Gregory Chin y Eric Helleiner
Por qué es demasiado pronto para tener miedo a la incipiente influencia financiera de China
Cuando el hombre designado por el presidente estadounidense Barack Obama para ser secretario del Tesoro, Tim Geithner, durante las sesiones de confirmación en el Congreso, tuvo palabras duras sobre la política china de tipos de cambio, los agentes de Wall Street se echaron a templar. Geithner acusó al país de manipular la divisa, y eso despertó la preocupación de que las autoridades chinas pudieran reaccionar retirando parte de sus inversiones en los bonos del Tesoro estadounidense. No hay duda de que esos temores, que hicieron que el precio de la deuda del tesoro disminuyera ligeramente, son comprensibles. El pasado otoño, China arrebató a Japón su posición como mayor poseedor extranjero de deuda oficial estadounidense. ¿Es esa condición de nuevo acreedor la que está convirtiendo a China en una gran potencia financiera mundial?
Muchos suponen que la respuesta es sí. Occidente -y Estados Unidos en particular- está pidiendo más préstamos que nunca, dependiendo más que nunca de que China pague la factura. El presidente Obama llega a la Casa Blanca proponiendo un paquete de estímulos de más de 800.000 millones de dólares (unos 624.000 millones de dólares) para reanimar una economía con problemas. Los préstamos para ese paquete pueden muy bien aumentar los 652.900 millones de dólares de bonos del Tesoro que ya poseía China en octubre de 2008. En el número de diciembre de Atlantic Monthly, Gao Xiqing, que supervisa una parte de esa deuda en nombre del gobierno de China, aconsejó a EE UU: “pórtense bien con los países que les prestan dinero”. No es extraño que, cuando The New York Times informó este mes de que el gigante asiático estaba reduciendo sus préstamos, los analistas estadounidenses tomaran buena nota.
Pero China también está nerviosa. El país, recién llegado al escenario bancario internacional, es ferozmente independiente pero, al mismo tiempo, está limitado de forma alarmante por su deudor estadounidense. Por ahora, la dependencia del dólar y la preferencia por una reforma conservadora servirán para que Pekín sea fuerte, pero todavía no una potencia financiera global.
A primera vista, China parece tener la capacidad de ocupar el primer plano en el escenario financiero mundial. El Gobierno controla muy de cerca sus activos extranjeros y guarda 2 billones de dólares de ellos como reservas oficiales de divisa extranjera. Además, Pekín dirige el sector de préstamos al extranjero, que está creciendo rápidamente en China, y no sólo en el ámbito público. El Ejecutivo ejerce influencia directa e indirecta sobre los bancos chinos, que invierten cada vez más en otros países.
Las demostraciones de poder monetario de Pekín se hacen sentir sobre todo en el hemisferio sur. Los préstamos oficiales y casi oficiales a los gobiernos del sureste y el centro de Asia, África, Latinoamérica y el Caribe se han multiplicado de forma exponencial durante los últimos cinco años. Aunque los totales acumulados de los créditos oficiales chinos están calificados como “secretos”, los anuncios de préstamos masivos son un elemento de las giras tan publicitadas que llevan a cabo las autoridades por estas regiones desde finales de los 90. Se dice que los préstamos de ayuda exterior china a África ya superan los 2.000 millones de dólares anuales del Banco Mundial (BM). Y esa ayuda no es más que una parte de los préstamos chinos al continente.
Los préstamos a África, Asia y las Américas han creado buena voluntad en los gobiernos receptores y la preocupación, en las capitales occidentales, de tener que hacer frente a un nuevo competidor a la hora de ganarse a sus clientes tradicionales. Washington, la primera. En Angola en 2004 y Chad en 2006, la oferta repentina de Pekín de proporcionar préstamos a gran escala, equivalentes a los que estaban negociándose con el FMI y el BM, hizo que los ambos países rechazaran a sus acreedores habituales e ignorasen sus recomendaciones políticas. A diferencia del dinero occidental, el de China llegaba sin ninguna condición previa.
