lunes, 6 de octubre de 2008

MANTENERLE EL PASO A ASIA


Yoichi Funabashi

Estados Unidos y el nuevo equilibrio de poder

Cuando se trata de la política exterior estadounidense, muchos asiáticos prefieren a los republicanos que a los demócratas. Esta preferencia tiene sus razones. Algunos países asiáticos, Japón entre ellos, no pueden evitar sentirse incómodos, incluso amenazados, por los regímenes predominantemente inescrutables y desafiantemente comunistas que gobiernan en China, en Corea del Norte y en Vietnam. Para ellos, el sistema de alianzas de la segunda posguerra centrado en Estados Unidos y que aún domina a Asia del Este, ha sido una fuerza estabilizadora vital, y encuentran consuelo en un gobierno estadounidense que se muestra inflexible en asuntos de seguridad y que se mantiene firme en cuanto a sus ideas anticomunistas, cualidades que se asocian con frecuencia al Partido Republicano. El liderazgo chino tiene las mismas inclinaciones, aunque por diferentes razones: ve en el Partido Republicano al partido del libre comercio y en el Partido Demócrata al del proteccionismo; también cree que un gobierno republicano en Washington probablemente tendería menos a concentrarse en los problemas de derechos humanos o a inmiscuirse en áreas sensibles como el Tíbet. Para muchos de los gobiernos de Asia, un Estados Unidos republicano es sencillamente más predecible y, por ende, es más fácil lidiar con él.

A pesar de los recelos hacia el gobierno de Bush, los líderes de Asia generalmente consideran su historial de manera más positiva que sus contrapartes de otras regiones. El siguiente Presidente de Estados Unidos heredará la buena disposición creada por algunos de los logros de George W. Bush en Asia: nada menos que la estabilización de la región mediante el fortalecimiento de la cooperación en materia de seguridad entre Estados Unidos y Japón, la cual, en parte, ha girado en torno a la excepcionalmente amistosa relación con el ex Primer Ministro de Japón, Junichiro Koizumi. Después de los ataques del 11-S y durante las guerras de Estados Unidos en Afganistán e Iraq, la alianza ha llegado a un nivel casi sin precedente, debido en gran medida al apoyo que Japón mostró a la guerra contra el terrorismo iniciada por Estados Unidos.

Las relaciones con China también han mejorado considerablemente durante el gobierno de Bush. Las cosas no iniciaron bien: durante la campaña presidencial de 2000, Bush llamó a China un “competidor estratégico” de la región Asia-Pacífico. Pero debido, en parte, a las nuevas oportunidades de cooperación estratégica que surgieron después del 11-S y a la continua crisis nuclear norcoreana, los últimos 8 años han sido testigo de la consolidación de una saludable relación de trabajo entre China y Estados Unidos —el decidido compromiso de Bush de asistir a la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de Beijing este verano es una excelente muestra de ello—. Quizá lo más importante, al menos para la estabilidad de Asia, es que Washington, durante el gobierno de Bush, ha podido promover relaciones sólidas con Beijing y Tokio de manera simultánea.

Para capitalizar los aspectos positivos de este legado, el próximo Presidente de Estados Unidos debe continuar buscando el diálogo con China y con Japón, y convertirlos en elementos clave de la política estadounidense en la región Asia-Pacífico. Asimismo, Washington debe aumentar su compromiso con la creación de instituciones multilaterales en Asia, además de tomar medidas serias para fortalecer el “poder blando” estadounidense en esa región, mediante estrategias innovadoras para desafíos urgentes, como el cambio climático y las violentas reacciones contra la globalización.

Los lazos que nos unen

A pesar de los logros de Washington, han surgido ciertas inquietudes en varios puntos de la región Asia-Pacífico. Por un lado, el miope interés del gobierno de Bush en la guerra contra el terrorismo ha dejado pocas posibilidades para que Estados Unidos participe en otros asuntos; además, los tintes ideológicos de la retórica de Washington han sido fuente de considerable frustración. A los ojos de muchos líderes asiáticos, Washington no está suficientemente comprometido con los asuntos que a ellos les preocupan más, como la pobreza, el comercio y la inversión, el medio ambiente, la educación, la construcción de Estados y la cooperación regional. Ciertamente no ayudó el obstinado y resuelto impulso que quiso dar a su agenda antiterrorista en las reuniones de los líderes del foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC, por sus siglas en inglés) que se llevaron a cabo en Shanghái en 2001 y en Bangkok en 2003 —y en otros foros semejantes—. Washington ha demostrado una falta de iniciativa similar en su actitud hacia la Cumbre de Asia del Este (EAS, por sus siglas en inglés), un foro de dieciséis Estados asiáticos, que incluye a los diez miembros de la Asociación de Naciones del Sureste Asiático (ANSEA). Condoleezza Rice, Secretaria de Estado de Estados Unidos, ha mostrado de manera consistente su falta de compromiso y ambigüedad hacia la EAS, y ha urgido a su contraparte, el ahora ex Ministro de Asuntos Exteriores de Japón, Taro Aso, a mantener el foro abierto, pero sin llegar a comprometerse con la cumbre en nombre de Estados Unidos. Ahora, a los ministros de exteriores de Asia les preocupa que la secretaria Rice haya considerado que la región no es digna de su atención. Ella no asistió a dos de las tres reuniones regionales de la ANSEA que se han llevado a cabo desde 2005. Asimismo, el presidente Bush canceló sus planes para asistir a la cumbre Estados Unidos-ANSEA que se llevó a cabo en Singapur en septiembre de 2007, un desacierto que provocó un disgusto aún más profundo debido a que no era una reunión rutinaria, sino una celebración especial de los 30 años de relaciones entre Estados Unidos y la organización.

