Samuel Hadas
Un sistema electoral disfuncional
Israel es una vibrante democracia, la única en Oriente Próximo. Pero de las últimas elecciones a la Knesset, el parlamento israelí, como de las anteriores, no ha surgido partido alguno con una mayoría que posibilite la estabilidad política a un país que vive una situación convulsiva y delicada y cuyo gobierno tendrá que lidiar con complejos desafíos, cruciales para el futuro del país: el de decidir de qué manera actuar ante el peligro del imparable programa nuclear iraní, cómo gestionar el proceso de paz con los palestinos y la insostenible ocupación de los territorios palestinos, cómo poner fin a la lluvia de cohetes y misiles de Gaza y afrontar la amenaza representada por las organizaciones islamistas fundamentalistas radicales Hezbolá y Hamás. Temas todos ellos que dividen profundamente a los israelíes.
Más de 30 partidos se presentaron a las elecciones. “Solamente” 12 están representados en la presente legislatura, ninguno de los cuales ha obtenido siquiera un cuarto de sus 120 escaños, lo que hará que el gobierno que se integre corra seguramente el mismo destino de los últimos que le precedieron, que fueron incapaces de completar la legislatura, lo que obligó a convocar elecciones anticipadas. ¿Cómo se explica que en menos de 10 años Israel haya tenido cinco gobiernos? “Tenemos una democracia perfecta, plena de imperfecciones”, define un politólogo israelí el defectuoso sistema electoral de Israel, un país cuya inestabilidad política es estructuralmente inherente a su sistema político, en vigencia desde el establecimiento del Estado, un problemático sistema que constituye uno de los ejemplos más extremos de representación proporcional. “Es el sistema electoral, estúpido”, escribe un politólogo israelí. El sistema electoral ha posibilitado la fragmentación política e impedido el funcionamiento de gobiernos estables. Entre los partidos en liza debemos destacar los confesionales y étnicos, así como partidos que representan estrechos intereses sectoriales y que, al haberse constituido en la mayoría de los casos en fiel de la balanza política, tienen una fuerza desproporcionada a su dimensión, habiéndose especializado en un chantaje político por el que el país debe pagar un alto precio político y económico. En sus 60 años de vida Israel tuvo ya tres decenas de gobiernos. En los últimos 11 años los israelíes concurrieron a las urnas seis veces. Además, hasta el día de hoy Israel carece de una Constitución por falta de consenso entre las distintas fuerzas políticas sobre cuestiones de principio críticas. Todos los intentos de modificar el sistema electoral fracasaron.
El sistema político está dominado por el multipartidismo, con algunos partidos dominantes y coaliciones de gobierno hasta hace unos años más o menos estables. Dos grandes partidos, de centro-izquierda y centro-derecha, constituyeron hasta hace pocos años el eje principal de la política israelí, sobre todo porque no se limitaron a delinear una alternativa política sino que actuaron en prácticamente todas las esferas de la vida de la sociedad, en la que tuvieron no poca hegemonía, acumulando bienes económicos y creando instituciones sociales, educativas y culturales diversas. En las primeras décadas de vida del Estado constituyeron el fundamento de la construcción de la sociedad. Pero su poder se ha erosionado como consecuencia de los grandes cambios que se han producido en la sociedad israelí. Han surgido nuevas fuerzas, algunas motivadas por estrechas ideologías o intereses sectoriales, así como partidos que representan colectivos de religiosos y de inmigrantes, a cuenta de los grandes partidos. El chantaje y el desorbitado precio que debe pagarse por las exigencias de partidos sectoriales ha contribuido al descrédito del estamento político.
El declive de las grandes fuerzas políticas se aceleró con la adopción de una ley electoral que separó las elecciones al parlamento de las elecciones a la jefatura del gobierno. Hasta 1996, el sistema político era exclusivamente parlamentario y el gobierno se constituía sobre la base del voto de apoyo de la mayoría de la Knesset. El sistema político que se adoptó entonces fue un híbrido entre un régimen parlamentario de modelo europeo y un régimen cuasi-presidencial. Aquí se demostró que lo mejor es enemigo de lo bueno. Si la política partidaria era hasta entonces la esencia del sistema político israelí, el centro de decisión pasó, en la práctica, a una persona. Esto sucedió mientras que los grandes partidos, como quedó dicho, estaban perdiendo poder en favor de los pequeños partidos. Al seguir siendo algunos de éstos fiel de la balanza política, estaban en mejores condiciones que antes para chantajear constantemente al primer ministro de turno (la intención de quienes propusieron el cambio del sistema electoral era precisamente la de reducir la capacidad de chantaje de los pequeños partidos, en el supuesto que aminoraría su posición de fiel de la balanza política al perder su capacidad de decidir qué partido integraría el gobierno o quién lo encabezaría).