Sin embargo, como ocurrió antes con Japón, la nueva influencia financiera de Pekín está limitada por su principal deudor, Estados Unidos. Los países acreedores como China no prestan en su propia divisa sino en dólares, por lo que China se expone a los riesgos de los tipos de cambio; la deuda vale más o menos según suba o baje el billete verde. El peligro es aún mayor porque el gigante asiático presta en la divisa que emite el prestatario. Japón aprendió dolorosamente la lección cuando el dólar se depreció drásticamente entre 1985 y 1987 y eso hizo que disminuyera el valor de los activos extranjeros del país, que en su mayoría estaban en moneda estadounidense, y no en yenes.
China corre el mismo peligro. Entre el 70 y el 80% de sus reservas están en dólares. Por cada depreciación de un 10% del billete verde, las reservas chinas pierden el equivalente al 3% del PIB del país. Como Estado acreedor, por tanto, tiene grandes incentivos para defender el dólar estadounidense y comprar más bonos del Tesoro para mantener su valor fuerte durante una caída.
Además de sus reservas extranjeras, China depende de un dólar fuerte para mantener en funcionamiento su aparato industrial, con exportaciones que sean numerosas y baratas. De esta manera, los consumidores estadounidenses también pueden comprar más productos chinos. Esa demanda es la que ha contribuido al crecimiento de la economía del país con un ritmo del 8% durante la última década. Hasta que la crisis financiera revisó los objetivos de crecimiento a la baja. La reducción de la demanda va a aumentar el deseo de China de evitar que el dólar -y su excedente comercial- sigan cayendo.
Como es de esperar, Pekín está empezando a poner en tela de juicio los costes de mantener el sistema basado en el dólar. Algunos investigadores chinos han llegado a sugerir que el Imperio del Centro piense en aumentar el papel de su propia divisa, el renminbi, como alternativa internacional a la moneda estadounidense.
En realidad, el estricto control monetario chino es lo que impide que esta opción resulte convincente para los inversores internacionales. La ausencia de derechos de propiedad seguros y de una infraestructura legal digna de confianza desaniman a los extranjeros a la hora de usar más el renminbi. Igualmente, los controles de capital y las limitaciones de los mercados financieros internos impiden que el sistema financiero chino sea un verdadero rival del dólar y los mercados estadounidenses, ni siquiera con sus dificultades actuales. Aunque las posibilidades de China como líder industrial son muchas, su capacidad de ser una potencia monetaria mundial está aún por ver.
Así, pues, por ahora, la incómoda dependencia es mutua: Estados Unidos necesita a China, y viceversa. La nueva influencia internacional del gigante asiático procede en gran parte de su capacidad exportadora y su consiguiente condición de país acreedor. Desde 2003, cuando China se convirtió en acreedor neto, esa posición ha ido creciendo. Pero la ola de préstamos internacionales chinos que hemos visto desde entonces no tiene por qué continuar si la crisis financiera actual empeora, si las exportaciones de este país disminuyen y si China se desliza hacia una recesión prolongada junto con el resto del mundo.
Además, para que el Imperio del Centro incremente su influencia financiera, las autoridades tendrían que emprender la pesada tarea de construir nuevos acuerdos internacionales que puedan transformar su condición de acreedor en una situación permanente. Hasta ahora, China ha parecido reacia a impulsar grandes cambios en la arquitectura financiera mundial. Por el contrario, las autoridades de Pekín han adoptado un tono más precavido y han apoyado las propuestas de “mantener unido el sistema”.
Esa estrategia de cautela se corresponde con el gradualismo que los líderes chinos cultivan desde hace 30 años. Tanto dentro como fuera del país, ésta será la forma más probable de enfocar las reformas por parte de Pekín.
Las tareas que tiene que llevar a cabo China, por tanto, son muchas. Las autoridades tendrán que mantener la estabilidad en el sistema financiero interno en medio de una situación que empeora por momentos; seguir avanzando cuidadosamente con reformas internas en la medida en que lo permita la situación; construir su poder financiero internacional poco a poco; sugerir reformas del sistema financiero internacional cuando sean necesarias para apuntalar y consolidar los avances obtenidos; impulsar acuerdos alternativos de forma gradual y con cautela, y en distintas regiones del mundo, con el fin de diversificar los riesgos y permitir otras opciones; y evitar fracturas repentinas del sistema financiero internacional.
Es una lista larga. Pero, si Pekín puede hacer todo eso, y su condición de acreedor se mantiene, el resultado será una China más poderosa, sin duda. Queda mucho por hacer hasta ese momento.
