conducir a la democracia. El respeto por la soberanía del Estado sigue siendo el fundamento principal de muchas de las alianzas clave de China, las cuales fomenta no sólo porque son importantes económicamente, sino también porque son una protección ante una posible ruptura en sus relaciones con Occidente.

Por lo tanto, el reto para Estados Unidos y sus aliados será sacar el mejor provecho del cambio en la percepción de China sobre sus intereses, y al mismo tiempo percatarse de que las políticas más amplias de China hacia los regímenes autoritarios no se alinean con las suyas. Aparentemente, Beijing no se convertirá en un socio consistente para Occidente cuando se trate de lidiar con las dictaduras, pero se está convirtiendo cada vez más en una parte importante de la solución de muchos casos problemáticos.

Matrimonios de fortuna

Poco después de haber tomado el poder, en 1949, el Partido Comunista de China (PCCh) instituyó una política exterior con el fin de promover la "coexistencia pacífica" que se basaba en cinco principios, incluidos la no interferencia en asuntos internos de otros Estados y el respeto a su integridad territorial y su soberanía. Sin embargo, en la práctica, estos principios frecuentemente se subordinaban a las consideraciones de la Guerra Fría y, también, posteriormente, en la década de los sesenta y setenta, al apoyo de Mao Zedong a las insurgencias revolucionarias. Mientras que Corea del Norte era un Estado cliente de China, en Birmania, Beijing apoyó la insurgencia del Partido Comunista de Birmania en contra del régimen militar que tomó el poder en 1962 (y cuyo sucesor gobierna en la actualidad). El apoyo de China a los movimientos revolucionarios en África y en el Medio Oriente colocó a Beijing del lado de Robert Mugabe, en Zimbabue. Sin embargo, en Irán, los principios no le impidieron ponerse del lado del sah* en contra del Partido Tudeh, alineado con los soviéticos y la principal fuerza de oposición, por temor a que Moscú pudiera extender su influencia en el Golfo Pérsico.

Después de 1978, Deng Xiaoping puso a la política china sobre nuevas bases. Su política de "reforma y apertura" subordinó los elementos revolucionarios y antiimperialistas de la política exterior de China al imperativo dominante del desarrollo económico. Beijing suspendió su apoyo a las insurgencias maoístas en todo el mundo, y la orientación general de su diplomacia dejó de ser ideológica. Después de la represión de la Plaza de Tiananmen en 1989 y el colapso de la Unión Soviética en 1991, China temía la llegada de un orden global dominado por Estados Unidos, y, por eso, profundizó sus relaciones con Estados parias. Al final, en aquellos días, China misma había dado un viraje hacia el estatus de Estado paria. Sin embargo, las preocupaciones de los formuladores de políticas públicas de Occidente sobre las relaciones de China se restringían, en gran medida, a la proliferación nuclear y a la venta de armas. El interés de China en el crecimiento económico y, cada vez más, en rehabilitar su reputación internacional evitaron que se enfrentara abiertamente con Occidente. Rara vez utilizó su posición en el Consejo de Seguridad de la ONU para proteger a los Estados parias de la presión internacional. Terminó por ceder en los asuntos relacionados con la proliferación. A diferencia de la situación actual, sus paquetes de apoyo económico y político no eran rival para la cooperación al desarrollo de Occidente. La política exterior de China de la década de los noventa básicamente siguió la llamada estrategia de 24 caracteres de Deng: "Observar con calma; asegurar nuestra posición; afrontar los problemas de forma serena; esconder nuestras capacidades y esperar la llegada de nuestro momento; ser capaces de mantener un perfil bajo; y nunca reclamar el liderazgo".

Todo esto empezó a cambiar a finales de los años noventa con la extraordinaria expansión económica de China y su correspondiente necesidad de energía y de recursos naturales. China comenzó a aprovechar sus largas relaciones de amistad con regímenes parias y la mínima competencia con las empresas occidentales (cuyas actividades estaban limitadas por sus gobiernos, las sanciones multilaterales o las presiones internas) en esos países. China se convirtió en uno de los inversionistas y socios comerciales más importantes de los Estados díscolos (rogue states). Ante la insistencia de algunos gobiernos autoritarios, ansiosos de tener a Beijing como patrocinador, China envió a sus empresas estatales para hacer enormes inversiones, endulzando los acuerdos con préstamos y ayuda militar significativos. En 1996, con la salida de las compañías petroleras occidentales de Sudán, entonces patrocinador del terrorismo, las empresas chinas adquirieron una mayoría del 40% de las acciones de la empresa Greater Nile Petroleum Operating Company. (Sus intereses en el sector petrolero en Sudán han aumentado desde entonces, lo que incluye también inversiones sustanciales en Darfur y, en años recientes, han adquirido hasta las dos terceras partes de las exportaciones petroleras de ese país). Tales actividades se han intensificado después de que Beijing anunciara una nueva estrategia de "salida" en 2001 que promovía la inversión china en el mundo en desarrollo. En 2004, Irán -- que ya era uno de los principales abastecedores de petróleo crudo de China -- acordó vender a una compañía china 20 000 millones de dólares en gas natural al año durante veinticinco años, lo que representaba entonces la compra de gas natural más grande del mundo. Ese mismo año, el descubrimiento de un nuevo yacimiento de gas cerca de la costa de Arakan, en Birmania, detonó los febriles esfuerzos de China para negociar los derechos de exploración. Para 2007, China se había convertido en el socio comercial más importante de Irán, Corea del Norte y Sudán, y el segundo más importante de Birmania y Zimbabue.