Pero ese sistema electoral hizo de la política un regateo ininterrumpido. El resultado fue contradictorio: más poder para el jefe de gobierno a expensas de la Knesset, pero paradójicamente lo expuso más que antes a la extorsión de los partidos bisagra. El resultado: en pocos años se retornó al sistema tradicional. El declive de los partidos políticos y el cambio del sistema electoral, así como la revolución en los medios de comunicación (el impacto de la televisión en la cultura política de Israel es sumamente importante), han afectado profundamente a la democracia israelí y podrían traer consigo nuevos cambios en la vida política del país en un futuro no muy lejano.
“¡No es la economía, estúpido!”
En las elecciones quedó demostrado nuevamente que la principal preocupación de los israelíes sigue siendo la seguridad. “¡No es la economía, estúpido!”, advierte un analista político en vísperas de las elecciones. Es indudable que la guerra de Gaza influyó en los resultados de la contienda electoral. La guerra, y también los largos años en que decenas de miles de israelíes primero, y centenares de miles después, debieron soportar una inacabable lluvia de cohetes y morteros disparados desde Gaza, una región palestina bajo la égida de Hamás, una fanática organización islamista fundamentalista que se niega a reconocer al Estado de Israel, influyeron sobre el estado de ánimo de los israelíes y tuvieron consecuencias sumamente negativas para los partidos del gobierno, acusados por sus críticos de “ineptitud para afrontar los problemas de seguridad”.
Uno de los resultados de la guerra, que, como toda guerra, ha desarrollado sentimientos nacionalistas acendrados, ha sido el que aquellos que no son plenamente conscientes de las necesidades reales del futuro del país se han dejado seducir por quienes cultivaron una imágen de “duros”, por quienes exigen “una política de fuerza” y que critican al gobierno “por no haber sabido conducir la guerra interrumpiéndola antes de tiempo, no permitiendo al ejército vencer y demoler a Hamás”. La guerra de Gaza decantó el electorado hacia los partidos de la derecha, que alcanzaron 65 escaños frente a los 55 de los partidos de centro-izquierda y los partidos árabes. Sobre todo, porque a cambio de los territorios desocupados por Israel en Gaza, Israel solo recibió una escalada del terrorismo. Un terrorismo apoyado por un régimen, el de Teherán, que llama un día sí y otro también a “borrar a Israel del mapa”. Un dato ilustrativo es que hasta el último momento cerca del 20% de los israelíes se había mostrado indeciso sobre su voto y que en las zonas fronterizas que sufrieron el acoso de los cohetes de Hamás, los votantes se decantaron masivamente hacia la derecha y los ultranacionalistas. Los israelíes votaron por la seguridad.
Asimismo, quedó demostrado nuevamente en estas elecciones que en la sociedad israelí cunde el cinismo y la irritación hacia su estamento político. Una tendencia cada vez más generalizada entre los israelíes es la frustración por sus gobernantes, lo que se manifestó en el bajo porcentaje de votantes en las últimas dos elecciones generales, poco más del 60%, así como en el voto por partidos de “protesta”. Pero otro fenómeno preocupante, que no es nuevo en las democracias occidentales, ha sido que, en su frustración, muchos, sobre todo en la generación joven, buscaron un líder “fuerte”. Y esta vez lo encontraron en el jefe del partido Israel Beitenu (“Israel Nuestra Casa”), el ultranacionalista Avigdor Liberman, cuya campaña electoral se basó en inspirar miedo y se caracterizó por sus ataques contra los árabes ciudadanos de Israel (el 20% de la población del país), a quienes exigió elegir entre “lealtad al Estado o la pérdida de la ciudadanía”. Solamente la Corte Suprema de Justicia impidió que prosperase su propuesta de excluir de la Knesset a dos de los tres partidos árabes, que ya había sido aprobada por la Comisión Electoral. Liberman también utilizó en su campaña el sentimiento de frustración hacia los políticos. La base natural de su partido son los inmigrantes de la ex Unión Soviética, pero su mensaje caló también entre los jóvenes, sobre todo aquellos que participaron por vez primera en elecciones en Israel, que se dejaron deslumbrar por eslóganes demagógicos. Los resultados de las elecciones han hecho de Liberman el kingmaker de la política israelí.
Los dos partidos que ganaron más votos, el centrista Kadima, encabezado por la ministra de Asuntos Exteriores, Tzipi Livni, y el de derecha Likud, liderado por Benjamin Netanyahu, –además, por una diferencia mínima, 28 y 27 diputados respectivamente– apenas rozan un cuarto del total de los 120 diputados a la Knesset.
