Mouin Rabbani
Al dirigirse a su pueblo el 18 de enero, unas horas después de que Hamás respondiese al cese unilateral de las hostilidades por parte de Israel con un alto el fuego condicional, el depuesto primer ministro de la Autoridad Nacional Palestina (ANP) en la Franja de Gaza, Ismail Haniyeh, dedicaba varios fragmentos del texto que había preparado al asunto de la reconciliación nacional palestina. Tal vez fuese la primera vez desde que Hamás se hizo con el poder en la Franja de Gaza, en junio de 2007, que un dirigente islamista sacaba a colación el asunto de la resolución del problema de la división entre palestinos sin mencionar el nombre de Mahmud Abbas, el presidente de la ANP.
Al día siguiente, en una conferencia de prensa concedida por Abu Ubaida, portavoz de las Brigadas del Mártir Izz al Din al Qassam, el ala militar de Hamás, el movimiento daba un paso más. “La resistencia”, declaraba solemnemente Ubaida, “es la representante legítima del pueblo palestino”. Lo que dejan claro estas declaraciones es que Hamás no va a seguir contando con Abbas, y menos aún va a lanzarle un salvavidas en forma de un gobierno de unidad nacional nombrado por él. Estas declaraciones no son tanto un desafío directo a su liderazgo como una confirmación de que su legitimidad ha quedado definitivamente dañada por la guerra de Gaza. Hasta su primer ministro elegido a dedo, Salam Fayyad, les decía a los periodistas que la ANP de Ramala había sido “marginada”.
Los ataques de Israel en la Franja de Gaza han dado paso a una época de transformaciones en la política palestina. Es una época que recuerda enormemente al periodo que sucedió a la guerra de 1967, cuando el orden árabe dominante perdió su credibilidad y Yasir Arafat y una coalición de organizaciones guerrilleras palestinas, consiguiendo su legitimidad a punta de pistola, se hicieron con el control de la
Organización para la Liberación de Palestina (OLP).
Cuando el proceso de paz deja de ser un medio y se reduce a un fin, y la identidad estatal se transforma en una fórmula para perpetuar el dominio israelí y la fragmentación de Palestina, la lucha por la autodeterminación parece pasar de nuevo a un primer plano. Al parecer los palestinos ya no tienden a elegir a sus dirigentes en función de su heroísmo en la mesa de negociaciones, la frecuencia de sus reuniones con los líderes mundiales, ni tampoco necesariamente por sus resultados electorales. La devastación de Gaza ha hecho que la inclinación a desafiar a Israel y su ocupación y la voluntad de enfrentarse a la presión internacional se conviertan en los criterios más importantes para los palestinos. Pero Abbas no va a formar parte de este proceso: su expulsión de la política palestina se ha convertido más bien en condición indispensable para que el proceso tenga lugar. Porque si hay un mensaje claro es el de que “las cosas no van a seguir igual”. Todavía queda por ver cómo se desarrollará este proceso.
No se sabe a ciencia cierta si Hamás tendrá o no la capacidad y la voluntad necesarias para sustituir la hegemonía de Al Fatah por la suya, ni si tendrá o no la previsión y la sensatez de trabajar junto a otras organizaciones palestinas en vez de contra ellas. Es un proceso que sin duda va a incluir la renuncia formal al proceso de Annapolis abierto en noviembre de 2007, producto de los catastróficos Acuerdos de Oslo, y quizá también la abolición de la ANP. Las razones de la caída de Abbas son pocas y anteriores a los ataques israelíes contra Gaza: hace mucho que puso todos sus huevos en la cesta israelí-estadounidense. Se ha comportado como si sus pollos ya hubiesen salido del cascarón, pero su incapacidad para mostrar ningún logro tangible ha hecho que se vuelvan contra él, y con ganas. La clave de esto está en la relación de Abbas con su pueblo: dicho claramente, nunca existió. Arafat veía a los palestinos como el as en la baraja con el que jugar cuando todo lo demás fracasaba, y comprendía que su mano con los actores de fuera se debía a que éstos estaban convencidos de que él representaba al pueblo palestino.
