Augusto Soto
El 10 de marzo se cumplieron cinco décadas del levantamiento que condujo al exilio al Dalai Lama. Es la fecha que Pekín entiende como un hito en la reforma democrática que acabó con una teocracia, reforma que preservó con grandes medidas de seguridad para evitar la revuelta de hace un año, la mayor desde 1959. Sin embargo, Pekín sabe que la tensa normalidad no refleja una merma de las aspiraciones de una masa de tibetanos por mayores grados de autonomía cultural y de gestión. Además, la falta de resultados de los variados contactos entre los delegados del Dalai Lama y Pekín en los últimos 30 años causa mucha intranquilidad entre los tibetanos de la diáspora. China sabe que la causa tibetana tiene menos resonancia mundial que hace dos décadas y que a la vez debe evitar la radicalización del exilio. Un aspecto será la sucesión del Dalai Lama, tema de futuro que se comenta a alto nivel en Pekín en estos días posteriores al aniversario.
Un aniversario tenso
La celebración del 50 aniversario del levantamiento tibetano y de la huida a la India del Dalai Lama y sus seguidores satisfizo a Pekín. El 10 de marzo las conmemoraciones fueron lo opuesto a la clara rebelión del año pasado en las mismas fechas en la Región Autónoma del Tíbet y en poblados tibetanos repartidos por tres provincias vecinas. Esta vez, la consigna fue evitar que la soberanía china y el peso social de la comunidad china, como ocurrió hace un año, fuesen evidentemente cuestionados en un levantamiento violento y semi-pacífico como no ocurría desde 1959.
Según las informaciones disponibles en las semanas anteriores al aniversario que recoge The New York Times, una parte de la población tibetana decidió no celebrar la festividad del Losar (el año nuevo tibetano) para recordar a las víctimas del levantamiento de 2008. El caso más dramático fue el de un monje tibetano que se prendió fuego en un mercado de la vecina provincia de Sichuán y que recibió cobertura informativa internacional. Otros informes mencionaron un indeterminado número de monjes que protestaron repartidos por la misma provincia y en la contigua de Qinghai, un día antes del aniversario, y donde un coche policial fue atacado con explosivos caseros, aunque sin producirse víctimas.
En marzo de 2009 las fuerzas de seguridad del Estado estuvieron preparadas y en alerta, pero en marzo de 2008 utilizaron sólo parcialmente la represión en las horas iniciales de las protestas. Entonces dieron algunas muestras de descoordinada ubicuidad. Por ejemplo, en el uso de los teléfonos móviles con los que se vigila a los monjes en algunos monasterios remotos de importancia, según comprobó el diario alemán Süddeutsche Zeitung.
Este año se adoptaron históricas medidas de seguridad. En el flanco interno se concentró una policía militarizada, un sistema de infiltración ciudadana (más perfeccionada por las más de 1.000 detenciones practicadas el año pasado, según Amnistía Internacional) y por las medidas punitivas y propagandísticas subsiguientes. También se posicionó visiblemente el Ejército Popular de Liberación en el centro de la capital, Lhasa (que a diferencia del año pasado desplegó los tanques con antelación), además de en otras ciudades de la Región Autónoma y en las aldeas tibetanas más conflictivas en otras tres provincias. En el flanco externo se prestó más atención que nunca a la protección fronteriza con Nepal, la India, Myanmar y Bután, según detalló a los medios chinos Fu Hongyu, comisario político del Departamento de Control Fronterizo del Ministerio de Seguridad Pública.
Por otro lado, la explicación oficial y la propaganda previa a este 10 de marzo que acompañó al despliegue fue similar a la ofrecida hace 20 años durante otro levantamiento tibetano. E incluso similar a la explicación tras la supresión del movimiento de Tiananmen ese mismo año. El presidente Hu Jintao llamó a erigir una sólida “Gran Muralla de estabilidad para combatir el separatismo”. Hu conoce en primera persona la cuestión del Tíbet porque ejerció allí como autoridad máxima en una época de intermitentes manifestaciones que concluyeron con el gran levantamiento de 1989, que aplacó utilizando métodos policiales y militares.