Los resultados de las elecciones del 10 de febrero, una clara victoria para la derecha y un debacle de la izquierda, han sido consecuencia del papel predominante del conflicto palestino-israelí en la sociedad israelí y en la orientación de la política del Estado. Los israelíes votaron por la derecha no porque rechazan la paz y la visión de dos Estados para los dos pueblos (apoyados consistentemente por el 70% de la población, que aspira a desconectar sus vidas de las de los palestinos), sino por desilusión, por la incapacidad de la izquierda –que supo conducir los destinos del Estado durante décadas– de llevar a buen término el proceso de paz cuando estaba en sus manos hacerlo. Muchos han dejado de creer en la viabilidad del proceso de paz. Las dificultades de la izquierda devienen del hecho de que el electorado israelí ya no responde a programas y grandes ideas. Ser adalid de la causa de la paz o de las causas sociales atrae menos que, por ejemplo, ofrecer un jefe de gobierno cuya personalidad inspira “seguridad”.
Entre la desilusión y el escepticismo
Desde que se dieron a conocer los resultados electorales, los israelíes se debaten entre la desilusión y el escepticismo y siguen expectantes las negociaciones para la integración del nuevo gobierno. Pero sin gran optimismo, por cuanto la alternativa es hoy entre una mala solución y otra peor. Del regateo político saldrá un gobierno de derecha, con una mayoría de unos pocos escaños (alrededor de 65), atado de pies y manos a los partidos ultranacionalistas que, no cabe la menor duda, intentarán congelar el proceso de paz impidiendo nuevas retiradas israelíes y el desmantelamiento de los asentamientos ilegales en los territorios, lo que colocará al próximo gobierno en vía de colisión con la Administración del presidente Barack Obama y con la UE (que ha congelado temporalmente la prevista promoción de sus relaciones con Israel). Una nueva y peligrosa espiral de violencia será inevitable. La alternativa sería la integración de un gobierno de “unidad” nacional, similar a gobiernos que ya existieron en el pasado y que, como aquellos, más que de unidad nacional, será seguramente un gobierno de paralización nacional. Un gobierno que podría ganar legitimidad internacional pero que, a la larga, no podrá evitar una confrontación con EEUU y Europa. Habrá negociaciones con los palestinos, pero desembocarán rápidamente en su estancamiento.
En cualquier caso, una mala elección. Los analistas coinciden en señalar que lo más probable es que el gobierno que surja de las negociaciones no complete su mandato. Para el profesor Amnon Rubinstein, ex ministro de Justicia y uno de los más destacados expertos en Derecho Constitucional, ya comenzó la cuenta regresiva de las próximas elecciones. El cotidiano Yediot Haharonot va más lejos y titula uno de sus artículos de opinión “Un gobierno imposible, las próximas elecciones en puerta”.
En teoría, la formación del nuevo gobierno debió encomendarse a Tzipi Livni, al haber conquistado el mayor número de votos. Livni ganó la batalla pero perdió la guerra: el bloque de la derecha cuenta con una mayoría que ha bloqueado esta posibilidad. De ahí que el presidente de Israel, Shimon Peres, se viera obligado a encomendar la formación del nuevo gobierno a Netanyahu. Como era de esperar, éste ha propuesto a los líderes del partido Kadima, la ministra de Exteriores Tzipi Livni y al líder del partido Laborista Ehud Barack integrarse en su gobierno. Netanyahu tiene un mes para integrar la coalición gubernamental. En caso de que este período sea insuficiente, se le concederán otros 14 días. Si fracasa, el presidente deberá designar otro candidato, que dispondrá de 28 días. Si también éste fracasa, el presidente invitará a un tercer candidato, al que se le darán solamente 14 días. Otro fracaso y se convocan nuevas elecciones.
Netanyahu tiene asegurado el apoyo de los partidos ultranacionalistas y religiosos ortodoxos, que suman 65 diputados. Pero Netanyahu necesita del apoyo de un partido moderado como Kadima para mejorar su imagen en la opinión pública israelí, liberarse de la presión de sus socios de la extrema derecha y de los religiosos ortodoxos y, sobre todo, para legitimar internacionalmente su gobierno. No olvida que fueron sus propios socios de la derecha quienes, siendo primer ministro, derribaron su gobierno cuando firmó el acuerdo de Wye Plantation con los palestinos, presionado por la Administración del presidente Bill Clinton, e intenta formar un gobierno de unidad nacional apelando a los retos que deberá afrontar el futuro gobierno. Netanyahu teme que la heterogeneidad de la derecha que le apoya pueda derribar su gobierno en cualquier votación crucial. Por ejemplo, si uno de los partidos laicos, en este caso Israel Beitenu, propone, como se prevé, leyes que minen el control de los partidos religiosos en temas civiles, éstos le crearían una insoluble crisis política.
Por el momento parecen insuperables las divergencias de fondo, sobre todo acerca de un acuerdo con los palestinos. Livni rechazó su ofrecimiento por falta de acuerdo en una cuestión fundamental: la negativa de Netanyahu de aceptar explícitamente una solución al conflicto palestino-israelí basada en el concepto de dos Estados soberanos para dos pueblos. De no ser implementada esta solución en un futuro previsible, la alternativa será un Estado binacional en el que en pocos años la demografía hará que los árabes se constituyan en la mayoría.