Aunque sistemáticamente rehusara o se negara a aprovechar adecuadamente este recurso básico, al menos siempre lo guardaba como reserva. Abbas, por el contrario, ha sido un elitista impenitente, que parece considerar a la población palestina un obstáculo que salvar para que el juego de las naciones pueda continuar (al fin y al cabo, las sillas están contadas en torno a la mesa en la que los grandes hombres de Estado como Abbas, George W. Bush y Ehud Olmert se reúnen para definir los contornos del nuevo Oriente Próximo). Para Abbas, la legitimidad es la influencia que uno tiene sobre sus votantes a fuerza de convencerles de que representa a otros.
Maldecido con un desmesurado amor propio, Abbas siempre ha mostrado desinterés por las opiniones de los demás. Desde el momento en que se convenció a sí mismo de la sinceridad de las opiniones de Bush, que cargaban a los palestinos con la responsabilidad de demostrar que eran aptos para ser miembros de la raza humana y dignos de que Tzipi Livni y Condoleezza Rice hablasen con ellos, ya no hubo vuelta atrás. A partir de ese momento, las fuerzas de seguridad palestinas sólo apuntaban sus armas hacia su propia gente, y Saeb Erakat era el único que apuntaba hacia Israel.
En las Naciones Unidas, en su día escenario principal de la lucha palestina, el emisario de Abbas, Riad Mansur, estaba demasiado ocupado redactando una resolución que declarase a Hamás grupo terrorista como para preocuparse por otros asuntos palestinos más triviales. Era sencillamente imposible inducir a Abbas a cambiar de rumbo, y menos aún a iniciar un diálogo nacional que pudiese engendrar una auténtica estrategia. Para cuando concluyó su mandato, el 9 de enero, su estatus constitucional se había convertido en el menor de sus problemas. Todas y cada una de sus políticas habían fracasado. En Cisjordania, la expansión de los asentamientos ha continuado a un ritmo sin precedentes, mientras que la construcción del muro se acerca a su fin, con lo que toda conversación sobre un acuerdo que contemple la existencia de dos Estados se vuelveprácticamente teórica.
Tras el triunfo de Hamás en las elecciones parlamentarias de 2006, las incesantes tretas de Abbas para eliminar a los islamistas de los puestos de responsabilidad e impugnar los resultados de las elecciones (normalmente en estrechacolaboración con fuerzas externas más que con el electorado palestino) eran un auténtico carnaval de disparates e incompetencia. Cuando Hamás empezó a actuar en 2007, los islamistas sólo necesitaron unos cuantos días para deshacerse de las pocas fuerzas que todavía estaban dispuestas a luchar por Mohamed Dahlan. Aunque muchos sostienen que ahora Abbas está pagando el precio por la pasividad de que hizo gala mientras Israel provocaba una carnicería entre los palestinos de Gaza, esto es sólo una parte de la historia. Igual de importante, como mínimo, es la forma en que se ha comportado desde el 27 de diciembre: sin contacto de ningún tipo con su propio pueblo, como si lo hiciera a propósito, y actuando en el asunto de la Franja de Gaza como si se tratase de un país del que nunca hubiese oído hablar.
En su respuesta inicial, Abbas cargó a Hamás con toda la responsabilidad del conflicto, con lo que de un plumazo redujo su papel al de un dirigente de una facción que, de forma oportunista, se ponía del lado de su primo y en contra de su hermano. Más concretamente, desató todo el poder de sus fuerzas de seguridad contra su propio pueblo. No para evitar un golpe de Hamás en Cisjordania, ni los ataques contra Israel, sino para impedir manifestaciones en favor de los palestinos como las que se permitieron incluso en Israel. Respondió al inicio de la ofensiva terrestre israelí del 3 de enero anunciando que iba a retrasar un día su visita al Consejo de Seguridad de la ONU, no para guiar a su pueblo, sino para reunirse con el presidente francés, Nicolas Sarkozy. Desde entonces, apenas ha visitado Palestina; en su último viaje sólo se quedó el tiempo suficiente para informar a los cataríes de que no asistiría a su cumbre urgente sobre Gaza para debatir la forma de detener la guerra y apoyar a los palestinos. Ése fue el colmo de todos sus errores de cálculo.