De cara a la población local, el líder comunista tibetano pro Pekín, Legqog, presidente del Comité Permanente de la Asamblea Popular de la Región Autónoma del Tíbet y parlamentarios tibetanos en sus atuendos típicos coincidieron con el presidente Hu Jintao en la denuncia de lo que califican como minorías separatistas coordinadas desde el exterior. Se refieren principalmente a Dharamsala, al otro lado del Himalaya, donde vive la mayor y más influyente comunidad de tibetanos del exilio, guiados por el Dalai Lama. Recuérdese que en enero el Consejo de Estado había vuelto a identificar al Tíbet como una de las grandes preocupaciones de seguridad de China en el Libro Blanco de la Defensa. Finalmente, el 10 de marzo el Nóbel de la Paz pronunció las palabras más duras que se recuerden al calificar la situación en el Tíbet como “un infierno en la tierra”.
Así es que lo más llamativo es que una vez rebajada la tensión, el 13 de marzo, el primer ministro Wen Jiabao declarase que Pekín estaba abierto al diálogo siempre que el líder tibetano renunciase a lo que calificó como separatismo. Probablemente, el liderato chino sabe que las pocas acciones de descontento de este pasado marzo esconden un malestar mayor (y relacionado con las heridas no cicatrizadas del levantamiento de hace un año). Según el balance oficial, en esa revuelta murieron 18 civiles y policías y se registraron pérdidas materiales millonarias. Por el contrario, de acuerdo con el exilio en Dharamsala, en marzo de 2008 murieron 219 personas, en su gran mayoría civiles, y cerca de 6.000 personas habrían sufrido alguna forma de detención o restricción de movimientos y cerca de 1.000 continuarían desaparecidas. El signo más reciente de inquietud lo plantea el ataque de un centenar de monjes a una comisaría que incendiaron, a 12 días de concluido el aniversario, para protestar por la detención de un religioso en la provincia de Qinghai.
Así que tras el 50 aniversario sigue presente el tema de la convivencia chino-tibetana como si no hubiesen pasado los 30 años desde que Deng Xiaoping invitó a un hermano mayor del Dalai Lama a Pekín para conversar, proclamando que se podía discutir y resolver todo, excepto tocar el tema de la independencia respecto de China.
Las asimetrías de la no negociación y un nuevo desafío
Hasta ahora el diálogo ha existido, pero no ha habido una verdadera negociación. Conviene recordar que el uso del primer concepto en la relación sino-tibetana en tiempos modernos lo inauguró en la década de los años 50 el mismísimo Dalai Lama al reunirse en Pekín con Mao Zedong. Desde su huida, que marca el inicio del conflicto del Tíbet para parte importante de la opinión occidental, no ha vuelto a conversar directamente con los líderes chinos, sino sólo indirectamente a través de emisarios. Pero para Pekín no hay un “conflicto” sino la “cuestión” del Tíbet.
En el más reciente encuentro sino-tibetano y más reciente referencia del asunto, el pasado noviembre, el viceministro ejecutivo del Departamento del Frente Unido del Trabajo del Partido Comunista y jefe de la parte china, Zhu Weiqun, se refirió a “contactos” y “conversaciones” (no a negociaciones). Es cierto que en sus traducciones al inglés los medios de comunicación chinos difunden a veces la palabra negociación, pero el sentido es el del idioma chino. En él hay más acepciones que implican distintos grados de cercanía dentro del concepto negociación. Pero Zhu no las ha utilizado, según una lectura atenta de la versión en chino del encuentro publicada por la agencia oficial Xinhua.
Por otro lado, la relación se da con el Gobierno tibetano en el exilio, evidentemente una organización con menos poder que cuando Lhasa fue gobernada por los altiplánicos bajo protectorado chino durante dos siglos (intervención sólo interrumpida entre 1911 y 1949). Así, el enorme Estado chino hereda una visión asimétrica hacia el pueblo del altiplano. Además, en lo formal, Pekín trata con representantes de un líder autoexiliado. Y así, al hablar con sus representantes en las nueve rondas de conversaciones, además de en varios contactos exploratorios, casi todos celebrados en Pekín y en Lhasa (uno en Berna), lo ha hecho (con un par de excepciones de alto nivel) a un nivel intermedio alto.
A la vez, en las conversaciones las autoridades comunistas esgrimen implícitamente una cuota de la legitimidad espiritual tibetana. Es una posición que practican con las “iglesias patrióticas”, equivalencia organizativa local de distintas religiones extranjeras con culto en China. En el caso tibetano, la perspectiva de autoridad la refuerzan con el argumento de que el budismo tiene su centro histórico en China.