Es importante destacar que Rice cambió su participación en el foro regional de la ANSEA de 2007 por una visita al Medio Oriente, y que Bush desairó la celebración del año pasado por asistir a una presentación sobre el “aumento” de tropas estadounidenses en Iraq, a cargo del general David Petraeus, el comandante estadounidense de más alto rango de la zona. Quizá es inevitable que la atención que Washington le presta a Asia sufra en cierta medida debido a la participación de Estados Unidos en el Medio Oriente, pero también es desafortunado. El senador Barack Obama (demócrata por Illinois) se ha comprometido a retirar de Iraq, para fines de 2010, a las tropas estadounidenses si es elegido Presidente de Estados Unidos. Sin embargo, los líderes de Asia no están convencidos. Creen que es más probable que las fuerzas estadounidenses permanezcan en Iraq durante muchos años —y que quizá esto sea necesario— sin importar si es Obama o el senador John McCain (republicano por Arizona) quien se muda a la Casa Blanca. Como ha argumentado el ex Primer Ministro de Singapur, Lee Kuan Yew, si Estados Unidos sale de manera precipitada de Iraq, todo el Medio Oriente corre el riesgo de desestabilizarse, lo que crearía ondas de choque que también podrían extenderse por toda Asia. En otras palabras, los líderes asiáticos están tan preocupados por lo que podría suceder si Estados Unidos abandona su misión en Iraq, como lo están por la negligencia estadounidense en sus relaciones con Asia, debido a que se encuentra sumido en los problemas del Medio Oriente.

Otra inquietud de los líderes de Asia es el continuo apego de Estados Unidos al sistema de alianzas basado en ese país que dominó a la región durante la Guerra Fría. Esa situación cumplió bien con su propósito, pero ahora existe una urgente necesidad de desarrollar un nuevo marco multilateral para la paz y la seguridad, que se adapte mejor a la dinámica y a los retos de la región que cambian rápidamente. Está en el mejor interés de Estados Unidos modelar activamente la cambiante arquitectura de seguridad de Asia y asumir el liderazgo para crear un nuevo orden mundial que sea abierto e incluyente, pacífico y basado en reglas. A medida que los países asiáticos se adaptan a este sistema internacional que aún está cambiando, en donde Estados Unidos y China están surgiendo como los pilares centrales, necesitan que Estados Unidos participe más, no menos. Sin embargo, parece que a últimas fechas Estados Unidos se está alejando, incluso cuando China ha reforzado los lazos con sus vecinos, iniciando lo que algunos analistas llaman una “ofensiva de encanto”.

La clave para el siguiente gobierno de Estados Unidos será mantener el viejo sistema de alianzas con lazos bilaterales de seguridad, pero integrándolo, al mismo tiempo, a este nuevo esquema más amplio. La mayoría de los líderes de Asia desearía ver a Washington tomar medidas para armonizar la alianza Estados Unidos-Japón con la relación Estados Unidos-China y unir estas dos relaciones en una política integral para la región Asia-Pacífico. Aún no es necesario que dicha integración sea operativa. Por ahora, podría tomar la forma de un diálogo estratégico entre China, Estados Unidos y Japón, con miras a reducir errores de percepción potencialmente peligrosos y a modelar una visión cohesiva para la región.

Quizá uno de los aspectos más importantes de la presencia de Estados Unidos en Asia es su efecto estabilizador. La posibilidad de que China o Japón pudieran alcanzar una posición de predominio es desconcertante para el resto de Asia. El auge de China —con su agresiva actitud militar hacia la región, su autoritario nacionalismo (como lo ilustran las recientes campañas en el Tíbet) y sus aún no realizadas aspiraciones de lograr prestigio y poder globales— no es visto con buenos ojos por muchos asiáticos. Japón, por su parte, arrastra una enorme carga histórica, especialmente en Asia del Este y en el Pacífico, región que ocupó en gran parte antes y durante la Segunda Guerra Mundial. Se considera que el nacionalismo de los japoneses y la ambición de Tokio de convertir a Japón en un “país normal” —es decir, uno con un ejército capaz de iniciar enfrentamientos activos para proteger su seguridad en el extranjero y con un pueblo y una constitución que le permitan llevar a cabo dichas empresas— son un peligro. Estados Unidos, por lo tanto, desempeñará un papel esencial como contrapeso para una China autoritaria y un Japón independiente.