Mientras que Arafat faltaba a todas las cumbres, o bien insistía en asistir precisamente cuando se le presionaba para que no lo hiciese, Abbas ha ido poniendo una excusa pobre tras otra: que para la reunión de Doha no había
quórum y, por tanto, no era una reunión formal de la Liga Árabe (como si nada que estuviese por debajo de eso mereciese contar con su presencia); que no podía conseguir un permiso israelí; y que estaba sometido a demasiada presión para asistir. Al desoír a los cataríes, que le aseguraban que ningún otro palestino sería invitado, parecía no darse cuenta de que una silla palestina vacía sería un escándalo de primer orden en su país. Sin querer, allanó el camino para que el dirigente de Hamás, Khaled Meshaal, hablase desde Damasco al mundo en nombre del pueblo palestino. Aunque Meshaal todavía tenga que lograr ponerse el manto del liderazgo nacional palestino, al menos ya lo ha arrancado definitivamente de los hombros de Abbas.
Como si estuviese empeñado en empeorar más las cosas, a comienzos de febrero Abbas se apresuraba a asistir a una reunión de ministros de Asuntos Exteriores árabes que representaban a varios de sus Estados más conservadores en Abu Dhabi, la capital de Emiratos Árabes Unidos. Tampoco se trataba de una reunión de la Liga Árabe y el orden del día en esta ocasión no era hacer frente a la agresión israelí, sino a las ambiciones iraníes. De forma análoga, cuando el 4 de febrero Abbas informaba al Parlamento Europeo de que había algunas potencias regionales que tenían intereses creados en profundizar el cisma entre Cisjordania y la Franja de Gaza, no se refería a Israel, que ha mantenido claramente esa política desde comienzos de los años noventa, sino a Irán. Es más, cunde la sensación de que sería más apropiado que Abbas se ganase la vida como conservador de la biblioteca presidencial de Bush que como presidente de la ANP.
Ya no hay nada que Abbas pueda decir o hacer para seguir en el poder. La única pregunta relevante es si saltará antes de que le empujen, y es casi seguro que el golpe de gracia provendrá de Al Fatah o de la opinión pública antes que de los círculos islamistas. Y, lo que es igual de importante, tampoco hay ya nada que sus patrocinadores y aliados puedan hacer para salvarle el cuello. Iniciativas tan absolutamente cínicas como la de los europeos de prometer ayuda a un gobierno de unidad nacional –que, cuando se formó en 2007, les sirvió como pretexto para continuar boicoteando a la ANP– no llegarán a ninguna parte. Los sobornos, las amenazas e incluso las guerras o las conferencias de paz ya no podrán evitar el surgimiento de un nuevo movimiento nacional palestino. Todavía no sabemos qué forma adoptará ni cómo surgirá. A estas alturas, la única certeza es que no durará demasiado a menos que sea capaz de representar de un modo más auténtico la voluntad y las aspiraciones de su pueblo (desafiando al statu quo en lugar de adaptándose a él) y así avanzar más eficazmente hacia objetivos básicos. Espoleado por la última declaración de Meshaal (que aunque se haya “aclarado” rápidamente, es tanto provocativa como imprudente) sobre que los islamistas podrían tratar de establecer un organismo nacional distinto de la OLP, el debate ha vuelto de nuevo al lugar que le corresponde: quién y qué representa a los palestinos. Teóricamente, la reconciliación nacional palestina se centrará en revivir la OLP y hacer que pase de su decrépito estado actual a ser una entidad organizada, palestina y dedicada a la liberación nacional.
Una entidad que represente, como en el pasado, las aspiraciones de todos los palestinos, independientemente de su ubicación geográfica y de su afiliación política, pero que sustituya el caduco sistema de cuotas por una distribución más democrática del poder y los puestos de responsabilidad. La ventaja de un planteamiento así es que no puede tener éxito sin que haya un consenso entre Al Fatah, Hamás y otras fuerzas palestinas respecto a un programa político, una estrategia para desarrollarlo y un nuevo liderazgo que lleve a la práctica dicha estrategia. También sería necesario que anulase la subordinación de la OLP a la ANP; por ejemplo, suprimiendo los puestos de presidente y primer ministro de la autoridad, y tal vez también el Parlamento, y sustituyéndolos por una ejecutiva no partidista que la dirija como un órgano administrativo en vez de político, dedicado a proporcionar servicios municipales a la población de Cisjordania y la Franja de Gaza más que a negociar en su nombre y en el de los palestinos exiliados que no votan en las elecciones.