En este punto se podría dar una importante convergencia de intereses que podría ir más allá de meras conversaciones en un futuro no lejano. Hasta donde se sabe, las partes no tratan del futuro sucesor del Dalai Lama. Éste, a lo largo del último año fue hospitalizado varias veces en distintos chequeos médicos, incluida una vez para la extirpación de un cálculo biliar. Es conocido que Pekín siempre ha recelado del líder tibetano y de sus contactos internacionales, pero en el último año surgen evidencias a ambos lados del Himalaya sobre la importancia de la sucesión.
Es cierto que su designación es propia de los criterios de la reencarnación y culturalmente pertenece a los tibetanos. Así, en principio, Pekín ha de avenirse a una fórmula que le es extraña. Pero no del todo. Tiene experiencia en la intervención de este proceso decisorio en los dos escalones siguientes al del Dalai Lama. Además, en las últimas décadas el régimen ha contado sucesivamente con dos Panchen Lama (segundo escalón en la jerarquía tibetana). El actual Panchen, que vive en China y escogido por Pekín en 1995, hoy de 19 años, acaba de participar en una muestra oficial que rememora la llegada de la autoridad comunista al altiplano. No es una figura aceptable para el exilio.
Según distintos observadores, la trayectoria del Karmapa Lama (tercer escalón en la jerarquía) reuniría las condiciones para operar de puente futuro entre Pekín y el exilio tibetano. Durante el último año, y con especial hincapié en este último mes, se le ha mencionado como un buen candidato para reemplazar al Dalai Lama cuando llegue la hora. Curiosamente, este lama se fugó de Lhasa en 2000 a la edad de 14 años y ha pasado estos años en Dharamsala. Así, entre sus virtudes se cuenta su conocimiento de ambas comunidades. Y además de tibetano habla chino y se desenvuelve en inglés. Se menciona que podría conspirar contra su candidatura el pertenecer a otra secta que la del Dalai Lama, que es mayoritaria, lo cual no quita que pudiera actuar como regente durante unos años. A la vez, es importante mencionar que el 18 de marzo, en una visita a Washington, el parlamentario tibetano pro Pekín, Shingtsa Tenzinchodrak, no ha excluido su nombre. Es la primera mención explícita del asunto por un funcionario de ese nivel y en ese lugar.
Quien sea el elegido, lo único que se sabe es que será un líder joven e inexperto. Y quizá Pekín se tiente por continuar repitiendo conversaciones en las que prácticamente una de las partes, la tibetana, no ha logrado nada significativo desde que se reiniciaron contactos en 1979.
La causa tibetana con pocos apoyos internacionales
La utilización de la palabra “infierno” en el Tíbet por el Dalai Lama, citada más arriba, es aceptar que sus esfuerzos han fracasado y que la aspiración ideal se ha diluido. Desde que aceptó la “vía intermedia” en la década de los años 80 (esto es, proponer mayor autonomía cultural y religiosa dentro del Estado chino), abandonando la aspiración de independencia de las décadas previas, a veces ha dado a entender cosas distintas. Además, si bien ha aceptado que Tíbet forma parte de China, se ha negado a decir que históricamente también, como demanda Pekín.
En su discurso de aceptación del Nóbel de la Paz, en 1989, el Dalai Lama se refirió al “extendido deseo de los tibetanos de restaurar la independencia de su amado país”. Fue un discurso eufórico contagiado por el arrinconamiento de Pekín por una suma de factores irrepetibles. En primer lugar, por las revueltas de Lhasa, por la represión de Tiananmen y por la caída del Muro de Berlín en los meses anteriores de ese año. Pero desde entonces la percepción de acorralamiento de China se ha esfumado y ha aumentado su poder en la escena internacional de forma inversamente proporcional al del movimiento tibetano.