Por qué es demasiado pronto para tener miedo a la incipiente influencia financiera de China
Cuando el hombre designado por el presidente estadounidense Barack Obama para ser secretario del Tesoro, Tim Geithner, durante las sesiones de confirmación en el Congreso, tuvo palabras duras sobre la política china de tipos de cambio, los agentes de Wall Street se echaron a templar. Geithner acusó al país de manipular la divisa, y eso despertó la preocupación de que las autoridades chinas pudieran reaccionar retirando parte de sus inversiones en los bonos del Tesoro estadounidense. No hay duda de que esos temores, que hicieron que el precio de la deuda del tesoro disminuyera ligeramente, son comprensibles. El pasado otoño, China arrebató a Japón su posición como mayor poseedor extranjero de deuda oficial estadounidense. ¿Es esa condición de nuevo acreedor la que está convirtiendo a China en una gran potencia financiera mundial?
Muchos suponen que la respuesta es sí. Occidente -y Estados Unidos en particular- está pidiendo más préstamos que nunca, dependiendo más que nunca de que China pague la factura. El presidente Obama llega a la Casa Blanca proponiendo un paquete de estímulos de más de 800.000 millones de dólares (unos 624.000 millones de dólares) para reanimar una economía con problemas. Los préstamos para ese paquete pueden muy bien aumentar los 652.900 millones de dólares de bonos del Tesoro que ya poseía China en octubre de 2008. En el número de diciembre de Atlantic Monthly, Gao Xiqing, que supervisa una parte de esa deuda en nombre del gobierno de China, aconsejó a EE UU: “pórtense bien con los países que les prestan dinero”. No es extraño que, cuando The New York Times informó este mes de que el gigante asiático estaba reduciendo sus préstamos, los analistas estadounidenses tomaran buena nota.
Pero China también está nerviosa. El país, recién llegado al escenario bancario internacional, es ferozmente independiente pero, al mismo tiempo, está limitado de forma alarmante por su deudor estadounidense. Por ahora, la dependencia del dólar y la preferencia por una reforma conservadora servirán para que Pekín sea fuerte, pero todavía no una potencia financiera global.
A primera vista, China parece tener la capacidad de ocupar el primer plano en el escenario financiero mundial. El Gobierno controla muy de cerca sus activos extranjeros y guarda 2 billones de dólares de ellos como reservas oficiales de divisa extranjera. Además, Pekín dirige el sector de préstamos al extranjero, que está creciendo rápidamente en China, y no sólo en el ámbito público. El Ejecutivo ejerce influencia directa e indirecta sobre los bancos chinos, que invierten cada vez más en otros países.
Las demostraciones de poder monetario de Pekín se hacen sentir sobre todo en el hemisferio sur. Los préstamos oficiales y casi oficiales a los gobiernos del sureste y el centro de Asia, África, Latinoamérica y el Caribe se han multiplicado de forma exponencial durante los últimos cinco años. Aunque los totales acumulados de los créditos oficiales chinos están calificados como “secretos”, los anuncios de préstamos masivos son un elemento de las giras tan publicitadas que llevan a cabo las autoridades por estas regiones desde finales de los 90. Se dice que los préstamos de ayuda exterior china a África ya superan los 2.000 millones de dólares anuales del Banco Mundial (BM). Y esa ayuda no es más que una parte de los préstamos chinos al continente.
Los préstamos a África, Asia y las Américas han creado buena voluntad en los gobiernos receptores y la preocupación, en las capitales occidentales, de tener que hacer frente a un nuevo competidor a la hora de ganarse a sus clientes tradicionales. Washington, la primera. En Angola en 2004 y Chad en 2006, la oferta repentina de Pekín de proporcionar préstamos a gran escala, equivalentes a los que estaban negociándose con el FMI y el BM, hizo que los ambos países rechazaran a sus acreedores habituales e ignorasen sus recomendaciones políticas. A diferencia del dinero occidental, el de China llegaba sin ninguna condición previa.