¿Puede hoy Netanyahu, que en su momento se opuso a los acuerdos de Oslo, aceptar este principio? En su discurso político, rechaza consistentemente la visión de dos Estados para dos pueblos y propone en su lugar una solución “económica”. Debe recordarse aquí que la plataforma del Likud de Netanyahu establece que “las comunidades judías en Judea y Samaria (Cisjordania) constituyen la materialización de los valores sionistas. La colonización de la tierra es una clara expresión del inobjetable derecho del pueblo judío a la Tierra de Israel y constituye un importante valor en la defensa de los intereses vitales del Estado de Israel. El Likud continuará reforzando y desarrollando estas comunidades y evitará su desalojo”. Por supuesto, no cabe esperar que los palestinos, el mundo árabe, la UE y la nueva Administración en EEUU crean que Israel tenga la intención real de llegar a la paz mientras continúe la expansión de asentamientos en los territorios palestinos. ¿Ignora acaso Netanyahu que los palestinos rechazarán categóricamente cualquier solución que no pase por la soberanía? No lo ignora, pero rechaza declarar su apoyo a un principio que le costaría su potencial coalición con sus “aliados naturales” de la ultraderecha, perdiendo incluso el apoyo de los diputados de extrema derecha de su propio partido.
Los grandes perdedores
Lo que es evidente es que una coalición del Likud con los partidos ortodoxos religiosos y de derecha ultranacionalista, sin una visión política, no permitirá al candidato a primer ministro ejercer su liderazgo. Jeff Barak, ex editor jefe del Jerusalem Post, escribe que no es función del centro-izquierda salvar a la derecha de sí misma. Las elecciones otorgaron a la derecha un mandato para gobernar, por lo que debe dársele la oportunidad de hacerlo, pese a los desastrosos efectos que indudablemente traerá al país. Es de desear –agrega– que su ya comprobada incapacidad de entender que la realidad es más fuerte que la ideología y de aceptar que el compromiso es una función de gobierno necesaria, asegure un rápido fin al segundo término de Netanyahu como primer ministro.
El pesimismo ha sido la nota predominante en el mundo árabe, incluso en aquellos países que apoyan el proceso de paz palestino-israelí, aunque no faltaron quienes destacaron un paralelismo: el de dos extremismos, el árabe y el israelí, como factores que obstruyen el proceso de paz. La UE, por su parte, no oculta su preocupación por la falta de compromiso de Netanyahu de perseguir una paz genuina.
A todas luces, los grandes perdedores en estas elecciones han sido la sociedad israelí y el proceso de paz. Si Netanyahu llega a ser primer ministro, “dilación” será la palabra clave. Si no hay proceso de paz –escribe el analista del cotidiano israelí Haaretz, Amir Oren-, no habrá necesidad de decisiones difíciles que puedan colapsar su gobierno. Una de las consecuencias podría ser el colapso del delicado proceso, lo que podría conducir al país al ostracismo internacional. Además, debe esperarse que los grupos radicales palestinos aprovechen la situación para seguir incitando a la violencia (apenas finalizada la guerra de Gaza, reanudaron los cotidianos lanzamientos de cohetes y misiles desde este territorio palestino), saboteando cualquier intento de reconducir el proceso de paz mientras que sus homólogos, los colonos israelíes en los territorios ocupados, cerrados a toda concesión a los palestinos, seguirán implementando su política de hechos consumados y creando nuevos obstáculos en el camino a la paz. Así, los extremistas de ambas partes ganan y se retroalimentan en su objetivo común: demoler el proceso de paz. El tiempo no juega a favor de nadie. ¿Serán los extremistas o los moderados quienes finalmente dicten las políticas de los israelíes y los palestinos?
Conclusión
Estamos ante un confuso e inconcluso enredo postelectoral que no invita al optimismo, aunque no faltan en esta situación optimistas como el ex embajador de EEUU en Israel, Martin Indyk, que considera que “por más oscuro que se vea el panorama, cosa que sucede con frecuencia, mientras un presidente de EEUU intervenga, algo sucede en Oriente Medio. Y no siempre para mal”. Queda aún por ver, por supuesto, si el presidente Barack Obama cumplirá el compromiso de que buscará agresivamente una solución al conflicto palestino-israelí así como la obligación asumida por su Administración de apoyar la creación de un Estado palestino. Cosa que solamente logrará si lidera una acción consensuada con la UE, para lo que deberá reconstruir la alianza transatlántica, así como con los países árabes moderados, para lo que deberá reparar el enorme daño causado por su predecesor en esta parte del mundo. Obama deberá convencer al futuro gobierno israelí de la necesidad de conducir negociaciones con la Autoridad Nacional Palestina para la creación del Estado palestino y congelar la expansión de los asentamientos en Cisjordania y al gobierno palestino de combatir el terrorismo fundamentalista islámico e integrar instituciones de gobierno sólidas y transparentes. La ecuación deberá ser: soberanía para los palestinos y seguridad para los israelíes.