El auge mundial de China pesa. El ingreso de China en la OMC, en 2001, acabó con la prueba de la anual discusión en el Congreso norteamericano de la cláusula de Nación Más Favorecida, ligada a la consideración del tema de los derechos humanos y a la situación en el Tíbet. El 11-S desvió la atención internacional a las amenazas a la seguridad, y la crisis financiera ha apartado gran parte de la atención, por otra parte necesaria, hacia medidas globales que incluyen a China. Pekín acepta cada vez peor escuchar el tema de parte de países extranjeros (EEUU) o de bloques (la UE o países de la UE). El ejemplo más reciente es la suspensión, hasta ahora indefinida, de la Cumbre China-UE por el trato oficial que se le dispensó al Dalai Lama en Europa el pasado diciembre.
El Reino Unido dio la espalda a los tibetanos en noviembre pasado al reconocer por primera vez la soberanía de China sobre el Tíbet casi en los momentos en que concluían las conversaciones entre los representantes del Dalai Lama y el Gobierno chino. No pasó desapercibido a distintos observadores que pocos días antes, Londres, con una de las economías más afectadas por la crisis, pidiese al gigante asiático que incrementara su apoyo al Fondo Monetario Internacional.
El otro gran desplome de apoyo político lo había dado la India en 2003 al reconocer explícitamente al Tíbet por primera vez como parte de China. Hasta ese momento había mantenido una ambigüedad interpretativa. Últimamente, puesto que Nueva Delhi está empeñada en mejorar sensiblemente su relación con China, ha presionado al exilio tibetano para moderar al mínimo la actividad contraria a Pekín en su suelo. Esto es particularmente sensible a partir de la última reunión de los tibetanos del exilio en Dharamsala el pasado noviembre (la primera reunión de este tipo). Allí emergieron los temas de la unidad y de la fragmentación, de la continuidad en seguir diálogos sin resultados o iniciar una mayor presión sobre China. Prevaleció la unidad en torno de la figura del Dalai Lama, pero emergió una corriente menor que anunció que en un futuro podría adoptar posturas radicales. Sin embargo, la India, con los grandes problemas de seguridad que enfrenta y que son internacionalmente conocidos, no se puede permitir convertirse en santuario de resistencias diversas.
En otro plano, el espectacular acercamiento bilateral entre Pekín y Taipei registrado en el último año también incide en las horas bajas de la causa internacional del Dalai Lama. Son bien conocidas sus dos exitosas visitas a la isla, pero es improbable que lo vuelva a hacer bajo el Gobierno de Ma Ying-jeou.
Por último, ha de recordarse que el Tíbet fue excluido del orden del día del Consejo de Derechos Humanos de la ONU pocos días después del levantamiento y represión de hace un año. Con incidentes similares o menores en el altiplano en el futuro, cuesta imaginar un cambio de actitud en el mayor foro mundial.
Conclusiones
Tras el 50 aniversario hay signos que indican que el descontento no desaparece, como lo demuestra el asalto a una comisaría por un centenar de monjes en la provincia de Qinghai apenas 12 días después de concluida la conmemoración. En verdad, no hay mucho de nuevo en el incidente y lo preocupante es la recurrente repetición de estos choques basados en malos entendidos durante los últimos años.
Por otra parte, en estas fechas no se han vuelto a oír las inusuales descalificaciones personales del Dalai Lama hechas hace un año por el secretario en el Tíbet del Partido Comunista, Zhang Qingli. Parece deseable que Pekín tenga al frente en el Tíbet y en las tres provincias vecinas con población tibetana a funcionarios y portavoces en la línea propensa al diálogo que muestra en el resto de China el primer ministro Wen Jiabao.
El aspecto que sigue preocupando a una masa relevante de altiplánicos (y mencionada por algunos líderes tibetanos hace más de 20 años) es la amenaza al modo de vida en el campo, que incluye el nomadismo, el cultivo de productos típicos y la difusión de saberes ancestrales, que las modernizaciones chinas entienden como retraso y que combaten con políticas de asentamientos y de urbanización acelerados. Son precisamente las características implícitas que las demandas de mayor autonomía cultural del exilio aspiran a salvar dentro del Estado chino. También persiste la no solucionada relación interétnica en Lhasa, que es más compleja porque una parte de los autóctonos urbanizados también se ha beneficiado materialmente con las modernizaciones.
Por otro lado, recientes indicios apuntan a que, periclitada la misión del Dalai Lama tras décadas de infructuosos contactos con China, Pekín parece sopesar la alternativa futura del Karmapa Lama para sucederle, opción compleja, aunque con muchos adherentes en el exilio.