Sin embargo, como ocurrió antes con Japón, la nueva influencia financiera de Pekín está limitada por su principal deudor, Estados Unidos. Los países acreedores como China no prestan en su propia divisa sino en dólares, por lo que China se expone a los riesgos de los tipos de cambio; la deuda vale más o menos según suba o baje el billete verde. El peligro es aún mayor porque el gigante asiático presta en la divisa que emite el prestatario. Japón aprendió dolorosamente la lección cuando el dólar se depreció drásticamente entre 1985 y 1987 y eso hizo que disminuyera el valor de los activos extranjeros del país, que en su mayoría estaban en moneda estadounidense, y no en yenes.
China corre el mismo peligro. Entre el 70 y el 80% de sus reservas están en dólares. Por cada depreciación de un 10% del billete verde, las reservas chinas pierden el equivalente al 3% del PIB del país. Como Estado acreedor, por tanto, tiene grandes incentivos para defender el dólar estadounidense y comprar más bonos del Tesoro para mantener su valor fuerte durante una caída.
Además de sus reservas extranjeras, China depende de un dólar fuerte para mantener en funcionamiento su aparato industrial, con exportaciones que sean numerosas y baratas. De esta manera, los consumidores estadounidenses también pueden comprar más productos chinos. Esa demanda es la que ha contribuido al crecimiento de la economía del país con un ritmo del 8% durante la última década. Hasta que la crisis financiera revisó los objetivos de crecimiento a la baja. La reducción de la demanda va a aumentar el deseo de China de evitar que el dólar -y su excedente comercial- sigan cayendo.
Como es de esperar, Pekín está empezando a poner en tela de juicio los costes de mantener el sistema basado en el dólar. Algunos investigadores chinos han llegado a sugerir que el Imperio del Centro piense en aumentar el papel de su propia divisa, el renminbi, como alternativa internacional a la moneda estadounidense.
En realidad, el estricto control monetario chino es lo que impide que esta opción resulte convincente para los inversores internacionales. La ausencia de derechos de propiedad seguros y de una infraestructura legal digna de confianza desaniman a los extranjeros a la hora de usar más el renminbi. Igualmente, los controles de capital y las limitaciones de los mercados financieros internos impiden que el sistema financiero chino sea un verdadero rival del dólar y los mercados estadounidenses, ni siquiera con sus dificultades actuales. Aunque las posibilidades de China como líder industrial son muchas, su capacidad de ser una potencia monetaria mundial está aún por ver.
Así, pues, por ahora, la incómoda dependencia es mutua: Estados Unidos necesita a China, y viceversa. La nueva influencia internacional del gigante asiático procede en gran parte de su capacidad exportadora y su consiguiente condición de país acreedor. Desde 2003, cuando China se convirtió en acreedor neto, esa posición ha ido creciendo. Pero la ola de préstamos internacionales chinos que hemos visto desde entonces no tiene por qué continuar si la crisis financiera actual empeora, si las exportaciones de este país disminuyen y si China se desliza hacia una recesión prolongada junto con el resto del mundo.
Además, para que el Imperio del Centro incremente su influencia financiera, las autoridades tendrían que emprender la pesada tarea de construir nuevos acuerdos internacionales que puedan transformar su condición de acreedor en una situación permanente. Hasta ahora, China ha parecido reacia a impulsar grandes cambios en la arquitectura financiera mundial. Por el contrario, las autoridades de Pekín han adoptado un tono más precavido y han apoyado las propuestas de “mantener unido el sistema”.
Esa estrategia de cautela se corresponde con el gradualismo que los líderes chinos cultivan desde hace 30 años. Tanto dentro como fuera del país, ésta será la forma más probable de enfocar las reformas por parte de Pekín.
Las tareas que tiene que llevar a cabo China, por tanto, son muchas. Las autoridades tendrán que mantener la estabilidad en el sistema financiero interno en medio de una situación que empeora por momentos; seguir avanzando cuidadosamente con reformas internas en la medida en que lo permita la situación; construir su poder financiero internacional poco a poco; sugerir reformas del sistema financiero internacional cuando sean necesarias para apuntalar y consolidar los avances obtenidos; impulsar acuerdos alternativos de forma gradual y con cautela, y en distintas regiones del mundo, con el fin de diversificar los riesgos y permitir otras opciones; y evitar fracturas repentinas del sistema financiero internacional.
Es una lista larga. Pero, si Pekín puede hacer todo eso, y su condición de acreedor se mantiene, el resultado será una China más poderosa, sin duda. Queda mucho por hacer hasta ese momento.