Un sistema electoral disfuncional
Israel es una vibrante democracia, la única en Oriente Próximo. Pero de las últimas elecciones a la Knesset, el parlamento israelí, como de las anteriores, no ha surgido partido alguno con una mayoría que posibilite la estabilidad política a un país que vive una situación convulsiva y delicada y cuyo gobierno tendrá que lidiar con complejos desafíos, cruciales para el futuro del país: el de decidir de qué manera actuar ante el peligro del imparable programa nuclear iraní, cómo gestionar el proceso de paz con los palestinos y la insostenible ocupación de los territorios palestinos, cómo poner fin a la lluvia de cohetes y misiles de Gaza y afrontar la amenaza representada por las organizaciones islamistas fundamentalistas radicales Hezbolá y Hamás. Temas todos ellos que dividen profundamente a los israelíes.
Más de 30 partidos se presentaron a las elecciones. “Solamente” 12 están representados en la presente legislatura, ninguno de los cuales ha obtenido siquiera un cuarto de sus 120 escaños, lo que hará que el gobierno que se integre corra seguramente el mismo destino de los últimos que le precedieron, que fueron incapaces de completar la legislatura, lo que obligó a convocar elecciones anticipadas. ¿Cómo se explica que en menos de 10 años Israel haya tenido cinco gobiernos? “Tenemos una democracia perfecta, plena de imperfecciones”, define un politólogo israelí el defectuoso sistema electoral de Israel, un país cuya inestabilidad política es estructuralmente inherente a su sistema político, en vigencia desde el establecimiento del Estado, un problemático sistema que constituye uno de los ejemplos más extremos de representación proporcional. “Es el sistema electoral, estúpido”, escribe un politólogo israelí. El sistema electoral ha posibilitado la fragmentación política e impedido el funcionamiento de gobiernos estables. Entre los partidos en liza debemos destacar los confesionales y étnicos, así como partidos que representan estrechos intereses sectoriales y que, al haberse constituido en la mayoría de los casos en fiel de la balanza política, tienen una fuerza desproporcionada a su dimensión, habiéndose especializado en un chantaje político por el que el país debe pagar un alto precio político y económico. En sus 60 años de vida Israel tuvo ya tres decenas de gobiernos. En los últimos 11 años los israelíes concurrieron a las urnas seis veces. Además, hasta el día de hoy Israel carece de una Constitución por falta de consenso entre las distintas fuerzas políticas sobre cuestiones de principio críticas. Todos los intentos de modificar el sistema electoral fracasaron.
El sistema político está dominado por el multipartidismo, con algunos partidos dominantes y coaliciones de gobierno hasta hace unos años más o menos estables. Dos grandes partidos, de centro-izquierda y centro-derecha, constituyeron hasta hace pocos años el eje principal de la política israelí, sobre todo porque no se limitaron a delinear una alternativa política sino que actuaron en prácticamente todas las esferas de la vida de la sociedad, en la que tuvieron no poca hegemonía, acumulando bienes económicos y creando instituciones sociales, educativas y culturales diversas. En las primeras décadas de vida del Estado constituyeron el fundamento de la construcción de la sociedad. Pero su poder se ha erosionado como consecuencia de los grandes cambios que se han producido en la sociedad israelí. Han surgido nuevas fuerzas, algunas motivadas por estrechas ideologías o intereses sectoriales, así como partidos que representan colectivos de religiosos y de inmigrantes, a cuenta de los grandes partidos. El chantaje y el desorbitado precio que debe pagarse por las exigencias de partidos sectoriales ha contribuido al descrédito del estamento político.
El declive de las grandes fuerzas políticas se aceleró con la adopción de una ley electoral que separó las elecciones al parlamento de las elecciones a la jefatura del gobierno. Hasta 1996, el sistema político era exclusivamente parlamentario y el gobierno se constituía sobre la base del voto de apoyo de la mayoría de la Knesset. El sistema político que se adoptó entonces fue un híbrido entre un régimen parlamentario de modelo europeo y un régimen cuasi-presidencial. Aquí se demostró que lo mejor es enemigo de lo bueno. Si la política partidaria era hasta entonces la esencia del sistema político israelí, el centro de decisión pasó, en la práctica, a una persona. Esto sucedió mientras que los grandes partidos, como quedó dicho, estaban perdiendo poder en favor de los pequeños partidos. Al seguir siendo algunos de éstos fiel de la balanza política, estaban en mejores condiciones que antes para chantajear constantemente al primer ministro de turno (la intención de quienes propusieron el cambio del sistema electoral era precisamente la de reducir la capacidad de chantaje de los pequeños partidos, en el supuesto que aminoraría su posición de fiel de la balanza política al perder su capacidad de decidir qué partido integraría el gobierno o quién lo encabezaría).