El 10 de marzo se cumplieron cinco décadas del levantamiento que condujo al exilio al Dalai Lama. Es la fecha que Pekín entiende como un hito en la reforma democrática que acabó con una teocracia, reforma que preservó con grandes medidas de seguridad para evitar la revuelta de hace un año, la mayor desde 1959. Sin embargo, Pekín sabe que la tensa normalidad no refleja una merma de las aspiraciones de una masa de tibetanos por mayores grados de autonomía cultural y de gestión. Además, la falta de resultados de los variados contactos entre los delegados del Dalai Lama y Pekín en los últimos 30 años causa mucha intranquilidad entre los tibetanos de la diáspora. China sabe que la causa tibetana tiene menos resonancia mundial que hace dos décadas y que a la vez debe evitar la radicalización del exilio. Un aspecto será la sucesión del Dalai Lama, tema de futuro que se comenta a alto nivel en Pekín en estos días posteriores al aniversario.
Un aniversario tenso
La celebración del 50 aniversario del levantamiento tibetano y de la huida a la India del Dalai Lama y sus seguidores satisfizo a Pekín. El 10 de marzo las conmemoraciones fueron lo opuesto a la clara rebelión del año pasado en las mismas fechas en la Región Autónoma del Tíbet y en poblados tibetanos repartidos por tres provincias vecinas. Esta vez, la consigna fue evitar que la soberanía china y el peso social de la comunidad china, como ocurrió hace un año, fuesen evidentemente cuestionados en un levantamiento violento y semi-pacífico como no ocurría desde 1959.
Según las informaciones disponibles en las semanas anteriores al aniversario que recoge The New York Times, una parte de la población tibetana decidió no celebrar la festividad del Losar (el año nuevo tibetano) para recordar a las víctimas del levantamiento de 2008. El caso más dramático fue el de un monje tibetano que se prendió fuego en un mercado de la vecina provincia de Sichuán y que recibió cobertura informativa internacional. Otros informes mencionaron un indeterminado número de monjes que protestaron repartidos por la misma provincia y en la contigua de Qinghai, un día antes del aniversario, y donde un coche policial fue atacado con explosivos caseros, aunque sin producirse víctimas.
En marzo de 2009 las fuerzas de seguridad del Estado estuvieron preparadas y en alerta, pero en marzo de 2008 utilizaron sólo parcialmente la represión en las horas iniciales de las protestas. Entonces dieron algunas muestras de descoordinada ubicuidad. Por ejemplo, en el uso de los teléfonos móviles con los que se vigila a los monjes en algunos monasterios remotos de importancia, según comprobó el diario alemán Süddeutsche Zeitung.
Este año se adoptaron históricas medidas de seguridad. En el flanco interno se concentró una policía militarizada, un sistema de infiltración ciudadana (más perfeccionada por las más de 1.000 detenciones practicadas el año pasado, según Amnistía Internacional) y por las medidas punitivas y propagandísticas subsiguientes. También se posicionó visiblemente el Ejército Popular de Liberación en el centro de la capital, Lhasa (que a diferencia del año pasado desplegó los tanques con antelación), además de en otras ciudades de la Región Autónoma y en las aldeas tibetanas más conflictivas en otras tres provincias. En el flanco externo se prestó más atención que nunca a la protección fronteriza con Nepal, la India, Myanmar y Bután, según detalló a los medios chinos Fu Hongyu, comisario político del Departamento de Control Fronterizo del Ministerio de Seguridad Pública.
Por otro lado, la explicación oficial y la propaganda previa a este 10 de marzo que acompañó al despliegue fue similar a la ofrecida hace 20 años durante otro levantamiento tibetano. E incluso similar a la explicación tras la supresión del movimiento de Tiananmen ese mismo año. El presidente Hu Jintao llamó a erigir una sólida “Gran Muralla de estabilidad para combatir el separatismo”. Hu conoce en primera persona la cuestión del Tíbet porque ejerció allí como autoridad máxima en una época de intermitentes manifestaciones que concluyeron con el gran levantamiento de 1989, que aplacó utilizando métodos policiales y militares.