A su vez, todas estas inversiones cambiaron la percepción de China de su propio interés nacional. En septiembre de 2004, Beijing amenazó con vetar las resoluciones de la ONU que impusieran sanciones a Sudán. Además, a medida que la crisis nuclear iraní empezó a escalar en el verano de 2004, China sugirió que sería inapropiado que el Consejo de Seguridad discutiera el tema. Para completar el cuadro, China (junto con Rusia) invitó a Irán como observador a la Organización de Cooperación de Shanghái, la cual promueve la cooperación militar y de seguridad entre seis Estados asiáticos.

Para finales de 2004 y principios de 2005, el apoyo de China a los regímenes parias había dado un giro defensivo e, incluso, ideológico. Beijing empezó a preocuparse cada vez más por la propagación de "revoluciones de color" en toda la región del Cáucaso y por lo que veía en la cada vez más agresiva agenda de democratización del gobierno de Bush. Al inicio del segundo período presidencial de George W. Bush -- a medida que Washington criticaba el crecimiento militar de China, presionaba a los aliados de Estados Unidos para que restringieran la transferencia de armamento a Beijing, estrechaba sus relaciones con India y Japón, y modernizaba sus fuerzas armadas en el Pacífico occidental -- a Beijing le preocupaba que la política de Estados Unidos hacia China se acercara más a la contención.

Durante este período, China defendió abiertamente a los gobiernos autoritarios que estaban bajo la presión de Occidente. Los líderes de Corea del Norte, que habían visto cómo se enfriaban sus relaciones con China durante el gobierno de Jiang Zemin, recibieron de repente la acogida del presidente Hu Jintao. En 2005, dos semanas después de que las tropas del gobierno uzbeko mataran a docenas de manifestantes en Andijan, el gobierno chino recibió al presidente Islam Karimov con 21 salvas de artillería y elogió la forma en que manejó la insurrección. En julio de ese año, en el punto álgido de la condena internacional sobre la operación del gobierno de Zimbabue llamada "Sacar la basura" (Operation Drive Out Trash) -- una campaña para demoler las casas de cientos de miles de zimbabuenses que vivían en bastiones de la oposición -- el presidente Mugabe disfrutó de una visita oficial de una semana a China. Mientras tanto, los diplomáticos chinos en Nueva York trataron de bloquear la discusión en el Consejo de Seguridad sobre un informe de la ONU que condenaba la crisis zimbabuense. Aproximadamente al mismo tiempo, China condujo sus primeros ejercicios militares conjuntos con Rusia y apoyó una declaración de la Organización de Cooperación de Shanghái que exigía un calendario para el cierre de las bases militares estadounidenses en Asia Central.

Un participante interesado y responsable

Estados Unidos decidió lidiar de frente con estos problemas en septiembre de 2005, cuando el subsecretario de Estado Robert Zoellick le pidió a China que asumiera el papel de "participante responsable" (responsible stakeholder) en el sistema internacional. Zoellick advirtió a Beijing que sus lazos con Estados "problemáticos" tendrían "repercusiones en todo el mundo" y que debía elegir si quería "estar en contra nuestra y, quizás, también en contra de otros en el sistema internacional". No obstante, si China adoptaba un papel global constructivo, dijo Zoellick, Estados Unidos vería con buenos ojos su ascenso, aunque con límites en sus relaciones con Beijing dadas las "incertidumbres sobre la manera en que China utilizaría su poder". El mensaje, que llegó en medio de un acalorado debate en Beijing sobre el concepto de "ascenso pacífico" de China, fue muy tranquilizador. Beijing se dio cuenta de que sus temores sobre una cascada de revoluciones democráticas instigadas por Estados Unidos en toda Eurasia estaban fuera de lugar, en especial por la cada vez más débil posición de Estados Unidos en Iraq. Al pedirle a China que se convirtiera en un "participante responsable", Washington solamente le estaba pidiendo que cooperara en la formulación de políticas hacia un pequeño grupo de países problemáticos: Estados con el potencial de tener armamento nuclear, como Corea del Norte e Irán, y países que eran blanco de una enorme indignación internacional, como Sudán. Después de la visita del presidente Hu a Washington, en abril de 2006, Beijing llegó a otra conclusión: con Estados Unidos cada vez más enredado en el conflicto de Medio Oriente, necesitaría cada vez más la ayuda de China. Beijing pudo haber visto este cambio como una carga, pero era innegable que también brindaba la oportunidad de asegurar una posición más cooperativa de Estados Unidos en prioridades clave para China, incluyendo el tema de Taiwán. Por lo menos, los funcionarios chinos creyeron que trabajar con Estados Unidos de esta manera reduciría las probabilidades de un enfrentamiento y permitiría a China centrarse en los problemas nacionales.