Pero ese sistema electoral hizo de la política un regateo ininterrumpido. El resultado fue contradictorio: más poder para el jefe de gobierno a expensas de la Knesset, pero paradójicamente lo expuso más que antes a la extorsión de los partidos bisagra. El resultado: en pocos años se retornó al sistema tradicional. El declive de los partidos políticos y el cambio del sistema electoral, así como la revolución en los medios de comunicación (el impacto de la televisión en la cultura política de Israel es sumamente importante), han afectado profundamente a la democracia israelí y podrían traer consigo nuevos cambios en la vida política del país en un futuro no muy lejano.
“¡No es la economía, estúpido!”
En las elecciones quedó demostrado nuevamente que la principal preocupación de los israelíes sigue siendo la seguridad. “¡No es la economía, estúpido!”, advierte un analista político en vísperas de las elecciones. Es indudable que la guerra de Gaza influyó en los resultados de la contienda electoral. La guerra, y también los largos años en que decenas de miles de israelíes primero, y centenares de miles después, debieron soportar una inacabable lluvia de cohetes y morteros disparados desde Gaza, una región palestina bajo la égida de Hamás, una fanática organización islamista fundamentalista que se niega a reconocer al Estado de Israel, influyeron sobre el estado de ánimo de los israelíes y tuvieron consecuencias sumamente negativas para los partidos del gobierno, acusados por sus críticos de “ineptitud para afrontar los problemas de seguridad”.
Uno de los resultados de la guerra, que, como toda guerra, ha desarrollado sentimientos nacionalistas acendrados, ha sido el que aquellos que no son plenamente conscientes de las necesidades reales del futuro del país se han dejado seducir por quienes cultivaron una imágen de “duros”, por quienes exigen “una política de fuerza” y que critican al gobierno “por no haber sabido conducir la guerra interrumpiéndola antes de tiempo, no permitiendo al ejército vencer y demoler a Hamás”. La guerra de Gaza decantó el electorado hacia los partidos de la derecha, que alcanzaron 65 escaños frente a los 55 de los partidos de centro-izquierda y los partidos árabes. Sobre todo, porque a cambio de los territorios desocupados por Israel en Gaza, Israel solo recibió una escalada del terrorismo. Un terrorismo apoyado por un régimen, el de Teherán, que llama un día sí y otro también a “borrar a Israel del mapa”. Un dato ilustrativo es que hasta el último momento cerca del 20% de los israelíes se había mostrado indeciso sobre su voto y que en las zonas fronterizas que sufrieron el acoso de los cohetes de Hamás, los votantes se decantaron masivamente hacia la derecha y los ultranacionalistas. Los israelíes votaron por la seguridad.
Asimismo, quedó demostrado nuevamente en estas elecciones que en la sociedad israelí cunde el cinismo y la irritación hacia su estamento político. Una tendencia cada vez más generalizada entre los israelíes es la frustración por sus gobernantes, lo que se manifestó en el bajo porcentaje de votantes en las últimas dos elecciones generales, poco más del 60%, así como en el voto por partidos de “protesta”. Pero otro fenómeno preocupante, que no es nuevo en las democracias occidentales, ha sido que, en su frustración, muchos, sobre todo en la generación joven, buscaron un líder “fuerte”. Y esta vez lo encontraron en el jefe del partido Israel Beitenu (“Israel Nuestra Casa”), el ultranacionalista Avigdor Liberman, cuya campaña electoral se basó en inspirar miedo y se caracterizó por sus ataques contra los árabes ciudadanos de Israel (el 20% de la población del país), a quienes exigió elegir entre “lealtad al Estado o la pérdida de la ciudadanía”. Solamente la Corte Suprema de Justicia impidió que prosperase su propuesta de excluir de la Knesset a dos de los tres partidos árabes, que ya había sido aprobada por la Comisión Electoral. Liberman también utilizó en su campaña el sentimiento de frustración hacia los políticos. La base natural de su partido son los inmigrantes de la ex Unión Soviética, pero su mensaje caló también entre los jóvenes, sobre todo aquellos que participaron por vez primera en elecciones en Israel, que se dejaron deslumbrar por eslóganes demagógicos. Los resultados de las elecciones han hecho de Liberman el kingmaker de la política israelí.
Los dos partidos que ganaron más votos, el centrista Kadima, encabezado por la ministra de Asuntos Exteriores, Tzipi Livni, y el de derecha Likud, liderado por Benjamin Netanyahu, –además, por una diferencia mínima, 28 y 27 diputados respectivamente– apenas rozan un cuarto del total de los 120 diputados a la Knesset.