De cara a la población local, el líder comunista tibetano pro Pekín, Legqog, presidente del Comité Permanente de la Asamblea Popular de la Región Autónoma del Tíbet y parlamentarios tibetanos en sus atuendos típicos coincidieron con el presidente Hu Jintao en la denuncia de lo que califican como minorías separatistas coordinadas desde el exterior. Se refieren principalmente a Dharamsala, al otro lado del Himalaya, donde vive la mayor y más influyente comunidad de tibetanos del exilio, guiados por el Dalai Lama. Recuérdese que en enero el Consejo de Estado había vuelto a identificar al Tíbet como una de las grandes preocupaciones de seguridad de China en el Libro Blanco de la Defensa. Finalmente, el 10 de marzo el Nóbel de la Paz pronunció las palabras más duras que se recuerden al calificar la situación en el Tíbet como “un infierno en la tierra”.
Así es que lo más llamativo es que una vez rebajada la tensión, el 13 de marzo, el primer ministro Wen Jiabao declarase que Pekín estaba abierto al diálogo siempre que el líder tibetano renunciase a lo que calificó como separatismo. Probablemente, el liderato chino sabe que las pocas acciones de descontento de este pasado marzo esconden un malestar mayor (y relacionado con las heridas no cicatrizadas del levantamiento de hace un año). Según el balance oficial, en esa revuelta murieron 18 civiles y policías y se registraron pérdidas materiales millonarias. Por el contrario, de acuerdo con el exilio en Dharamsala, en marzo de 2008 murieron 219 personas, en su gran mayoría civiles, y cerca de 6.000 personas habrían sufrido alguna forma de detención o restricción de movimientos y cerca de 1.000 continuarían desaparecidas. El signo más reciente de inquietud lo plantea el ataque de un centenar de monjes a una comisaría que incendiaron, a 12 días de concluido el aniversario, para protestar por la detención de un religioso en la provincia de Qinghai.
Así que tras el 50 aniversario sigue presente el tema de la convivencia chino-tibetana como si no hubiesen pasado los 30 años desde que Deng Xiaoping invitó a un hermano mayor del Dalai Lama a Pekín para conversar, proclamando que se podía discutir y resolver todo, excepto tocar el tema de la independencia respecto de China.
Las asimetrías de la no negociación y un nuevo desafío
Hasta ahora el diálogo ha existido, pero no ha habido una verdadera negociación. Conviene recordar que el uso del primer concepto en la relación sino-tibetana en tiempos modernos lo inauguró en la década de los años 50 el mismísimo Dalai Lama al reunirse en Pekín con Mao Zedong. Desde su huida, que marca el inicio del conflicto del Tíbet para parte importante de la opinión occidental, no ha vuelto a conversar directamente con los líderes chinos, sino sólo indirectamente a través de emisarios. Pero para Pekín no hay un “conflicto” sino la “cuestión” del Tíbet.
En el más reciente encuentro sino-tibetano y más reciente referencia del asunto, el pasado noviembre, el viceministro ejecutivo del Departamento del Frente Unido del Trabajo del Partido Comunista y jefe de la parte china, Zhu Weiqun, se refirió a “contactos” y “conversaciones” (no a negociaciones). Es cierto que en sus traducciones al inglés los medios de comunicación chinos difunden a veces la palabra negociación, pero el sentido es el del idioma chino. En él hay más acepciones que implican distintos grados de cercanía dentro del concepto negociación. Pero Zhu no las ha utilizado, según una lectura atenta de la versión en chino del encuentro publicada por la agencia oficial Xinhua.
Por otro lado, la relación se da con el Gobierno tibetano en el exilio, evidentemente una organización con menos poder que cuando Lhasa fue gobernada por los altiplánicos bajo protectorado chino durante dos siglos (intervención sólo interrumpida entre 1911 y 1949). Así, el enorme Estado chino hereda una visión asimétrica hacia el pueblo del altiplano. Además, en lo formal, Pekín trata con representantes de un líder autoexiliado. Y así, al hablar con sus representantes en las nueve rondas de conversaciones, además de en varios contactos exploratorios, casi todos celebrados en Pekín y en Lhasa (uno en Berna), lo ha hecho (con un par de excepciones de alto nivel) a un nivel intermedio alto.
A la vez, en las conversaciones las autoridades comunistas esgrimen implícitamente una cuota de la legitimidad espiritual tibetana. Es una posición que practican con las “iglesias patrióticas”, equivalencia organizativa local de distintas religiones extranjeras con culto en China. En el caso tibetano, la perspectiva de autoridad la refuerzan con el argumento de que el budismo tiene su centro histórico en China.