Expreso de Tokio

La alianza Estados Unidos-Japón es y debe continuar siendo la piedra angular de la política de Estados Unidos en la región Asia-Pacífico, un punto de referencia en medio de la tormentosa dinámica regional. Pero a pesar de lo robusta que parece ser esta relación, y de lo sólidas que son sus bases, recientemente han surgido algunas tensiones. Por ejemplo, ha sido causa de discordia la incertidumbre acerca de si la Fuerza de Autodefensa Marítima de Japón continuará las misiones de reabastecimiento de combustible para apoyar las actividades de la coalición dirigida por Estados Unidos en Afganistán. Cuando la misión fue temporalmente suspendida después de que el Partido Demócrata de Japón ganó las elecciones generales en julio de 2007, el Embajador de Estados Unidos en Japón, J. Thomas Schieffer, advirtió, en un discurso pronunciado ante el Club Nacional de Prensa de Japón, que Washington consideraría dicha acción como equivalente a que Tokio había “decidido abandonar la guerra contra el terrorismo”. Los ataques del 11-S proporcionaron a Estados Unidos y a Japón la oportunidad de darle a su alianza una dimensión global y de extender sus actividades más allá de Asia del Este, e incluso de abarcar a toda la región Asia-Pacífico. Sin embargo, ahora queda cada vez más claro que forzar la relación de esta manera ha creado expectativas poco realistas y tensiones que amenazan con erosionar su esencia misma.

Una de las dificultades en la gestión de la alianza Estados Unidos-Japón surge de las inevitables repercusiones de los conflictos del Medio Oriente y, específicamente, de la región del Golfo Pérsico. Por ejemplo, el gobierno de Estados Unidos aún debe llegar a un acuerdo con sus aliados en la región Asia-Pacífico, en especial con Seúl y Tokio, con respecto al papel que cada uno de ellos adoptará y los recursos que deberán dedicar para ayudar a estabilizar a Afganistán y a Pakistán. Esto continúa siendo un grave desafío, pero, en vista de la creciente importancia global de Asia, la primera responsabilidad de la alianza Estados Unidos-Japón debe seguir siendo garantizar la estabilidad de la región, porque de eso depende la estabilidad mundial. Sin embargo, Estados Unidos y Japón no han encontrado hasta ahora la forma de navegar por el cambiante entorno de Asia.

Últimamente, lo que quizá ha amenazado más la alianza entre Washington y Tokio han sido sus discordantes temores, percepciones de amenaza y expectativas mutuas con respecto a las ambiciones nucleares de Corea del Norte, además de los desafíos de seguridad relacionados que se presentan en Asia. Tokio ha observado con cierto malestar el cambio de Washington hacia una posición algo más blanda en sus recientes interacciones con Pyongyang. Este año, después de casi seis décadas, el gobierno de Estados Unidos retiró las restricciones al comercio con Corea del Norte, según lo establecido en la Ley de Comercio con el Enemigo, y manifestó que, a cambio de una declaración parcial de los programas nucleares de Pyongyang, Washington iniciaría el proceso para retirar a Corea del Norte de la lista estadounidense de Estados patrocinadores del terrorismo. Al hacer esto ha “desvinculado”, de manera implícita, dichos incentivos de la resolución del problema que aún es el más importante para los japoneses: el regreso de los ciudadanos japoneses secuestrados por Corea del Norte. Estas acciones parecen ser un cambio total de la política y, desde el punto de vista de Tokio, no fueron indicados claramente ni se coordinaron de forma adecuada. Los diplomáticos japoneses veteranos que tratan con Pyongyang ahora perciben que la campaña de la secretaria Rice por crear su legado a partir de un éxito diplomático con Corea del Norte es una desconcertante repetición de los días finales de la secretaria de estado Madeleine Albright en el gobierno de Clinton, cuando trató febrilmente de coordinar una visita a Pyongyang para el Presidente de Estados Unidos.

Seguir una estrategia escalonada para Corea del Norte bien podría ser la única vía diplomática por el momento, y Japón sin duda reconoce que el encuentro de Washington con Pyongyang ha sido en gran parte positivo. La política pragmática que ha seguido el gobierno de Bush desde principios de 2007 ha dado frutos, al menos para limitar la producción de plutonio en Corea del Norte mediante los acuerdos a los que se llegó en junio. Sin embargo, el gobierno de Japón, al que recientemente se le unió el nuevo gobierno surcoreano de Lee Myung-bak, ha expresado su preocupación por el continuo silencio de Pyongyang con respecto a su programa de armas nucleares, a la falta de precisión de la información que Pyongyang ha proporcionado sobre sus supuestas actividades de enriquecimiento de uranio y a una posible relación de Corea del Norte con Siria. En Japón, algunos formuladores de políticas públicas también temen que Washington pudiera estar preparándose para aceptar la idea de que, a la larga, tendrá que vivir con una Corea del Norte con armas nucleares. Hasta que Asia pase su primera y crucial prueba —la total desnuclearización de Corea del Norte—, no se podrá decir cuán exitosas han sido realmente las negociaciones de las seis partes. Lo anterior es especialmente cierto porque la prueba nuclear de Pyongyang de octubre de 2006 y su continuo desdén hacia el Tratado de No Proliferación han asestado un golpe devastador a la credibilidad de la capacidad de disuasión nuclear de Estados Unidos, lo que representa, quizá, el fracaso más profundo de la política del gobierno de Bush en Asia.