Por el contrario, centrarse en la reforma de la ANP es una forma de garantizar los acuerdos secretos entre la élite política. Es un proceso que, como ha ocurrido en el pasado, estará monopolizado por Al Fatah y Hamás, y se limitará a asuntos como las cuotas ministeriales, el control de las fuerzas de seguridad y asuntos por el estilo que, dentro del panorama general, son irrelevantes para la lucha por la autodeterminación palestina. Mientras tanto, Al Fatah y la OLP están sumiéndose en el caos, y cada día que Abbas sigue al mando no hace más que prolongar la agonía y aumentar las probabilidades de que la recuperación sea imposible. Lo que ambas organizaciones necesitan desesperadamente es un acuerdo con Hamás, en vez de una nueva ronda de conversaciones con Washington, basadas en la ilusión de reconfigurar el sistema político palestino para favorecer a Abbas.
Al mismo tiempo, Hamás está preocupada por sus relaciones con Israel. El actual alto el fuego es altamente inestable por la sencilla razón de que se funda en dos iniciativas unilaterales más que en un acuerdo, y no contempla medidas similares respecto a asuntos clave como el bloqueo, las rutas del contrabando y el intercambio de prisioneros. Igual de importante es el hecho de que la guerra ha aumentado la determinación de Hamás a lograr que se levante el bloqueo, en vez de reducirla. La postura de Israel, consistente en que la ayuda para la reconstrucción sólo llegará a Gaza si Hamás se compromete a un cese indefinido de las hostilidades y a que los túneles subterráneos de Rafah dejen de utilizarse, es rechazada por los islamistas por considerarla un intento israelí de conseguir en El Cairo lo que no ha sido capaz de obtener en Gaza, y una receta para la ocupación permanente. Si Israel sigue rechazando un acuerdo que refleje básicamente las condiciones del alto el fuego mediado por Egipto en 2008, y especialmente si Egipto y los europeos siguen negando su ayuda hasta que Israel se dé por satisfecho con las posturas de Hamás, es más que posible que estalle una segunda ronda de combates. Sigue siendo un misterio de qué forma intentará George Mitchell, el enviado de Barack Obama para Oriente Próximo, conseguir un alto el fuego duradero, con las herramientas limitadas de que dispone. Al no visitar Gaza y negarse a comprometerse con Hamás (en un momento en que Israel está ignorando prácticamente a Abbas y centrándose en las conversaciones con los islamistas mediadas por Egipto), ha dado lugar, una vez más, a una situación en la que la diplomacia estadounidense se ve incapacitada por ser más proisraelí que el propio Israel.
Sin embargo, la principal incógnita es si, incluso en las circunstancias más favorables, Obama puede lograr la paz entre Israel y Palestina. En otras palabras, partiendo de la suposición de que Washington acelere los procesos y las hojas de ruta para poner en práctica, más que negociar, la creación de dos Estados; dé a los palestinos el margen necesario para resolver sus diferencias en vez de profundizarlas con la esperanza de que sus protegidos se salgan con la suya; deje de plantear al mundo árabe exigencias que dan a la paz y las negociaciones una mala reputación; y sea capaz de plantarle cara a Israel y a las presiones internas y se mantenga firme, ¿puede tener éxito?
Dadas las pruebas de que disponemos, casi seguro que es demasiado tarde para poner en práctica un acuerdo viable que contemple dos Estados. La expansión de los asentamientos israelíes parece haber llegado demasiado lejos y durante demasiado tiempo como para que un gobierno israelí pueda hacerla retroceder y seguir siendo un gobierno legítimo, aunque esté apoyado por una presión estadounidense auténtica. Por tanto, la verdadera prueba para Washington no va a ser la frecuencia de las idas y venidas de Mitchell por la zona, sino la rapidez con que actúa para detener las expansión de los asentamientos israelíes en todas sus formas e impedir la impunidad israelí en los territorios ocupados. Si el problema de los asentamientos no se resuelve de forma inmediata (y en 2001 Mitchell sólo dijo que Israel debería “plantearse” ponerles fin si los palestinos realmente deponían las armas), habrá llegado la hora de escribir la necrológica definitiva del paradigma de dos Estados. El problema es que la esquela no irá acompañada por el anuncio del nacimiento de un Estado binacional.
Con la inmensa mayoría de los israelíes decididos a conservar la integridad del Estado judío y la inmensa mayoría de los palestinos exigiendo en respuesta el derecho a que su etnia cuente con una entidad propia, la posibilidad de una transformación al estilo surafricano en el Mediterráneo está, en el mejor de los casos, a muchos años de distancia. La perspectiva más probable para los próximos años es que nos sumamos en un conflicto cada vez más existencial y regionalizado.