En este punto se podría dar una importante convergencia de intereses que podría ir más allá de meras conversaciones en un futuro no lejano. Hasta donde se sabe, las partes no tratan del futuro sucesor del Dalai Lama. Éste, a lo largo del último año fue hospitalizado varias veces en distintos chequeos médicos, incluida una vez para la extirpación de un cálculo biliar. Es conocido que Pekín siempre ha recelado del líder tibetano y de sus contactos internacionales, pero en el último año surgen evidencias a ambos lados del Himalaya sobre la importancia de la sucesión.
Es cierto que su designación es propia de los criterios de la reencarnación y culturalmente pertenece a los tibetanos. Así, en principio, Pekín ha de avenirse a una fórmula que le es extraña. Pero no del todo. Tiene experiencia en la intervención de este proceso decisorio en los dos escalones siguientes al del Dalai Lama. Además, en las últimas décadas el régimen ha contado sucesivamente con dos Panchen Lama (segundo escalón en la jerarquía tibetana). El actual Panchen, que vive en China y escogido por Pekín en 1995, hoy de 19 años, acaba de participar en una muestra oficial que rememora la llegada de la autoridad comunista al altiplano. No es una figura aceptable para el exilio.
Según distintos observadores, la trayectoria del Karmapa Lama (tercer escalón en la jerarquía) reuniría las condiciones para operar de puente futuro entre Pekín y el exilio tibetano. Durante el último año, y con especial hincapié en este último mes, se le ha mencionado como un buen candidato para reemplazar al Dalai Lama cuando llegue la hora. Curiosamente, este lama se fugó de Lhasa en 2000 a la edad de 14 años y ha pasado estos años en Dharamsala. Así, entre sus virtudes se cuenta su conocimiento de ambas comunidades. Y además de tibetano habla chino y se desenvuelve en inglés. Se menciona que podría conspirar contra su candidatura el pertenecer a otra secta que la del Dalai Lama, que es mayoritaria, lo cual no quita que pudiera actuar como regente durante unos años. A la vez, es importante mencionar que el 18 de marzo, en una visita a Washington, el parlamentario tibetano pro Pekín, Shingtsa Tenzinchodrak, no ha excluido su nombre. Es la primera mención explícita del asunto por un funcionario de ese nivel y en ese lugar.
Quien sea el elegido, lo único que se sabe es que será un líder joven e inexperto. Y quizá Pekín se tiente por continuar repitiendo conversaciones en las que prácticamente una de las partes, la tibetana, no ha logrado nada significativo desde que se reiniciaron contactos en 1979.
La causa tibetana con pocos apoyos internacionales
La utilización de la palabra “infierno” en el Tíbet por el Dalai Lama, citada más arriba, es aceptar que sus esfuerzos han fracasado y que la aspiración ideal se ha diluido. Desde que aceptó la “vía intermedia” en la década de los años 80 (esto es, proponer mayor autonomía cultural y religiosa dentro del Estado chino), abandonando la aspiración de independencia de las décadas previas, a veces ha dado a entender cosas distintas. Además, si bien ha aceptado que Tíbet forma parte de China, se ha negado a decir que históricamente también, como demanda Pekín.
En su discurso de aceptación del Nóbel de la Paz, en 1989, el Dalai Lama se refirió al “extendido deseo de los tibetanos de restaurar la independencia de su amado país”. Fue un discurso eufórico contagiado por el arrinconamiento de Pekín por una suma de factores irrepetibles. En primer lugar, por las revueltas de Lhasa, por la represión de Tiananmen y por la caída del Muro de Berlín en los meses anteriores de ese año. Pero desde entonces la percepción de acorralamiento de China se ha esfumado y ha aumentado su poder en la escena internacional de forma inversamente proporcional al del movimiento tibetano.