Los resultados de las elecciones del 10 de febrero, una clara victoria para la derecha y un debacle de la izquierda, han sido consecuencia del papel predominante del conflicto palestino-israelí en la sociedad israelí y en la orientación de la política del Estado. Los israelíes votaron por la derecha no porque rechazan la paz y la visión de dos Estados para los dos pueblos (apoyados consistentemente por el 70% de la población, que aspira a desconectar sus vidas de las de los palestinos), sino por desilusión, por la incapacidad de la izquierda –que supo conducir los destinos del Estado durante décadas– de llevar a buen término el proceso de paz cuando estaba en sus manos hacerlo. Muchos han dejado de creer en la viabilidad del proceso de paz. Las dificultades de la izquierda devienen del hecho de que el electorado israelí ya no responde a programas y grandes ideas. Ser adalid de la causa de la paz o de las causas sociales atrae menos que, por ejemplo, ofrecer un jefe de gobierno cuya personalidad inspira “seguridad”.
Entre la desilusión y el escepticismo
Desde que se dieron a conocer los resultados electorales, los israelíes se debaten entre la desilusión y el escepticismo y siguen expectantes las negociaciones para la integración del nuevo gobierno. Pero sin gran optimismo, por cuanto la alternativa es hoy entre una mala solución y otra peor. Del regateo político saldrá un gobierno de derecha, con una mayoría de unos pocos escaños (alrededor de 65), atado de pies y manos a los partidos ultranacionalistas que, no cabe la menor duda, intentarán congelar el proceso de paz impidiendo nuevas retiradas israelíes y el desmantelamiento de los asentamientos ilegales en los territorios, lo que colocará al próximo gobierno en vía de colisión con la Administración del presidente Barack Obama y con la UE (que ha congelado temporalmente la prevista promoción de sus relaciones con Israel). Una nueva y peligrosa espiral de violencia será inevitable. La alternativa sería la integración de un gobierno de “unidad” nacional, similar a gobiernos que ya existieron en el pasado y que, como aquellos, más que de unidad nacional, será seguramente un gobierno de paralización nacional. Un gobierno que podría ganar legitimidad internacional pero que, a la larga, no podrá evitar una confrontación con EEUU y Europa. Habrá negociaciones con los palestinos, pero desembocarán rápidamente en su estancamiento.
En cualquier caso, una mala elección. Los analistas coinciden en señalar que lo más probable es que el gobierno que surja de las negociaciones no complete su mandato. Para el profesor Amnon Rubinstein, ex ministro de Justicia y uno de los más destacados expertos en Derecho Constitucional, ya comenzó la cuenta regresiva de las próximas elecciones. El cotidiano Yediot Haharonot va más lejos y titula uno de sus artículos de opinión “Un gobierno imposible, las próximas elecciones en puerta”.
En teoría, la formación del nuevo gobierno debió encomendarse a Tzipi Livni, al haber conquistado el mayor número de votos. Livni ganó la batalla pero perdió la guerra: el bloque de la derecha cuenta con una mayoría que ha bloqueado esta posibilidad. De ahí que el presidente de Israel, Shimon Peres, se viera obligado a encomendar la formación del nuevo gobierno a Netanyahu. Como era de esperar, éste ha propuesto a los líderes del partido Kadima, la ministra de Exteriores Tzipi Livni y al líder del partido Laborista Ehud Barack integrarse en su gobierno. Netanyahu tiene un mes para integrar la coalición gubernamental. En caso de que este período sea insuficiente, se le concederán otros 14 días. Si fracasa, el presidente deberá designar otro candidato, que dispondrá de 28 días. Si también éste fracasa, el presidente invitará a un tercer candidato, al que se le darán solamente 14 días. Otro fracaso y se convocan nuevas elecciones.
Netanyahu tiene asegurado el apoyo de los partidos ultranacionalistas y religiosos ortodoxos, que suman 65 diputados. Pero Netanyahu necesita del apoyo de un partido moderado como Kadima para mejorar su imagen en la opinión pública israelí, liberarse de la presión de sus socios de la extrema derecha y de los religiosos ortodoxos y, sobre todo, para legitimar internacionalmente su gobierno. No olvida que fueron sus propios socios de la derecha quienes, siendo primer ministro, derribaron su gobierno cuando firmó el acuerdo de Wye Plantation con los palestinos, presionado por la Administración del presidente Bill Clinton, e intenta formar un gobierno de unidad nacional apelando a los retos que deberá afrontar el futuro gobierno. Netanyahu teme que la heterogeneidad de la derecha que le apoya pueda derribar su gobierno en cualquier votación crucial. Por ejemplo, si uno de los partidos laicos, en este caso Israel Beitenu, propone, como se prevé, leyes que minen el control de los partidos religiosos en temas civiles, éstos le crearían una insoluble crisis política.
Por el momento parecen insuperables las divergencias de fondo, sobre todo acerca de un acuerdo con los palestinos. Livni rechazó su ofrecimiento por falta de acuerdo en una cuestión fundamental: la negativa de Netanyahu de aceptar explícitamente una solución al conflicto palestino-israelí basada en el concepto de dos Estados soberanos para dos pueblos. De no ser implementada esta solución en un futuro previsible, la alternativa será un Estado binacional en el que en pocos años la demografía hará que los árabes se constituyan en la mayoría.