Al dirigirse a su pueblo el 18 de enero, unas horas después de que Hamás respondiese al cese unilateral de las hostilidades por parte de Israel con un alto el fuego condicional, el depuesto primer ministro de la Autoridad Nacional Palestina (ANP) en la Franja de Gaza, Ismail Haniyeh, dedicaba varios fragmentos del texto que había preparado al asunto de la reconciliación nacional palestina. Tal vez fuese la primera vez desde que Hamás se hizo con el poder en la Franja de Gaza, en junio de 2007, que un dirigente islamista sacaba a colación el asunto de la resolución del problema de la división entre palestinos sin mencionar el nombre de Mahmud Abbas, el presidente de la ANP.
Al día siguiente, en una conferencia de prensa concedida por Abu Ubaida, portavoz de las Brigadas del Mártir Izz al Din al Qassam, el ala militar de Hamás, el movimiento daba un paso más. “La resistencia”, declaraba solemnemente Ubaida, “es la representante legítima del pueblo palestino”. Lo que dejan claro estas declaraciones es que Hamás no va a seguir contando con Abbas, y menos aún va a lanzarle un salvavidas en forma de un gobierno de unidad nacional nombrado por él. Estas declaraciones no son tanto un desafío directo a su liderazgo como una confirmación de que su legitimidad ha quedado definitivamente dañada por la guerra de Gaza. Hasta su primer ministro elegido a dedo, Salam Fayyad, les decía a los periodistas que la ANP de Ramala había sido “marginada”.
Los ataques de Israel en la Franja de Gaza han dado paso a una época de transformaciones en la política palestina. Es una época que recuerda enormemente al periodo que sucedió a la guerra de 1967, cuando el orden árabe dominante perdió su credibilidad y Yasir Arafat y una coalición de organizaciones guerrilleras palestinas, consiguiendo su legitimidad a punta de pistola, se hicieron con el control de la
Organización para la Liberación de Palestina (OLP).
Cuando el proceso de paz deja de ser un medio y se reduce a un fin, y la identidad estatal se transforma en una fórmula para perpetuar el dominio israelí y la fragmentación de Palestina, la lucha por la autodeterminación parece pasar de nuevo a un primer plano. Al parecer los palestinos ya no tienden a elegir a sus dirigentes en función de su heroísmo en la mesa de negociaciones, la frecuencia de sus reuniones con los líderes mundiales, ni tampoco necesariamente por sus resultados electorales. La devastación de Gaza ha hecho que la inclinación a desafiar a Israel y su ocupación y la voluntad de enfrentarse a la presión internacional se conviertan en los criterios más importantes para los palestinos. Pero Abbas no va a formar parte de este proceso: su expulsión de la política palestina se ha convertido más bien en condición indispensable para que el proceso tenga lugar. Porque si hay un mensaje claro es el de que “las cosas no van a seguir igual”. Todavía queda por ver cómo se desarrollará este proceso.
No se sabe a ciencia cierta si Hamás tendrá o no la capacidad y la voluntad necesarias para sustituir la hegemonía de Al Fatah por la suya, ni si tendrá o no la previsión y la sensatez de trabajar junto a otras organizaciones palestinas en vez de contra ellas. Es un proceso que sin duda va a incluir la renuncia formal al proceso de Annapolis abierto en noviembre de 2007, producto de los catastróficos Acuerdos de Oslo, y quizá también la abolición de la ANP. Las razones de la caída de Abbas son pocas y anteriores a los ataques israelíes contra Gaza: hace mucho que puso todos sus huevos en la cesta israelí-estadounidense. Se ha comportado como si sus pollos ya hubiesen salido del cascarón, pero su incapacidad para mostrar ningún logro tangible ha hecho que se vuelvan contra él, y con ganas. La clave de esto está en la relación de Abbas con su pueblo: dicho claramente, nunca existió. Arafat veía a los palestinos como el as en la baraja con el que jugar cuando todo lo demás fracasaba, y comprendía que su mano con los actores de fuera se debía a que éstos estaban convencidos de que él representaba al pueblo palestino.