Sin embargo, una razón para albergar un optimismo prudente es que las negociaciones de las seis partes ya han reforzado significativamente el compromiso de Estados Unidos con la seguridad en Asia. En particular, este incipiente intento de crear instituciones multilaterales ha logrado obtener de Beijing la aceptación de que la intervención de Estados Unidos, al igual que su presencia militar, es un elemento necesario e incluso legítimo para lograr la cooperación en la región. Las negociaciones de las seis partes han sentado las bases para que Washington y Tokio, en virtud de la alianza Estados Unidos-Japón, desempeñen papeles de estabilización en Asia, así como para lograr una mayor simbiosis entre Estados Unidos y la región. Aunque las negociaciones han sido frustrantes en ocasiones, y aunque su futuro aún es incierto, representan un paso alentador en la dirección correcta.

El sonido del silencio

Para complicar aún más el efecto de sus desatinos diplomáticos, Washington también está perdiendo influencia económica en Asia. Debido al espectacular crecimiento de los fondos soberanos de los últimos años, las economías occidentales han tenido un duro despertar ante el rápidamente cambiante equilibrio del poder económico global: la división entre poder político y poder financiero se está haciendo cada vez más imprecisa. Los fondos provenientes de los grandes exportadores de la Cuenca del Pacífico (y de los Estados productores de petróleo del Medio Oriente) han rescatado con enormes inversiones a bancos estadounidenses en dificultades, como Citibank, Merrill Lynch y Morgan Stanley. Se estima que el valor colectivo de los fondos soberanos en todo el mundo llegará a un total de 12 billones de dólares para el año 2015, lo que eclipsaría los fondos privados de capital. Hoy en día, tres de las cuatro economías más importantes del mundo (medidas por la paridad del poder de compra) —China, Japón e India, en orden decreciente— están en Asia. Las economías asiáticas también se han ido integrando durante varios años, gracias a los diversos flujos de inversión y comercio, así como a una floreciente red de acuerdos bilaterales y multilaterales. En 2006, el comercio intrarregional constituyó el 58% del comercio total de Asia, en comparación con el 42% del TLCAN y el 65% de la Unión Europea. China ha utilizado la fuerza gravitacional de su poderío económico para fortalecer la integración económica regional. Actualmente, es el principal socio comercial de Australia, Japón y Corea del Sur y el segundo socio comercial de la India. En 2007, por primera vez desde el establecimiento de la ANSEA, el comercio total de China con los países miembros de esa entidad excedió al comercio de Estados Unidos con dichos Estados.

En marcado contraste con Beijing, Washington parece estar inseguro de su estrategia económica para Asia. Durante las crisis económicas de Asia de 1997 y 1998, el gobierno de Clinton dio a los gobiernos asiáticos la impresión de que no comprendía sus inquietudes cuando invalidó una propuesta presentada por el gobierno de Japón para establecer un fondo monetario asiático, que hubiera reunido los recursos de Asia y proporcionado una muy necesaria liquidez a los países que sufrían de salidas masivas de capital. Estados Unidos tampoco logró idear un nuevo mecanismo para lidiar con la crisis ni pudo promover un mejor equilibrio entre los dos principios centrales de la APEC —liberalización del mercado y cooperación económica y técnica—, con el fin de estimular el desarrollo económico regional. El gobierno de Clinton se centró casi exclusivamente en la liberalización. Hoy, debido a que el gobierno de Bush se ha concentrado en la guerra contra el terrorismo, la APEC ha perdido el rumbo.

Si se quiere revitalizar a la APEC —y habría que hacerlo—, se debe fortalecer el desarrollo y la cooperación económicos entre sus miembros, específicamente como un medio para lidiar con el aumento de las reacciones violentas contra la globalización. Asia, sin duda, se ha beneficiado de la integración de la economía mundial promovida por Estados Unidos; países como China, India y Vietnam ahora están recogiendo los frutos del despegue económico que experimentaron en la década de los noventa. Pero los beneficios también han traído perjuicios. En particular, el Banco Asiático de Desarrollo hizo notar, en un informe presentado en agosto de 2007, la creciente diferencia entre ricos y pobres en China y en otros países de Asia, y advirtió sobre la posibilidad de que se produjeran disturbios. Al igual que en Estados Unidos, la globalización ha ampliado la desigualdad entre los ingresos y las oportunidades en Asia, lo que ha hecho surgir dudas sobre el modelo estadounidense.