Pero la incursión inicial de China en una nueva "diplomacia hacia las dictaduras" sucumbió, principalmente en lo relativo a Corea del Norte. El gobierno chino había ayudado a convocar las Conversaciones de las Seis Partes en Beijing, en 2003, pero durante algún tiempo prefirió desempeñar el papel de anfitrión más que de intermediario. Asumió un papel activo en la redacción de la declaración conjunta de septiembre de 2005, en la que Corea del Norte aceptó abandonar todas sus armas nucleares, así como los programas de armas nucleares. Pero entonces China no estaba dispuesta a presionar a Pyongyang para asegurarse de que respetaría el acuerdo o a tratar de convencer a Washington de que ablandara su posición cada vez más dura. Por un lado, Beijing apoyaba las sanciones financieras bilaterales de Estados Unidos: el Banco de China congeló las cuentas bancarias norcoreanas. Por otro, continuó defendiendo a Pyongyang aun después de que realizara una prueba balística en julio de 2006. Este enfoque fue el peor de ambos mundos: debilitó la confianza de Pyongyang en Beijing y no logró persuadir a los diplomáticos estadounidenses de que China hablaba en serio en lo referente a la contención de las ambiciones nucleares de Corea del Norte.

Finalmente, la situación llegó a su límite en octubre de 2006, cuando, durante la plenaria anual del Comité Central del Partido Comunista de China, se le informó a Hu, con sólo 20 minutos de anticipación, que Corea del Norte estaba a punto de realizar una prueba nuclear. Beijing denunció de inmediato el comportamiento de Pyongyang y lo calificó de "desvergonzado". Cooperó enseguida con Estados Unidos para imponer extensas sanciones de la ONU y envió a un funcionario chino para advertir al líder norcoreano Kim Jong Il sobre las consecuencias de pruebas posteriores. Los analistas chinos que entrevistamos en Beijing después de la prueba del misil de julio de 2006 y de la prueba nuclear de octubre de 2006 dijeron que creían que los líderes habían aprendido la lección. Así lo afirmó uno de los analistas: "Solíamos tratar estos asuntos como un problema entre Corea del Norte y Estados Unidos. Debimos haber tratado este problema como si fuese nuestro".

La experiencia con Corea del Norte dejó a los funcionarios chinos con sentimientos encontrados: confiaban más en su poder diplomático, pero dudaban de la disposición de Pyongyang para desarmarse y lamentaban haber desperdiciado gran parte de su influencia. Sobre todo, aprendieron que actuar con indecisión puede ser más dañino que actuar con determinación. Tal parece que, progresivamente darse cuenta de eso, sirvió de base para la política de China hacia Irán desde principios del verano de 2006, aun cuando Beijing apenas comenzaba a cuestionar su acercamiento con Corea del Norte. En julio de 2006, China decidió apoyar de manera activa el esfuerzo multilateral para enfrentar a Irán con respecto a sus ambiciones nucleares: votó a favor de la Resolución 1696 del Consejo de Seguridad de la ONU, que exigía la suspensión de las actividades iraníes de enriquecimiento de uranio y amenazaba con imponer sanciones en caso de incumplimiento. Desde entonces, ha apoyado resoluciones para imponer y después endurecer sanciones a Irán, y ha apoyado también una declaración condenatoria extraordinaria del Grupo de Acción Financiera, el cuerpo internacional que fija los estándares sobre lavado de dinero y temas financieros relacionados con acciones contraterroristas. También mandó a su canciller, así como a un enviado especial, a Teherán con el fin de exhortar al gobierno iraní a que dejara de enriquecer uranio.

Fue más notable aún el rediseño chino de su enfoque hacia Sudán. Mientras que China veía a Corea del Norte y a Irán como dos países que planteaban problemas tradicionales para la seguridad internacional, había insistido durante largo tiempo en que las masacres en Darfur eran un asunto interno. En abril de 2006, se había abstenido de votar sobre una medida del Consejo de Seguridad de la ONU que imponía sanciones dirigidas a cuatro funcionarios del gobierno sudanés. Sin embargo, para el verano de 2006, los riesgos para los intereses chinos en el terreno habían aumentado significativamente. Un acuerdo de paz firmado en mayo se había venido abajo, y los combates en Darfur habían escalado hasta extenderse al vecino Chad, en cuyo naciente sector petrolero había prometido invertir Beijing hacía poco. En medio de las cada vez mayores exigencias públicas para detener el genocidio en Darfur, que se hablara de una intervención militar por parte de Occidente exacerbó los temores de China sobre la inestabilidad en la zona. Como resultado, en septiembre, China urgió al gobierno sudanés a aceptar un plan diseñado por el entonces Secretario General de la ONU, Kofi Annan, el cual creaba las condiciones necesarias para el despliegue de 20 000 tropas como parte de una fuerza híbrida ONU-UA para el mantenimiento de la paz en Darfur. En una reunión especial del Consejo de Seguridad de la ONU, en noviembre de 2006, el embajador de China ante la ONU, Wang Guangya, intervino de manera puntual para asegurar la aceptación del plan por parte del gobierno sudanés. Después, Hu discutió el tema con el presidente sudanés Omar al-Bashir en la cumbre sino-africana que se realizó posteriormente, en ese mismo mes, y de nuevo durante su propio viaje a Jartum, a principios de 2007. Al describir esta última visita, Wang declaró: "Generalmente, China no envía mensajes, pero esta vez sí lo hizo".