Aunque sistemáticamente rehusara o se negara a aprovechar adecuadamente este recurso básico, al menos siempre lo guardaba como reserva. Abbas, por el contrario, ha sido un elitista impenitente, que parece considerar a la población palestina un obstáculo que salvar para que el juego de las naciones pueda continuar (al fin y al cabo, las sillas están contadas en torno a la mesa en la que los grandes hombres de Estado como Abbas, George W. Bush y Ehud Olmert se reúnen para definir los contornos del nuevo Oriente Próximo). Para Abbas, la legitimidad es la influencia que uno tiene sobre sus votantes a fuerza de convencerles de que representa a otros.
Maldecido con un desmesurado amor propio, Abbas siempre ha mostrado desinterés por las opiniones de los demás. Desde el momento en que se convenció a sí mismo de la sinceridad de las opiniones de Bush, que cargaban a los palestinos con la responsabilidad de demostrar que eran aptos para ser miembros de la raza humana y dignos de que Tzipi Livni y Condoleezza Rice hablasen con ellos, ya no hubo vuelta atrás. A partir de ese momento, las fuerzas de seguridad palestinas sólo apuntaban sus armas hacia su propia gente, y Saeb Erakat era el único que apuntaba hacia Israel.
En las Naciones Unidas, en su día escenario principal de la lucha palestina, el emisario de Abbas, Riad Mansur, estaba demasiado ocupado redactando una resolución que declarase a Hamás grupo terrorista como para preocuparse por otros asuntos palestinos más triviales. Era sencillamente imposible inducir a Abbas a cambiar de rumbo, y menos aún a iniciar un diálogo nacional que pudiese engendrar una auténtica estrategia. Para cuando concluyó su mandato, el 9 de enero, su estatus constitucional se había convertido en el menor de sus problemas. Todas y cada una de sus políticas habían fracasado. En Cisjordania, la expansión de los asentamientos ha continuado a un ritmo sin precedentes, mientras que la construcción del muro se acerca a su fin, con lo que toda conversación sobre un acuerdo que contemple la existencia de dos Estados se vuelveprácticamente teórica.
Tras el triunfo de Hamás en las elecciones parlamentarias de 2006, las incesantes tretas de Abbas para eliminar a los islamistas de los puestos de responsabilidad e impugnar los resultados de las elecciones (normalmente en estrechacolaboración con fuerzas externas más que con el electorado palestino) eran un auténtico carnaval de disparates e incompetencia. Cuando Hamás empezó a actuar en 2007, los islamistas sólo necesitaron unos cuantos días para deshacerse de las pocas fuerzas que todavía estaban dispuestas a luchar por Mohamed Dahlan. Aunque muchos sostienen que ahora Abbas está pagando el precio por la pasividad de que hizo gala mientras Israel provocaba una carnicería entre los palestinos de Gaza, esto es sólo una parte de la historia. Igual de importante, como mínimo, es la forma en que se ha comportado desde el 27 de diciembre: sin contacto de ningún tipo con su propio pueblo, como si lo hiciera a propósito, y actuando en el asunto de la Franja de Gaza como si se tratase de un país del que nunca hubiese oído hablar.
En su respuesta inicial, Abbas cargó a Hamás con toda la responsabilidad del conflicto, con lo que de un plumazo redujo su papel al de un dirigente de una facción que, de forma oportunista, se ponía del lado de su primo y en contra de su hermano. Más concretamente, desató todo el poder de sus fuerzas de seguridad contra su propio pueblo. No para evitar un golpe de Hamás en Cisjordania, ni los ataques contra Israel, sino para impedir manifestaciones en favor de los palestinos como las que se permitieron incluso en Israel. Respondió al inicio de la ofensiva terrestre israelí del 3 de enero anunciando que iba a retrasar un día su visita al Consejo de Seguridad de la ONU, no para guiar a su pueblo, sino para reunirse con el presidente francés, Nicolas Sarkozy. Desde entonces, apenas ha visitado Palestina; en su último viaje sólo se quedó el tiempo suficiente para informar a los cataríes de que no asistiría a su cumbre urgente sobre Gaza para debatir la forma de detener la guerra y apoyar a los palestinos. Ése fue el colmo de todos sus errores de cálculo.