Un débil poder blando

Este problema se basa en la percepción generalizada de que el poder blando de Washington en Asia se ha ido debilitando, en buena parte como resultado de haber prestado demasiada atención a políticas erróneas (como la promoción de la democracia) y muy poca a los problemas fundamentales (como el cambio climático). Durante el gobierno de Bush, la promoción de la democracia se ha utilizado para guiar y justificar la política exterior de Estados Unidos. Sin embargo, en general, no ha producido resultados reales. Desde la perspectiva de Asia, se puede esperar poco de la propuesta del senador McCain de crear una “Liga de las Democracias” o, como él lo ha planteado, “un nuevo pacto global” para “explotar la amplia influencia de más de cien países democráticos de todo el mundo para promover nuestros valores y defender nuestros intereses compartidos”. Sin importar qué tan valiosa pueda ser la meta subyacente, la noción de que Washington debe promover la democracia en todo el mundo se ha visto afectada, quizá de forma permanente, por su desastrosa intervención en Iraq. Además, crear una liga como ésa fomentaría una mentalidad de club que podría dividir a Asia en dos bandos —lo que colocaría abiertamente a la poco democrática China fuera del círculo interno— y amenazaría, por ende, con desestabilizar a toda la región.

Esto no quiere decir que la democracia no tenga arrastre en Asia. Por el contrario, durante las últimas dos décadas ha hecho avances significativos y prometedores en la región: 23 de los 39 países de Asia ahora son democracias electorales, en las que se llevan a cabo elecciones libres y regulares, y donde se respetan las libertades políticas básicas. Además, a pesar de los recientes problemas en Filipinas, Tailandia y Timor Oriental —que alguna vez fueron considerados ejemplos de la democracia asiática—, la región aún cuenta con algunos de los nuevos Estados más dinámicos del mundo. Estados Unidos ha desempeñado un papel fundamental en estos avances, al abrir su mercado a la región y fungir como una fuerza estabilizadora en Asia. Sin embargo, en la mayoría de los casos, la democracia ha ganado terreno en la región sin fanfarrias ni lemas ideológicos, y ha avanzado debido a medidas pragmáticas que promueven el crecimiento y el desarrollo y a la aparición de la clase media.

Considérese el ejemplo de Indonesia: después de la caída del gobierno de Suharto en 1998, cuatro presidentes han dirigido la evolución del país de un Estado autoritario a uno democrático y descentralizado. El actual gobierno de Indonesia no es, en modo alguno, perfecto; el país aún sufre de corrupción, de la mala aplicación del Estado de derecho y de la incertidumbre normativa. Pero en Indonesia la democracia ha demostrado ser sorprendentemente estable durante la última década, situación que desafía la expectativa de que el país se derrumbaría después de la crisis económica asiática de finales de la década de los noventa. También se ha beneficiado, de manera inesperada, del por demás catastrófico tsunami de 2004. Los ataques terroristas de los separatistas han sido aplacados desde entonces. Con Australia, la cooperación contra el terrorismo se ha intensificado. La continua asistencia japonesa para el desarrollo ha ayudado a consolidar la estabilización económica y social. Además, los lazos diplomáticos y militares entre Estados Unidos e Indonesia se han fortalecido desde finales de 2005, cuando el Pentágono decidió normalizar las relaciones ejército a ejército después de 6 años de colaboración restringida, debido a las violaciones a los derechos humanos por parte de las fuerzas indonesias en Timor Oriental. Lo que resulta del reciente avance de Indonesia es un ejemplo positivo de lo que se puede lograr al margen de la muy decadente agenda estadounidense de promoción de la democracia.

Washington también ha desaprovechado parte de su poder blando al no ser capaz de liderar en temas de energía y medio ambiente. Debido a que Estados Unidos es el segundo emisor de dióxido de carbono más grande del mundo, la falta de una acción decisiva por parte de Washington sobre el cambio climático ha sido criticada en muchos sectores. La inactividad de Estados Unidos también ha complicado los problemas subyacentes al proporcionar una buena excusa para que China e India evadan sus propias responsabilidades e impidan el desarrollo de economías basadas en energías limpias. Este desafortunado vacío de liderazgo no es una falla exclusiva del gobierno de Bush: fue durante el gobierno de Clinton, en 1997, cuando el Senado aprobó por abrumadora mayoría una resolución para evitar que Estados Unidos ratificara el Protocolo de Kioto. Éste fue un importante error político, ya que la crisis del calentamiento global es más que un problema ambiental; también es una oportunidad decisiva para que Estados Unidos redefina lo que este país simboliza para el mundo. Ahora Washington está pagando su falta de acción con pérdida de influencia. Incluso Australia, tradicionalmente uno de los aliados más leales de Estados Unidos, ha dado señales de que podría estar reorientando lentamente su atención hacia China. El año pasado, alrededor del 43% de los australianos encuestados en un estudio de opinión de la BBC describió la influencia de China como “principalmente positiva”; sólo el 29% dijo lo mismo sobre la influencia de Estados Unidos.

Mejorar la imagen

¿Cómo podría el próximo gobierno de Estados Unidos restaurar su deslucida imagen en Asia? Primero, Washington debe analizar con más cuidado la región Asia-Pacífico, hacia donde está cambiando el centro de gravedad del mundo. Los líderes de Estados Unidos con frecuencia dicen frases como “el auge de Asia” y “el siglo asiático”, pero hasta ahora sólo han dedicado alabanzas vacías a la creciente importancia de la región. Para mantener la credibilidad de Estados Unidos en Asia, el siguiente gobierno debe reducir la distancia entre la conciencia y la acción. Para esto, tendrá que comprometerse más firmemente con la construcción de instituciones en la región, en estrecha colaboración con los países asiáticos.