Los preparativos ya estaban en marcha para la visita a Sudán del ministro adjunto de Relaciones Exteriores chino, Zhai Jun, cuando comenzó, a principios de abril, la campaña no gubernamental a favor de un boicot a la llamada Olimpiada del Genocidio en Beijing. Poco tiempo después, Zhai visitó los campos de refugiados en Darfur, un acontecimiento insólito para un funcionario chino de alto rango. En una semana, Jartum había aceptado el despliegue en Darfur de más de 3 000 tropas de la ONU, que incluían 275 ingenieros militares chinos. Con la presión todavía en aumento, China nombró en mayo a Liu Guijin, un ex embajador chino en Sudáfrica y Zimbabue, como su primer enviado especial para asuntos africanos. Y, el 31 de julio de 2007 -- el último día de su presidencia en el Consejo de Seguridad -- , China apoyó el establecimiento de una fuerza ONU-UA de 20 000 soldados. A pesar de que la propuesta se había diluido considerablemente, sí hacía un llamado al cese de los bombardeos aéreos por parte de las fuerzas del gobierno sudanés y ordenado la protección del personal de ayuda y los civiles. En privado, Beijing exigió que el gobierno sudanés implementara la resolución. Al día siguiente, Jartum emitió una declaración en la que prometía hacerlo. El subsecretario de Estado de Estados Unidos, John Negroponte, dijo que China había "desempeñado un papel clave en la negociación del acuerdo".

El reciente manejo de Beijing de la situación en Sudán demuestra que está aprendiendo las limitaciones de la no intervención, sin importar qué tanto ese principio siga siendo parte de su retórica oficial. Es probable que el concepto haya sido útil cuando China era relativamente débil y trataba de protegerse de la intervención extranjera. Pero China ha empezado a considerar la no intervención como algo cada vez menos útil a medida que aprende sobre los peligros de confiar tácitamente sus intereses empresariales a gobiernos represivos. Ésta es la razón por la que Beijing también ha reducido recientemente su apoyo al gobierno de Mugabe, incluso en ausencia de una fuerte presión internacional para hacerlo. Los funcionarios chinos se han quejado de que la situación económica en Zimbabue -- donde la inflación es de 8 000% -- es "la peor" en el mundo y que los acuerdos chinos con el gobierno zimbabuense sobre plantas de energía, vías férreas y minas de carbón son un "dolor de cabeza". Los proyectos de miles de millones de dólares que se anunciaron con bombo y platillo se han desplomado. Harare ha declarado una moratoria en el pago de los préstamos chinos. Hu no visitó Zimbabue durante un viaje realizado en febrero de 2007, en el cual visitó casi todos los países vecinos. Después de haber apoyado públicamente la brutal operación de Mugabe para "limpiar" las áreas pobres en 2005, Beijing mantuvo un frío silencio durante otra represión violenta de la oposición el año pasado e intensificó sus esfuerzos para cultivar lazos con los posibles sucesores de Mugabe. En septiembre pasado, el enviado chino Liu dijo que, debido al deterioro de la situación, China reduciría sustancialmente la ayuda para el desarrollo que da a Zimbabue y se limitaría únicamente a brindarle ayuda humanitaria.

El apoyo en rápido crecimiento de Beijing a las operaciones para el mantenimiento de la paz de la ONU es otro ejemplo del giro que China ha dado, de la no intervención a una política exterior más pragmática. China es ahora el segundo proveedor de personal para las misiones de la ONU entre los miembros permanentes del Consejo de Seguridad (después de Francia, con apenas 139 soldados menos), y ha empezado a considerar el despliegue de tropas de combate chinas bajo la égida de la ONU por primera vez. Este acto alimenta la estrategia general de diplomacia pública de China y permite que supervise y estabilice a países y regiones donde sus intereses económicos están en riesgo, particularmente en África. En la actualidad, Beijing contribuye con siete de las nueve misiones de la ONU en el continente africano.