El auge mundial de China pesa. El ingreso de China en la OMC, en 2001, acabó con la prueba de la anual discusión en el Congreso norteamericano de la cláusula de Nación Más Favorecida, ligada a la consideración del tema de los derechos humanos y a la situación en el Tíbet. El 11-S desvió la atención internacional a las amenazas a la seguridad, y la crisis financiera ha apartado gran parte de la atención, por otra parte necesaria, hacia medidas globales que incluyen a China. Pekín acepta cada vez peor escuchar el tema de parte de países extranjeros (EEUU) o de bloques (la UE o países de la UE). El ejemplo más reciente es la suspensión, hasta ahora indefinida, de la Cumbre China-UE por el trato oficial que se le dispensó al Dalai Lama en Europa el pasado diciembre.
El Reino Unido dio la espalda a los tibetanos en noviembre pasado al reconocer por primera vez la soberanía de China sobre el Tíbet casi en los momentos en que concluían las conversaciones entre los representantes del Dalai Lama y el Gobierno chino. No pasó desapercibido a distintos observadores que pocos días antes, Londres, con una de las economías más afectadas por la crisis, pidiese al gigante asiático que incrementara su apoyo al Fondo Monetario Internacional.
El otro gran desplome de apoyo político lo había dado la India en 2003 al reconocer explícitamente al Tíbet por primera vez como parte de China. Hasta ese momento había mantenido una ambigüedad interpretativa. Últimamente, puesto que Nueva Delhi está empeñada en mejorar sensiblemente su relación con China, ha presionado al exilio tibetano para moderar al mínimo la actividad contraria a Pekín en su suelo. Esto es particularmente sensible a partir de la última reunión de los tibetanos del exilio en Dharamsala el pasado noviembre (la primera reunión de este tipo). Allí emergieron los temas de la unidad y de la fragmentación, de la continuidad en seguir diálogos sin resultados o iniciar una mayor presión sobre China. Prevaleció la unidad en torno de la figura del Dalai Lama, pero emergió una corriente menor que anunció que en un futuro podría adoptar posturas radicales. Sin embargo, la India, con los grandes problemas de seguridad que enfrenta y que son internacionalmente conocidos, no se puede permitir convertirse en santuario de resistencias diversas.
En otro plano, el espectacular acercamiento bilateral entre Pekín y Taipei registrado en el último año también incide en las horas bajas de la causa internacional del Dalai Lama. Son bien conocidas sus dos exitosas visitas a la isla, pero es improbable que lo vuelva a hacer bajo el Gobierno de Ma Ying-jeou.
Por último, ha de recordarse que el Tíbet fue excluido del orden del día del Consejo de Derechos Humanos de la ONU pocos días después del levantamiento y represión de hace un año. Con incidentes similares o menores en el altiplano en el futuro, cuesta imaginar un cambio de actitud en el mayor foro mundial.
Conclusiones
Tras el 50 aniversario hay signos que indican que el descontento no desaparece, como lo demuestra el asalto a una comisaría por un centenar de monjes en la provincia de Qinghai apenas 12 días después de concluida la conmemoración. En verdad, no hay mucho de nuevo en el incidente y lo preocupante es la recurrente repetición de estos choques basados en malos entendidos durante los últimos años.
Por otra parte, en estas fechas no se han vuelto a oír las inusuales descalificaciones personales del Dalai Lama hechas hace un año por el secretario en el Tíbet del Partido Comunista, Zhang Qingli. Parece deseable que Pekín tenga al frente en el Tíbet y en las tres provincias vecinas con población tibetana a funcionarios y portavoces en la línea propensa al diálogo que muestra en el resto de China el primer ministro Wen Jiabao.
El aspecto que sigue preocupando a una masa relevante de altiplánicos (y mencionada por algunos líderes tibetanos hace más de 20 años) es la amenaza al modo de vida en el campo, que incluye el nomadismo, el cultivo de productos típicos y la difusión de saberes ancestrales, que las modernizaciones chinas entienden como retraso y que combaten con políticas de asentamientos y de urbanización acelerados. Son precisamente las características implícitas que las demandas de mayor autonomía cultural del exilio aspiran a salvar dentro del Estado chino. También persiste la no solucionada relación interétnica en Lhasa, que es más compleja porque una parte de los autóctonos urbanizados también se ha beneficiado materialmente con las modernizaciones.
Por otro lado, recientes indicios apuntan a que, periclitada la misión del Dalai Lama tras décadas de infructuosos contactos con China, Pekín parece sopesar la alternativa futura del Karmapa Lama para sucederle, opción compleja, aunque con muchos adherentes en el exilio.