Sin duda, no será necesario que Estados Unidos sea parte de todos los ejercicios regionales de construcción de comunidad. De hecho, podría beneficiarse si retrocede y aprende a vivir con cierto regionalismo exclusivamente asiático. Todos los interesados, incluido Estados Unidos, ganarán a la larga si permiten que las instituciones asiáticas —la ANSEA + 3 (ANSEA y China, Japón y Corea del Sur), por ejemplo— tengan suficiente espacio para crecer y resolver por sí solas problemas complejos, ya que esto aumentaría el espíritu comunitario de la región. Al mismo tiempo, el siguiente gobierno de Estados Unidos debe expresar su clara intención de unirse a la EAS, con objeto de promover el desarrollo del foro como un marco de paz y seguridad más completo en el futuro. Los gobiernos de Asia deberían, a su vez, dar la bienvenida y animar a Washington para que se una a la organización. Gracias a sus recursos e influencia —que indudablemente se encuentran en los ámbitos económico y militar y en su poder blando, el cual, a pesar de haberse debilitado, aún es significativo—, Estados Unidos es una fuerza estabilizadora y, por ende, su cooperación proporcionaría un cimiento natural para la nueva estructura de paz y seguridad de Asia del Este.

Segundo, Washington debe encontrar vías para integrar sus diversas alianzas bilaterales al incipiente proceso multilateral, a partir de la promoción de la paz y de la seguridad, incluso mediante foros como la EAS. Ésta será una vía muy importante para que Estados Unidos equilibre sus relaciones con China y Japón. Reforzar únicamente la alianza Estados Unidos-Japón para contrarrestar a China desestabilizaría el statu quo; formar una sociedad entre Estados Unidos y China para contrarrestar la importancia de Japón amenazaría la alianza Estados Unidos-Japón. Ambos escenarios causarían graves problemas de seguridad en la región Asia-Pacífico. La forma más segura de evitar estos riesgos sería crear un proceso trilateral de consulta entre Estados Unidos, China y Japón que pudiera atender los problemas de seguridad de los tres países. Dichas conversaciones fortalecerían el papel de Estados Unidos como fuerza estabilizadora en la región. El proceso, que es un escenario en el que Washington se relacionaría con Beijing de manera equilibrada, persuadiría a China para que acate las normas internacionales, como corresponde a un participante responsable. Además, reforzar el cómodo marco de la alianza Estados Unidos-Japón tranquilizaría a Japón. Este proceso de tres vías debería promoverse de manera simultánea con otras de las conversaciones trilaterales de Estados Unidos, como las que incluyen a Japón y Corea del Sur, las iniciadas por Japón y Australia o las de Japón y la India. También podría ser útil vincular las reuniones de alto nivel de las conversaciones entre Estados Unidos, China y Japón con la EAS, para que un núcleo de los países participantes en las conversaciones pudiera realizar reuniones informales previas o paralelas a las reuniones de la EAS.

Tercero, la alianza Estados Unidos-Japón debería fortalecerse aún más con base en el principio de la complementariedad. En lugar de esforzarse por hacer aportaciones equivalentes para todas las tareas, ambas partes deberían contribuir a la relación en los ámbitos y de la forma en que cada una de ellas destaque; en Afganistán, por ejemplo, Estados Unidos debería trabajar principalmente en la estabilización, mientras que Japón podría concentrarse en el desarrollo. Además, la atención de la alianza, al menos por el momento, deberá centrarse en los problemas regionales y no en cuestiones globales. El gobierno de Bush se ha manifestado a favor de modelar la alianza Estados Unidos-Japón según la “relación especial” que tiene con el Reino Unido. Pero Japón no puede ser un socio como ese país, por muchas razones: por cuestiones culturales, históricas y políticas, pero quizá la razón más importante sea que no cuenta con vías establecidas para intercambiar información de inteligencia con el gobierno de Estados Unidos. Por el contrario, el siguiente gobierno de Estados Unidos debería concentrarse en profundizar el diálogo sobre políticas públicas entre Estados Unidos y Japón para atender de manera significativa los nuevos desafíos de seguridad que presenta Asia. El gobierno de Bush tomó medidas en ese sentido, pero de algún modo descuidó los dos problemas más importantes que enfrenta actualmente la alianza: el auge de China (tanto en términos económicos como políticos) y la acumulación nuclear con fines militares de Beijing (que tiene implicaciones para la función de disuasión nuclear de la alianza Estados Unidos-Japón). Uno de los desafíos para el próximo Presidente de Estados Unidos será satisfacer dos imperativos al parecer incompatibles: asegurarse de que el paraguas nuclear estadounidense siga siendo eficaz y, al mismo tiempo, avanzar hacia la meta de largo plazo del desarme nuclear.