Los chicos del barrio

Una prueba más contundente de la posición cambiante de China es, sin embargo, su comportamiento en su propia región, donde las preocupaciones por promover unas fronteras estables y evitar el cerco por parte de los aliados de Estados Unidos tienen un peso mayor en los cálculos de Beijing. Al igual que Corea del Norte y Sudán, Birmania es tanto un cliente estratégicamente importante como una vergüenza para China. No obstante, Beijing tiene intereses más profundos en Birmania, un vecino, aliado cercano y hogar de un millón de connacionales chinos. Además de preocuparse por viejos problemas como el tráfico de drogas y el crimen transfronterizo, así como la expansión potencial de las insurgencias étnicas de Birmania, Beijing espera utilizar los puertos birmanos y nuevas vías de transporte hacia la India para desarrollar las provincias del suroeste chino que son pobres y no tienen salida al mar. En un esfuerzo por facilitar el envío de abastecimientos petroleros provenientes de África y de Medio Oriente, evitando la ruta que pasa por el cuello de botella del Estrecho de Malaca, China también está planeando la construcción de un oleoducto y de un gasoducto desde el occidente de Birmania hasta Yunnan y Sichuan.

Sin embargo, la paciencia de China con la junta militar birmana ha empezado a agotarse recientemente. Durante varios años, Beijing motivó a la junta para que llevara a cabo reformas económicas y políticas al estilo chino, con el fin de ayudar al régimen a consolidarse en el poder, asegurar la estabilidad y volver a ganar la aceptación internacional. Apoyó al ex primer ministro Khin Nyunt, a quien consideró como un reformista al estilo de Deng, sólo para verlo derrocado en 2004. La confianza de China en la capacidad o en la disposición de la junta para llevar a cabo las reformas se desvaneció a medida que el régimen birmano se endurecía todavía más. Sin embargo, Beijing pasó de ofrecer apoyo a ejercer presión sobre el régimen, una vez que tal apoyo fue puesto en evidencia en el Consejo de Seguridad de la ONU. A mediados de 2006, Estados Unidos circuló una resolución en el Consejo de Seguridad que exigía la liberación de prisioneros políticos, condenando las prácticas birmanas en lo referente a los derechos humanos, y haciendo un llamado al establecimiento de un proceso político que llevara a una genuina transición democrática. China logró impedir dos veces que la resolución se discutiera, y cuando Estados Unidos y el Reino Unido finalmente la sometieron a votación en enero pasado, China y Rusia la vetaron. Fue la primera vez que Beijing vetó un asunto no relacionado con Taiwán desde 1973. Sin embargo, al mismo tiempo, Beijing exhortó al régimen a que "escuchara el llamado de su propio pueblo ( . . . ) y agilizara los procesos de diálogo y reforma".

Poco después, Beijing le dejó saber a la junta que la protección de China dependía de que tuviera una mayor disposición para seguir adelante con las reformas políticas y para tomar una posición menos desafiante ante la ONU y otras instituciones internacionales. El consejero del Estado chino Tang Jiaxuan fue enviado a Birmania en febrero pasado para transmitir este mensaje directamente al líder birmano, el general Than Shwe. Entonces, el gobierno birmano firmó un nuevo acuerdo con la Organización Internacional del Trabajo (OIT) a la que había amenazado con expulsar del país. Pocos meses después de la visita a Beijing del primer ministro birmano en funciones, Thein Sein, la junta anunció inesperadamente la reanudación de la convención nacional que había estado suspendida durante mucho tiempo, la cual se suponía abriría el camino para una nueva constitución y la celebración de elecciones. Incluso, mientras China presionaba al régimen para que incorporara las exigencias de los grupos étnicos minoritarios del país, comenzó a gestionar las relaciones por su propia cuenta, por ejemplo, reuniendo en Kunming a los líderes de varios grupos étnicos armados de Birmania y ejerciendo presión sobre ellos para que consideraran el desarme. Los funcionarios chinos también intensificaron sus esfuerzos para acercarse a la oposición democrática, invitando a sus representantes a reuniones en China. Y en julio, patrocinaron las conversaciones entre los gobiernos estadounidense y birmano en Beijing.

No obstante, cuando la convención nacional birmana fracasó en su esfuerzo por establecer un acuerdo político creíble, y estallaron las protestas masivas en Birmania el otoño pasado tras una escalada en los precios del combustible, Beijing se vio en la obligación de adaptar su estrategia. Así, aun cuando estaba evitando que se aprobaran sanciones multilaterales en contra de Birmania dentro de la ONU, apoyó una declaración del Consejo de Seguridad de ese organismo en la que deploraba firmemente el uso de la fuerza por parte de la junta militar contra los manifestantes pacíficos, aceptó (de manera poco característica) la aprobación de una resolución condenatoria en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU y presionó al gobierno birmano para que recibiera al enviado especial de la ONU Ibrahim Gambari y le brindara acceso para visitar a los generales de alto rango, así como a la líder de la oposición, Aung San Suu Kyi. Mientras se llevaban a cabo las manifestaciones de protesta, el gobierno chino urgió a la junta a que actuara con moderación, pero dejó en claro que su prioridad era prevenir otra revolución de color. Por muy preocupado que pudiera estar con respecto a su reputación internacional, Beijing en realidad no quiere ni puede pedirle al régimen birmano que "se suicide", como afirmó un analista chino. Más aún, con los oleoductos todavía por construirse y un ferviente interés por parte de la India en tener acceso a los recursos birmanos, la junta militar todavía goza de un poder económico considerable: tres días después de que China vetara la resolución punitiva del Consejo de Seguridad el pasado enero, el gobierno birmano concedió a una compañía china un jugoso contrato de exploración de petróleo y gas, a pesar de que un competidor indio había ofrecido más dinero.