Mientras que Arafat faltaba a todas las cumbres, o bien insistía en asistir precisamente cuando se le presionaba para que no lo hiciese, Abbas ha ido poniendo una excusa pobre tras otra: que para la reunión de Doha no había
quórum y, por tanto, no era una reunión formal de la Liga Árabe (como si nada que estuviese por debajo de eso mereciese contar con su presencia); que no podía conseguir un permiso israelí; y que estaba sometido a demasiada presión para asistir. Al desoír a los cataríes, que le aseguraban que ningún otro palestino sería invitado, parecía no darse cuenta de que una silla palestina vacía sería un escándalo de primer orden en su país. Sin querer, allanó el camino para que el dirigente de Hamás, Khaled Meshaal, hablase desde Damasco al mundo en nombre del pueblo palestino. Aunque Meshaal todavía tenga que lograr ponerse el manto del liderazgo nacional palestino, al menos ya lo ha arrancado definitivamente de los hombros de Abbas.
Como si estuviese empeñado en empeorar más las cosas, a comienzos de febrero Abbas se apresuraba a asistir a una reunión de ministros de Asuntos Exteriores árabes que representaban a varios de sus Estados más conservadores en Abu Dhabi, la capital de Emiratos Árabes Unidos. Tampoco se trataba de una reunión de la Liga Árabe y el orden del día en esta ocasión no era hacer frente a la agresión israelí, sino a las ambiciones iraníes. De forma análoga, cuando el 4 de febrero Abbas informaba al Parlamento Europeo de que había algunas potencias regionales que tenían intereses creados en profundizar el cisma entre Cisjordania y la Franja de Gaza, no se refería a Israel, que ha mantenido claramente esa política desde comienzos de los años noventa, sino a Irán. Es más, cunde la sensación de que sería más apropiado que Abbas se ganase la vida como conservador de la biblioteca presidencial de Bush que como presidente de la ANP.
Ya no hay nada que Abbas pueda decir o hacer para seguir en el poder. La única pregunta relevante es si saltará antes de que le empujen, y es casi seguro que el golpe de gracia provendrá de Al Fatah o de la opinión pública antes que de los círculos islamistas. Y, lo que es igual de importante, tampoco hay ya nada que sus patrocinadores y aliados puedan hacer para salvarle el cuello. Iniciativas tan absolutamente cínicas como la de los europeos de prometer ayuda a un gobierno de unidad nacional –que, cuando se formó en 2007, les sirvió como pretexto para continuar boicoteando a la ANP– no llegarán a ninguna parte. Los sobornos, las amenazas e incluso las guerras o las conferencias de paz ya no podrán evitar el surgimiento de un nuevo movimiento nacional palestino. Todavía no sabemos qué forma adoptará ni cómo surgirá. A estas alturas, la única certeza es que no durará demasiado a menos que sea capaz de representar de un modo más auténtico la voluntad y las aspiraciones de su pueblo (desafiando al statu quo en lugar de adaptándose a él) y así avanzar más eficazmente hacia objetivos básicos. Espoleado por la última declaración de Meshaal (que aunque se haya “aclarado” rápidamente, es tanto provocativa como imprudente) sobre que los islamistas podrían tratar de establecer un organismo nacional distinto de la OLP, el debate ha vuelto de nuevo al lugar que le corresponde: quién y qué representa a los palestinos. Teóricamente, la reconciliación nacional palestina se centrará en revivir la OLP y hacer que pase de su decrépito estado actual a ser una entidad organizada, palestina y dedicada a la liberación nacional.
Una entidad que represente, como en el pasado, las aspiraciones de todos los palestinos, independientemente de su ubicación geográfica y de su afiliación política, pero que sustituya el caduco sistema de cuotas por una distribución más democrática del poder y los puestos de responsabilidad. La ventaja de un planteamiento así es que no puede tener éxito sin que haya un consenso entre Al Fatah, Hamás y otras fuerzas palestinas respecto a un programa político, una estrategia para desarrollarlo y un nuevo liderazgo que lleve a la práctica dicha estrategia. También sería necesario que anulase la subordinación de la OLP a la ANP; por ejemplo, suprimiendo los puestos de presidente y primer ministro de la autoridad, y tal vez también el Parlamento, y sustituyéndolos por una ejecutiva no partidista que la dirija como un órgano administrativo en vez de político, dedicado a proporcionar servicios municipales a la población de Cisjordania y la Franja de Gaza más que a negociar en su nombre y en el de los palestinos exiliados que no votan en las elecciones.