El Primer Ministro de Japón, Yasuo Fukuda, ha utilizado la palabra kyomei (sinergia) para describir la filosofía que debe guiar los esfuerzos para armonizar la relación Estados Unidos-Japón con el incipiente proceso multilateral de Asia. Pero Washington y Tokio deben ir aún más allá de la kyomei y realmente integrar el viejo sistema de alianzas con el nuevo. Más que sólo vibrar con la misma energía, los dos sistemas deben producir la misma nota. Estados Unidos y Japón también deben cooperar plenamente con los miembros de la ANSEA, especialmente con Indonesia, un país densamente poblado, que tiene la comunidad musulmana más grande del mundo y que limita con el Estrecho de Malaca, la ruta de comercio más importante de Asia desde el punto de vista estratégico. La estabilidad de Indonesia y el trato que se le dé como potencia regional significativa serán esenciales para la paz y la seguridad de la región Asia-Pacífico. Por lo tanto, Washington debe fortalecer aún más sus lazos con Yakarta e instarla a cooperar con los principales protagonistas de Asia —entre ellos Beijing, Nueva Delhi y Tokio— con el fin de participar de manera eficaz en la región.

Cuarto, Estados Unidos necesita seguir una estrategia de “contoperación” con Corea del Norte basada en ciertos principios: una estrategia fundada principalmente en la cooperación, pero con un elemento de contención. Las conversaciones de las seis partes y las negociaciones bilaterales entre Estados Unidos y Corea del Norte han producido una serie de declaraciones y acuerdos, pero aún queda mucho camino por recorrer antes de que Corea del Norte esté totalmente desnuclearizada. Con base en los logros de las negociaciones que hasta ahora han entablado Estados Unidos y Corea del Norte, como la declaración conjunta de septiembre de 2005 en la que el gobierno norcoreano se comprometía a “abandonar todas las armas y programas nucleares existentes”, queda claro que la participación estadounidense debe seguir siendo uno de los puntales de las políticas públicas en el futuro. Para aprovechar tales avances, el siguiente gobierno de Estados Unidos debe comenzar donde el gobierno de Bush termine, y continuar, entre otras cosas, el proceso de verificación que se está llevando a cabo. Pero incluso mientras agota todas las iniciativas diplomáticas actuales, Washington también debe intentar contener la proliferación de la tecnología nuclear norcoreana.

En otras palabras: Estados Unidos no debe pensar en conformarse con una Corea del Norte nuclear; debe, en cambio, aplicar una rígida estrategia de incentivos y amenazas —cooperación y contención— para desnuclearizar totalmente a Corea del Norte. Mientras tanto, Washington debe prepararse, en colaboración con sus aliados y quizá con Beijing, para el posible colapso del régimen de Kim, que se está debilitando debido a la crisis mundial de alimentos, y para la posible reunificación de Corea del Norte y Corea del Sur —acontecimientos que podrían desencadenar un éxodo masivo de refugiados o la proliferación de materiales nucleares—. Asimismo, no se debe permitir que la política estadounidense hacia Corea del Norte separe a Washington y a Tokio. Mientras el desmantelamiento final del programa de armas nucleares de Corea del Norte siga siendo la única vía para la normalización de las relaciones Estados Unidos-Corea del Norte y Japón-Corea del Norte, las diferencias sobre la manera de manejar a Pyongyang no deben verse con alarmismo. Este objetivo común es la premisa básica sobre la que descansa la alianza Estados Unidos-Japón, y ambas partes deben respetarlo.

Quinto, el gobierno de Estados Unidos debe resistirse a la fiebre proteccionista en su país y demostrar un liderazgo renovado para promover el libre comercio en todo el mundo. La firma de acuerdos de libre comercio con Japón y Corea del Sur, por ejemplo, podría servir como una poderosa expresión del compromiso de Estados Unidos con Asia del Este y la región Asia-Pacífico en general. Al profundizar la interdependencia económica de los tres países, estos tratados crearían un amortiguador para el choque potencial que podría provocar el colapso de Corea del Norte o la posible reunificación de las dos Coreas. Washington también debe concentrarse en reconstruir la APEC y devolverle su formato original: un foro para incrementar el comercio y la inversión, el desarrollo y la cooperación, en lugar de uno para hacerle la guerra al terrorismo o para discutir asuntos de seguridad (que deberían delegarse a la EAS). Singapur, Japón y Estados Unidos —anfitriones de las reuniones de la APEC de 2009, 2010 y 2011, respectivamente— deben colaborar de manera efectiva para dar impulso a la institución. El Secretariado de la APEC debe fortalecerse mediante la designación, por ejemplo, de un Director Ejecutivo para un período definido. También se deben establecer nuevos objetivos, como la creación de un acuerdo de libre comercio para toda la región Asia-Pacífico.