En última instancia, los líderes chinos actuaron, en gran parte, en respuesta a la amenaza a la seguridad energética de China y a la pérdida potencial de un gobierno vecino cercanamente aliado ante lo que ellos vieron como un movimiento democrático proestadounidense. En lugar de aislar a la junta militar birmana cuando se encontraba contra la pared, Beijing decidió actuar como su protectora para después utilizar el capital político obtenido de esa forma y ejercer presión sobre ella una vez que la situación se calmara. Si el cambio político va a llegar a un país que realmente tenga importancia estratégica para China -- Birmania más que Zimbabue -- Beijing quiere definir el momento y la forma en que esto suceda.

Asuntos de dinero

Como lo sugieren las relaciones de China con Birmania, la nueva forma en que Beijing lidia con los Estados parias es inherentemente limitada. Para empezar, el cambio en la diplomacia de China no refleja un cambio fundamental en sus valores, sino una nueva percepción de sus intereses nacionales. Sus principales motivaciones siguen siendo la seguridad energética y el crecimiento económico, y los líderes chinos todavía se atienen a la estrategia de 24 caracteres de Deng. Beijing no está subordinando sus objetivos económicos a otras metas; simplemente está diseñando medios más sofisticados para alcanzarlos. Así, no es de sorprender que China haya evitado apoyar castigos severos en contra de Teherán y Jartum o que, a pesar de que haya removido a Sudán de su lista de países que gozan de un estatus comercial preferencial, pocos analistas en Beijing crean que esta maniobra restringirá sustancialmente las actividades de China en aquel país. La decisión de Hu de enfriar las relaciones con Zimbabue el año pasado fue un cálculo económico: cualquier inversión posterior en ese lugar redituaría muy poco mientras la crisis económica continuase, además de que Zimbabue ya estaba declarándose en moratoria frente a su deuda con China. Y cuando se trata de países en la periferia china, tales como Corea del Norte, Birmania o los Estados de Asia Central, la posibilidad de que haya cambios de régimen desencadena profundas inquietudes en Beijing con respecto a quedar rodeada de nuevas democracias -- las intenciones estratégicas reales de Estados Unidos detrás de su aprobación de la democratización en todo el mundo -- .

Además, el giro diplomático no está respaldado en Beijing por el consenso que sería necesario para llevar a cabo un cambio integral en la forma que tiene China para tratar con los Estados parias. Las maniobras de Beijing han sido graduales, con sus máximos líderes debatiendo en detalle los méritos de cada decisión que toman. La vieja guardia de China todavía se opone a presionar a Sudán o a imponer sanciones a Irán, por ejemplo, en nombre de la solidaridad con el mundo en desarrollo. Los de línea dura quieren apoyar a los regímenes parias con el fin de contrarrestar el poder de Estados Unidos. Muchas empresas chinas de armamento y de energía -- y sus poderosos simpatizantes en el gobierno -- se oponen con frecuencia a una política exterior china más responsable o tratan de esquivar las costosas restricciones que ésta conlleva. Y sin una sociedad civil abierta, una prensa libre o un Poder Judicial independiente, es cada vez más difícil hacer responsable de sus actos al gobierno, a las fuerzas armadas o a las compañías de China.

El liderazgo central ha hecho esfuerzos por alinear intereses empresariales chinos clave con su nueva diplomacia. Cabe recalcar que, en agosto de 2006, convocó al Politburó, a los ministros de gobierno, a los embajadores chinos, a los gobernadores provinciales, a los secretarios del partido, a funcionarios de las empresas estatales y a funcionarios de alto nivel del Ejército Popular de Liberación a la Conferencia Central del Trabajo sobre Asuntos Internacionales, la reunión más grande de política exterior en la historia reciente de China. Los participantes discutieron sobre cómo el comportamiento de las empresas chinas en el extranjero podía poner en riesgo la imagen del país, la necesidad de establecer una gran estrategia más coherente y cómo fortalecer el poder blando de China.