Por el contrario, centrarse en la reforma de la ANP es una forma de garantizar los acuerdos secretos entre la élite política. Es un proceso que, como ha ocurrido en el pasado, estará monopolizado por Al Fatah y Hamás, y se limitará a asuntos como las cuotas ministeriales, el control de las fuerzas de seguridad y asuntos por el estilo que, dentro del panorama general, son irrelevantes para la lucha por la autodeterminación palestina. Mientras tanto, Al Fatah y la OLP están sumiéndose en el caos, y cada día que Abbas sigue al mando no hace más que prolongar la agonía y aumentar las probabilidades de que la recuperación sea imposible. Lo que ambas organizaciones necesitan desesperadamente es un acuerdo con Hamás, en vez de una nueva ronda de conversaciones con Washington, basadas en la ilusión de reconfigurar el sistema político palestino para favorecer a Abbas.
Al mismo tiempo, Hamás está preocupada por sus relaciones con Israel. El actual alto el fuego es altamente inestable por la sencilla razón de que se funda en dos iniciativas unilaterales más que en un acuerdo, y no contempla medidas similares respecto a asuntos clave como el bloqueo, las rutas del contrabando y el intercambio de prisioneros. Igual de importante es el hecho de que la guerra ha aumentado la determinación de Hamás a lograr que se levante el bloqueo, en vez de reducirla. La postura de Israel, consistente en que la ayuda para la reconstrucción sólo llegará a Gaza si Hamás se compromete a un cese indefinido de las hostilidades y a que los túneles subterráneos de Rafah dejen de utilizarse, es rechazada por los islamistas por considerarla un intento israelí de conseguir en El Cairo lo que no ha sido capaz de obtener en Gaza, y una receta para la ocupación permanente. Si Israel sigue rechazando un acuerdo que refleje básicamente las condiciones del alto el fuego mediado por Egipto en 2008, y especialmente si Egipto y los europeos siguen negando su ayuda hasta que Israel se dé por satisfecho con las posturas de Hamás, es más que posible que estalle una segunda ronda de combates. Sigue siendo un misterio de qué forma intentará George Mitchell, el enviado de Barack Obama para Oriente Próximo, conseguir un alto el fuego duradero, con las herramientas limitadas de que dispone. Al no visitar Gaza y negarse a comprometerse con Hamás (en un momento en que Israel está ignorando prácticamente a Abbas y centrándose en las conversaciones con los islamistas mediadas por Egipto), ha dado lugar, una vez más, a una situación en la que la diplomacia estadounidense se ve incapacitada por ser más proisraelí que el propio Israel.
Sin embargo, la principal incógnita es si, incluso en las circunstancias más favorables, Obama puede lograr la paz entre Israel y Palestina. En otras palabras, partiendo de la suposición de que Washington acelere los procesos y las hojas de ruta para poner en práctica, más que negociar, la creación de dos Estados; dé a los palestinos el margen necesario para resolver sus diferencias en vez de profundizarlas con la esperanza de que sus protegidos se salgan con la suya; deje de plantear al mundo árabe exigencias que dan a la paz y las negociaciones una mala reputación; y sea capaz de plantarle cara a Israel y a las presiones internas y se mantenga firme, ¿puede tener éxito?
Dadas las pruebas de que disponemos, casi seguro que es demasiado tarde para poner en práctica un acuerdo viable que contemple dos Estados. La expansión de los asentamientos israelíes parece haber llegado demasiado lejos y durante demasiado tiempo como para que un gobierno israelí pueda hacerla retroceder y seguir siendo un gobierno legítimo, aunque esté apoyado por una presión estadounidense auténtica. Por tanto, la verdadera prueba para Washington no va a ser la frecuencia de las idas y venidas de Mitchell por la zona, sino la rapidez con que actúa para detener las expansión de los asentamientos israelíes en todas sus formas e impedir la impunidad israelí en los territorios ocupados. Si el problema de los asentamientos no se resuelve de forma inmediata (y en 2001 Mitchell sólo dijo que Israel debería “plantearse” ponerles fin si los palestinos realmente deponían las armas), habrá llegado la hora de escribir la necrológica definitiva del paradigma de dos Estados. El problema es que la esquela no irá acompañada por el anuncio del nacimiento de un Estado binacional.
Con la inmensa mayoría de los israelíes decididos a conservar la integridad del Estado judío y la inmensa mayoría de los palestinos exigiendo en respuesta el derecho a que su etnia cuente con una entidad propia, la posibilidad de una transformación al estilo surafricano en el Mediterráneo está, en el mejor de los casos, a muchos años de distancia. La perspectiva más probable para los próximos años es que nos sumamos en un conflicto cada vez más existencial y regionalizado.