Washington, asimismo, necesitará demostrar que está tomando en cuenta seriamente el otro lado de la moneda del comercio y de la inversión: el efecto potencialmente dañino de la globalización. Con ese fin, el gobierno de Estados Unidos debe considerar establecer, por medio de la APEC, un “grupo de sabios” —de manera muy similar al que se estableció a principios de la década de los noventa para explorar de manera informal las opciones económicas de largo plazo que tenía la región—, con el fin de desarrollar políticas que traten los problemas que causa la globalización, en especial el aumento de las diferencias entre ricos y pobres. Para sobrevivir y crecer en el largo plazo, el capitalismo global necesitará tanto del intervencionismo keynesiano como del liberalismo schumpeteriano. En este momento, sin embargo, necesita a Keynes en especial. Hoy más que nunca, son esenciales la educación y la seguridad social, y, una vez más, los gobiernos deben desempeñar un papel central para proporcionarlas. Ésta es una oportunidad para que Estados Unidos esté otra vez a la altura de las circunstancias. Debido a que durante décadas inspiró el cambio en todo lo largo y ancho de Asia —los reformistas en Japón invocaban a la gaiatsu (presión externa) para impulsar la agenda nacional, especialmente en las décadas de los setenta y de los ochenta—, Estados Unidos ahora debe liderar la respuesta a la violenta reacción contra la globalización.

Sexto, para restablecer el poder blando de Estados Unidos, el próximo gobierno de ese país debe moderar su uso de la palabra “democracia”. Frases como “promoción de la democracia” suenan vacías después de Iraq. Washington sería mejor recibido si simplemente hablara de transparencia, Estado de derecho y buena gobernanza. Durante la última mitad del siglo XX, Estados Unidos desempeñó un papel vital para crear los cimientos democráticos en Asia, al abrir sus mercados a la región y fungir como fuerza estabilizadora. Debe continuar haciéndolo. Eso significaría, entre otras cosas, esforzarse por presentar un frente unido en Washington y dejar atrás la dañina división entre ideólogos y pragmatistas, tradicionalistas y neoconservadores, que ha caracterizado al gobierno de Bush. Estas rupturas han puesto a prueba las relaciones de Estados Unidos con sus aliados tradicionales, en especial cuando se trató de formular una política de desnuclearización con respecto a Corea del Norte. Es de esperarse que en cualquier democracia exitosa surjan desacuerdos en el discurso público o entre los partidos políticos, pero una cacofonía de voces dentro de un gobierno puede paralizar la política y dañar los lazos del país con otros Estados. El próximo Presidente de Estados Unidos debe esforzarse por reparar el problema de imagen resultante, mediante la restauración de la unidad en Washington.

Séptimo, Washington debe actuar de manera significativa con respecto al calentamiento global. A pesar de lo problemático de la participación de Estados Unidos en Afganistán e Iraq, no existe ninguna excusa para la inacción de Estados Unidos con respecto a esta inminente crisis internacional. El programa Apollo de John F. Kennedy dio pie a uno de los episodios más dramáticos del siglo XX —señaló el punto máximo de la inspiración y del poder estadounidenses— y fue presentado durante la Guerra de Vietnam. Con un precedente como ése, no es poco realista esperar un liderazgo creativo de Estados Unidos sobre el problema del cambio climático, incluso mientras el país libra dos guerras. Los países asiáticos no tienen una posición única sobre el tema del cambio climático; como Estados Unidos, la mayoría de ellos depende del carbón para obtener energía, así como para su crecimiento económico. Pero debido a que las economías emergentes de Asia se están convirtiendo en los principales emisores de gases invernadero, su participación activa para enfrentarse al calentamiento global es fundamental. Estados Unidos debe encabezar a China, la India, Japón, Rusia y la Unión Europea —los otros grandes emisores de dióxido de carbono— con el objeto de disminuir el calentamiento global.

Lo que Asia desea y necesita es un Estados Unidos abierto e internacionalista. Sin una colaboración entre Asia y Estados Unidos, es poco probable que el potencial del siglo XXI de convertirse en “el siglo asiático” se haga realidad. Dejando de lado todas las sensibilidades partidistas, una cosa es cierta: Asia aún es territorio estadounidense. Estados Unidos se involucró en tres importantes guerras en Asia durante el siglo pasado —la Guerra del Pacífico, la Guerra de Corea y la Guerra de Vietnam— y el efecto ha sido profundo. Estados Unidos está ligado a la región Asia-Pacífico por la historia, el comercio y las ideas; es un elemento indispensable del tejido económico y social, y para la seguridad de la región. Y aunque su imagen se ha deteriorado un poco, Estados Unidos sigue teniendo una fuerte influencia y un gran prestigio en toda Asia.

Al mismo tiempo, Asia es ahora mucho más que un espectador. Ya no está esperando a quién seguir; es un socio dispuesto y capaz, y espera ser tratado como tal. En asuntos de desarrollo y crecimiento económico, construcción de Estados, antiterrorismo y calentamiento global por igual, la región ha producido y continuará produciendo ideas y recursos valiosos.

Asia tiene que desempeñar un papel complementario al de Estados Unidos, y éste es un hecho que Washington no puede darse el lujo de pasar por alto, especialmente cuando el equilibrio de poder global continúa moviéndose hacia Oriente. Ya sea demócrata o republicano, sería muy conveniente que el próximo Presidente de ese país renovara el compromiso con Asia y que dedicara la debida atención a las inquietudes e intereses de sus amigos y aliados asiáticos