¿Puede hoy Netanyahu, que en su momento se opuso a los acuerdos de Oslo, aceptar este principio? En su discurso político, rechaza consistentemente la visión de dos Estados para dos pueblos y propone en su lugar una solución “económica”. Debe recordarse aquí que la plataforma del Likud de Netanyahu establece que “las comunidades judías en Judea y Samaria (Cisjordania) constituyen la materialización de los valores sionistas. La colonización de la tierra es una clara expresión del inobjetable derecho del pueblo judío a la Tierra de Israel y constituye un importante valor en la defensa de los intereses vitales del Estado de Israel. El Likud continuará reforzando y desarrollando estas comunidades y evitará su desalojo”. Por supuesto, no cabe esperar que los palestinos, el mundo árabe, la UE y la nueva Administración en EEUU crean que Israel tenga la intención real de llegar a la paz mientras continúe la expansión de asentamientos en los territorios palestinos. ¿Ignora acaso Netanyahu que los palestinos rechazarán categóricamente cualquier solución que no pase por la soberanía? No lo ignora, pero rechaza declarar su apoyo a un principio que le costaría su potencial coalición con sus “aliados naturales” de la ultraderecha, perdiendo incluso el apoyo de los diputados de extrema derecha de su propio partido.
Los grandes perdedores
Lo que es evidente es que una coalición del Likud con los partidos ortodoxos religiosos y de derecha ultranacionalista, sin una visión política, no permitirá al candidato a primer ministro ejercer su liderazgo. Jeff Barak, ex editor jefe del Jerusalem Post, escribe que no es función del centro-izquierda salvar a la derecha de sí misma. Las elecciones otorgaron a la derecha un mandato para gobernar, por lo que debe dársele la oportunidad de hacerlo, pese a los desastrosos efectos que indudablemente traerá al país. Es de desear –agrega– que su ya comprobada incapacidad de entender que la realidad es más fuerte que la ideología y de aceptar que el compromiso es una función de gobierno necesaria, asegure un rápido fin al segundo término de Netanyahu como primer ministro.
El pesimismo ha sido la nota predominante en el mundo árabe, incluso en aquellos países que apoyan el proceso de paz palestino-israelí, aunque no faltaron quienes destacaron un paralelismo: el de dos extremismos, el árabe y el israelí, como factores que obstruyen el proceso de paz. La UE, por su parte, no oculta su preocupación por la falta de compromiso de Netanyahu de perseguir una paz genuina.
A todas luces, los grandes perdedores en estas elecciones han sido la sociedad israelí y el proceso de paz. Si Netanyahu llega a ser primer ministro, “dilación” será la palabra clave. Si no hay proceso de paz –escribe el analista del cotidiano israelí Haaretz, Amir Oren-, no habrá necesidad de decisiones difíciles que puedan colapsar su gobierno. Una de las consecuencias podría ser el colapso del delicado proceso, lo que podría conducir al país al ostracismo internacional. Además, debe esperarse que los grupos radicales palestinos aprovechen la situación para seguir incitando a la violencia (apenas finalizada la guerra de Gaza, reanudaron los cotidianos lanzamientos de cohetes y misiles desde este territorio palestino), saboteando cualquier intento de reconducir el proceso de paz mientras que sus homólogos, los colonos israelíes en los territorios ocupados, cerrados a toda concesión a los palestinos, seguirán implementando su política de hechos consumados y creando nuevos obstáculos en el camino a la paz. Así, los extremistas de ambas partes ganan y se retroalimentan en su objetivo común: demoler el proceso de paz. El tiempo no juega a favor de nadie. ¿Serán los extremistas o los moderados quienes finalmente dicten las políticas de los israelíes y los palestinos?
Conclusión
Estamos ante un confuso e inconcluso enredo postelectoral que no invita al optimismo, aunque no faltan en esta situación optimistas como el ex embajador de EEUU en Israel, Martin Indyk, que considera que “por más oscuro que se vea el panorama, cosa que sucede con frecuencia, mientras un presidente de EEUU intervenga, algo sucede en Oriente Medio. Y no siempre para mal”. Queda aún por ver, por supuesto, si el presidente Barack Obama cumplirá el compromiso de que buscará agresivamente una solución al conflicto palestino-israelí así como la obligación asumida por su Administración de apoyar la creación de un Estado palestino. Cosa que solamente logrará si lidera una acción consensuada con la UE, para lo que deberá reconstruir la alianza transatlántica, así como con los países árabes moderados, para lo que deberá reparar el enorme daño causado por su predecesor en esta parte del mundo. Obama deberá convencer al futuro gobierno israelí de la necesidad de conducir negociaciones con la Autoridad Nacional Palestina para la creación del Estado palestino y congelar la expansión de los asentamientos en Cisjordania y al gobierno palestino de combatir el terrorismo fundamentalista islámico e integrar instituciones de gobierno sólidas y transparentes. La ecuación deberá ser: soberanía para los palestinos y seguridad para los israelíes.