Pero estos esfuerzos han tenido un efecto poco discernible en la venta de armas por parte de China o en las actividades de las compañías energéticas chinas en Estados parias. Aunque no cabe la menor duda de que el historial de China ha mejorado con respecto a las tecnologías nucleares y de misiles sensibles durante la última década, Birmania, Corea del Norte, Irán, Sudán y Zimbabue continúan recibiendo armas pequeñas y ligeras, así como tecnologías de armas de uso dual y convencional, provenientes de los actores económicos y militares en China. Por ejemplo, China ha sido el proveedor de armamento más importante de Sudán desde 2004; en 2006, un panel de expertos de la ONU concluyó que "los casquillos que se recogieron en varios lugares de Darfur sugieren que la mayoría de las municiones que usan actualmente las partes en conflicto en Darfur está fabricada en Sudán o en China". La compañía energética china CNOOC negoció una inversión de 16 000 millones de dólares en yacimientos de gas natural en Irán, en una coyuntura crítica de las negociaciones sobre el programa nuclear en Teherán. En repetidas ocasiones, Washington ha pedido a Beijing que frene dichas actividades económicas en Irán y ha castigado a las empresas chinas que intentan transferir tecnologías que podrían apoyar los programas de misiles de Irán. Pero aun cuando los culpables están identificados, el sistema poco transparente de China hace difícil determinar si estas actividades las promueven compañías que operan fuera del control del gobierno central, elementos corruptos dentro de los servicios militares y de inteligencia chinos o quienes toman las decisiones en Beijing.

Pros y contras

Evidentemente, China continuará estableciendo su propia agenda, pero Estados Unidos y otros países interesados pueden desempeñar un papel destacado en la formulación de sus cálculos. Si otros países quieren que China se convierta en una parte importante de la solución en los Estados parias, tendrán que comenzar por desarrollar tanto una perspectiva realista de cuándo y cómo China estará dispuesta a ayudar, como un sentido claro de cómo sus intereses coinciden (o no) con los de China.

Esto significará, en parte, reconocer que la cooperación con Beijing algunas veces tendrá un costo. Es posible que requiera, por ejemplo, que se permita que sigan existiendo regímenes objetables o abstenerse de usar medidas coercitivas en contra de ellos. La capacidad de China para asumir un mayor papel como intermediario entre los regímenes parias y la comunidad internacional significa que puede definir los criterios últimos en las negociaciones. En muchas instancias, China preferirá presionar gradualmente a estos países, haciendo lo mínimo necesario para evitar una inestabilidad aguda o el oprobio internacional sostenido.

Es también probable que Occidente se encuentre luchando con esos asuntos en nuevos lugares: los cálculos económicos que han llevado a China a su posición influyente en muchos Estados parias ya están replicándose en otros países. China está invirtiendo cantidades cada vez más grandes en países ricos en recursos naturales, pero con gobiernos autocráticos e historiales de inestabilidad: ha inyectado 3 000 millones de dólares en Angola desde 2004 y, el pasado septiembre, autorizó un préstamo de 5 000 millones de dólares a la República Democrática del Congo. También está haciendo nuevas inversiones de envergadura en los sectores energéticos de Chad, Guinea Ecuatorial y Turkmenistán, entre otros.

Sin embargo, incluso la limitada reforma política y económica que China generalmente promueve es preferible al statu quo, y podría contener las semillas para llevar a cabo un cambio significativo en el futuro. En un caso como el de Birmania, donde Estados Unidos y Europa tienen una influencia diplomatica y económica limitada, China es un actor indispensable. Sus relaciones militares, económicas y políticas con estos países son cualitativamente diferentes a las de Occidente y le confieren una influencia única, así como una mejor perspectiva sobre las intenciones de sus líderes. Con respecto a Estados como Corea del Norte y Sudán, donde algunas de las opciones de Occidente -- como la intervención militar -- son altamente indeseables, la relación privilegiada de China con estos regímenes ha sido crucial para que haya avances. Y en los casos en los que los intereses de Estados Unidos y China coinciden -- como en el caso de la proliferación nuclear -- la cooperación sería provechosa tanto para Washington como para Beijing. Este último fue importante, por ejemplo, para acordar (finalmente) un plan de desnuclearización con Pyongyang el pasado febrero. De nuevo, sin embargo, ser realistas será esencial para sacar el mejor provecho de la influencia de Beijing. Con respecto a Irán, por ejemplo, China en buena medida ha decidido esconderse detrás de Rusia en la vía diplomática. Una pregunta crucial será el grado al que China estará dispuesta a cooperar con los esfuerzos para ejercer más presión económica sobre el gobierno iraní.

Una vía importante para persuadir a China de que coopere será la de mitigar sus temores sobre las consecuencias del cambio en los Estados parias. Sea formalmente o por medio de canales secundarios, Washington debería sostener conversaciones puntuales con Beijing para aminorar sus preocupaciones sobre un posible colapso del Estado, el levantamiento político u otras crisis importantes en Birmania, Corea del Norte y Sudán. El esfuerzo de acercamiento no deberá restringirse únicamente a los jugadores oficiales: los grupos opositores y las organizaciones de la sociedad civil de los Estados parias deberán buscar el diálogo con Beijing, tanto para tranquilizarlo sobre las implicaciones de las transiciones políticas como para conseguir su ayuda para facilitarlas. Las reuniones con los grupos opositores birmanos y los funcionarios del gobierno del sur de Sudán han desempeñado un papel importante en ayudar a moderar la posición del gobierno chino con respecto a Birmania y a Sudán.

Obviamente, estos movimientos requerirán del firme apoyo de Hu y del resto del alto mando chino. De todas las partes involucradas, el Ministerio de Relaciones Exteriores chino es, por lo general, quien más apoya la evolución de la diplomacia hacia las dictaduras, pero casi nunca puede imponer su posición sobre la del Ministerio de Comercio o la de los militares. Para lograr un avance real en el tema de los Estados parias, Estados Unidos y sus aliados necesitan maximizar el efecto de sus llamados a una mayor cooperación, y hacerlos llegar a los niveles políticos más altos en Beijing. Más aún, sus peticiones necesitarán ser tan específicas como sea posible. A pesar de que hay mucho pensamiento creativo en Beijing acerca del papel global de China, el liderazgo chino sigue renuente a tomar la iniciativa, asignando la responsabilidad a otros cuando se trata de sugerir nuevas acciones.

Esta estrategia ya ha rendido frutos. El presidente Bush puso en el primer lugar de la agenda los casos de Corea del Norte, Irán y Sudán durante la primera visita presidencial de Hu a Washington, en abril de 2006, y los mantuvo en la agenda sino-estadounidense en las llamadas telefónicas y las reuniones bilaterales posteriores. Los mecanismos para sostener discusiones estructuradas establecidos desde 2005 -- conversaciones sobre asuntos estratégicos a nivel de subsecretarios de Estado, sobre asuntos regionales a nivel de secretarios adjuntos y sobre Irán entre los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad más Alemania (los 5-P+1), así como las visitas frecuentes de enviados especiales de Estados Unidos sobre los temas de Sudán y Corea del Norte a Beijing -- han permitido que Washington (y otros países occidentales) expresen sus preocupaciones sobre la política de China hacia los Estados parias y han dejado que Beijing participe más en la toma de decisiones conjuntas sobre estos países. Durante el proceso, Estados Unidos y China han desarrollado una mayor práctica en la cooperación estratégica. Es difícil imaginar cómo el grado actual de coordinación sino-estadounidense en Sudán hubiera podido alcanzarse sin la experiencia de Corea del Norte, o la cooperación en Birmania sin ambos precedentes. Como lo afirmó el secretario de Estado adjunto, Christopher Hill, las Conversaciones de las Seis Partes sobre el programa nuclear de Corea del Norte han "logrado más en lo que toca al acercamiento de Estados Unidos y China que cualquier otro proceso del que yo tenga conocimiento".

Sin embargo, al mismo tiempo que Washington busca la cooperación de China, debería también estar dispuesto a presionar a ese país cuando tenga una actitud demasiado laxa hacia los regímenes díscolos. Beijing tiende a evitar el enfrentamiento y no quiere perder el control sobre tales asuntos ante estructuras de toma de decisiones en las cuales no está representada. En algunas circunstancias, la presión será más eficaz cuando se aplique indirecta o implícitamente. Es considerablemente más fácil convencer a China de que actúe en contra de los Estados parias cuando sus vecinos y las organizaciones regionales pertinentes ya los estén condenando: entre más amplias sean las críticas contra un régimen, será mayor la presión sobre Beijing para que se una y será menor su preocupación de que, si lo hace, estaría capitulando ante las demandas de Estados Unidos o de Europa. La firme posición de la UA en Sudán (le negó a Jartum la presidencia de la organización en 2007) y la cada vez mayor exasperación de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ANSEA) con Birmania (la ANSEA hizo una fuerte denuncia sobre los actos de represión del régimen el otoño pasado) fueron factores críticos para que China decidiera cambiar su política hacia ambos países. Por el contrario, la incapacidad de la UA y de la Comunidad para el Desarrollo del África Meridional para condenar a Mugabe el año pasado redujo los incentivos de Beijing para involucrarse. Con el fin de explicar la posición de Beijing, el enviado especial Liu dijo: "Sabemos que los países africanos, incluso Sudáfrica, no quieren internacionalizar el tema de Zimbabue".

Los cambios en la política de China hacia los Estados parias han sido experimentales, tentativos y graduales, y parece ser que seguirán siéndolo en el futuro cercano. Pero la fortaleza de la posición de China con respecto a muchos Estados parias es una realidad -- y también una oportunidad -- . A pesar de que no hay muchas razones para creer que China se está dirigiendo hacia una total alineación con la política occidental, es probable que esté preparada para distanciarse de las peores autocracias y Estados díscolos. Aun cuando es probable que la lista de Beijing de esos Estados se mantenga con apenas unos cuantos nombres, seguramente incluirá un número de Estados que representan importantes problemas humanitarios y de seguridad para Estados Unidos. En sólo dos años, China ha pasado de un obstruccionismo pleno y una insistencia defensiva en la solidaridad con el mundo en desarrollo, a un intento por equilibrar sus necesidades materiales con sus responsabilidades reconocidas como gran potencia que es. Por esta razón, cuando Washington y sus aliados formulen sus políticas hacia los Estados parias, deberán asumir que China, aunque en algunos aspectos es un obstáculo, ahora es un socio decisivo.